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Una noche, en la terraza, mientras Dreyfus le servía el café, conversaron. Porque aborrezco todo lo que hay en esta colonia, he sido injusto con el pobre judío, escribe Nevers. Dreyfus era hombre de alguna lectura —conocía los títulos de casi todos los volúmenes de la biblioteca— versado en historia, dotado naturalmente para hablar el francés y el español con sentenciosa elegancia, con ironía levísima, eficaz. El empleo de algunos giros arcaicos podía sugerir que su manera de hablar fuera estudiada. Nevers sospechó una explicación menos fantástica: Dreyfus debía ser un judío español, uno de esos que había visto en El Cairo y en Salónica: rodeados de gentes de otras lenguas, seguían hablando el español que habían hablado en España, cuando los echaron, hacía cuatrocientos años. Quizá los antepasados fueran comerciantes o marinos y supieran el francés y quizá en boca de Dreyfus, él estuviera oyendo idiomas de la Edad Media.

Pensaba que el gusto literario de Dreyfus no era exquisito. En vano trató de obtener su promesa (que nada le costaba y que hubiera tranquilizado mi conciencia) de leer algún día las obras de Teócrito, de Mosco, de Bión, o siquiera, de Marinetti. En vano trató de evitar que le contara El misterio del cuarto amarillo.

Según Nevers, los trabajos históricos de su ordenanza no se limitaban a la sedentaria lectura; había hecho algunas investigaciones personales, concernientes al pasado de la colonia; prometió mostrarle cosas de interés; Nevers no le dijo que su interés consistía en desconocer el presente y la historia de esa penosa región.

Después le preguntó por qué había tantos locos en las islas.

—El clima, las privaciones, los contagios —afirmó Dreyfus—. No crea que todos estaban sanos como usted, cuando llegaron. Este asunto desata las mejores calumnias: le dirán que si un gobernador quiere librarse de tal o cual ayudante, lo finge orate y lo encierra.

Para cambiar de conversación, Nevers preguntó qué hacía el gobernador con los animales. Dreyfus se tapó la cara, habló con voz temblorosa y lenta.

—Sí, es horrible. Usted quiere que yo reconozca… Pero es un gran hombre.

Nevers dice que la contenida agitación de Dreyfus aumentaba y que él mismo estaba nervioso, como si presintiera una atroz revelación. Dreyfus continuó:

—Ya sé: hay cosas que no se alegan. Mejor olvidarlas, olvidarlas.

Nevers no se atrevió a insistir. Comenta: Un perro puede tolerarse como el vanidoso apéndice de tante Brissac. Pero ¿cómo tratar, cuál es el límite de asco para tratar a un hombre que se rodea de manadas de malolientes animales? La amistad con un animal es imposible; la convivencia, monstruosa, continúa mi sobrino buscando una endeble originalidad. El desarrollo sensorial de los animales es diferente del nuestro. No podemos imaginar sus experiencias. Amo y perro nunca vivieron en el mismo mundo.

La presencia de los animales y el espanto de Dreyfus sugieren algo —aclara sibilinamente mi sobrino—, que no se parece a la realidad. Pero Castel no era un sabio incomprendido o siniestro; era un loco, o un sórdido coleccionista que gastaba los alimentos de los presidiarios en su jardín zoológico.

Sin embargo afirma: No escribiré a los diarios; hoy mismo no delataré a Castel. Que algún gobernador haya declarado loco a su enemigo podía ser una calumnia anónima o una infidencia de Dreyfus. Pero quizá juzgara imprudente enemistarse con el gobernador de una cárcel, especialmente si la cárcel era una isla en medio del mar. Volvería alguna vez a Francia, y si quería elegir la delación… Pero estaría con Irene, sería feliz, y las apasionadas intenciones de ahora serían parte del sueño de la isla del Diablo, atroz y pretérito. Sentía como si despertara a mitad de la noche: comprendía que volvería a dormirse y que por unas horas seguiría soñando, pero se aconsejaba no tomar las cosas muy en serio, mantener la más flexible indiferencia (por si olvidaba que estaba soñando).

Se creía aliviado, seguro de no incurrir en nuevas temeridades.