Febrero 1980. Conocí a Sabato poco después del 40. Sé que en esos días Borges y yo habíamos publicado Seis problemas para don Isidro Parodi y sé que yo vivía en la casa de la calle Coronel Díaz. Sabato me pareció una persona de inteligencia activa —como Ricardo Resta,[9] de quien se aseguraba «piensa todo el tiempo»— y eso me bastó para recibirlo como a un amigo. De vez en cuando Sabato se permitía, a la manera de apoyo, pedanterías infantiles, que molestaban a Borges. Si había dicho algo intencionadamente paradójico, exclamaba (como si hubiera hablado otro y él aprobara por lo menos la audacia del concepto): ¡Margotinismo puro! El tono de este comentario aparente críptico era de extrema suficiencia. Si uno pedía explicaciones, Sabato vagamente y con aire de pícaro aludía a un profesor alemán llamado quizá Margotius o Margotinus o algo así. Evidentemente se trataba de su monsieur Teste, su Bustos Domecq, su Pierre Menard; no quería ser menos que nadie; Borges no celebraba la broma: tal vez la invención de Sabato no fuera más allá del supuesto profesor, no llegara nunca a un reconocible estilo de pensamientos. A falta de eso, ponía Sabato ese inconfundible tono de satisfacción para exclamar «¡Margotinismo puro!». De todos modos, Sabato me parecía digno de estímulo y convencí a Borges (lo convencí superficialmente, para nuestras conversaciones de entonces) de que Sabato era inteligente. Se me ocurre que Borges no creía en esa inteligencia cuando estaba solo o con otros amigos. Silvina, por su parte, fue aún más difícil de persuadir.
Creo que Sabato se acercó a mí con mucho respeto, ingenuamente persuadido de su papel de escritor bisoño, frente al escritor consagrado. Por eso incluyó sin siquiera vacilar su articulito sobre La invención de Morel en su primer libro de ensayos Uno y el Universo. Me pregunto si con el tiempo no se arrepintió de esa inclusión o si habrá pensado estoicamente: Quod scripsi, scripsi.
Yo mismo me encargué de bajar del pedestal en que mi protegido me había puesto. Por modestia, por buena educación, por temor de parecer fatuo, le aseguré que mis escritos eran bastante chambones. «Hago lo que puedo, pero tengo la misma conciencia que usted (o “que vos” si ya lo tuteaba) de mis límites». Cuando publiqué Plan de evasión, Sabato apareció en casa arrebatado de admiración y me pidió permiso para mandar a Sur una nota sobre el libro. Tan perfectamente lo convencí esa tarde de que «el libro no era para tanto» que publicó poco después en Sur una nota neutra, indiferente, desde luego desprovista de todos los elogios que le boché o le contradije. Sin embargo estoy seguro de que llegó a dudar de la sinceridad de mis juicios sobre mis escritos porque en una conversación exclamó: «Ya estás con tu humildad china».
Un día me trajo (ya estaba viviendo yo en la calle Santa Fe, donde ahora vive Alicia Jurado) el manuscrito del Túnel «para que se lo corrigiera». Me pregunto por qué en el trato de escritores hay tantos malentendidos ¿por falsas modestias?, ¿por una vanidad que siempre merodea, como un chacal hambriento? Lo cierto es que leí con lápiz colorado el librito y, según mi costumbre (en ese tiempo corregía las traducciones de El séptimo círculo y de La puerta de marfil), lo corregí casi todas las veces que fue necesario. Cuando Sabato vino a retirar su novela, comprendí mi error. Él venía dispuesto a recibir elogios por un gran libro; yo le devolví un librito, plagado de errores de composición, que no podían corregirse (como esa patética imitación de Huxley, la discusión sobre las novelas policiales que interrumpía el relato) y páginas garabateadas de elementales correcciones en rojo: correcciones de palabras, como constatar, de sintaxis, etcétera. Nuestra amistad, que nunca fue del todo espontánea, empezó a deteriorarse.
Recuerdo lo que me dijo un día mientras sucesivamente orinamos en el baño de casa: «Cómo te envidio. Vos andás por la calle sin que nadie te moleste, sin que nadie te reconozca. Yo voy por la calle y la gente me señala con el dedo y exclama: "Ahí va Sabato". Es horrible. Estoy muy cansado».
Lilí, de quien estuve enamorado hacia el 44 o 45, era de tez blanca y rosada, de ojos celestes, grandes, luminosos, que parecían comunicar alegría y deslumbramiento, de pelo rubio, baja de estatura. Recuerdo que las calles abundaron aquel tiempo de cartelones de propaganda de unos cigarrillos, donde aparecía Lilí, fumando, con el letrero: «Que rubia y qué rubios». Nunca me hizo caso.
Una tarde la visité en su casa, por La Lucila, Olivos o Vicente López. Recuerdo el desorden de la casa, la negligencia de la ropa de su persona y del chiquerío al pie. Entre esos chicos debía de estar el que veintitantos años después entró en la clandestinidad y encontró la muerte en un tiroteo con la policía. Dicen que esa muerte indujo a Lilí a hacerse montonera. Cuando supe que era una cabecilla importante, no pude creerlo: yo la conocía bajo otro aspecto (la frase esfrívola, pero expresa una verdad). A mucha gente conocemos bajo un aspecto u otro, verdaderas anteojeras que no nos permiten saber casi nada sobre ellas. En tiempos de Lanusse me enteré de que la habían detenido; estuve seguro de que se trataba de un error… Consulté con amigos. Me desengañaron: No había nada que hacer. Estaba muy comprometida. Etcétera.
Martínez Estrada era enjuto, de frente ancha, ojos redondos, hundidos, afiebrados, labios finos, voz criolla, baja, de expresión tajante; podía ser muy despreciativo si el interlocutor no le inspiraba temor o siquiera respeto. Carecía de coraje. Durante el primer peronismo estuvimos los dos en la comisión directiva de la Sociedad Argentina de Escritores, él como presidente, yo como vocal. En las conversaciones entre amigos aventuraba juicios condenatorios del peronismo; pero como presidente de nuestra Sociedad, descollaba por encontrar siempre razones de orden estratégico para postergar toda declaración que pudiera molestar al tirano. Su habilidad era prodigiosa: en casi todas las reuniones conseguía suprimir o modificar algún proyecto de protesta sin que a nadie se le ocurriera jamás que lo impulsaba la cobardía o la tibieza de convicción.
Yo tal vez había olvidado que al comienzo de la guerra, cuando habían caído Polonia, Francia, Bélgica, Holanda, Noruega, cuando Inglaterra defendía sola al mundo libre, nos reunimos (por indicación de Borges y mía) en el restaurant chino La Pagoda, en Diagonal y Florida, para firmar un manifiesto en favor de los aliados. Esa mañana, los primeros en llegar fuimos Borges, Ulyses Petit de Murat, Martínez Estrada y yo. Entre Borges y yo explicamos nuestro propósito. Martínez Estrada dijo que él quería hacer una salvedad o, por lo menos, un llamado a la reflexión. Nos preguntó si no habíamos pensado que tal vez hubiera alguna razón, y quizás también alguna justicia, mi para que unos perdieran y otros triunfaran, si no habíamos pensado que tal vez de un lado estaban la fuerza, la juventud, lo nuevo en toda su pureza, y del otro, la decadencia, la corrupción de un mundo viejo. Yo pensé que con un personaje así no se podía ni siquiera discutir, y mentalmente, lo eliminé de la posible lista de firmantes. Me apresuraba, me equivocaba. Ulyses Petit de Murat se levantó y dijo que para nosotros el asunto era más simple: «De un lado está la gente decente, del otro los hijos de puta». «Si es así —contestó Martínez Estrada— firmo con ustedes encantado», y ante mi asombro estampó su firma.
Era un pensador continuo, de ideas confusas. Su ignorancia era enciclopédica. Aceptó sin vacilar el encargo de escribir, para no sé qué editor, quizá Rueda, una Historia de la literatura universal. No estaba preparado para la obra. Ignoraba a Johnson, a Boswell. Recuerdo que le dijo a Silvina: «Estoy leyendo con placer y provecho a Edgar Allan Pope».
Serenidad, impavidez, aire inescrutable, bien probada conformidad consigo mismo, desdeñosa acritud para casi todo el mundo: estos caracteres, para quien no lo tomara demasiado en serio, lo volvían agradable o desagradable, según fuera con uno amistoso o inamistoso.
No sé por qué me dio por imaginarlo como un viejo cochero criollo, aislado en su alto pescante, arropado en la intemperie de la noche, pintoresco por lo taimado y por el tono irónico, por una perceptible sabiduría hecha de ignorancia y de malos sentimientos.
Con razón mi Marcia Quiroga señala apenado la injusta inquina de mucha gente contra los médicos. Sin embargo debemos reconocer que, por injusta que sea, la tal inquina configura a lo largo de los tiempos una siempre renovada tradición literaria, prestigiada por clásicos refulgentes, como Rabelais y Moliere. Yo debo lo que tengo de salud, o de bienestar, a indicaciones, a consejos, a remedios que médicos me dieron, sin contar las operaciones quirúrgicas, también aconsejadas y ejecutadas por médicos, que terminaron tramos sombríos de mi vida y me devolvieron a la actividad y a las esperanzas, de modo que por nada contribuiré a enriquecer dicha tradición.
Hablaré ahora de lo que no entiendo. El hombre está acostumbrado a eso. Quiero decir que hablaré de una parte de lo mucho que no entiendo: de la medicina o, para decirlo del modo más general, del arte de curar.
Yo sería injusto si olvidara mi deuda con los médicos. Más que a nadie quizá, debo a Lucio García que empleaba sus conocimientos como una varita mágica: con esa varita me tocó la cabeza y desaparecieron dolores que me torturaban y destruían desde muchos años. Al doctor Browne le debo la prodigiosa curación de una alergia. A Pouchet, salir de una renguera. A De Antonio y al kinesiólogo al Quiveo, el ser un hombre sano, con ocasionales lumbagos, y no un enfermo, con intervalos de bienestar. A Florin las operaciones de la tiroides, que extiende mi gratitud a Molfino, y de próstata, que la extiende a Montenegro. Dicho lo anterior, no negaré que al odio contra los médicos debemos una venerable tradición literaria y que de vez en cuando me acomete la tentación de contribuir con algún aporte personal, por modesto que sea.
Las otras tardes conversábamos con un veterinario, sentados en los sillones de mimbre del corredor de la estancia Rincón Viejo. El veterinario dijo:
—Qué lindos esos árboles. Qué sanos.
Yo pensé: Los jóvenes tienen cuarenta años; casi todos tienen cien o más; algunos pocos serán anteriores a 1860 y alguno habrá sido plantado alrededor de 1835. La verdad es que están sanos y que nadie les cuidó la salud.
A esta altura de mis reflexiones admití que si tenía a la vista sanos, sabía también que en el monte había algunos enfermos. Tampoco veo los achacosos, que murieron, como el espinillo fundador. Ése sí era de 1835. También deben de ser de entonces las casuarinas grandes que están detrás de la casa del fondo. Entre ellas hay dos o tres enfermas. ¿Cuánto gasté, o gastaron, mis padres y mis abuelos, en médicos de plantas? Absolutamente nada.
Tampoco gastábamos mucho, veinte o treinta años atrás, en veterinarios para las vacas. Recuerdo que cuando poblé el campo, el ex arrendatario de mi padre, don Juan P. Pees, me aconsejó: «No ponga ovejas, Adolfito. Con ellas no para de gastar en remedios y siempre las persiguen las sarna y las lumbrices (sic). Ponga vacas. Basta darles campo y agua y ellas le darán un ternero todos los años». Los partes diarios de 1936, que estuve leyendo, confirman este asunto. No hay casi mortandad de vacas; no hay casi gastos de veterinario para ellas. Tendría que recorrer los partes de los años sucesivos para descubrir cuándo empieza la continua atención veterinaria del ganado, con la consiguiente partida de gastos, una de las mayores en el ejercicio anual de las estancias. Antes había enfermedades de vez en cuando, pestes de vez en cuando y muy poco gasto en veterinaria. Ahora hay enfermedades de vez en cuando, pestes de vez en cuando, y enormes gastos de veterinaria. Me pregunto, pues, si estadísticamente podría demostrarse que hay un verdadero progreso para la salud de los animales y de los hombres en la constante atención veterinaria y médica. Ha de haber progreso; un progreso muy inferior, sin embargo, al que advierten los veterinarios (y los médicos) en sus alforjas.
A veces nos parece que lo único mágico (terriblemente mágico) de la vida es la muerte. En realidad la muerte es el fin de la magia.
27 febrero 1980. Pardo. He leído con agrado Mi ocio de Italo Svevo: una suerte de encantador vademécum para todos los viejos decrépitos como yo. Podría objetarse que es demasiado simbólico; pero sé que yo seguí el texto interés y sólo después de concluida la lectura entreví los símbolos, que me parecieron aciertos suplementarios y magistrales, otra riqueza de un texto afortunado: el viejo, que se retira, se detiene en la escalera y protesta; su último amor, Felicità, no lo oye, porque está allá arriba, ocupada en cerrar con llave la puerta del departamento de sus amores, al que no volverán juntos.
Género comercialmente afortunado: el de las historietas de ensoñación. Toda la obra de Simenon; buena parte de la de Somerset Maugham.
Tratándose de autor de otra época, la divergencia de opiniones políticas frecuentemente no molesta. Stendhal es uno de los autores preferidos de Toulet.
Rincón Viejo, 10 marzo 1980. Con repulsión leo capítulos (?) de la desproporcionadamente llamada Vida del Chacho Peñaloza por el fraile federal José Hernández. Hernández realmente se encolumna junto a los más deleznables cachafaces de nuestra literatura política.
Lloriquear. Sólo ahora me entero de que lloriquear es cosa de viejos. Trataré de reprimirme, lo que no será fácil, porque desde joven, a lo largo de toda la vida, he tenido ese motivo de enojo conmigo mismo. He lloriqueado en cines (a veces debí salir de la sala, para interrumpir los sollozos), he lloriqueado en despedidas, en entierros, cuando he leído (sobre todo, en voz alta) noticias patéticas, heroicas, expresivas de generosidad y desprendimiento. Me aborrecí por ello, aunque no faltaron personas que se mostraran favorables al llorón, pura sensibilidad y corazón de oro; yo sabía que tal suposición era totalmente falsa: me acordaba de mi tío Gustavo, egoísta y vanidoso, que se quería a sí mismo, sin importarle un bledo de los demás y para quien cualquier motivo era válido para derramar lágrimas en enormes y finísimos pañuelos blancos.
