Frente a la casa de Ercilia no había lugar, de modo que debió dejar el coche en la otra cuadra. Un grupo de chiquilines jugaba al fútbol en medio de la calle. Desde Racing llegaba el clamor de los espectadores del partido contra Huracán. Antes de alejarse, miró a su Rambler y mentalmente le dijo: «Cuidate». No sólo peligraba por los pelotazos del fútbol callejero; en aquella época no era raro que a la salida de un partido los aficionados destrozaran lo que encontraban a su paso. Como tantas veces antes de empezar una visita, se dijo: «Va a ser corta». En Racing ya debían de estar jugando el segundo tiempo.
Le recibió una mujer de pelo gris, de vestido negro, en chancletas. La reconoció, aunque no quedaba mucho de la chica de antes. Ella también lo reconoció.
—¡Qué sorpresa! —dijo Ercilia—. Entrá y sentate. Ahora nomás empieza una serie que no queremos perder.
Una señora, que estaba sentada frente al televisor, detenidamente observó a Morales. Sin contestarle el saludo se volvió hacia la pantalla y preguntó:
—¿Se puede saber qué tienen? ¿La emoción los pone así?
—¿Por qué? —preguntó Ercilia. De pronto exclamó—: ¡Qué distracción! No cerramos la puerta.
—Yo la cierro —dijo Morales.
—Con pasador —indicó la señora—. Si no se le dice, no se le ocurre.
—Amanda se preocupa porque va a terminar el partido —explicó Ercilia.
Aunque la salita estaba en la penumbra, Morales pudo notar que Amanda era, de las dos, la más joven y la más fea.
Empezó la serie. Una hermosa muchacha solía encontrarse en situaciones delicadas, entre forajidos dispuestos a matar a un anciano o a un niño y a torturarla y a matarla, si pretendía defender a las víctimas. Cuando toda esperanza parecía perdida, la muchacha entraba en un trance que le infundía fuerza milagrosa, ponía a salvo al anciano o al niño y fuera de combate a los malos. Concluido el episodio, prendieron la luz y Ercilia le preguntó:
—¿Te gustó?
—Sí —dijo Morales—. Entretiene.
—Lo que se traduce por «es una pavada». La típica reacción de un hombre —observó Amanda—. Una pavada porque el personaje central es mujer. Los puñetazos y el coraje son derechos exclusivos del hombre.
—De ninguna manera, señora. No se me cruza por la mente.
—No le discuto. Hay sentimientos que más vale no examinar. Si no es así ¿por qué no le gustó?
—Me gustó, señora o señorita. Le digo más: con un héroe en lugar de la heroína, no me hubiera interesado tanto.
—¿Por qué?
—No sé. La historia me hubiera tenido menos agarrado y entonces, le digo la verdad, todo me hubiera parecido indiferente.
—Apostaría que el pobre no vino a ver televisión.
—Evidente —dijo Amanda.
—Lo obligamos a ver la serie y encima lo peleamos porque no le gusta como a nosotras.
Amanda frunció los labios y declaró:
—Nadie le prohíbe decir para qué vino.
—Vine a preguntar si tienen la dirección de una chica, amiga mía, que se llama Valentina.
—¿Valentina? —preguntó Amanda—. ¿Por qué no lo dijo antes?
—Porque me hablaron de la serie.
—Ercilia, que la sabe, le va a dar la dirección.
—De memoria no la sé —dijo Ercilia.
—A mí no me vas a engañar —comentó sonriente Amanda—. Te quedaste de una pieza porque no vino por vos.
—Me quedé pensando dónde apunté la dirección.
—¡Claro, la casa es tan grande! ¡Hay tantos lugares para que esté! —comentó irónicamente Amanda.
—Vuelvo en seguida —dijo Ercilia.
La espera se hizo larga.
—Perdone si estuve antipática —dijo Amanda—. Como existen fanáticos de un cuadro de fútbol, nosotras somos de esta serie. Nos gusta con locura.
—Están en su derecho.
—Exageramos un poco. Nos enoja que alguien no la aprecie como es debido.
—Pero a mí…
—No se defienda. Le estoy pidiendo que me disculpe.
Volvió Ercilia. Traía una tira de papel de diario donde había escrito con lápiz la dirección. Dijo:
—Vive en Temperley.
—Me largo ahora —dijo Morales—. No quiero llegar demasiado tarde.
Ercilia lo miraba en silencio. «De una pieza, con los ojos brillosos», pensó Morales. Amanda lo acompañó hasta la puerta y comentó:
—Vive allá con ese padre tan raro que tiene.
