«Soy un loco», se dijo. «Me he pasado una vida sin verla y porque voy en camino a su casa, me carcome la impaciencia, la extraño como nunca». En realidad siempre la había extrañado: cuando eran chicos y lo dejó por Landeira; años después, cuando vivieron juntos, y lo dejó porque él se emborrachaba.
«Por favor», se dijo, «que no haya cambiado como Ercilia. Un cambio como ése, en ella, no lo aguanto». Recapacitó: «Tiene que haber cambiado. La última vez que la vi era casi una chica; apostaría que no me llevo una desilusión. Pido solamente que sea una señora que uno puede mirar. Lo peor, con Ercilia, fue el primer momento. No podía mirarla. En parte por temor de que se notara… Después me acostumbré. Con Valentina, todo va a ser distinto. Hasta ganas de ver al padre tengo. También él va a darme una sorpresa. Ha de estar hecho un viejito. Una vez, no me acuerdo quién, me dijo: «Cuando uno quiere a una mujer, al poco tiempo quiere a toda la familia»». Ahora recordaba: «El que me dijo eso fue don Venancio. Tenía una mujer casada y al final hasta por el marido sentía afecto. No es el caso ahora. Sin embargo ¿por qué estoy tan seguro? ¿Qué sé yo de la vida de Valentina en estos años?».
Por fin llegó. La casa le gustó en seguida. Parecía uno de esos chalets antiguos, que hicieron los ingleses para los ferroviarios. De ladrillo aparente y techo de tejas. Recordó que el señor la había comprado haría cosa de treinta o cuarenta años, cuando ganó un premio en la lotería, que provocó bastantes comentarios. En efecto, don Pedro afirmó siempre que su billete era la mitad de un décimo, pero tal vez porque no se conoció nunca el nombre del poseedor de la otra mitad, no faltó quien sostuviera que don Pedro embolsó el premio entero. Lo cierto es que nunca vivió como un hombre rico, sino como alguien a quien la jubilación le alcanza para llevar ordenadamente una vida desahogada.
Salió don Pedro a recibirlo. Tenía el pelo blanco, pero no estaba encorvado y parecía más robusto que antes.
—Luis Ángel —exclamó y abrió los brazos.
Estuvieron un rato abrazados. Cuando se apartaron, Morales preguntó:
—¿Valentina?
Creyó notar algo, quizá una momentánea crispación en la cara del señor. Repitió la pregunta.
—Está bien. Perfectamente.
—¿Puedo verla?
—No, no. —Después de una pausa, dijo—: Ahora no está.
—¿Dónde trabaja?
—En una fábrica.
—Si voy a la fábrica, ¿me dejarán hablar unas palabras con su hija?
—No. No creo. Hoy no fue al trabajo.
—Entonces volveré otro día.
—Después de un tiempo prudencial. Hay mucho que hacer y no me quedan ratos libres para las visitas.
«Si me descuido», pensó, «disiento con don Pedro y nos peleamos. Una pelea absurda, en que llevo todas las de perder». Dijo:
—Me voy, don Pedro.
—Me parece bien.
—Pero —protestó Morales— en algún momento Valentina estará en la casa.
—Evidentemente.
—No quiero cargosear, pero me gustaría hacerme una idea de cuándo voy a encontrarla.
—No pretenderás que mi hija esté el santo día esperándote.
Caminó hacia la puerta. De nuevo recapacitó que no debía permitir que un altercado, sin más causa que una irritación momentánea, lo distanciara de don Pedro. Con mucha tristeza le dijo:
—No sé qué habré hecho, pero usted, don Pedro, ya no me trata con el afecto de antes.
—Si vos lo decís —admitió el viejo.