XXIV

Aquél fue un día interminable. Dejó por fin el Rambler en el garaje y mientras caminaba hacia la casa pensó: «La noche va a ser más difícil». Cuando puso la llave en la puerta de la pieza, oyó un chistido. Doña Eladia, de batón suelto y en camisa, lo llamaba desde su pieza.

—Pasá —le dijo.

—Es tarde. No quiero molestar.

—Hacete a la idea, una vez por todas, de que a Eladia nunca la molestas.

—Entonces, déjeme que la ayude.

Sin contestarle, doña Eladia acercó una silla a una mesita, le pidió que «tomara asiento», trajo una bandeja minúscula, con un botellón y dos copas, sirvió, se sentó en el borde de la cama y brindó:

—Por nosotros. ¿Te gusta?

No comprendió en seguida la pregunta. Se apresuró a contestar:

—Sí, sí. Cómo no.

—Es Licor de las Hermanas. No tengo otra cosa.

Así y todo, el borracho se lo toma. Vos sabes, los otros días, me quedé pensando.

—¿En qué, doña Eladia?

—Por favor no me digas doña. Me quedé pensando que me porté como una ingrata. Habrás pensado que soy estúpida.

—No pensé tal cosa.

—Pudiste pensarlo, pero te anticipo que se acabó todo eso. Hoy vino hecho una cuba. No me vas a creer: fui hasta el almacén y lo llamé a Tuquito. Como oís.

—¿Quién es Tuquito?

—El doctor, mi cuñado. Lo llamé para que se lo llevara. Así: como lo oís. Creo que es hora de que entiendan. Si no quieren que me separe, mejor que no me lo devuelvan hasta que haya dejado la bebida. Tuquito es médico y prometió que va a curarlo. Habrá que ver.

—Yo me curé solo.

—Por lo que llevo aguantado, el Palurdo tiene conmigo, no sé si me explico, una deuda grande.

Las chicas, María Esther, Roberta, Belinda Carrillo, en una palabra: todas… me aconsejan que empareje la situación, que de algún modo me ponga en deuda con él, no sé si me explico, para que estemos a mano.

Se incorporó y sin mirarla dijo:

—Agradecido, señora. Tenga muy buenas noches.

Con paso firme se fue a su cuarto.