Soy el amante que las mujeres hacen de mí. Un chambón con algunas; un diestro profesional con las que me exigen. Evidentemente soy mejor cuanto más me exigen. En general no valgo mucho cuando tengo una sola mujer, que no quiere acostarse más de una o dos veces por semana. Cuando tengo dos mujeres, o más, mis reflejos obedecen en el acto, cada una me estimula, me enseña y se beneficia de las enseñanzas y de los estímulos de la otra (o de las otras).
Viejo dicho, muy sentido por el autor:
Acuérdate, mi alma, de lo que hablo:
En todo apuro tiene parte el diablo.
Retrato. Airadamente profiere acres afirmaciones enfáticas y condenatorias, que a poco andar los hechos refutan. Ajena a la equidad, no explica ni se excusa; alza la destemplada voz y con la mirada puesta en lo mismo, o en otro, blanco arremete con nuevas denuncias mal fundadas.
Un secreto. Según decía la gente, mi padre y yo éramos de la misma estatura. En realidad, el medía 1,77 y yo 1,76. Cuando me enrolé, vi con desagrado que, después de medirme, estamparon en la libreta 1,75. Eso no es nada. Ayer, 17 de marzo de 1980, el doctor Schnir me midió en su consultorio y anunció:
—1,71 y medio.
Pensé: «La ventaja de esta información es que no incita a la jactancia». Dije:
—Una estatura un poco deprimente.
El médico replicó:
—Deprimida, querrá decir. Por el cuarto y el quinto disco rotos y más que nada por el paso de los años.
Antes (mayo 1978) de las operaciones pesaba 62 kg.; ahora, 67.
Para muchos argentinos el nombre Eva está definitivamente viciado por una connotación evidente.
El que ya no escribe:
Las personas que recibo
y me impiden escribir,
me visitan porque escribo.
A la larga hay que mentir.
Traducción negligente de versos de compasión y protesta compuestos por Juan Hus, durante su tortura, en Constanza, en 1415.
¡Pobres muchachos los de esta unidad!
Sabrán, por gritos de derecha e izquierda,
que no son buscadores de verdad,
sino unos torturadores de mierda.
Ce pauvre Albert.
Girri, fortuito por antonomasia,
se mantiene distante de la gracia.
16 abril 1980. Nace mi nieta Lucila.
Una amiga de Silvina dice que mientras estuvo en Río, «sovía y sovía» («s» francesa, como en casino, en caserne, en casaulet, en casau).
La línea diaria.
¡Escribir una línea cada día!
Toda costumbre es haraganería.
«No hay mejor modo de llegar a escribir en serio que el de garabatear algo todos los días» (Italo Svevo).
Fiel a Svevo, muchísimo escribí.
Al releerme, de pena me morí.
Recibo por correo una invitación a no sé qué acto. En el sobre, con letra desmañada, alguien anotó: y se abren fisuras en lo cotidiano por donde atisban curiosas criaturas del sueño que soñamos. Morel. Evidentemente se trata de una alusión (de un lector anónimo) a uno de los últimos reportajes, donde traté de explicar mi atracción por las situaciones fantásticas.
La visita.
¿Quién me devuelve el tiempo que me quitas?
Repites, día a día, tus visitas.
Visitas.
Me van quedando ya muy pocos días
y me visitas y hablas tonterías.
Epigrama.
Todo es en vano y lo demás también.
El fin del mundo ¿te lo cuenta quién?
Errores de lenguaje. En diversos países comete la gente iguales errores. Me aseguran que en Francia hay quienes ahora dicen écouter por entendre (como entre nosotros, escuchar por oír). Ayer leí en Byron (Letters) que to speak por to utter, to mention, puede ser error y ¿hablar por decir, id est, hablar sin preposición de? Como escribí hoy (en la página anterior).
Hear, hear. «El Dr. Rush, o algún otro, dice que nadie alcanza una larga vida si no tiene en la familia, al menos, un veterano [an old stager]» (Byron, carta a Thomas Moore, 1.° Octubre 1821). De mi padre me viene la esperanza (murió a los 80; mi madre a los 62; de abuelos paternos (Juan Bautista pasó los 80); de los maternos, un Casares creo que murió a los 86).
Diálogo:
SILVINA: Martínez Estrada escribió un artículo muy generoso sobre un libro mío.
BIANCO: Lo que me costó que lo escribiera. Le mandé el libro; me lo devolvió en seguida y me aseguró que por nada escribiría sobre un libro tuyo; insistí tanto que no tuvo más remedio que resignarse.
SILVINA (a mí, después): ¿Por qué me cuenta esto? ¿Cree que me da alegría?
En la calle Paso hay un hotel alojamiento con una chapa en que se lee: Desirée. Albergue transitorio. Nunca entré.
Idiomáticas. Encresparse. Enojarse (c. 1969).
Tres anécdotas de Silvina Bullrich.
Un día, en la época de su amor con ella, Borges le dijo: «Anoche, a las doce, pasé frente a tu casa, y pensé que estarías en tu cuarto». Silvina le contestó: «Estaba en mi cuarto, pero no hubiera podido estar con vos, porque estaba con fulano de tal, en cama».
Lennersohn, cuando estaba de novio con ella, se enfermó de un pulmón y pasó mes y medio en cama; temía que los médicos le mintieran; temía tener algo grave. Un día lo llamó por teléfono Silvina Bullrich y le dijo: «No tiene sentido que yo te espere. Vos tenés tuberculosis» (No existía entonces la penicilina; la tuberculosis era mortal). Ya recuperado, Lennersohn le preguntó al médico si no había tenido tuberculosis. El médico le contestó que no.
Yo no estaba peleado con ella, o por lo menos así lo creía. Silvina revista, dijo que Borges me había dictado La invención de Morel.
Y una cuarta, un poco distinta:
Yo había sacado el Premio Nacional de Literatura. En el quiosco de revistas, a la entrada del Hotel Alvear, me encontré con Silvina Bullrich. «Vos ganaste el premio porque yo no me presenté; no me presenté para que te premiaran a vos. Ahora te van a proponer que formes parte del jurado. Aceptá, yo me presento y vos me premiás». Cuando Silvina de fue, el diariero comentó: «Qué amiga se mandó, Bioy».
«En cuanto a vivir, los sirvientes pueden hacerlo por nosotros» (Villiers de l’Isle Adam). Traducción: Sin sirvientes no vale la pena vivir.
Veré cómo hablas y diré quién eres.
Francés de hoy. «Chez nous, on a le droit de monter et descendre dans l’ascenseur, avec les ordures».
«La vejez es muy cara», dijo Nelly MacKingley.
Cuando estrenaron el film Las ratas, en Mar del Plata, en 1963 o 64, Silvina Bullrich ya estaba con Caccicci (ignoro la grafía del nombre). Bianco le preguntó a Silvina:
—¿Tiene plata?
Silvina contestó:
—Si tuviera, ya me hubiera casado con él.
En un homenaje a Saslavsky, en el restaurant Edelweiss, Silvina estaba indignada porque no la habían sentado en la mesa principal. Bianco le dijo:
—No hagas caso. Tratemos de pasarla bien… Por de pronto, estamos en la misma mesa.
—Pero vos no te fijás en nada, che. Están mis dos editores: Emecé y la Sudamericana.
—¿Qué hay con eso?
—No podés entender, porque a vos no te importa la guita. Quiero que me vean en la mesa principal para que se disputen mis memorias y sacarles un montón de guita.
Dijo Bianco que todo en las memorias es falso. Que Silvina odiaba a la hermana que murió… y que la muerte del padre no ocurrió como la refiere. Pienso que tal vez odiaba a su hermana cuando estaba sana y que después, en sus conversaciones con Bianco, siguió la costumbre de hablar mal de ella si Bianco, una persona superior, lo hacía, no iba ella a mostrarse convencional; pero quizá al perder a la hermana olvidó los defectos que le encontraba y la extrañó sinceramente.
Dijo Bianco: «¿Se atreverán a publicar el tercer tomo de las memorias de Victoria? Ahí se cuenta la cristalización de su amor por Martínez; y con todos los detalles. Es claro que Victoria se atribuye siempre le beau rôle. Parecería que nunca hizo papelones…».
Observó Bianco que un personaje frecuente de las comedias norteamericanas del cine mudo era el tímido desmañado, aparentemente torpe, que empieza cometiendo papelones y concluye como verdadero héroe, casándose con la heroína y respetado por todos.
Cuando llegaron los Sabato a una comida y vieron a Lafforgue, no quisieron participar en la conversación general y se apartaron a un rincón, para comer. La dueña de casa mostró su consternación y explicó que ella no tenía noticias de esa enemistad; entonces Matilde le preguntó si se avendría a comer con alguien que hubiese escupido la cara de su madre. Cuando los Sabato se retiraron, en seguida después de comer, Lafforgue dijo que él jamás había escrito nada contra Sabato, que tal vez su mujer (ausente de esa comida) hubiera hecho reparos, en artículos críticos, a Sobre héroes y tumbas o más probablemente a Abaddón el Exterminador.
Se reúnen escritores en una comida en honor de Mujica Lainez. El homenajeado se hace esperar; pasadas las once, por fin llega, principesco y afectado, saludando lánguidamente con manos anilladas. Claramente se oye la voz de Silvina Bullrich: —Tenía que llegar tarde, naturalmente, el maricón de mierda.
Interrumpiendo apenas los saludos, Mujica Lainez contesta en el acto, con voz igualmente clara:
—Callate, vos, gaucho con concha.
Idiomáticas. Pedazo (fragmento, parte) como aumentativo. Pedazo de animal: grandísimo animal.
Monofore. Palabra empleada por Mary McCarthy (The Stones of Florence. Venice Observed), que no encuentro en diccionarios o enciclopedias. Trataríase de una suerte de ventana.
La afortunada o Una enfermedad muy exclusiva. Su primer marido está con lumbago, su segundo marido está con lumbago, su amante está con lumbago.
La literatura fantástica, nuestra hija o hijastra, se propaga, está llegando a regiones extraliterarias. El doctor Schnir me dijo: «He pensado que tengo que portarme bien, porque si me mandan al infierno, allá no me salvo de que me nombren director de Departamento de Reumatología. ¿Se da cuenta, reumatología para la eternidad?».
Idilio. La hermana empezó a sospechar y descubrió que el marido de E. tenía otra mujer. Lo interpeló, lo acorraló. El marido, enojado, se fue de la casa, aunque de todos modos, de vez en cuando ve a E. Ésta, sin quejarse del proceder de la hermana, observa: «Es un buen hombre. A mí siempre me trató bien. Cuando volvía a casa, después del trabajo, me acariciaba. ¿Cómo es la otra? Una mujerona morena, de grandes ojos y labios anchos, muy segura, mandona. Él viene a verme y trabajamos juntos en desmantelar el taller. Me consuelo pensando en lo que rabiará la otra».
Mis horrores: peronistas, nazis, germanófilos. Digo: el descubrimiento horroroso, al alcance de nuestra mano, de una alimaña. ¿Cómo? Lo de germanófilo significa nada más que partidario de Alemania en las guerras del 14 y del 39 (y de 1870): nada más, porque Alemania (lo que conozco de ella: Baviera, la región del Rhin, la Selva negra) me gusta; con los alemanes entablo fácil amistad, y sé cuánto más pobre quedaría el mundo sin la cultura alemana.
Todo el mundo es partidario de la censura: Silvina, para las intimidades de los muertos (y de los vivos); mi secretaria, para las referencias detalladas de crueldades de gobernantes; la Liga de Padres de Familia, para la pornografía; los gobiernos, para lo que pueda «moverles el piso»; Borges, para lo que ofende su puritarismo, que admite (con frecuentes escapadas) y como norma estimulante para la creación.
El joven vecino, por quien siento afecto, dijo: «Estoy cansado de mi novia. Es una histérica esa mujer: creo que no me conviene. Hoy yo estaba de lo más bien, satisfecho con todo y ¿a que no sabés con qué se vino? ¡Con un grano en la nariz! ¡Estaba obsesionada, histérica con ese grano en la nariz! Como si fuera algo muy interesante, no me hablaba de otra cosa. Estoy por creer que esa mujer no me conviene. Creo que voy a dejarla». Dos días después la dejó.
Compra juvenil. Encargué las obras completas de ltalo Svevo, ¡en italiano! Hace muy poco no las hubiera pedido. Me consideraba sin tiempo por delante.
Un agnóstico.
No es mucho lo que yo sé.
Me pregunto quién soy yo,
ignoro quién es usted
y del resto, ¡qué se yo!
Mallea, c. 1950, ignoraba por completo las reglas de la versificación española; José Bianco no se quedaba atrás (en ignorancia, desde luego). La gente en general sabe muy poco de la materia. El «negro» Zorraquín, las otras noches, dijo: «Según Borges, hablamos en endecasílabos». No creo que Borges dijese eso. Pudo decir que hablamos en octosílabos y que de vez en cuando, a modo de florida rúbrica de párrafos, escribimos con algún endecasílabo. Es verdad que si nos sale uno, probablemente nos salgan varios.
Frases hechas: Burro viejo no cambia de tranco. Macaco viejo no sube a palo podrido.
Sueño. Empieza con una distinción entre el escritorio de Bioy, que en el sueño estaba en plena prosperidad, y el Casares, que pasaba por un mal momento. Yo estaba en el de los Bioy. Mi padre había soltado unos leones: lo que me asustaba y enojaba; pero él me tranquilizó con el anuncio: «Vaya almorzar con la colonia francesa» [colonia, en el sentido francés, de gente de un mismo país que vive en un país extranjero]. En seguida entraron en la habitación, dando grandes saltos, jaguares de un color azul fuerte [no marino]. Esos jaguares, que me atemorizaban un poco, en definitiva me tranquilizaban, porque en el sueño servían de confirmación de las palabras de mi padre.
Modos de decir argentinos
A Miguel Casares le oí decir erudicción.
A Cali F., le oí decir eccenario, eccena.
A Guillermo M. le oí decir Prus por Proust; bet seller por best seller.
A medio país oí decir cónyugue.
A todo el país oí decir peremne.
A un señor Videla le oí decir férectro.
Óir por oír, a Abra.
Paráiso por paraíso, a María Inés.
Me dispierto por me despierto, a Juana.
Yo (si me descuido) digo cabresto por cabestro.
Yo digo aujero por agujero, aúja por aguja y recao por recado (en sentido de montura).
Los que decimos recao (por montura) decimos recado (por encargo).
Los que dicen paráiso (por paraíso, árbol), dicen, o suelen decir, paraíso por edén.
Diálogo en una reunión social.
MARGARITA AGUIRRE: Yo viví en esa calle con Rodolfo.
ALEJO FLORIN: ¿Quién es Rodolfo?
ENRIQUE: Rodolfo Aráoz Alfaro.
PEPE BIANCO (sonriendo con afectuoso interés): ¿Cómo está Rodolfo?
FRANCIS KORN (a Pepe Bianco): Pero ¿Rodolfo Aráoz Alfaro no ha muerto?
