Estaba lavando en una de las piletas que había en el fondo, frente a los baños. Se le acercó doña Eladia y comentó:
—Milagro. Lavando su ropa. Siempre la diste afuera.
—No alcanza la plata, doña Eladia.
—Hay más. El sábado saliste a trabajar. Son muchas cosas y una mujer se fija. Que no alcanza la plata, no te discuto, pero algo me dice que estás por darnos una linda sorpresa.
—Ideas suyas, doña Eladia.
—Cualquiera diría que te avergüenza.
—No hay nada. Ojalá que hubiera.
En ese momento apareció el Palurdo Avendaño, que dijo a su mujer:
—Acá estoy para quedarme —lo miró a Morales y agregó con sorna—. Siempre que el mocito no se oponga.
Morales replicó:
—Diga, más bien, siempre que la señora no se oponga.
—Mirá, Morales, ya empiezo a cansarme de tus lecciones.
Por el tono en que habló el Palurdo parecía, en efecto, muy cansado. Pesadamente dio unos pasos hasta quedar frente a Morales. Con movimientos rápidos lo tomó de los codos, lo llevó hasta los baños, lo dejó caer en una de las letrinas. El golpe contra la loza le dolió en los huesos. También en la cabeza repercutió desagradablemente. Estaba un poco desconcertado, no atinó a incorporarse en el acto y desde su incómoda posición, vio cómo el Palurdo se acercó a doña Eladia. Ya se levantaba, para defenderla, pero una escena imprevista lo paralizó. El Palurdo besó respetuosamente a la mujer mientras le pasaba un brazo por la espalda, para tomarla de un hombro. Sin apuro se encaminó el matrimonio hasta el cuarto, con las cabezas juntas.
Le costó bastante levantarse de esa letrina en la que se diría que estaba incrustado. Tuvo por un rato amargura y desorientación, como si reviviera otros tiempos: los de aguantar injusticias y afrentas, por ser débil. Se dijo: «Tiempos que felizmente quedaron atrás».