No lo encontró bien a don Pedro: un pañuelo blanco en el pescuezo, con el moño medio suelto, los ojos congestionados, y, por si eso fuera poco, por momentos la expresión de estar distraído, ausente, lejos del interlocutor. En cuanto a la casa, impecablemente arreglada siempre, se diría que todo estaba fuera de lugar.
—¿Todo en orden? —Morales exclamó, y en seguida se preguntó si la pregunta no era estúpida. Se apresuró a decir—: ¿No pasa nada malo, don Pedro?
A éste le llevó un tiempo contestar: el necesario para fijar retrospectivamente la atención.
—¿Qué va a pasar? Nada, lo que se dice nada. —Hizo una pausa, miró a su alrededor, cerró los ojos y, como quien laboriosamente llega a una conclusión, anunció—: Voy a poner el agua para el mate.
—Por mí no se moleste.
—¿No vas a acompañarme en unos amargos?
Esta frase fue dicha en tono de ansiedad. Cuando el señor acercó un fósforo a la hornalla de la cocina, llamó el teléfono.
—¿Quiere que atienda? —preguntó Morales.
Don Pedro lo hizo a un lado y se precipitó sobre el aparato. Habló en voz baja, dando la espalda. Sin encender la hornalla, había dejado la llave del gas abierta; la cerró Morales. El señor se volvió hacia él y con una tímida sonrisa explicó:
—Equivocado.
Morales dijo algo que empezó como pregunta y concluyó como afirmación.
—Usted espera un llamado importante.
El señor se puso a llorar.
—Lo que pasa —dijo— es que soy un viejo estúpido. No me hagas caso. No debo perder un minuto. Sos mi último recurso. Debo hablarte, pero me asustan las consecuencias.
—Hable.
—No puedo.
Entonces don Pedro rompió en sollozos y la cara se le enrojeció aún más, se le mojó. Morales tuvo un arranque de repulsión. «Es el padre de Valentina», se dijo como si necesitara recordarlo. Nunca había pensado que el llanto de un viejo pudiera ser tan desagradable.
—Diga lo que tiene que decir.
—Me la secuestraron, Morales, me la secuestraron.
No entendió. Preguntó en un hilo de voz:
—¿A quién?
—A Valentina.
—¿Está seguro?
—El secuestrador me llama por teléfono.
—¿Avisó a la policía?
—Dice que si llamo a la policía, lo sabe en el acto, y que yo haga de cuenta que la condené.
Porque él la mata sin lástima. A mi hija, fíjese bien.
—¿Qué pide?
—Una suma increíble. ¿De dónde la voy a sacar?