El padre, don Pedro, mejor dicho el señor, como él lo llamaba, era el primer diarero que conoció. A ciertas horas vendía los diarios por las calles y a otras en un minúsculo negocio que había instalado en el vestíbulo de la casa de la calle Hortiguera. Era muy bueno y lo trataba como a un hijo. Quizá, cuando lo conoció, por la cara y por la voz le habrá parecido un poco estrafalario, pero después olvidó todo eso, ya no lo notaba, porque se estaba a gusto con él y porque era padre de Valentina. En el barrio lo llamaban el Sin Nariz.
—En seguida estás en Temperiey —aseguró Ercilia—, pero mejor que no pierdas tiempo. Valentina ha de acostarse temprano, porque madruga para ir al trabajo.
Apurado, saludó y se fue.
«Se diría que todo sigue igual», pensó. «En la otra cuadra todavía los chicos juegan al fútbol. Qué raro, de lejos parecen más grandes». No bien formuló la observación, comprendió: los que jugaban, o corrían, allá adelante, no eran chicos. Eran hombres, cuatro o cinco hombres y un chico. No jugaban al fútbol. Ahora zamarreaban al Rambler, como si quisieran volcarlo. Mientras corría se dijo: «Calma. Nada de peleas», y también: «El que me pareció un chico es un enano. Un enano y cuatro muchachones».
Los muchachones se apartaron para que pasara. Solamente el enano molestaba un poco: hacía reverencias y se le cruzaba en el camino. Los otros miraban con aire inocente y alguno se volvía para otro lado, para soltar la risa. Examinó el Rambler: era increíble, estaba como lo dejó. Abrió la puerta para entrar. Un muchacho le tocó el hombro; mientras tanto, el enano metió una mano y, desde dentro, abrió la puerta de atrás. Morales se volvió. El muchacho que lo había tocado retrocedió un paso y explicó:
—Quería preguntarle si estaba libre.
Mientras tanto el enano entró en el taxi por una puerta y salió por la otra; giró sobre sí mismo, volvió a entrar y a salir. Tropezó entonces con Morales, le hizo una reverencia y canturreó:
Forastero,
Terutero.
Un muchacho le señaló al que lo había tocado y dijo:
—Es muy respetuoso. No va a subir al auto, si no le da permiso.
—Yo sí —dijo el enano.
Entró por una puerta, salió por la otra y en seguida repitió el recorrido en sentido contrario. A modo de explicación, canturreó:
Forastero,
Terutero.
Morales lo tomó de un brazo y, apartándolo, dijo:
—No embromés. Tengo que irme.
—Debiera darte vergüenza. Molestar al señor —dijo el que le había tocado el hombro.
Sin mostrar apuro Morales se acomodó frente al volante y cerró la puerta. Los muchachos lo miraban, inmóviles, como si esperaran algo. En la ventana de una casa de ahí nomás creyó ver a alguien que espiaba, semioculto por la cortina. Un instante después la ventana quedó a oscuras. «Qué prudente», se dijo Morales. «Si le pido socorro, estoy aviado». Giró la llave, puso primera, arrancó entre las carcajadas de los muchachos. En el acto advirtió que tenía una goma pinchada. «Qué lástima no haberme quedado con el fierro del colectivero», pensó. «Bastaría mostrarlo para evitar una pelea». Cuando bajó del coche, el enano se le plantó enfrente. Ya no tenía su aire burlesco. «A lo mejor es el jefe de la patota», se dijo Morales. La tarea de alejar a los muchachos le llevó un rato. Después hubo que sacar la rueda y poner la de auxilio. Estaba bastante cansado, sudado y sucio, con un desgarrón en la camisa. «Hecho un desharrapado no me voy a presentar en Temperley. Además, no son horas». No bien puso en marcha el automóvil, oyó sirenas, quizá de ambulancias; por si fueran de un patrullero, aceleró y velozmente se dirigió a la avenida Pavón; allá, en lugar de doblar a la derecha, para volver a casa, dobló a la izquierda, rumbo a Temperley. Quinientos metros habría andado cuando exclamó:
—Hijos de mil…
De nuevo estaba en llanta, pero ahora, para peor, sin repuesto. Por suerte encontró en la otra cuadra una gomería.
—Pinché —dijo.
—Cerramos —le contestaron.
Protestó:
—No van a dejar así a un trabajador como ustedes.
—Para todo el mundo es tarde.
Se avinieron por fin a venderle dos cubiertas. Como no le alcanzaba el dinero, compró dos cámaras. Puso una, la infló con el extinguidor de incendio, y guardó la otra en el baúl.
Miró el reloj. Tristemente se dijo: «Ahora sí que es tarde». Como no había vigilantes a la vista, en la primera esquina dio media vuelta y retomó la avenida rumbo al puente Victorino de la Plaza.