XXVI

Cuando sacó el Rambler del garaje, ignoraba que no trabajaría esa tarde. Enderezó para Rivadavia. Si lo llamaban fingía distracción, movía disuasivamente una mano. A pesar de que la única persona con quien se hubiera sentido acompañado era Leiva, no iría a su casa. Con nadie más, ni siquiera con Beatriz, podría hablar del secuestro y ¿de dónde sacaría ánimo para poner la atención en otro tema? Dobló por Jujuy; después, a toda velocidad, tomó la autorruta a Ezeiza; finalmente la dejó para ir a la ruta 85, por la que siguió rumbo al sur. Pasó por Tristán Suárez y, cuando faltaba poco para llegar a Máximo Paz, vio, primero, un camino que a mano izquierda se internaba en el campo y salía hacia un loteo; después, muy pronto, sobre la misma mano y a unos cincuenta metros de la ruta, una casita que parecía la torre de un fuerte, «un típico fuerte, con almenas, que nunca se hizo», pensó Morales, «por falta de plata». La torre era chica, probablemente construida con malos materiales, con una puerta entre dos ventanas y una azotea arriba, erizada de almenas.

Tras mirar hacia un lado y otro de la ruta, Morales giró con su Rambler, avanzó unos metros en sentido opuesto al que había traído, se internó por el camino del loteo y pudo ver que en la parte posterior la casa no tenía puerta. «Una ventaja», pensó. «Puedo trabajar de ese lado sin temor a que los ocupantes de la casa me sorprendan. Nada les impide, dirán algunos, vigilarme desde la azotea de la torre: pero parece difícil que alguien salga a la azotea sin que yo lo advierta». Fue a Temperley y en una pinturería llamada Los Mil Colores o algo así, compró una escalera plegadiza. Con ella en el techo del Rambler, volvió al camino que se internaba en el loteo.

Bajó del coche, cargó con la escalera y trabajosamente llegó hasta la parte posterior de la casita en forma de torre. Subió por la escalera hasta lo que podríamos llamar la terraza. Desde ahí se asomó sobre el cuarto de abajo y vio algo que por un instante lo paralizó: Valentina atada a una silla y amordazada. Como de lo bueno y de lo horrible siempre puede haber más, vio a un hombre maltratando a la muchacha. Sin pensarlo dos veces, Morales se arrojó sobre él. En el suelo pelearon un rato; mejor dicho, el individuo tuvo que aguantarse una paliza, porque ya estaba un tanto anonadado por el golpe recibido cuando Morales cayó sobre él y lo derribó. Después de la victoria sintió en el pecho un grato, cálido orgullo; había defendido victoriosamente a la mujer querida, se había puesto a prueba y había triunfado. Se incorporó, cargó con Valentina, abrió la puerta y la llevó hasta el automóvil. La recostó en el asiento trasero del coche y sintió una invencible pasión de amor. Con movimientos rápidos, quizá torpes, le levantó la pollera, se echó sobre ella, la atrajo con fuerza quizá excesiva, con pareja intensidad y convicción como la puesta en vencer al secuestrador.

Valentina no paraba de llorar. «Demasiadas emociones encontradas», pensó Morales y, como no quería ser egoísta, la llevó a la casa del padre.

Don Pedro sumó su llanto —de alegría desde luego— al de la hija. Tan perturbada estaba ella que, cuando Morales fue a darle un beso de despedida, lo contuvo con una mano. Pensó Morales: «Pobrecita. Ese inmundo secuestrador, cuántas veces, contra su voluntad, la habrá besado». Morales pensó que él fue muy torpe, que nunca debió forzarla. Había que tener paciencia y dar tiempo para que todo se encauzara naturalmente.

Las cosas no se encauzaron como él esperaba. Las más veces, don Pedro le decía que su hija no estaba en la casa. O peor aún: Morales la veía partir, no bien llegaba él. Según el estado de ánimo, don Pedro le decía: «No te hagas mala sangre. Volverá a quererte», o en tono de exasperación: «¿Cuándo vas a entender que ya no te quiere?». Morales advertía la indiferencia del viejo y por amor propio sentía el impulso de pelearse con él, pero lo reprimía siempre, porque entendía perfectamente que alejarse del viejo sería, sin la menor duda, alejarse para siempre de la mujer querida. De modo que todos los días pasaba largos ratos mateando con don Pedro, hablando apenas, o en silencio.