XXIII

Desde que se había casado, Leiva vivía en pleno centro. En el primer piso de una vieja casa de muchos pisos, en Suipacha y Tucumán. Ahí llegó Morales a las diez de la noche. Le abrió la puerta Beatriz, la mujer de su amigo, que le dijo:

—Si lo buscas a Leiva, no está.

—No me diga que está trabajando a esta hora —exclamó y pensó en seguida que era un idiota, que debía pensar antes de hablar, que tal vez por su culpa la mujer iba a enojarse con Leiva.

Beatriz le dijo:

—Hacé de cuenta que es un médico. Todo telefonista es un médico de teléfonos. Lo llaman, le explican. Le lloran que para ellos tener el teléfono es cuestión de vida o muerte. Hay alguien enfermo en la casa y en cualquier momento deben llamar al médico.

—Y Leiva no tiene coraje para decir que no…

—A eso iba. No sabe decir que no. A mí me arregla con el cuento de que prefiere ir en seguida para tener mañana el día aliviado. ¿Lo vas a esperar?

—Si no molesto.

—¿Cómo se te ocurre? Pasa, por favor.

Le trajo un café.

A Morales toda persona habladora le parecía inteligente. Pensó: «Inteligente la señora». Mientras hacía la reflexión recordó sin saber por qué unos versitos:

¡Ay, la mujer del amigo!

¡Yo, hasta ahí, no lo sigo!

Leiva llegó poco antes de las once.

—Vamos a cenar ahora —declaró Beatriz—. No quiero que se me pasen las milanesas.

—Morales tiene algo que decirme —alegó Leiva—. A lo mejor me lo dice en un minuto y lo liberamos.

La señora protestó:

—No lo liberamos nada. Va a cenar con nosotros.

Se apresuró Morales a decir:

—Gracias, pero no quiero ser una molestia.

Vuelvo en cualquier momento…

—Cenando con nosotros, no molestas, pero si estás de mirón, es otra cosa.

«Muy suelta la señora», pensó admirativamente. Pareció que el café le había quitado para siempre el hambre. Tan nervioso estaba que en un instante comió las milanesas: la que Beatriz le sirvió primero y la que le sirvió después. Empezó a dolerle el estómago «como si hubiera tragado placas de fierro».

Cuando los dejaron solos, dijo:

—Secuestraron a Valentina.

Leiva lo miró asombrado.

—No puedo creer —dijo—. ¿Estás seguro? ¿Desaparecida, presa quién sabe dónde?

Contó lo que le había dicho don Pedro. Leiva exclamó:

—Tiene que haber un error. Que yo sepa, don Pedro no es gente rica.

—Va de suyo. Por lo demás, no creí nunca en ese rumor de que alguna vez él se sacó la grande.

—¿Hizo la denuncia del secuestro? ¿O vos la hiciste?

—Don Pedro no quiere.

—Es un primer paso indispensable. —A continuación habló lentamente, enfatizando cada palabra—. En la comisaría de Temperley que corresponda al domicilio del señor.

—No soy quién para pasar por encima de la voluntad de don Pedro.

—En un asunto así no es posible andar con miramientos. ¿Te vas a cruzar de brazos?

—De ningún modo. Es claro que te mentiría si te dijera que tengo un plan. Eso sí, he pensado (me perdonarás) que podrías darme una mano.

—¿Cómo?

—Interviniendo la línea de don Pedro. Hay que averiguar de dónde lo llaman.

Leiva lo miró alarmado. Después preguntó en voz baja:

—¿No estarás planeando una operación de rescate?

—No soy suicida.

—Me alegro. Pinchar la línea es algo que está dentro de las posibilidades…

—Si sabemos dónde la tienen a Valentina, habrá llegado la hora de no andar con miramientos, como con toda razón dijiste, y de hacer la denuncia en la comisaría, para que actúen en el acto.

—Vas a darme tu palabra…

—De acuerdo.

—Hablemos claro. Si estás planeando una locura, pensá que los dos tendríamos más chance.

Lo primero de todo es que le recomiendes a don Pedro que se las arregle, con el mayor disimulo, eso sí, para alargar las conversaciones.