IX

Dejó el Rambler en el garaje y ya se iba para su casa, cuando lo chistó el encargado, que le dijo:

—Te llamó un profesor no sé cuántos. Quiere que lo llames. Te dejó el número. Esperá un momento que encuentre el papelito.

Era el número de teléfono del viejo y del ayudante que llevó del Hospital Penna hasta Callao y Corrientes. Mientras llamaba, pensó: «Mejor que no quieran darme otro vaso del tónico. Si me acuerdo de ellos, me vuelve la molestia en los ojos». Atendió el ayudante Apes.

—El profesor quiere que vea a un oculista.

—La molestia se me está pasando —aseguró.

—Es natural. Acostumbramiento.

—Haga de cuenta que ha pasado.

—No es por eso que el profesor quiere mandarlo al oculista. Quiere que le receten anteojos, para que no tenga un accidente.

—No voy a tenerlo.

—Hágame caso. El profesor quiere que no le den anteojos demasiado fuertes, que a la larga le perjudiquen la poca vista que tiene. Le pide que vaya a ver a su propio oculista. Ya le habló, así que la visita le sale gratis.

Del otro lado del papelito apuntó el nombre y la dirección del oculista. No tenía intención de visitarlo.

En el trayecto a su casa pensó: «A mí no me maneja nadie. Hay personas así. Cuando uno las trata con el debido respeto, creen que pueden llevarlo a uno de las narices. No niego que estoy viendo menos, pero…». Interrumpió estas reflexiones, porque de pronto se preguntó: «¿Cómo lo saben? ¿Quién pudo decirles? Yo iba sin pasajeros cuando tomé Rivadavia y no vi ese auto que por poco me atropella». Después le vino a la memoria un hecho casi igual, que le pasó al tomar Pavón, dos días antes. «Cuando salí de Chiclana. ¡Qué casualidad! Fue el viaje en que iban ellos, el profesor y el ayudante. ¿Por eso piensan que necesito anteojos? A los que ven mejor, todos los días les pasan cosas por el estilo. Son descuidos del momento».

De nuevo interrumpió sus reflexiones. Le llamó la atención la luz en uno de los dos balconcitos de la planta baja de su casa. El de la pieza de Avendaño y su mujer doña Eladia. No fue, precisamente, la circunstancia de que estuviera iluminado el cuarto lo que llamó su atención. Fue más bien el cruce de figuras fugaces, por ese rectángulo de luz, como si dentro hubiera una reunión o una fiesta. En seguida vio algo más extraño aún. Doña Eladia se asomó al balcón y pareció disponerse —lo que en una señora tan digna y aplomada como ella resultaba sorprendente— a revolear una pierna para pasar por encima de la baranda y bajar a la calle. Ese increíble propósito debió de ser desechado, porque de pronto doña Eladia desapareció como absorbida desde adentro.

Antes de arrimarse al balcón, Morales supo lo que pasaba. Allá no había mucha gente en una fiesta sino dos personas, una perseguida y un perseguidor, doña Eladia, con el batón rosado, con borlas, y su marido, el Palurdo Avendaño, en mangas de camiseta, que la corría y cuando la alcanzaba, la golpeaba. Trepó el balcón Morales, pasó encima de la baranda y ya en el cuarto se sumó a la persecución. Por último alcanzó al hombre. Hubo un cambio de golpes, que se perdieron en el aire. Avendaño le dirigió un derechazo. Morales le esquivó, sujetó entre sus manos el corpachón del Palurdo y lo tiró a la calle, como si fuera un fardo, por encima de la baranda del balcón.