PEPE BIANCO (a Francis Korn, sn vacilar): Hace años.
Coitum plenum et optsbilem (Petronio, Satiricón). Petronio logra esta satisfactoria experiencia homosexualmente; yo la busco y cuando tengo suerte la consigo en amores con mujeres.
Para Byron su natural holgazanería es buena excusa para la demora en contestar cartas (Byron, Letters and Journals).
Según Byron, las mujeres en España son castas hasta el matrimonio; «cuando se casan, dejan atrás todo freno». Al que solicitó a una soltera, ésta le dijo: «Espere que me case y entonces con todo gusto» (Letters and Journals).
Byron habla de la calmosa indiferencia de los viejos autores por la suerte de sus escritos.
En Sevilla, la mayor de las señoritas Córdova dio a Byron un rizo de su pelo, que aún conservan en la casa Murria. Cuando Byron partió, la andaluza le dijo: «Adiós hermoso. Me gustó mucho», lo que Byron traduce: Adieu you pretty fellow, you pleased me much. Entiendo que la señorita le dijo: «Lo que hicimos juntos me gustó mucho».
Ejemplo de reportaje irritante. Una María Saéz Quesada, en su libro sobre Los estancieros, cambia el nombre de Oscar por el de Tomás, con lo que me quita el placer de dar el libro a oscar Pardo; a la estancia Las casillas, de mi abuela, la llama Las carillas; cuando hablo de mi padre yo nunca lo llamo papá, sino mi padre: me hace llamarlo papá, lo que me parece una intimidad tonta frente a los lectores; y no diría que tuve una cabaña para vender vacas a los vecinos, sino para vender toros. Cuando el reportaje es para un diario o una revista, por el apremio puede ser perdonable no someter el texto al entrevistado; cuando es para un libro, no someterlo es imperdonable, no solamente por consideración al entrevistado, sino al libro mismo, que por ese medio se aligeraría de errores.
Sueño. Entro en una sala de proyecciones, ya sin luz. Abajo, en la platea, entreveo unas esferas grandes, arrimadas las unas a las otras. Después de un rato, cuando la vista se acostumbra a la oscuridad, comprendo: son las cabezas de los espectadores. Una media docena, que llena la salita. En la pantalla mientras tanto se desarrollan dramas dolorosos: despedidas de condenados que suben al cadalso, etcétera. Los espectadores ríen admirativamente, prorrumpen en felicitaciones y en elogios. Me digo «Son los dioses» y comprendo que la mente de uno de ellos, a quien los demás felicitan, proyecta la película. Intuyo que esa proyección es nuestra vida, la vida humana. La intuición se confirma cuando veo en la pantalla mi reciente y cautelosa irrupción en la sala de proyecciones. Creo entender entonces por qué era tonta la perplejidad ante el hecho de que un Dios omnipotente consienta el dolor. No somos reales. Somos en entretenimiento de un dios.
Idiomáticas. Frases. «Entonces agarré y me fui». El sentido de agarré, en esta frase, ha de ser tomé la decisión. «Entonces tomé la decisión de irme y me fui. Entonces tomé la decisión de esperar o de no aguantar más y me fui».
Nelly Mackingley. La encontré hará cosa de quince días, frente a su casa de la calle Posadas. Le dije:
—Estás muy bien, Nelly.
—Estoy viejísima. Voy a morirme pronto. Te pido que vayas a mi entierro.
—Es un disparate morirse, Nelly. Hay que seguir viviendo.
—¿Te parece? La vejez es tan desagradable. Y carísima, ¿sabés? No te imaginás el dinero que uno tira para mantener a una porquería como yo.
—Es para mantener la vida, Nelly. La vida vale la pena.
—¿Vos creés?
—Te aseguro que sí.
—Bueno. Te prometo que haré lo posible para seguir viviendo, pero vos prometeme que si muero vas a ir a mi entierro.
Ayer, 14 de agosto de 1980, fui a su entierro, en la Recoleta. Nelly debía de tener entre 85 y 87 años.
Idiomáticas. Me contaron de un señor que decía «enquelenque». «Ese potrillo está medio enquelenque».
Cuando Bianco era chico fue a casa de un amigo cuyo padre lo llamó, por error, Bianchi. Para no ser fastidioso, la primera vez no lo corrigió; después, a lo largo de toda la tarde, no se atrevió a corregirlo, tal vez para que el hombre no se molestara con él por haberlo dejado en el error; y cuando llegó el momento de irse, creyó que lo mejor era dejar que él mismo lo afirmara en el error, para volver así más improbable un ingrato desengaño, y se despidió con las palabras: «Bianchi a sus órdenes».
Dos mujeres a un tiempo. Uno se acuesta mejor con una y otra, pero el resto del día las aguanta menos. Si aparece una tercera, las incompatibilidades se aceleran y se ahondan.
Finis coronat opus. El ensayista Carlos Alberto Erro murió de un atracón subrepticio y nocturno, después de vaciar la heladera de su casa. El filósofo Francisco Luis Romero murió de un asado en su honor, ofrecido en Montevideo por amigos uruguayos. En cuanto al poeta Paul Claudel queda una duda, ya que sólo sabemos que sus últimas palabras fueron la pregunta al médico: «Doctor, ¿cree que habrá sido el salchichón?».
También está el intendente radical que murió por haber comido unos orejones crudos, que se le dilataron en el estómago o en las tripas.
Me acordaba del cuarto de plancha de Vicente Casares (léase: de la estancia San Martín), con su grato olor a tela quemada, con las planchas de hierro en braseros de tres pies. Vagamente recuerdo el ademán de las planchadoras —un dedo mojado en la propia saliva— para saber si la plancha estaba caliente. Era un lugar de conversación, lo que me llevó a soñar con la enormidad de lo que se había conversado desde la aparición de los hombres.
Alrededor del 20 de agosto de 1980 murió María Meyer Pellegrini, a los 101 años de edad.
Suicidio bajo las ruedas de un tren. Consejo a novelistas y a directores de películas. No permitan que el o la suicida se eche entre dos vagones, bajo las ruedas de un tren que arranca; llévenlo a las vías y dejen que se tire cuando rápidamente se acerca el tren.
En el film Anna Karenina de Clarence Brown, la heroína, la tonta de Greta Garbo, resuelve echarse bajo las ruedas del tren que lentamente se pone en marcha en la estación. El espectador acepta apuestas sobre si la Garbo acertará a no meterse entre dos vagones. No recuerdo qué pasa en la novela; voy a ver.
Para viejos porteños, nomás. ¿Por qué en las tiendas de Buenos Aires, la sección bonetería vende ropa interior? ¿Por qué «sección bonetería»? ¿Hubo una época de abundante tráfico de bonetes? Para el Diccionario de la Academia (1936), bonetería es el comercio que vende bonetes. En el Littré veo que viene de Francia, como las grandes tiendas. Bonetería es mercería.
Farmacopea. Hay remedios buenos y remedios malos. Los remedios buenos son aquellos que por algún tiempo nos dan ilusión de mejoría.
Así fecha Byron algunas de sus cartas de 1822: «8ber, 9ber, 10ver».
Idiomáticas. Cáscava. Palabra usada por agrónomos. Hendiduras del terreno, en las proximidades de ríos.
La mujer del prójimo. Por algo prohibieron la mujer del prójimo. Ninguna hallarás de goce tan apacible. Desde luego, si quiere todavía a su hombre, te fastidiará con lamentaciones de pecadora arrepentida, y si ya no la quiere, con apremios para que te hagas cargo de ella.
Una noche que yo estaba muy solo en Londres encontré en sitios apartados, que difícilmente podían estar en el trayecto de una persona, primero un guante gris de mujer, después una pulserita de metal plateado y finalmente una libreta chica, de tapas forradas en cretona, con algunos apuntes, poco significativa, en escritura femenina, con la firma Daisy (sin la dirección de Daisy, ni el número de teléfono). Si yo, en lugar de ser el director de una buena colección de novelas policiales, hubiera sido un buen detective…
Cuando era muy chico, en la estancia de Pardo, me disfracé de diablo: un traje de percal colorado, con su cola colorada; un corcho quemado sirvió para pintarme cejas y bigote. Me llevé una gran desilusión, por no tener los poderes mágicos del diablo, ni asustar a nadie. Me vi en el espejo, resignadamente comprendí que me parecía más a mí mismo que al diablo.
En cuanto a Borges, la primera vez que se disfrazó lo hizo con un traje de diablo, colorado como el mío. A él la experiencia lo satisfizo: le pareció que estaba lindísimo con su traje. Su hermana Norah se disfrazó de payaso. He visto la fotografía de Norah con ese disfraz. Está riéndose, muy contenta.
Cuando Borges me habló de la satisfacción que le había dado ese disfraz, comentó: «Un error. Pensar que la vida consiste en cometer errores y salir de ellos. Un error tan absurdo como el de creerme lindísimo con mi disfraz de diablo es el de haberme hecho ultraísta y después el de afiliarme al partido radical: éste fue el peor de todos».
Frase hecha. Ser alguien materia dispuesta. Dícese de quien aceptará de buen ánimo lo que los demás propongan:
Yo soy materia dispuesta,
para el velorio o la fiesta.
Arte moderno. «Es totalmente inservible. El arte lo tiene sin cuidado. Con decirte que amén de ser director del Museo de Arte Moderno, vive allá».
La vida es difícil. Para estar en paz con uno mismo hay que decir la verdad. Para estar en paz con el prójimo hay que mentir.
Idiomáticas. A la que te criaste. De cualquier manera, sin poner cuidado ni rigor.
El recurso de las dos posibilidades. Recurso de aplicación universal, para situaciones ingratas. Al que enfrenta acreedores y tiene que vender su casa, o al que está enfermo y hay que operario, su consejero le dirá: «Ahora, quedan dos salidas: con mucha suerte la primera (relativamente o altamente satisfactoria) y si no, la segunda (dura, desagradable)». El pobre desgraciado se aviene a su suerte, porque le agrada tanto la primera solución que por un rato cree en ella. Después comprende que la única solución es la segunda y que nunca tuvo otra.
Un tapujero. Creímos siempre que no había mayor tapujero que Peyrou. Seis años después de casarse, las hermanas y los amigos nos enteramos de que estaba casado. Desde luego, no cabe comparar a Peyrou con Antuquito Leloir. Cuando Antuquito murió, a los 78 años, la familia y los amigos se enteraron de que estaba casado con una inglesa, muy linda y llena de virtudes (según dicen mis informantes) y que le llevaba dos o tres años; con ella tuvo un hijo, Anthony, inglés, de cuarenta años, que ahora vendrá a Buenos Aires, a recibir la herencia. Otra sorpresa: todos sabían que Antuquito era rico; todos (incluidas las hermanas) quedaron sorprendidos por la inmensidad de su fortuna.
Novelista joven y trepador. Mi joven vecino reconoce que su novela, en la que trabajó los últimos dos o tres meses, necesita correcciones, pero se declara harto de estar releyendo siempre lo mismo y resuelto a publicarla cuanto antes, en el estado en que se encuentra. Tomada esta varonil resolución, comprendió que enfrentaba un dilema clásico: publicar, de acuerdo, pero ¿dónde? Se contestó a sí mismo que lo más práctico era dirigirse a la mejor editorial. Para ello empezó a salir con una muchacha, que trabaja en la editorial elegida y es hija del patrón. Después de una semana de salidas cotidianas, no aguantó más y dio la novela a la muchacha. Siguieron saliendo, pero ella no parecía apurada por hablar del libro. Un día, habían pasado cuatro o cinco, el escritor no aguantó más y, a la una y media de la tarde, se largó a casa de su amada.
—Estarían almorzando —comentó su interlocutor, que resultó luego mi informante.
—Estaban almorzando —contestó el novelista.
—¿Y cómo te recibió?
—Parecía molesta, no sé por qué. Hasta diría que se mostró impaciente.
—¿Vos qué hiciste?
—Le pregunté si iban a publicar el libro.
—¿Qué te contestó?
—Me dijo que las primeras sesenta páginas eran pesadísimas y que había que corregir todo el libro. Que lo iba a dar para que lo leyeran. ¿Te das cuenta? Quedé muy deprimido, sobre todo porque yo creía que me quería un poco. ¿No podrías hablarle a Pezzoni, para ver si me aceptan la novela en la Sudamericana?
Esposa, llenando un formulario para el juez:
Nombre: Fulana de Tal.
Nacionalidad: Argentina.
Sexo: Autodidacta, porque mi marido no me enseñó nada.
Puerta
Soñando todavía, se despierta
y ansioso, en la pared busca la puerta.
Formula: Muy señor mío.
Fórmula rota (por una corresponsal alemana): Muy señor Casares.
Errare humanun est. En un film de Woody Allen una poetisa recita, ante un amigo, su último poema. El hombre la felicita, le asegura que el poema es maravilloso, pero que se le ha deslizado en él un pequeño error: la mariposa no se convierte en gusano, sino al revés… La poetisa, que se pregunta con tristeza por qué ella no podrá escribir sin errores… Realmente esa mujer me parece la encarnación de todos los que escribimos. Sin ir más lejos, en «Un viaje inesperado», dije: «Un viejo coronel de la Nación». No pasó una semana (después de la publicación) sin descubrir que los coroneles (de caballería, infantería, artillería, etcétera.) Dejan el arma para convertirse en generales. Es decir, no hay coroneles de la Nación, sino generales de la Nación.
El agente comenta: «Tengo que cuidar los coches de los rusos y me parece, aunque no me consta, que en la afirmación hay un poco de menosprecio y rencor; en Buenos Aires la palabra ruso es generalmente un término de menosprecio, que sugiere en seguida el agregado de mierda. Gallego y judío, y en alguna medida turco, también suelen emplearse peyorativamente. Italiano, francés, norteamericano no son términos condenatorios; transformados en tano o gringo, franchute, yankee o Johnny, sí lo son. Inglés y alemán no son condenatorios, ni tienen deformaciones o motes agresivos. La condenación de unos y la exención de otros parece difícil de explicar. Aunque amistoso, el pueblo —aquí, en todas partes— tiende a la xenofobia: a rusos y judíos, que confunde, los desprecia; a los gallegos los tiene, casi afectuosamente, por brutos; a los italianos los desdeña un poco; y a lo hijos de italianos les atribuye defectos (cobardía, duplicidad, perfidia) y los culpa de la decadencia nacional; a los franceses los ve como ridículos, por demás ceremoniosos, qué “tanto voulez vous con soda”; a los norteamericanos ahora se los odia y se los llama yankees o gringos. Este uso de gringo viene del Caribe; para nosotros gringo fue siempre sinónimo de italiano. A los ingleses se los admira un poco, pero se los odia porque eran los dueños de nuestros ferrocarriles, por la suposición de que nos tenían como colonia y porque nos sacaron las Malvinas; a los alemanes, celebrados como ordenados y eficaces, se los miró y mira con odio (ayer entre los aliadófilos, y hoy, entre judíos e izquierdistas). Cuesta que el interlocutor convenga en que debemos mucho a los judíos, a los italianos, a los franceses, a los ingleses, a los españoles en general y a los gallegos en particular, y seguramente también a los turcos, y su variante de turcos cristianos (libaneses), a los alemanes, a los armenios».
