«Jugamos a que nada nos gusta tanto como [… ]
escribir en cuadernos de papel cuadriculado y suave».
Guirnalda con amores.
Durante más de cincuenta años, desde 1947 y hasta poco antes de su muerte, con «la inteligente y dulce urbanidad que permite escuchar con indulgencia la expresión ingenua de sentimientos bajos», Adolfo Bioy Casares registró la memoria de sus días y sus opiniones acerca de sí mismo y de su círculo, primero en diarios de entradas cotidianas, después en cuadernos de apuntes que «no siguen el orden del calendario». Por su asunto y por su estilo, estos cuadernos se destacan nítidamente dentro del dilatado conjunto y, de hecho, fue el mismo Bioy quien decidió reunirlos bajo el título común de Descanso de caminantes.
El examen atento de los diarios descubre que el abandono de las entradas cotidianas, a mediados de los setenta, se corresponde con la desaparición de algunos de los principales interlocutores de Bioy: la muerte de Peyrou en 1974, la de Mastronardi en 1976, y sobre todo el gradual alejamiento de Borges después de la muerte de Leonor Acevedo en 1975. Libres de la férrea imposición de lo inmediato, los cuadernos fueron inclinándose hacia la evocación, a menudo crítica, de la propia conducta e incluyen desde «una observación, una reflexión, una conversación» hasta «sueños y proyectos para cuentos». Generosamente misceláneas, pertenecen a esa categoría de obras de varia lección tan apreciadas por Bioy y de la que forman parte los Note-books de Samuel Butler y los de Geoffrey Madan, pero también los Essais de Montaigne, las Causeries de Mansilla, las Historiettes de Tallemant des Réaux o las Noches Áticas de Aulo Gelio.
Aunque Bioy no llegó a dejar indicaciones demasiado precisas acerca de la edición de Descanso de caminantes, para establecer qué fragmentos debían ser incluidos conté con la ventaja de haber preparado con él, dentro del plan general de publicación de sus papeles privados, la edición de tres de sus libros —En viaje (1967), De jardines ajenos y Borges— y de haber podido discutir entonces sus criterios y puntos de vista. Fuera del resultado de la aplicación de esos criterios, por regla general he suprimido todo aquello que el lector hallará en De jardines ajenos y en Borges; no así lo que Bioy publicó en vida pero no recogió en sus libros, como los fragmentos aparecidos en la prensa periódica o los que me ofreció en 1988 para el ABC de Adolfo Bioy Casares.
Si uno de los encantos de estos cuadernos ha de buscarse en el placer de la digresión, otro radica en la escéptica coherencia que los recorre: la creciente preocupación por el ominoso paso del tiempo y por los síntomas de la decadencia física —preocupación que asoma en medio del inagotable repertorio de anécdotas, discusiones lexicográficas y de sueños revisitados— nunca cede a la melancolía. Rechazada con gesto cortésmente irónico, con esa amable sinceridad que, como quería Rousseau, puede proponer inexactitudes para mejorar una anécdota pero nunca para encubrir un vicio o para fingir una virtud, es un encanto más, acaso el supremo.
Daniel Martino