En el garaje, cuando bajó del coche, le preguntaron:
—¿Qué te pasó? ¿Tuviste una guerra con marcianos?
—Peor. Dos pinchaduras.
Fue por un rato al Espinosa, para olvidar los nervios y el disgusto que le dejó la provocación de los muchachos. En la mesa habitual estaban Leiva y Waltrosse. Hablaban y, de vez en cuando, miraban la televisión, que a esa hora pasaba un largo informativo.
—¿Cómo anda el superhombre de Yerbal al 1300? —le preguntó Waltrosse, que tenía fama de ocurrente.
Hablaban de carreras. De si el domingo Vadarquehablar ganaba en la quinta o si más valía apostar a Malentendido. En algún momento, Morales reflexionó que para distenderse nada era mejor que estas conversaciones de café. Se decía «estoy como badana» cuando algo que oyó lo hizo mirar el televisor. Un periodista preguntaba a una señora:
—¿Usted vive enfrente del lugar del hecho?
—Exactamente.
—¿Por qué llamó?
—Y, mire, al ver que era la barra del enano temí, le juro, que lo mataran.
—¿Y llamó por teléfono al Comando Eléctrico?
—Llamé. En mi lugar usted hace lo mismo.
—¿Para evitar una masacre?
—Exactamente.
—¿Causaron daños en el taxi?
—Lo hamacaron, como si quisieran volcarlo.
—Y al taxista ¿lo golpearon mucho?
—Qué va. No les dio tiempo. No sabe el desparramo que hizo. Haga de cuenta que tiraba muñecos al aire.
—¿Los muñecos vendrían a ser, fundamentalmente, los integrantes de la barra?
—Exacto. Para mí que ese hombre se puso un puño de fierro. Y yo que llamé para que lo salvaran. No lo daba por muerto, pero sí como una pobre víctima.
—¿Y el enano?
—Por la manera de berrear era igualito a un chancho que benefician.
Cuando en la pantalla apareció una señora que explicaba recetas de cocina, los muchachos no siguieron mirando.
—Encontraste un competidor —comentó Waltrosse.
—Voy a necesitar cubiertas —contestó Morales—. Si me hacen buen precio, les compro a ustedes. Caso contrario, voy al Pacífico.
Notó que Leiva murmuraba algo. Por lo bajo le preguntaba:
—¿Qué hacías en Avellaneda?
—Hablamos después —contestó, y levantó la voz para anunciar a Waltrosse—: Mañana, a primera hora, me tienen en la gomería. Soy comprador de hasta dos cubiertas. A ver si se ponen en precio.
—Andá tranquilo —dijo Waltrosse.
Entró el loco Cipriano, un viejo acabado por la bebida, que en pleno invierno dormía a cielo abierto en el Parque Chacabuco.
—¿Cómo te va, loco? —gritó Waltrosse—. ¿Cuidando siempre el detalle?
El patrón previno a Morales:
—No te metas con él. Está probado que el hombre loco es muy fuerte.
«¿Por qué me lo dice a mí?», se preguntó Morales. «En el barrio ¿tendré fama de peleador?». Pensó también: «Yo siempre digo que soy muy fuerte cuando me enojo. El enojo se parece a la locura». Se levantó y dijo:
—Bueno, señores, me voy.
—Vamos juntos —dijo Leiva.
—Hasta mañana, muchachos —dijo Waltrosse—. Y que no me entere, Morales, que pediste precio a otra gomería.
Mientras caminaban hacia Yerbal, dijo Leiva:
—No me has contestado.
—No sé a qué viene la pregunta.
—¿Estás ganando tiempo? A mí no me vas a mentir. El taxista eras vos.
—Me vi obligado.
—Y pusiste fuera de combate a media docena de tipos.
—Solamente a cuatro.
—A cuatro y un enano.
—Ni toqué al enano.
—Pero a los demás les diste una buena paliza. ¿O no?
—En peleas individuales. Hice de cuenta que peleaba con uno solo. Daba una trompada y me las agarraba con otro.
—¿Bastaba una trompada para dejarlos fuera de combate? ¡Qué barra brava! Mejor dicho: ¡qué trompada!
—Te lo expliqué mil veces. Cuando me enojo tengo fuerza. Como el loco Cipriano. Lo que me enojó fue que zamarrearon el Rambler.
—Voy a investigar.
—No entiendo…
—¿Cómo no entiendo? Voy a investigar a esos pasajeros que te dieron el tónico. Un tónico de lujo. A mí me vendría muy bien. ¿Cómo dijiste que se llamaban?
—El profesor Nemo y su ayudante Apes.
—Sospechoso. Bastante sospechoso.
—Porque no los conocés. Gente correcta. Sobre todo, el profesor.
—Desconfío de los nombres. ¿Me dijiste que viven en Callao y Corrientes?
—En la torre que da a Corrientes. No me digas que hablás en serio.
—Quiero salir de dudas. Quiero que madure un poco lo que tengo acá —se tocó la cabeza—. Después te explico todo. Porque lo más gracioso es que voy a investigar para ayudarte a vos. Quiero, eso sí, tener antes una conversación con el profesor y su ayudante. Siempre que no estés en contra.
—¿De qué?
—De que hable con ellos.
—Tanto me da. Yo, por mi parte, no les voy a preguntar nada. Lo que hagás es cosa tuya.
—Pero ¿no te importa darme la dirección? Aunque no larguen prenda, si les hablo voy a saber si ando bien encaminado.
—La dirección está en una libreta que tengo en el Rambler. Pasamos por el garaje y la copiás.
—No te preocupés. No los voy a someter a un interrogatorio policial.
—No me preocupo.
—Si piensan que desconfío, no se van a sorprender demasiado.
—Es gente seria.
—De algo estoy seguro: no te dijeron la verdad.