He sido buen hijo y he querido ser buen padre. Lo que a otros exime de todo sentido de culpa hacia los hijos, en mí lo infunde: el haberles dado vida.
Idiomáticas. Elemento. Concurrencia (o los alumnos o los profesores de un colegio; o los socios de un club; o los obreros de una fábrica, etcétera). «El elemento es muy malo», exclamó la señorita, frunciendo la boca.
Después de morir mi padre, yo noche a noche tenía con él sueños agradables (porque habíamos conversado). Ahora esos sueños vienen de vez en cuando. Anoche hablé con él por teléfono, pero de pronto la comunicación se cortó y ayer no pude restablecerla. De todos modos quedé feliz de haber oído su voz.
Refrán para significar que frente a muchachas jóvenes tenía pocas esperanzas de conseguirme como jinete: «A burro viejo, pasto tierno».
2 diciembre 1980. El escritor Roman Gary se suicidó hoy. Como yo había nacido en 1914, por lo que me siento sobreviviente. Deberé escribir textos eximios para justificar mi privilegio. Les promesses de l’Aube es una admirable novela (¿autobiográfica?) de Gary.
De solicitado a postulante. Fernando Sánchez Sorondo me dijo que mandara a la revista Claudia un «diccionario»: sección de ese título que aparece en todos los números de la revista y que consiste en una serie de epigramas, versos, referencias, correspondientes a tantas palabras como letras hay en el abecedario (para cada letra va una palabra cualquiera). Yo entendí que él estaba en Claudia y me pedía la colaboración. Le dije que me «diera» dos semanas.
Cuando tuve listo mi «diccionario» llamé al director de Claudia para darle la noticia. El hombre, que hacía poco me había pedido un cuento, se alegró, pero me dijo que podían pagarme solamente 20 o 30 millones viejos. Me pareció una miseria y le pedí 50 millones (medio millón en plata de ahora). Dijo que si le autorizaban a pagar eso, al día siguiente mandaría a retirar el original. A la noche me llamó una señorita de Claudia: pasaría a buscarlo al día siguiente a la mañana. Estuve muy contenta, porque el Diccionario me había salido bien. A la una de la mañana, ya acostado y cansadísimo, me acordé no sé por qué del papa urbano y me pregunté qué palabra con U yo había incluido en el Diccionario. Para salir de dudas, fui a mi escritorio y pude comprobar que me había olvidado de la u. Me las arreglé para escribir el parrafito correspondiente, lo que me llevó una hora por lo menos.
A la otra mañana apareció la señorita, que ojeó el Diccionario y lo celebró con risas y exclamaciones admirativas. A la tarde me llamó el director de la revista y me dijo que no había conseguido el visto bueno, que la situación de la empresa era mala, que para pagarme una suma así tendría que hacerme esperar tres o cuatro meses, que por si yo quería publicar mi colaboración (¿un «diccionario»?, ¿dónde?) en otra parte, me lo devolvía. Hubiera querido…
Dicho: Se le pasea el alma por el cuerpo: se deja estar, no se apresura debidamente, no es expeditivo, es lerdo. «El tren sale dentro de una hora, y al gordo se le pasea el alma por el cuerpo».
5 diciembre 1980.
Cuando el objeto perdido
ya es un objeto encontrado
por un momento es querido,
antes de ser olvidado.
De 1979 a 1980.
Curiosa década, la del setenta.
No sé si me entristece o me contenta.
El año 70, en cuanto al reconocimiento público de mi literatura, fue un annus mirabilis. Recuerdo que en Pau yo pensaba: «Tantos triunfos no presagian nada bueno». En el 71 llegaron, en dos ocasiones, los más horrorosos tirones en la cintura. En ambas ocasiones el fulminante dolor llegó con un ruido: estoy seguro de que en la primera se rompió un disco y en la segunda, otro. El lumbago cambió mi vida; tuve que abandonar para siempre el tenis; no volví a montar a caballo; y por un tiempo bastante largo me reduje al analfabetismo: escribir era impensable y la mera tensión de la lectura me reavivaba los dolores; no fui un evidente lisiado; fui un lisiado que circulaba como cualquiera, en el mundo de los sanos. No solamente el lumbago me hostigó en esos años; contribuyeron con molestias y miedos la prostatitis y una suerte de bocio.
Como refugio las mujeres no se lucieron; ya dijo Machado que no son demasiado hospitalarios. De todos modos, para mí son el único refugio.
Escribí también: no mucho y no mal. En el 78 me extirparon las tiroides y, veinte días después, la próstata. El lumbago progresivamente va cediendo.
En el 80, por primera vez en vida, me endeudé; conocí —por qué no decir conozco— el ansia estéril de las dificultades económicas. Mis médicos, en la materia, dicen que saldré de ésta. Espero salir también de las dificultades de salud que se presenten y tirar por muchos años. Aclaro que por ahora me encuentro bien y que he reanudado la natación, que me siento firme y que vigorosamente copulo. Desde el comienzo de la década, esporádicamente ensayé ejercicios de versificación; en los 80, las prácticas fueron asiduas.
A Europa viajé en el 72 y en el 73. En el 73 la familia se me unió en Francia. En el 75 volví a Francia.
Diciembre 1980. Sueño. Soñé con mi padre. Por la abertura de una puerta lo vi en una silla de mimbre, de hamaca, riéndose, en el cuarto de al lado. Tuve entonces la mala suerte de despertar.
Willing ladies are enough. Verdadero fue esto, en mis mocedades; pero no hoy en día. Aún me aceptan, me acompañan, pero con moderada disposición para la alcoba. Por más que emule a Jonson, el jinete circense, cuando la semana concluye raramente paso de dos veces, una con cada una. Ni ellas ni otras reclaman la energía o efusiones que sobran.
Personajes para cuento o novela. Un hombre modesto, que por pudor le dice a la mujer: «para salir de esa murria te convendría una acostada», y una mujer que, orgullosa, una y otra vez se le enoja, porque él vuelve el acto del amor impersonal, externo a la compartida pasión, un ejercicio profiláctico.
Breves rachas inútiles.
26 de diciembre de 1980. Dos personas, en distintos momentos, me dicen que miembros de su familia partieron en viaje y me preguntan con patetismo cómo pasaré la noche de Año Nuevo.
27 de diciembre de 1980. Dos relojes, en distintos momentos, se me deslizan de la mano y caen al suelo, sin malas consecuencias.
Cuando quería estar con ella, no sabía por qué ella no quería estar con él. Ahora que estar con ella o no estar con ella le importa poco, no sabe por qué ella quiere estar con él a todas horas. Basta que las quieras para que no te quieran.
Nadie congenia con la gente.
Quiero creer que no es feminista, porque su libro sobre las mujeres se titula Socias de mierda.
Es inútil evocar la compasión. Tu interlocutor no la conoce.
Vaudeville. Con la escritora habíamos copulado repetida e intensamente. Me eché a un lado, en la cama, para descansar, cuando llamó el teléfono. No lo atendió; dio por seguro que la llamaba el marido. Se incorporó, se lavó y en menos de cinco minutos estaba lista para irse. No tuve más remedio que levantarme.
«El flaco viejo si engorda un poco se quita años de encima, pero si pierde uno o dos kilos ya envejece», dijo Domínguez, de los baños del Jockey Club.
La Legión de Honor. De chico yo admiraba una vidriera, en el Palais Royal, donde se exhibían condecoraciones. La que más me gustaba tenía una cinta celeste y blanca. Mi padre me explicó que las más prestigiosas, o deseables, eran la Legión de Honor y la Cruz de Guerra. Creo que le expresé el deseo de que me las regalara. Mi padre me explicó que las condecoraciones no se compraban, se ganaban. Deseé mucho ganar la Legión de Honor, la Cruz de Guerra y la que tenía una cinta celeste y blanca, como nuestra escarapela, Cuando era chico yo era muy vanidoso. Después me curé del ansia de condecoraciones, aunque me sentía honrado de que mi padre hubiera ganado la Legión de Honor y hubiera ascendido en ella de caballero a gran oficial.
Mi padre se ponía la cinta y después la roseta, cuando estábamos en Francia. «A uno lo tratan mejor», me aseguraba. Yo encontré así una buena razón para volver a desearla. La afirmación de mi padre fue confirmada por la anécdota que oí no sé dónde: de Moreas, muy viejo, sorprendido por un vigilante con ánimo de detenerlo o apercibido, en el acto de orinar en la vía pública; sin interrumpir la micción Moreas mostró la solapa condecorada y el policía se cuadró e hizo la venia hasta que Moreas retomó su camino. A personas elegantes les oí decir que la cinta colorada de la Legión de Honor era muy «chic».
Leí en el Grand Dictionnaire de Larousse el artículo «Légion d’Honneur» y comprobé que había dos condecoraciones, las que se daban a franceses y las que se daban a extranjeros. Los franceses condecorados son por grandes méritos y sus nombres quedan grabados no sé en qué monumento o registro; los extranjeros, bueno, pueden ser diplomáticos y personalidades de otros países a los que por conveniencia se los condecora. Ya me dijo mi prima (francesa) Paulette: «Hay Legión y Legión».
A fines del 79, el attaché technique y el attaché cultural de la embajada de Francia nos mandaron a Silvina y a mí, como regalo de año nuevo, un libro, hermoso y carísimo, con reproducciones de pinturas y grabados persas. Al poco tiempo me llamó por teléfono el attaché technique y me dijo que el embajador había pedido para mí «une certaine décoration»: no dudé de que me dijo «une certaine décoration» porque no me darían la Légion d’Honneur como a Borges, a Sabato o a Manucho, sino las Palmes Academiques. Siempre me pareció que las Palmes eran para personas demasiado subalternas para la Legión de Honor. Por lo demás, cuando yo era chico las aborrecía por el violeta de la cinta, que me parecía triste. El attaché technique me pidió un currículum, con énfasis en mi vinculación con Francia, o mejor dicho con cosas francesas. Después de escribirlo consideré que mi único título para ser condecorado por los franceses era mi amor a Francia. No creo que ese título merezca un premio.
Ayer, cuando leí el telegrama del embajador francés, Chaleureuses félicitations pour votre nomination au grade de Chevalier de la Légion d’Honneur, me sentí sorprendido, contento, un tanto conmovido. No parece poco el hecho de que Francia lo haya notado a uno… Es claro que en todos los países del mundo, año tras año, nota a unos cuantos varones oscuros.
9 enero 1981. En la esquina de Callao y Sarmiento, a la 7 y 35 de la tarde, frente al quiosco de los diarios, un caballero que explica a otro el fallo del Vaticano sobre el conflicto del Beagle, en tono de profunda melancolía concluye: «Su Santidad nos cago».
Sueño. En casa viven dos hermanos, un hombre y una mujer, de edad madura, que en el sueño quiero y estimo (en la vigilia no los conozco). Él es corto de vista, de cara fea, pero buena persona, con sentido del humor. Un día el hombre muere, Admito que por horrible que me parezca debo ocuparme del velorio, entierro, etcétera. Voy a una de las dos empresas fúnebres o cocherías, Como se las llama, más conocidas de Buenos Aires, Mirás o Lázaro Costa. Me tratan muy amistosamente, con mucha consideración personal (después me diré que es especialidad de esas casas, y que saben ganarse la momentánea simpatía de gente que espontáneamente los mira con un poco de horror). Yo me siento cómodo, hablando con esos amigos que saben expresar tan agradablemente el respeto y la admiración que les merezco. Cuando llega el momento de pronunciar el nombre del difunto, Perisset, creo recordar que su familia es dueña de una empresa fúnebre, y me digo que si contrato el entierro con un competidor mi amiga se pondrá furiosa. Me pregunto cómo salgo de la situación. Si digo que el difunto se llama Perisset sospecharán que perdieron el tiempo conmigo, y se preguntarán si soy un bromista o un idiota.
Cuando despierto creo recordar que existe una empresa de pompas fúnebres llamada Perisset. Me olvido de consultar la guía telefónica. Post scriptum (dos días después). El día del entierro del Cabito Bioy llego a lo de Margot, donde lo velan. En el furgón fúnebre leo la inscripción Casa Perisset.
Al rato soñé que leía en un diario: «El ejército argentino reconquistó la mitad del territorio que por el fallo del Papa nos tomó Chile».
Si quiero la mejor vida, soy escritor, pero si los achaques o las enfermedades me hostigan, soy palafrenero de mi cuerpo.
Expresión. Observó que antes la gente salía a tomar aire.
Aseguró que se pasaba las horas frente a la televisión en color. Dos veces dijo: «Es mucho más divertida que la televisión en blanco y negro». Pensé que si lo decía de nuevo descubriría que estaba diciendo una estupidez. Lo dijo de nuevo, pero no descubrió nada.
21 enero 1981. Humilde portento. Sin necesidad de despertador, habitualmente despierto a las 8 o poco antes. Anoche me acosté muy tarde, así que no me sorprendió demasiado ver esta mañana, al despertarme, que el reloj marcaba las nueve menos cuarto. Me levanté y cuando me asomé al corredor, me pareció raro que la casa estuviera tan oscura y silenciosa. Volví a mi cuarto y de nuevo miré el reloj: marcaba las seis de la mañana. Me acosté y me dormí. Al despertar miré el reloj: marcaba las 9 menos cuarto.
Cansado de la dureza del piso, ocasionalmente, a eso de las seis de la mañana, dejo la estera y subo a la cama. Diríase que, hasta entonces, mi sueño había avanzado por sinuosos caminos vecinales y que ahora desembocó en una autorruta.
Un día me llamó por teléfono Carolina Muchnik. Me dijo que era tía de Hugo Santiago (Muchnik), que era pintora, que había hecho mi retrato y que si yo la autorizaba me lo regalaría. La autoricé, por cierto, y olvidé el asunto.
Pocos días después, al volver a casa, a las ocho o nueve de la noche, encontré a Silvina muy extraña: parecía feliz de que yo hubiera vuelto, pero asustada, como si quisiera algo y no pudiera, por los nervios y la angustia que la dominaban. Finalmente me confesó que había ocurrido un hecho sumamente desagradable. Las explicaciones nada claras dejaron entrever que había recibido una amenaza contra mí. Era aquella una época de peronismo en el poder, diariamente nos informábamos de secuestros y frecuentemente recibíamos (aún nosotros, que nunca participamos de un gobierno, ni teníamos figuración política) amenazas telefónicas, anónimas siempre, y las más veces disfrazadas de amistoso consejo. Por fin Silvina accedió a mostrarme lo que había llegado a casa.
