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3 de marzo.

Hoy he cometido una imprudencia —dice en su carta del 3 de marzo. Había conversado con Bernheim. A la tarde fue al galpón colorado y lo hizo llamar. Era un hombrecito con la cara rasurada, de color de vieja pelota de goma, con los ojos oscuros, muy profundos, y una mirada canina, que venía de lejos, de abajo, humildemente. Se cuadró como un soldado alemán y trató de erguirse; consiguió mirar de un modo oblicuo.

—¿Qué desea? —La voz era altiva; la mirada, tristísima—. La autoridad es todo para mí, pero con las actuales autoridades no quiero más trato que…

Nevers hizo un ademán de asombro. Dijo ofendido:

—No soy responsable de lo que sucedió antes de mi llegada.

—Tiene razón, —reconoció Bernheim, derrotado.

—Entonces, ¿qué sucedió?

—Nada, replicó. Nada: esa rata de aguas que desacredita la autoridad, me saca de la isla del Diablo y me junta con los presos comunes.

—Usted habrá cometido alguna falta.

—Es claro, —dijo casi irritado—. Yo pregunté eso mismo. Pero usted sabe mis obligaciones: 1. Juntar cocos. 2. Volver puntualmente a la cabaña. Le juro: no nació el hombre que se me adelante en puntualidad.

—Trataré de que no lo devuelvan a su isla.

—No intervenga, mi jefe. Yo no quiero deber nada al señor gobernador. Yo soy una llaga en la conciencia de Francia.

Absurdamente, Nevers escribe: Bernheim parecía embelesado; admiraba mi cicatriz. La gente imagina que ese tajo es el recuerdo de una pelea. Sería conveniente que los presidiarios imaginaran que es un signo de agresividad.

No debería aludir tan ligeramente a un tajo que, exceptuando a las mujeres (¡sospecho que las atrae!) desagrada al género humano. Nevers sabe que no es signo de agresividad. Debería saber que es el signo de una idiosincrasia que lo distingue, tal vez, en la historia de la psicología morbosa. He aquí el origen de esa mácula: Nevers tenía doce o trece años. Estudiaba en un jardín, cerca de una oscura glorieta de laureles. Una tarde vio salir de la glorieta a una niña con una confusa cabellera, a una niña que lloraba y que sangraba. La vio irse; un alucinado horror le impidió ayudarla. Quiso inspeccionar la glorieta; no se atrevió. Quiso huir; lo retuvo la curiosidad. La niña no vivía lejos; sus hermanos, tres muchachos un poco mayores que Nevers, aparecieron muy pronto. Entraron en la glorieta; salieron en seguida. Le preguntaron si no había visto a algún hombre. Contestó que no. Los muchachos se iban. Sintió una desesperada curiosidad, y les gritó: «No vi a nadie porque estuve toda la tarde en la glorieta». Me dijo que debió de gritar como un demente, porque si no los muchachos no le hubieran creído. Le creyeron y lo dejaron por muerto.

Vuelvo al relato de ese 3 de marzo, en las islas. Salieron a caminar. Ya había hablado mucho cuando Nevers pensó que su conducta no era prudente. La impulsiva franqueza de Bernheim lo había conquistado. Se encontró asintiendo, o tolerando sin rebatir, certeras invectivas contra el gobernador y contra la justicia francesa. Recordó que no estaba allí para compartir la indignación de ese hombre, ni para defenderlo de las injusticias; estaba, simplemente, para interrogarlo, porque temía que en el misterio de la isla del Diablo hiciera algo que pudiera postergar su regreso. Consiguió razonar esto mientras Bernheim lo asediaba con elocuencia, padecía de nuevo sus calamidades y repetía que él era la peor ignominia de nuestra historia. Nevers resolvió interrumpirlo.

—Y ahora que terminó los «camouflages» ¿qué hace el gobernador?

—Está «camouflando» el interior de la casa. —Y agregó—: pero veremos de qué le sirven los «camouflages» cuando…

Nevers no lo oía. Si Castel había «camouflado» el interior de la casa, estaba loco; si estaba loco, él podía olvidar sus temores.

Estaba satisfecho de la entrevista; sin embargo, pensó, el gobernador debe ignorarla; debo cuidarme de sus cavilaciones y astucias de enfermo.

Cuando volvía a la administración vio a un hombre caminando a lo lejos, entre las rocas y las palmeras de la isla el Diablo. Lo seguía una manada de heterogéneos animales. Un carcelero le dijo que ese hombre era el gobernador.