XVI

Estaba desconcertado. No sólo por el imprevisto maltrato que había recibido. También por las dificultades que ahora tendría por delante para dar con Valentina. Otra sería la situación si Valentina y el padre vivieran en Buenos Aires. Podría, entonces, pasar por lo menos una vez por día frente a la casa. No iba a largarse diariamente a Temperley, sin más propósito que dar «pasaditas», o que estacionar por ahí, para vigilar la puerta. No había trabajo suficiente, para tanto viaje y tantas horas de no hacer plata. Es verdad que ese lunes no podía quejarse de falta de pasajeros. Empezó con el que levantó en Temperley y trajo hasta el pleno centro de Buenos Aires. Todo el día siguió igual. Dejaba uno y subía otro. Hay días así. Tal vez para compensar algo, porque él, de vez en cuando, sentía punzadas de disgusto. La entrevista con el padre de Valentina concluyó de un modo bastante desagradable, que no acababa de entender. «Me dejó cortado», observó y, como si hablara con otro, señaló su estómago. El disgusto se le había quedado ahí, «como un café con leche que te cae mal». Pero eso no tenía importancia. Lo peor era que el señor le había cerrado el camino para ir al encuentro de Valentina. «¿Se habrá casado y el señor teme que yo perturbe la armonía del matrimonio? Es una preocupación típica de los padres. De una madre, más bien. ¿O se casó con alguien espantoso y para protegerme de la desilusión, o porque le da vergüenza, me aleja? Mejor no pensar estupideces. Además, no se casó. El señor hubiera encontrado el modo de decirlo». De pronto sentenció: «Después de un principio como el de hoy, un día no se arregla con nada». Dejó el coche en el garaje. Aunque no tenía ganas de ver gente se fue al Espinosa, para no seguir cavilando.