Cuando lo vi comprendí que era el retrato mío que había pintado Carolina Muchnik. Tratábase de un cuadro grande, de un metro setenta de altura, ocupado por mi cabeza y hombros, y una tira roja, que Silvina interpretaba como un cuchillo ensangrentado o una mancha de sangre, pero que en realidad quería representar la llama de la inspiración. Fuera de esa tira roja, el resto de la tela estaba pintado de un azul infinitamente triste. Silvina había interpretado el cuadro como una amenaza de muerte. Me costó mucho convencerla de que era un retrato, que la autora estaba orgullosa de haberlo pintado y que me lo enviaba amistosamente, de regalo. De lo que no pude convencerla fue de que ese objeto no tenía por qué traer mala suerte. Dijo que no podía soportar ese tristísimo retrato; que pintaría encima cualquier cosa. Le prohibí que lo hiciera. Dijo entonces que pintaría algo en el reverso de la tela, para que si alguien lo veía contra una pared no lo diera vuelta. Le prohibí que lo hiciera.
El viernes pasado me llamó Carolina Muchnik y me pidió el retrato, para incluir su fotografía en un álbum de sus pinturas, que va a editar. Le prometí que se lo mandaría el sábado. Se ofreció a pasar a buscarlo, pero le repliqué: «De ninguna manera, con mucho gusto se lo enviaré». En cuanto cortamos la comunicación me puse a buscar el cuadro. Temía que hubiera desparecido. Estaba, con una constelación de ojos y una cara, pintadas —por Silvina— con marcador azul, en el reverso de la tela. Me dijo que limpiaría el revés de la tela con lavandina. Consulté con el reparador de de cuadros Lasa. Me dijo: «Por nada emplee lavandina. Va a manchar el retrato, si no lo agujerea». Veremos qué se puede hacer. Lo peor es que los trazos del marcador de Silvina se ven sobre el retrato.
El cura: «El pueblo rodeaba a Jesús. Su madre y sus hermanos [primos hermanos] no podían llegar a donde estaban. Alguien le avisó: "Están tu madre y tus hermanos". Cristo contestó: "¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?" y señalando a todos los que estaban a su alrededor exclamó: "Éstos son mi madre y mis hermanos". Espero en Dios que la madre y los hermanos, o primos, no lo oyeron, porque lo hubieran tomado a mal…». El cura era un español, loísta; decía: lo avisaron por le avisaron.
Advertí alguna modificación en las oraciones. Mi humilde morada se convirtió en mi casa: expresión más simple, pero menos eufónica. La expresión «muertos en la amistad de Dios» me pareció grata.
En Mendoza, una mujer, que tuvo ocho hijos, explica: «¿Por qué no me hice abortar? Porque el aborto es para mujeres ricas. ¿Por qué no maté al primero? Y; yo quería tener un hijo. Al segundo lo maté por la pobreza y porque era varón. La tercera fue una nena. Siempre quise tener una nena. ¿Los otros? Si hubieran sido mujercitas no los hubiera matado. A los hombres sí, a los varoncitos sí, porque los hombres me han hecho mucho daño, señor, desde que nací, siempre mucho daño».
Los mató a todos cuando nacieron, con una media de hombre que llevaba puesta y se las enroscaba en el cuellito, hacía un nudo y apretaba fuerte hasta que el nenito moría. Después lo tiraba al pozo negro del excusado. Después se acostaba de nuevo en la cama. Al otro día se levantaba bien: «Sin problemas. Siempre me fue bien en los partos. Nunca tuve hemorragias».
Una hermana de la asesina dice: Fue al colegio hasta quinto grado. Es despierta. Mire los cuadernos de sus hijos, señor. Ella los guiaba bien.
Yo estoy seguro de que ella no tiene conciencia de haber matado a siete personas. Alguien me dijo: «Al fin y al cabo si ella los había hecho, no tenía derecho a hacer lo que quisiera… Qué mal quedaría uno si dijera esto».
Le temps Retrouvé. Después de mucho tiempo se encuentran dos viejos. Uno de ellos exclama:
—¡Cómo estaré yo, si vos estás así!
Amores de la gente.
Hay amores tristes como defectos. (Después de leer Le Temps Retruvé).
El portero se ahorcó. Llega la policía. Un oficial llama a su mujer para decirle que lo esperen para comer. Le explica:
—Acá hay un mono que se ahorcó.
La señora de Alfonso, a quien visité ayer en la librería, me dijo: «Después del desayuno un amigo llamó por teléfono. Luis habló con él y después me pasó el teléfono. Estuve hablando unos diez minutos. Cuando corté sentí un vacío. Llamé "Luis". No lo encontraba. Entré en el cuarto de las chicas. A los lados, en camas paralelas, estaban durmiendo nuestras dos hijas: una de quince años y otra de dieciséis. La puerta que da al balcón estaba abierta. En el balcón, en el suelo, vi las zapatillas de Alfonso. Corrí enloquecida a asomarme. Abajo estaba en la calle, , boca abajo. No creí que estuviera muerto».
En La Biela encontramos a Bachicha Aguirre, viejísimo, que le dijo a Silvina:
—Hacía años que no te véia. (Véia: fonética de argentinos de antes y de campo).
El diariero me dice tristemente: «La gente está monetizada. Usted no me creerá, Bioy, pero este año no he encontrado una chica para llevar a Mar del Plata que esté dispuesta a cargar con los gastos. Es matarse: usted le da las condiciones y en seguida empieza el chicaneo: cada uno paga lo suyo. Es muy triste».
En casa trabajaba una mucama de tierra adentro, cobriza, feúcha, flaca, sin duda mal nutrida, buenísima persona; en sueños la besé con mucho afecto.
En una revista (Letras de Buenos Aires) publicaron El espejo ardiente, una obrita en un acto de Silvina, y con la indicación: Época de Calderón. Silvina estaba furiosa. «Es un desprecio», me aseguró. «No creo que tuvieran esa intención», contesté. «Siempre quitás importancia a lo que hacen contra mí». (Post scriptum: No creo que sea un desprecio; pero la intención no es fácil de explicar).
Soñé con mi padre. Estaba muy feliz en su compañía. Después apareció una rubia, amiga mía en el sueño, y me entretuve con ella en juegos eróticos. Cuando busqué a mi padre no lo encontré.
La realidad es inagotable. Emilia, la mucama, que trabajaba también en una fábrica de moreras, se vino un día con dos o tres hombreras para que las viéramos. Estaba muy interesada en los diversos modelos, en los diversos materiales (lana, rayón, lona), en la terminología.
Distraída. Al salir del cine, mi secretaria ve que hay una librería, recuerda el título de un libro que le recomendaron, entra por un largo corredor, entre mesas de libros, hasta un mostrador transversal, en el fondo, atendido por tres empleados. Como le dicen que no tienen el libro, sale por donde entró. Camina unos pasos, ve una librería, entra por un largo corredor entre mesas de libros hasta un mostrador transversal, en el fondo, atendido por tres empleados que a su pregunta sobre si tienen el libro que le recomendaron contestan en coro: «Es la misma librería».
Mi estupidez. Al lustrador le digo que ha de haber poca humedad porque siento que los zapatos me quedan grandes. En ese momento advierto que el lustrador me aprieta la vacía punta del zapato y me digo que pensará «Tiempo muy seco, sin duda, pero sobre todo zapatos de dos o tres números por encima del que necesita».
27 febrero 1981. Meteorológicas. Desde hará cosa de una semana el calor es insufrible. Parece que desde La Quiaca hasta la Antártida se extiende una masa de aire cálido. Tan monstruosamente cálido que el hielo de la Base Marambio se derritió: que se derrita el hielo del polo sur es una capitulación muy dura para el patriotismo meteorológico de los criollos. Hoy caminaba por Callao, en el calor y el sol, cuando me llamaron la atención dos chicos, de unos siete u ocho años, que comentaban: «Qué suerte que esté lloviendo. Lo que hemos esperado esta agua. Qué lindo mojarse así». La gente los miraba asombrada, porque no caía una gota de agua.
Integración. En trance de recuperaciones, la desilusión a veces no es más que una etapa. Uno se dice «Nunca me avendré a estas muelas que amontonaron en mi pobre boca», «nunca voy a caminar con este pie postizo que mira quién sabe por dónde». Llega, sin embargo, el día en que muelas y pie son parte de nosotros.
Fragmento de un diálogo de enamorados.
Te lo digo francamente:
yo me aburro de repente.
Justiniano Lynch. Era un tío abuelo mío, que se quedó a vivir en París, porque se había casado con una vendedora del Bon Marché y supuso, con razón desde luego, que sus hermanas la «snobiarían». Justiniano era de color verde oliva, bigote blanco y voz nasal, de nariz tapada. Probablemente había sido buen mozo, en la juventud. Para mí era un persona un poco ridícula, porque mis padres se reían de él. Vestía de oscuro y usaba guantes grises. En nuestras temporadas en París, siempre nos visitaba, y siempre regalaba a mi padre una caja de habanos de no recuerdo qué marca. Por un malentendido, creía que esa marca era la favorita de mi padre; en realidad, sólo los fumaba delante de Justiniano y después no sabía qué hacer con ellos.
La guerra del 39 trajo a Justiniano y a su mujer a Buenos Aires. De su mujer dijo mi madre: «No sé de qué se uejan mis tías. Es idéntica a ellas. Seguramente ese aire de familia es lo que le gustó a Justiniano».
Un día lo visitamos en la casa que edificaron en la plaza Vicente López. Procedimos a un minucioso tour de propriètaire. Realmente se trataba de una casa magnífica —aunque de afuera me pareció modesta—, sabiamente pensada; tenía todos los adelantos de la época (muchos que no conocíamos); indudablemente, vivir en ella tenía que ser placentero y cómodo. Recuerdo que pensé: «Este hombre ha decidido echar el resto y darse los mejores lujos», y mientras admiraba la casa y lo admiraba a él, guiado por puritanismo o por cábula pensé: «Regalarse algo tan perfecto debe de ser un error. Sobre todo, tratándose de una vivienda. Las cosas fallan por algún lado. Esta casa no puede fallar, así que la falla vendrá por el lado del pobre Justiniano». Poco después murió. Yo estaba demasiado en mis amores para ocuparme en saber qué pasó con la viuda.
Sueño. Muy agradablemente hago el amor con ella. De pronto me despierto. Le digo:
—Qué vergüenza. Me dormí.
—Yo también —contesta.
—¿Seguimos? —le pregunto.
—Pero es claro —me dice.
Estoy en eso cuando realmente despierto y me encuentro en mi cuarto, en mi cama, solo.
Sueño. Estoy muy feliz, bien abrigado, en una cama camera que saqué a la terraza. Cuando voy a dormirme, se desata un aguacero. Tengo demasiado sueño para levantarme y llevar la cama a mi cuarto. «Va a pasar pronto», digo, refiriéndome a la lluvia. Pasa, en efecto. Con satisfacción me hundo en las mantas, porque hace frío y me dispongo a dormir. Despierto entonces, y me encuentro en la estera, con el cuerpo tibio, pero los brazos fríos, porque los saqué de abajo del poncho. Pongo los brazos adentro, me arropo bien, retomo el sueño.
Cuando Emilia, la modista de tierra adentro, volvió de sus vacaciones, le pregunté si se había recuperado, porque estuvo débil, y pálida, de tanto trabajar (entraba en la fábrica a las 6 de la mañana; en casa, a las 2 de la tarde), y le di un beso. Mientras se lo daba, suavemente me tomó la cara con la mano.
Creo que mis discos estallaron en dos ocasiones, hacia el fin del 71 y en febrero del 72, en Mar del Plata. Me pareció oír la rotura. Yo no sabía si podría aguantar, si era aguantable, el dolor. Inmóvil, absorto y desesperado estuve durante 40 minutos o una hora; después gané la cama.
La efusividad de Martín Müller es notable. Cuando le dije que me habían dado la Legión de Honor, aseguró: «Es más importante que el Premio Nobel».
No he notado en las feministas mayor simpatía por las otras mujeres.
Crónicas informales. Lo habían herido de un balazo a Reagan, presidente de los Estados Unidos. Alguien dijo que el atentado lo había conmovido mucho y que deseaba someter a sus amigos sus reflexiones. «No hay defensa contra gente que no se atiene a las reglas de juego que nosotros —continuó—. Ellos pueden secuestrar, torturar y no rendir cuentas. Si se los tortura el mundo entero protesta. Si no se los tortura, no hay manera de romper sus conspiraciones. Yo me pregunto si la solución no será institucionalizar la tortura. Ponerla en manos expertas. Sacarla de esos animales de las comisarías, como uno que en la 17 (¿o en la 15?) donde me tenían detenido, le aplicó la picana en el órgano sexual (la violó con la picana) a una mujer menstruada. Yo digo si la tortura, en manos expertas de un hombre como Cardozo, que sabía distinguir la verdad de la mentira, arrancadas al torturado…». Aquí un señor S. se levantó, dijo que no quería seguir oyendo, que a él lo había torturado Cardozo y que no quería recordar nada. El otro lo calmó: A amigos míos (mencionó nombres que no recuerdo) los torturó Cardozo. A uno de ellos, Cardozo lo llamó al día siguiente y todos protestamos; pero vimos que estaban conversando nuestro amigo y Cardozo. Nuestro amigo volvió. Nos dijo: 'No es tan mal tipo. Me explicó: «Mirá pibe, lo que te hice ayer no lo hice por gusto; lo hice porque mi obligación es averiguar la verdad. Pero yo no tengo rabia ni te deseo mal. Yo soy un tipo como vos. Tengo mujer e hijos. Para darles el puchero, trabajo». Aquí yo (ABC) dije: «Después de esa explicación a su torturado de la víspera, pienso peor todavía de Cardozo». S., el que no quería recordar, me dijo: «Había dos Cardozo. El padre, el comisario experto, y el hijo, que era un cabo o algo así y un sádico. El padre dirigía y el hijo torturaba. A mí me torturaron el hijo y un tercer individuo, dirigidos por el comisario Cardozo. A mi hermano, esos técnicos, esos expertos, lo dejaron para siempre lisiado de columna. Yo no les perdono el haberme dado ganas de matarlos. Durante un año pasé casi todos los días frente a la embajada uruguaya, donde estaban asilados, en la esperanza de que se asomaran y que me dieran la oportunidad de pegarles un balazo. Ni por casualidad se dejaban ver. Pasaron ocho años encerrados en la embajada, lo que es una forma de presidio. Al otro, al tercer torturador, lo fusilé tres veces. El gobierno de La Plata, después de la Libertadora, me puso al frente de una comisaría, con tanta suerte que allá fue a caer mi ex torturador. Mandé que una mañana lo llevaran al patio y con un pelotón, con un oficial que daba órdenes, lo fusilara. Lo fusilamos con balas de fogueo. Yo no podía torturarlo ni mandar que lo torturaran; pero eso sí, tres veces, con intervalos regulares, de diez y quince días, lo fusilé. El hombre se convirtió en una babosa; se arrastraba como un gusano. Créame, nada destruye más. Un día, una persona que en la policía estaba por encima de mí y que, enterado de los fusilamientos, nunca me apercibió ni menos reprendió por ellos, apareció con una orden de libertad para el sujeto. Créame que eso me cayó muy mal; pero dos o tres días después que lo pusiéramos en libertad, lo liquidaron. El que había traído la orden de libertad cuando me vio lanzó una risotada y explicó: 'Yo sabía que se la tenían jurada, así que lo puse en libertad para que esas manos anónimas lo mandaran al otro mundo». El que había hablado primero me contó: «A mí me habían detenido. Una mañana me llevaron a un salón donde quince funcionarios me miraban. Yo les dije: "Si alguno de ustedes va a ponerme las manos encima, mejor que me maten, porque yo vaya recordar siempre sus caras y si sobrevivo juro matar al que me haya torturado". No me tocaron. Yo creí que era por mi bravata. Al día siguiente Cardozo me explicó: "No te torturamos porque supimos que vos no estás en esto. Si tuviéramos dudas te torturaríamos tantas veces como fuera necesario". Le pregunté si me iban a soltar. Me dijo que no. Que me chuparía uno o dos meses de detención, porque la policía no puede equivocarse».
Según el padre Cuchetti, Juan XXIII, acosado por gente de la televisión, que le pedían unas palabras de presentación para un informativo sobre su persona que habían filmado, escribió: «Soy la biclioteca de los libros de Pío XII».
Sueño. Llegamos en automóvil a los Estados Unidos. En un inmenso bosque de pinos estaba nuestra casa. Alguien dijo que la encontraba tristísima. Mientras descargábamos el equipaje, la miré. No, no tenía nada de triste. Se parecía a nuestra casa de Mar del Plata, aunque era menos linda y más chica, Enfrente había un gran espacio abierto que recordaba los commons de las ciudades inglesas. Hacia la derecha descubrimos una cabaña rústica donde vendían recuerdos y algunos elementos regionales. Entramos, para curiosear y tal vez comprar algo. En una caja o estuche de madera sobre el mostrador, vi un pan muy blanco, en forma de libro. Como el pan siempre me atrae y me interesa, quise comprarlo, aunque tenía el aspecto de ser desabrido, con mucha miga cruda. Mientras yo buscaba la plata, el hombre puso sobre el mostrador noventa céntimos. Entendí que para no defraudar su confianza yo debía pagar con un dólar. No solamente no encontraba un billete de un dólar: no encontraba ningún dinero. Un poco molesto y bastante alarmado, dije que volvía en seguida por el pan, que había dejado en casa la cartera. El hombre me dijo:
—Llévese por lo menos este vuelto.
Metió en mis manos un montón de hojas de papel carbónico usado. Comprendí que me expresaba su desprecio.
En casa olvidé el asunto, porque oí la voz de mi padre, que preguntaba:
—¿Estás ahí?
Felicísimo le abrí la puerta, lo vi, me dije que había reconocido inmediatamente su voz, que no oía desde aquella mañana horrible de 1962 y me encontré despierto, solo.
Principios de abril de 1981. Nunca fui propagandista de mis libros y este pelafustán confiadamente espera que lo sea de su película basada en un cuento mío. Casi nunca un texto mío me parece tan bueno como para imponerlo a los lectores. ¿Por qué trataré de infligirles la comedia de este improvisado chambón?
En París, en el 51 o en el 54, conocí a James T. Farrell, cuyo Studs Lonigan Borges admiró contra tantos escritores… Era el amante de Suzanne, el padre de su hijo abortado y, sobre todo, un personaje tan bastamente grosero como su lengua, que aparecía aumentada cuando lamía los lentes de los anteojos. Después de conocer a Farrell, el propio Sabato se nos antoja un caballero.
A veces pienso que leyendo las Vidas de los poetas de Jonson, no se necesita nada más para la felicidad.
Jean-Pierre Bernès, que fue esta mañana a la recoleta a llevar unas flores para Angélica, me contó que junto a una bóveda había un matrimonio con una chiquita. La mujer, que escrutaba a través de la puerta de rejas, dijo:
—Me parece que hay un lugar. ¡No se lo vayas a decir a las tías!
Bernès me contó que Coignac le contó que Mujica Lainez está deshecho a causa de mi Legión de Honor. Manucho sostiene que desde luego él tiene más méritos que yo para recibirla, que tradujo esto y aquello, etcétera.
La señora, ante la crisis que conmueve al país: «Yo sólo pido a Dios que sea esta vez una crisis de veras, aunque nos hunda a todos, con tal que le baje el copete al servicio doméstico».
Receta. La felicidad completa yo la consigo con:
Salud.
Coitos frecuentes y satisfactorios.
Invención y redacción de historias.
Apetito y buenas comidas.
Despreocupada holgura económica.
Una buena compañera a mi lado.
Una casa agradable, en un lugar agradable, para vivir con ella.
Abundancia de libros.
Cinematógrafos, no demasiado a trasmano.
La familia del otro lado del mar.
Pariente.
Ahora les presento a mi pariente:
rebuzna cuando dice lo que siente.
Oh, enfermo: algún día descubrirás que el médico sabe más que tú de medicina, aun de la medicina que se refiere a tu cuerpo. Oh, médico, algún día el enfermo descubrirá que sabe más que tú de la medicina que atañe a tu mal.
14 mayo 1981. Le pido a Dios que yo salga de ésta. Por no decir de éstas, como habría que decir; como digo.
Mi tío Enrique me previno que, antes del amor, las mujeres reciben mal las ponderaciones de los efectos balsámicos de la cópula y después, bien. Me contó: «En una ocasión encontré a mi amiga tan quejosa y melancólica que le pregunté afectuosamente si no le convendría una buena cogida». No haberlo dicho. Me puso en mi lugar. Ella se acostaba por amor, no por razones de salud, etcétera. Desde luego, ni se habló de ir a la cama. A los pocos días, sin embargo, después de una larga sesión de abrazos, se apresuró a convenir conmigo que el amor lo deja a uno «suavecito por dentro».
Un círculo misterioso. Hay unos personajes casi famosos, e inevitablemente conocidos, que evidencian una propensión a estar juntos; son ellos Fulano, apellidado a veces de Tal, Mengano, Perengano y Zutano. El primero tiene mujeres e hijos. Autoridad, para la mujer, es el tango Haragán:
El día del casorio
dijo el tipo de la sotana:
"El hombre debe siempre
mantener a su fulana".
Los hijos son Fulanito y Fulanita, que suelen usar el apellido paterno de Tal. Mengano, Perengano y Zutano no tienen mujeres; el primero, eso sí, tiene hijos, Menganito y Menganita, además de un pariente al que no toma demasiado en serio: Mengueche.
Amenazas de principios de 1981:
—Lumbago: hasta ahora he pasado por dos ataques, fuertes y duraderos.
—Dificultad de regularizar o estabilizar mi vida sexual.
—Situación económica peligrosa: a) personal, peligrosísima, con un programa de ventas desgarradoras, tal vez imposibles, que me salvarían de situaciones difíciles; b) del país (que vuelve improbable toda venta) y que nos llevará tal vez a quién sabe qué infiernos.
Conyugales, I. La señorita era hija de un jubilado ferroviario, que vivía en Temperley, en uno de esos chalets de ladrillo aparente que el ferrocarril, en tiempo de los ingleses, mandaba construir para ofrecer en venta, en condiciones muy favorables, a sus empleados: una casa espaciosa y sólida, que hoy en día sería un lujo para cualquiera. No sé cómo la señorita llegó a conocer a un candidato de esos que no hay que perder. Hombre serio y fino, en buena posición, ya que era dueño de un obraje en el Chaco. Para asegurar la presa, la señorita no halló mejor modo que pasearlo por Temperley y mostrarle casas suntuosas, quintas, locales de comercio y hasta un cinematógrafo y decirle que todo eso era de su padre. Como llevada por un escrúpulo, atemperaba el embuste con la explicación: «Es claro que con la maldita ley de alquileres, la renta mensual es una miseria». Profundamente impresionado el caballero pidió la mano de la señorita; se casaron; partieron al Chaco. Allá se descubrió que él no era dueño del obraje, sino empleado de administración. A la vuelta de unos años, la artritis impidió al hombre seguir trabajando y ella empezó a vender tortas que preparaba con muy buena mano, tuvo éxito en la empresa y hoy en día ese matrimonio bien avenido goza de una sólida posición.
Conyugales, II. La mujer, una prima de quien me contó la historia, se casó con un hombre que decía conocer el vicio del trabajo, a lo que debemos agregar que bebía, fumaba, era jugador y mujeriego. Como ella trabajaba bien vivieron en un magnífico departamento, puesto a todo lujo, en La Paternal. Es verdad que ella trabajaba mucho y que volvía tarde a su casa, porque en la oficina la retenían, lo que en realidad era ventajoso, porque le pagaban horas extras. Como se querían mucho y se llevaban bien, la mujer no hacía caso de lo que pensaba su familia: que el marido era un vividor, que no le importaba nada de ella, etcétera. Un día en que la señora volvió muy tarde a su casa, al abrir la puerta creyó que se había equivocado de departamento; en efecto, lo que sus ojos veían eran cuartos totalmente vacíos, salvo por unas hojas de papel que encontró donde debía estar la cama. Eran boletas de empeño, correspondientes a algunos objetos personales de la mujer, a los que ella estaba particularmente apegada. Una fineza, una prueba de consideración, ya que si ella quería recuperados le quedaba la posibilidad… Se supo que el hombre se había ido con la mejor amiga de la mujer. Pasaron los años. Ni el marido ni la esposa pidieron nunca el divorcio, ni siquiera en aquellos años en que hubo divorcio en nuestro país. Veinte años después, tan imprevisiblemente como partió, volvió el hombre. La familia, que lo veía como a Satanás, temió que ella aceptara. Efectivamente lo aceptó. «Nunca dejó de ser mi marido —dijo ella— y, sobre todo, lo quiero». Se fue, pues, a vivir con el marido, al departamento del marido, y por consejo de éste vendió su viejo departamento y puso la plata en el banco. La familia temblaba por ella y vaticinaba desastres. La vida rumbosa que llevaron avivó las peores sospechas. Veraneaban en Mar del Plata; en invierno, viajaban a Europa. Ella fue así la única persona de la familia que había salido al extranjero. Un día el hombre murió. Ella en un primer momento pareció enloquecida por la pena, pero se sobrepuso. Explicó: «No puedo quejarme de la suerte. Si es verdad que un día él me abandonó, también lo es que volvió, para darme todos los gustos y para quererme. A su lado fui siempre muy feliz». Padres y hermanos le dijeron que no fuera a pasar dificultades económicas sin recurrir a ellos. Con el tiempo esas personas debieron enterarse de que ella había heredado del marido una vasta fortuna, con propiedades en Buenos Aires y Mar del plata, amén de no pocas hectáreas de campo y de mucha plata en el banco.
13 junio 1981. En la comida del Día del Libro dije a Martín Noel:
—En ese tiempo yo jugaba al tenis todos los días.
Silvina Bullrich me corrigió en voz alta:
—Hacías todo todos los días —y explicó—: Adolfito escribía todos los días, jugaba al tenis todos los días, etcétera.
Girri contó que en un café oyó a una mujer que hablaba desde un teléfono público, con alguna amiga o pariente, sobre una sesión de espiritismo de la que venía: «Mamá y papá están de lo más bien y ¡agarrate! Edelmiro ya se ha reencarnado».
Cuando era chico las actitudes de los santos, en las estatuas y estatuitas de las iglesias, en las estampas, no me gustaban. Me parecía que fingían bondad y que eran demasiado sedentarios. Si hubiera tenido que convertirme alguna vez en un personaje del panteón cristiano, me hubiera avenido a ser un ángel o un arcángel; por razones de cuerpo, no me atraía la idea de convertirme en un querubín. Siempre lamenté el desalojo de los dioses griegos y romanos. Pensé que yo hubiera podido dirigir plegarias a las diosas, más que a ninguna a Venus, y aun a Diana y a Minerva; y entre los dioses y héroes, a Hércules, a Pan… Además las causas perdidas tienen siempre encanto para mí…
Por todo esto me asombra mi actitud en los primeros años de la década del 30, cuando estuve con mis padres (y mi perro Ayax, un gran danés) en La Cumbre. Vivimos en el Hotel Olimpo de un tal Naso Prado, que rendía culto a los dioses griegos. En el parque del hotel había estatuas de Zeus, Afrodita, Artemis, Apolo, Dionisio, etcétera, y un anfiteatro. Naso Prado dio a mi padre un libro que había escrito, titulado Olimpo. El señor Naso Prado y su templete no me interesaban mayormente. Sería a lo mejor porque las estatuas y templetes parecía de yeso o porque el señor Naso Prado era un poco ridículo, o porque los chicos son muy snobs. De todos modos, el hecho de que un hotelero de Córdoba venerara a los dioses paganos debió alegrarme. Yo sentí nostalgia por el paganismo. Cuando leí en Pardo, en el 36 o en el 37, a Hegel, para quien el cristianismo convierte el destino del hombre en un drama romántico, me pareció que decía la verdad y que explicaba mi espontánea repelencia por el espíritu y las formas de esta religión que nos tocó en suerte. También la nostalgia mencionada.
Idiomáticas. Rondón, de. De repente, sin dar aviso.
Como una grieta en mi dicha
surgió la preocupación:
con tal que no se presente
el marido, de rondón.
Debemos reconocer que raramente apelamos a la lectura, prueba extrema a la que pocos libros admirados resisten.
Un tal Omil rechaza las críticas de Pezzoni a libros de Sur compilados por ella, alegando que es argentina de varias generaciones y que Pezzoni es hijo de extranjeros.
Idiomáticas. Bota fuerte: de cuero y alta (hasta la rodilla).
Victoria dejó un departamento a Pepe [Bianco], otro a Enrique [Pezzoni]. Las molestias que suelen causar las propiedades: pago de luz y calefacción, de impuestos, desventajas por la falta de teléfonos y por la existencia de bienes similares pero más grandes, más nuevos, más valiosos, azuzan continuamente la irritación de Pepe, y en algún grado de Enrique, contra su benefactora.
Empleo del singular, por el plural, que da cierto énfasis. Ejemplos, agradablemente «compadres», en letras de tango:
Pero yo sé que metido
vivís penando un querer,
que querés hallar olvido
cambiando tanta mujer …
(Pero yo sé, tango de letra ingenua y eficaz, que recuerdo cantado por Azucena Maizani).
Piantá de aquí, no vuelvas en tu vida.
Yá me tenés bien requeteamurada.
No puedo más pasarla sin comida
ni oírte así decir tanta pavada …
¿No te das cuenta que sos un engrupido?
¿Te creés que al mundo lo vas a arreglar vos?
iSi aquí ni Dios rescata lo perdido!
¿Qué querés vos?, iHacé el favor!
(Qué va cha ché, que Rosita Quiroga y Sofía Bazán cantaron admirablemente).
Nótese pues: «decir tanta pavada» por «tantas pavadas». También: «bien requeteamurada» o una capacidad lunfarda castellana, que no le envidia nada al alemán, de formar palabras compuestas. También, que ya en el 30 se pensó que nadie rescataría lo perdido, lo que hoy se prueba que resultó profético, pero que no lo hubiera sido si el 4 de junio del 43 no hubieran salido las tropas.
Idiomáticas. Ladino. En la Argentina, usualmente taimado; pero también, astuto, hábil. Como en la huella:
A la huella, huella
seguí el camino,
que no te vas a perder
si sos ladino.
Dijo mi amiga: «Una persona que menstrúa una vez cada veintitantos días no puede ser filósofo». Atinadas palabras a las que yo agregaría (después de nuestra serata del 7 de agosto de 1981): Tampoco amante.
Soy un hombre anterior a la pasta de dientes. Cuando era chico no se conocían, o no eran de uso general, las pastas dentífricas. Por lo menos, en los primeros veinte años de mi vida, me lavaba los dientes (como todos en casa) con cepillo que enjabonábamos primero en jabón de España y después, para blanquear, hundíamos en polvo de creta. El jabón de España era muy duro, seco, poco espumoso, a pintas grises y blancas como huevo de tero; el polvo de creta era blanco. Usábamos cepillos norteamericanos, de marca Prophylactic.
Pese al llamativo título de esta nota, debo reconocer que en los baños de la casa de mi abuela vi siempre amarillos pomos de pasta Kolynos. Vi (y usé) esa pasta dental alguna vez que fui a dormir a su casa, a los 13 o 14 años. No me cabe duda de que esos pomos correspondían a una manera nueva de lavarse los dientes, que todavía no había entrado en casa. Las buenas dentaduras de nosotros tres (ellos tuvieron escasas caries; yo, ninguna, hasta ser hombre y, entonces, muy pocas) eran un argumento de peso para no dejarnos llevar por modas y no sustituir nuestros conocidos de siempre, el jabón y la creta, por dudosos productos propuestos por la propaganda de industriales norteamericanos.
Mi joven vecino estaba orgulloso y visiblemente halagado. Recibiría en su casa a una amiga que había conocido en Brasil. Una mujer exótica —negra—, muy fina, inteligente, de extraordinaria belleza. Cuando la tuvo en la casa, dejó ver alguna reticencia. La mujer había llegado con una hija, de ocho o diez años. Pasaban los días y mi vecino ya no se mostraba tan contento. Empezó a viajar a Chapadmalal, para los fines de semana. Por último explicó: «Ya no las aguanto. Lo que más me preocupa es que no tengo la menor idea de cuándo se va a ir esta negra de mierda».
Idiomáticas. Elemento. Gente que habita un, o concurrente a, un hotel, barrio, café, colegio, etcétera.
En pleno Caballito está el convento,
pero gran cosa no es el elemento[10].
Karl Baedeker, Buenos Aires: Guía turística para inmigrantes, Leipzig, 1893.
Idiomáticas.
Convento por conventillo, inquilinato o casa de inquilinato.
Desmejorado. Eufemismo. «Lo encontré muy desmejorado». De mal aspecto.
La «buena salvaje. La muchacha y su madre, que desean mudarse, vieron un departamento nuevo, en la calle French, que les gustó mucho; sin embargo debieron renunciar a comprarlo porque el precio era, para ellas, excesivo. Días pasados, madre e hija comieron en casa de un amigo y su mujer: jóvenes recién casados, verdaderamente preferidos de la madre. La hija, al enterarse de que estos amigos querían comprar un departamento, les dijo que vieran el de la calle French. No bien salieron de la casa, la madre increpó a la muchacha». Le dijo: «Adoro ese departamento; si ellos lo compran, vaya estar furiosa; nunca podré visitarlos, en esa casa, que debiera ser mía». La hija le dijo que aunque no lo compraran sus amigos, tampoco ellas podrían comprarlo. «¿Qué sabés? —le contestó la madre—. Si Felicio, el peluquero puto, ganó la lotería y se fue a Turquía, ¿por qué yo no puedo ganarla?»
Sorprendido. Jeremy Taylor, el gigantón estúpido, que se fue al Uruguay con plata de tantos English o lrish porteños, vivía desde hace mucho en Buenos Aires. Como también tenía negocios en Uruguay, viajaba frecuentemente entre las dos Bandas, De uno de esos viajes volvió antes de la fecha fijada, y al entrar en su cuarto encontró en la cama, con su mujer, al diputado radical Rodríguez Araya. Taylor, fuera de sí, empezó a gritar, desenfundó un revólver calibre 38 y disparó un tiro al aire; esto fue su perdición, porque Rodríguez Araya procedió a desarmarlo y lo entregó a un vigilante. Después de dos días de calabozo, Taylor recuperó su libertad, para enterarse de que se le seguía un juicio por portación y uso de armas, escándalo, agresión y desacato a la autoridad.
Me contó José Vergara que basta principios de siglo, en España, en las barberías de aldea, había un huevo de madera, como los que usaban las zurcidoras, que los clientes viejos se ponían en la boca para rellenar la mejilla y ofrecer a la navaja una superficie desprovista de arrugas. «Era un solo huevo, que a lo largo del día entraba en sucesivas bocas. La noción de higiene llegó hace poco». Según el mismo Vergara, en tiempos de su abuelo, después de un baño la gente se metía en cama, para no enfriarse. También dijo que un médico inglés, de mediados del siglo XIX, para no sé qué mal recomendaba una ducha, con la salvedad de que no había que tomarla sin un médico presente. Dudo de la exactitud de esta última información, porque tengo entendido que por entonces las duchas (aun las frías) eran habituales en los colegios británicos.
Una de las razones para que la iglesia condenara la Encyclopédie fue que en alguno de sus artículos dijo Buffon que los animales tenían alma.
Escenas del siglo XX. En el tercer piso de esta casa tiene sus oficinas la embajada libia. De tanto encontrarnos en el ascensor o en el hall de entrada, nos cruzamos saludo con los diplomáticos, o con algunos de ellos, porque en verdad son gente poco afable, o que sí lo parece. Uno que siempre saludaba y con el que solíamos cambiar frases que no iban más allá del saludo del tiempo era el encargado de negocios: hombre alto, de tez clara, con anteojos. Llegó a invitarnos a alguna fiesta en celebración de alguna fecha de su país y a pedirle a Silvina que le prestara un ejemplar del libro Árboles de Buenos Aires. A la fiesta no fuimos; Silvina le prestó el libro (después supo que la embajada había comprado algunos ejemplares en la librería La Ciudad). Ayer, 29 de agosto, el portero me contó que la semana pasada ese hombre huyó al Cairo; el nuevo encargado de negocios, que apenas saluda, inició una investigación; mantuvo encerrados por largas horas en un cuarto al chofer, en otro a la secretaria y después, por separado, los sometió a interrogatorios sobre qué sabían de la fuga. Parece que todos los funcionarios de la embajada se recelan.
Otra buena salvaje. A Jovita, que lleva la cruz de su asma y cuyo marido, Pepe Montes, está con una úlcera, la mucama por horas, una muchacha buenísima, le previno: «Alguien los quiere mal a ustedes dos y los ojeó. Si no se defienden, esa persona va a matarlos».
La señora me dijo: «A veces yo me pregunto, Bioy, si el psicoanalista no les habrá extendido a mis hijas una patente para ser lo que usted y yo siempre hemos llamado unas sinvergüenzas».
High life de conventillo (principios de siglo).
Mesa de luz con su vela
y su tarro de color,
sobre el colchón una grela:
a mí me gusta el confor.
Una amiga dice que en el amor, las mujeres quieren al individuo (a un hombre, no a los hombres) y los hombres quieren a la especie (a las mujeres, no a una mujer en particular). En cuanto a mí, así nomás es.
The life so short. Después de hojear Adolfo Bioy Casares y sus temas fundamentales de Ruiz López, no sé qué me asombra más, tener una obra o tener una vida.
Diario de un escritor. Los trabajos y los días. «Porca miseria —me dijo—. Noto que estoy muy dispuesto a escribir mi diario los días de buena copulación. Los otros, no».
Frases hechas. Como loco, loca, o como un loco. Mucho.
Anoche estaba la Coca,
fumando como una loca.
Dichos. Salga pato o gallareta. Salga lo que Salgari, lo que salga.
Salga pato o gallareta
hace el gordo su pirueta.
«En política no hay ética, lealtad o amistad que valga. Lo que cuenta es el resultado», dijo con beneplácito Estela Canto.
Examinando la biblioteca advierto cuánto de lo que he sabido olvidé. Es como descubrir la muerte en uno.
El conde de Saint Germain, a quien los franceses reputaban espía inglés y padre de la masonería y los ingleses, espía de los Estuardos, declaraba hacer vivido miles de años, haber conocido a Jesucristo… Veía con frecuencia a Luis XV y a Madame de Pompadour. Un día tocó una melodía en el clavicordio; Luis XV le preguntó qué era y St Germain contestó: «No sé; la oí por primera vez cuando Alejandro entró en Babilonia». Por su apariencia, debía de tener unos cincuenta años. Decía beber un elixir que lo mantenía siempre en la edad que tuvo cuando lo bebió por primera vez. Murió en 1780 (Ver Madame de Pompadour de Nancy Mitford, XVIII).
Afrodisíacos. A un hombre de más de sesenta años una muchacha le recordó la eficacia de la expresión corporal para una buena disposición para el amor. Años después, el mismo hombre, cansado de una seguidilla de amores ineficaces, recordó que para un buen amor conviene sentir atracción por la mujer, o simular que uno la siente.
Péndulo. Cuando los gobiernos civiles nos hunden en lo más profundo del abismo, nuestro interlocutor nos alienta con la noticia de que ya están por llegar los militares, que vienen para quedarse, de modo que ya podemos bien guardar en la caja de fierro la libreta de enrolamiento, porque por muchos años no la necesitaremos (para votar). Cuando los militares fracasan, nuestro interlocutor nos alienta con la esperanza de que habrá que llamar a elecciones y dar el gobierno a los peronistas o a los radicales, que serán una grandísima basura, pero que en definitiva no serán peores que los militares y que por más que nos duela son, hay que admitirlo, la quintaesencia del argentino, pura incapacidad, altanería y resentimiento.
Lo de todos los días. El versificador de la primera sala es para ti la seguridad de no pasar a tu cuarto, que está en los fondos, a sacarte el sobretodo, a orinar o a recostarte en el diván, sin oír la lectura de uno o varios poemas.
Idiomáticas. Rantifuso. Palabra muy usada en los años veinte. El ejemplo que recuerdo es de una cuarteta que solía decir Santiago, el hermano del Sordo:
Después de tanto joder
se apuntó a una rantifusa
que lo miraba sonriendo
desde la inmunda gambusa.
Nuevos actores en el reparto de la política internacional. Cuando asesinaron a Sadat yo me entristecí, porque su política me parecía bien inspirada y eficaz y porque admiraba al hombre por su coraje. Sadat tuvo un coraje muy superior al coraje físico; el de contrariar los odios de su pueblo y de los pueblos aliados. La noticia de su muerte fue celebrada con bailes populares entre los palestinos del Líbano y en Damasco. El gobierno del Irán creyó oportuno felicitar al pueblo egipcio y Kadafy, presiden le de Libia, declaró ese día fiesta nacional. Aquí no para el desenfreno. Los aliados de Sadat se mostraron (lo digo con pesar) dignos de sus enemigos. En el plebiscito para confirmar o rechazar al nuevo presidente de Egipto, el presidente de Sudán votó «como homenaje al amigo muerto, a su viuda y a sus hijas» y en conferencia de prensa declaró que los planes que habían preparado con Sadat para el asesina de Kadafy iban a sufrir demoras a causa del infame asesinato de Sadat por los sicarios de Kadafy.
Informaciones diversas. Se dice orientar porque en los mapas antiguos y en los medievales, estaba arriba el este. Mercator puso arriba el Norte.
Correo sentimental. Caballero, con servicio doméstico completo incluido, busca señora, en iguales condiciones, para fines…
Líneas escritas después de leer un contrato leonino:
Dibujas bien al redactar contratos.
Tu amo, el editor, que es ciego y pillo,
te premia porque cuidas su bolsillo
y no ve la crueldad de su retrato.
25 octubre 1981. Hermano burro.
Por esa persistente matadura
El burro sabe que la vida es dura.
Me enoja su codicia porque infunde protectora prudencia a mi generosidad.
Hacia el año 30 yo leía con agrado El caso de la familia Benson y El caso de la familia Greene,[11] de S. S. van Dine, en un folletín de La Nación.
31 octubre 1981. Soñé que dormía tal como estaba durmiendo, en una estera, en el piso del escritorio. Aquel extraño sueño era un espejo que reflejaba fielmente la realidad, salvo que en él yo era negro y tenía bigotes blancos.
Idiomáticas. Sobón. Dícese del portero de esta casa. Persona inclinada a la lentitud y al descanso. Aplícase a otras actividades.
Viernes, 30 octubre 1981. Esa mañana, cuando mi secretaria me acusaba de trabajar poco en mi cuento y yo me defendía alegando el exceso de preocupaciones de todo orden, sonó el timbre de la puerta de casa y un vigilante me entregó un montón de páginas escritas a máquina. Era una demanda de los nuevos propietarios de un campo en Pardo, que reclamaban como derecho la salida a la ruta por el mío, salida que yo había permitido al viejo propietario, Montoya, por conocerlo de siempre (hubo tres generaciones de vecindad entre mi familia y la suya). Con gran disgusto descubrí que me citaban en el juzgado de Azul, el viernes 6 de noviembre, a las 9 y 30 de la mañana. Hablé a Junior Campos Carlés en seguida y me dijo:
—Bueno, allá iré el viernes próximo.
Sentí un gran alivio, matizado por el sentimiento de culpa de obligarlo a ese viaje, sin molestarme siquiera en acompañarlo. Desde luego, para una persona como yo, con la cruz al hombro de una columna vertebral con dos discos rotos, un viaje así presenta algunos riesgos. Por momentos sentí el impulso de ofrecerle mi compañía; lo reprimí y, como un gran egoísta y quizá un grandísimo sinvergüenza, «me dejé estar» sin decir nada.
Creo que el martes me anunció Junior que el abogado que se ocuparía del caso, su corresponsal en Azul, opinaba que mi presencia era necesaria. Campos Carlés padre apoyaba esa opinión. Hablé con él. Me dijo que el Gran Hotel del Azul era excelente y que su restaurant era famoso en todo el país. La idea del viaje perdió un poco de su aspereza. El prestigio del turismo, en su versión más elemental, la gastronómica y hotelera, fomentada por las queridas guías Michelin, que siempre tuvo predicamento conmigo, empezó a seducirme con imágenes mentales en que me veía entregado al descanso en prodigiosos hoteles de Francia y de Suiza.
El jueves 5, a las 6 de la tarde, emprendimos viaje hacia el Azul, en el Volvo de Junior. Era un día oscuro, lluvioso y frío. En Ezeiza, en lugar de seguir por las habituales rutas 205 y 3 (Cañuelas, Montes, Las Flores) tomó la ruta 3 hasta Cañuelas y de ahí siguió las 41 o 51 (Lobos, Saladillo, General Alvear, Tapalqué) hasta el Azul. Yo no conocía estas rutas: me gustan mucho; tenían poco tráfico, sobre todo de camiones, y se extendían entre campos muy lindos (es cierto que la lluvia avivaba su verde).
Cuando bajamos del coche, en el Azul, nos sorprendió la intensidad del frío. Es claro que esto era nada comparado con el de nuestras habitaciones del Gran Hotel; pero vamos por partes, como decía el calígrafo Basile. La entrada del hotel nos pareció fría y deprimente, con muebles comprados en alguna mueblería de la calle Sarmiento. Los cuartos eran chicos, de dos camas, con minúsculos baños, de bañadera descascarada, canillas difíciles de cerrar e higiene dudosa. Me recordaban hoteles de ciudades no turísticas de provincia, de Francia e Italia, en mi viaje del 49, es decir cuando la pobreza de la guerra no había sido superada. Lo que me pregunté es cómo superaría esa noche de frío sin enfermarme. Con horror comprobé que el radiador de calefacción que funcionaba estaba tibio. Su ineficacia era absoluta.
De todos modos me preparaba para una opípara comida en el famoso restaurant. Cuando supe que el abogado vendría a conversar un rato «a las 9 y media, antes de comer», debí disimular mi impaciencia.
El abogado, Álvarez Prato, me pareció un hombre muy agradable. Era joven, inteligente, preciso y con sentido del humor. Me recordaba, no sé por qué, a un amigo del protagonista en alguna novela de Eça de Queiroz. De ninguna manera esta comparación es peyorativa. Las novelas de Eça de Queiroz son para mí gratísimas. Me explicó Junior que era hombre de vieja familia de estancieros y abogados. Estoy seguro de que es bastante pobre y decente. Me dijo que si había pleito lo ganaríamos; el demandante no tenía el campo encerrado; podía salir por otro camino, nosotros le habíamos ofrecido salir por el nuestro, si firmaba una declaración por la que reconocía que ese paso no significaba un derecho de servidumbre y él no quiso firmar la declaración.
Cuando se fue, entramos en el enorme, inhóspito comedor, con luces de neón, ventiladores con aletas, en el techo, y avisos de colores de un «pancho gigante». Había cuatro o cinco mesas ocupadas. Nos trajeron un carrito de fiambres oscuros, que parecían de utilería de algún viejo teatro. Me resigné a un jamón glacé, con un ananá que tenía una mitad de un color verdoso, de verdín. Después comí un bife con un puré de papas que no debió de contener papas, sino algún producto que las imitaba casi perfectamente en el color, pero no en el sabor. Cuando volvimos a los cuartos seguían tan fríos como antes. Hablé con el portero. Me aseguró que la calefacción andaba «a todo lo que daba». Elegí la cama de mejor (más duro) colchón, le sumé las tres frazadas de la cama vacía. La visita al baño fue una audacia fugaz. Aquello era, en cuanto a frío, un desfiladero. Me metí en cama. Por la respiración el frío me llegaba dolorosamente. Pensé que no enfermaría si tenía mucha suerte.
Sospecho que los cuartos estaban tan fríos porque no les mandarían calefacción hasta la llegada de los pasajeros. Éstos eran pocos.
A la mañana siguiente desperté bien, en un cuarto templado. Abrí las persianas, Había un sol radiante y un cielo muy azul. La gente que vi parecía abrigada, encogida y presurosa, Me enteré después de que la temperatura era de 6°.
Cuando íbamos a los tribunales con Junior, el abogado e Ibarbia, que acababa de llegar de Pardo, en una calle vi a un viejo flaco y alto, con aire de artesano decente. El abogado nos dijo:
—Ése es don Juan Arrastúa.
Del grupo sólo yo nunca había oído el nombre de esa persona. Me explicaron: Arrastúa tiene treinta y dos estancias, sesenta y dos mil cabezas de vacunos, ha sembrado este año quince mil hectáreas. Pregunté si había heredado algo o si se había hecho solo. Cada uno de los hermanos Arrastúa (don Juan es el mayor) heredó treinta hectáreas. Hoy el más pobre de los hermanos tiene siete mil. Don Juan es un hombre muy rico. Dos hijos se le mataron en accidentes: entonces se volcó al trabajo. En realidad, le gusta mucho. Nadie entiende de campo como él. En el Azul, cuando hay que repartir un campo entre varios, se le llama a don Juan para que haga los lotes. Don Juan siempre acepta el encargo y no cobra nada. Nadie duda de su buena fe y de su saber. Nadie le va a discutir si dice que una hectárea de tal potrero vale tres de tal otro. Tiene un hermano, Noel, que anda como un linyera. Un día viajó a Buenos Aires a comprar un campo; llevaba toda la plata encima. La policía detuvo el colectivo y pidió documentos. A él lo bajaron, por creerlo un croto. Cuando le encontraron toda esa plata encima no dudaron de que era el botín de un asesinato. Él pidió que llamaran a Azcona por teléfono. Cuando Azcona les dijo que lo soltaran, que tenían preso a uno de los más fuertes estancieros del Azul, los policías no podían creerlo.
Llegamos al tribunal. Ahí vi a uno de los dos hermanos Fabro, que hacían la demanda, y al abogado de ellos, de traje entallado, cruzado gris, con gruesos y grandes cuadros azules, corbata multicolor, pañuelo en el bolsillo de arriba, cabeza angosta, pelo entrecano, peinado con gomina, aplastado en lado y con alto y engominado jopo. En un meñique, un anillo con rubí. Nuestro abogado dijo que parecía un abogado de la mafia, en los Estados Unidos de los años treinta. Todos estuvieron amables.
Al leer nuestra respuesta, el abogado desistió de la demanda contra mí y la mantuvo contra Rincón Viejo. Cuando salimos se acercó, me dijo que mi profesión era sublime, que leía todos mis libros, que me quería entrañablemente, como a todos los escritores argentinos, y me preguntó por qué no reconocía ahí nomás la servidumbre de paso y todo quedaba arreglado. Le dije que no.
Nosotros fuimos a tomar un café en el Colegio de Abogados y después partimos a la estancia. Almorzamos allá, con la hospitalaria Josefina y con Fernando Ibarbia. Josefina dice que sus amigas, que ven fotografías del Rincón Viejo, le dicen que tiene suerte de vivir en un sitio así.
Citado por Junior, que no tiene pereza de pasar por tragos amargos, después del almuerzo llegó Montoya, limpísimo, paquetísimo: con una enorme rastra de monedas. Es un hombre cetrino, de cara de trazos firmes, pelo blanco, más bien corto, impecable pañuelo blanco al cuello, camisa celeste, la rastra y botas cortas. Nos saludamos efusivamente. Pronto Junior puso las cosas en su sitio, un sitio poco grato. Ahora o firma un papel en que dice que pasa por mi campo por gentileza mía o le cerramos la tranquera. Si él firma eso el otro no lo deja pasar por su campo, que está entre el mío y el suyo. En realidad, si no firma, ahora no tendrá inconvenientes porque durante el verano el otro camino de salida no se inunda; para el invierno, ya habrá fallado el juez; si falla a mi favor, podrá pasar porque se lo permitiré o porque habré perdido el pleito y tendrá derecho a pasar.
A las seis estaba en casa, en Buenos Aires.
Idiomáticas. Señor, persona de sexo masculino. Señora, persona de sexo femenino. «Los asaltantes eran dos. Un señor y una señora» (parte policial, leído en diario de Buenos Aires, el 3 de noviembre de 1981).
Me dijo que a quien realmente envidiaba era el judío errante. ¡Libre de la casa, de la mujer, de los chicos, del los chicos, del servicio doméstico! ¡De cuanto nos lleva a pensar que sin la muerte la vida sería intolerable! Si fuera el judío errante, después de un primer tiempo, siempre duro, pasaría largas temporadas en los mejores hoteles, auténticos palacios donde todos los huéspedes son libres.
Un viejo. Un viejo me refirió que si compra algo para él siente que le debe explicaciones a su mantenida. Como no me dejaba convencer, por último explicó: «Siempre teme que se le achique lo que le voy a dejar» (en herencia).
En sus Memorias, Stuart Mill dice que hay que distinguir los actos mala per se y mala prohibita (que corresponden a las convenciones, etcétera).
Historias de mujeres.
27 años, muy católica, soubrette. Ve a un brujo todas las semanas. Un día descubrió jubilosamente que esperaba un chico y, de acuerdo con su novio, fijaron fecha para el casamiento. Al poco tiempo apareció en casa con aire melancólico y, ante preguntas de Silvina, explicó que gente que no mlos quiere bien «le cortaron al novio abajo», Así, es claro, no pueden casarse. El muchacho, desesperado, no se deja ver, aunque ella le ha dicho por teléfono que tenga confianza, porque no todo está perdido. En efecto, el muchacho está en tratamiento: ella le explicó todo al brujo, que se ocupa del caso a la distancia.
45 años, viuda, madre de dos hijos, atractiva, de buena posición, eficaz administradora de sus bienes, una mujer de consejo para sus amigas. Tiene novio. Lo ve una o dos veces al año; no más porque él vive preocupado por sus padres, que son «viejitos». Lo ve cuando él la llama; ella nunca lo llama, porque eso a él no le gusta. Son novios desde hace cuatro años. Se han visto y acostado seis veces.
42 años, soltera, atractiva, de sólida fortuna. Hará unos quince años la dejó el amor de su vida: hombre casado, que entonces se divorció, para casarse con otra, con la que vive feliz. Ahora, de vez en cuando, la visita en su casa. Conversan; alguna vez el hombre le llevó algún regalo. Ella declara que han reanudado el amor.
32 años, estudiante, rubia, más bien atractiva. Unos la dejan porque temen enamorarse de ella; otros, «porque quieren encontrar a una chica seria, para casarse y tener hijos»; otros, sin explicaciones, porque ella se avino a salir con compromiso para nadie y a no llamarlos.
Diciembre, 1981. Noticia que debiera agregarse a edición escolar de cualquiera de mis libros[12]:
Para el alumno
Desconfiado estudiante, a este librito
no tienes que aprenderlo de memoria.
Para eso, francamente, no fue escrito,
ni para ser lectura obligatoria.
Para el profesor
Ni con el torpe, de cabeza enhiesta,
lo uses de instrumento de tortura.
Tú inicias a la gente en una fiesta.
No es otra cosa la literatura.
1.º enero 1982. Cuento policial
Murió el pobre canario que a tu novia trajiste.
Inútil que lo niegues, devorador de alpiste.
Sueño. Mi chica y yo nos encontramos con unos amigos míos que desde hacía mucho yo no veía: dos hermanos, el mayor alto y fuerte, el menor, alto y flaco, y una hermana, morena, de facciones regulares, grandes ojos, pelo corto y un cierto aire de mujer inteligente, precisa, de sentido práctico; tal vez abogada o médica, sin duda una doctora. Les dije a estos amigos con cuánto placer los veía y pensé: «No miento. Me traen los mejores recuerdos de la mejor época». Nos encaminamos a casa. Mi chica y la doctora iban adelante. Pude oír que mi chica los invitaba a quedarse a vivir con nosotros. «Hay cuartos de sobra», le decía. Yo hubiera querido que mi chica no se apartara tan pronto, porque me hubiera sacado de una situación incomodísima en que me hallaba: no podía recordar cómo se llamaban estos amigos. Siempre tuve huecos en la memoria, huecos donde se esconden los nombres de personas que encuentro después de ausencias más a menos largas y también, en ocasiones, los nombres que se me van de la memoria, en el momento de presentarlas a otros, corresponden a personas que veo frecuentemente. He notado que en los últimos tiempos estos olvidos son para mí casi inevitables.
Mi casa quedaba en la calle Rodríguez Peña, a la altura del 500. ¿O del 600? En todo caso, a mitad de cuadra y del lado de los números pares. Era un petit hotel de frente francés, en imitación piedra, bastante parecido a otro, contiguo, un poco más grande y suntuoso, con zócalo de piedra gris, que pertenecía a una familia muy amiga de mis padres y de mis abuelos. Yendo en dirección a la plaza del Congreso, nuestra casa era la segunda (¿o la primera?) de esas dos. La luz en la calle Rodríguez Peña, muy blanca en aquella hora, un poco lechosa, como de amanecer, me recordaba viejas fotografías desteñidas. No andaba casi nadie por la calle.
Al temor de que mis amigos descubrieran que yo no recordaba cómo se llamaban, se agregó el temor de que descubrieran que yo no recordara cuál era mi casa. Traté de entretenerlos en conversaciones insustanciales, para dar tiempo a mi chica, para abrir la puerta: ella también tenía llave. Lo malo es que ella conversaba con la doctora, como yo conversaba con los hermanos, y no se acordaba de abrir.
Había una diferencia: las dos mujeres estaban interesadas en lo que hablaban. Mi conversación con los hermanos languidecía, y en cualquier momento empezarían a preguntarse si yo no la mantenía nada más que para disuadirlos de entrar, para que me dijeran: «Bueno, hasta pronto». Empecé a notar cansancio, tristeza, en sus caras.
Como serpiente que se muerde la cola. Estoy escribiendo con los mismos procedimientos, mutatis mutandis, que usé para mis primeros cuentos; para todos los horribles cuentos anteriores a 1940.
Un viejo enamoradizo, piensa en ellas.
¡Con cuánto amor desean las mujeres
el traspaso veloz de tus haberes!
Variante:
Entienden el amor esas mujeres
como pronta absorción de tus haberes.
Query. Leo: «Encadenar una muchacha sana». Corrijo: «Encadenar a una muchacha sana». Sigo leyendo: «a un hombre derruido». Recapacito: «Entonces, no. No voy a escribir "Encadenar a una muchacha sana a un hombre derruido"…». ¿Habrá que tratar a esa muchacha como si fuera un objeto y despojarla de la preposición a? Parece que sí. O ponerla en la frase anterior: «Encadenarla a un hombre derruido».