VIII

Al otro día, mientras avanzaba con el taxi por Entre Ríos, en busca de pasajeros, le vino a la memoria su derrota en la pulseada. No le había dado importancia cuando ocurrió, pero ahora la recordaba con cierta contrariedad. Tal vez los amigos, tarde o temprano, se preguntaran si no era mentiroso.

No recordaba quién le dijo una vez que si pensaba «no voy a poder», no podía. El desagradable recuerdo de esa derrota ¿no le haría perder la fe, si por desgracia tenía otra agarrada? Deducciones, que reputó lógicas y que después olvidó, lo llevaron a la conclusión de que por falta de fe en sí mismo había perdido a Valentina. En ese momento en la esquina de Rondeau divisó algo que se movía como una diminuta señal de trenes y que resultó ser una señora flaca, vieja, con sombrero y paraguas, que lo llamaba. Encendió los faros, para avisar que la había visto, aceleró y arrimó el coche a la vereda. Para la pobre mujer la subida al taxi fue una tarea complicada. Morales dijo:

—Perdone que no la ayudé a subir.

—Todavía me arreglo sola.

—Es claro. Pero yo me porté como un guaso.

—Estarías distraído, mi hijito. La mejor gente es distraída.

La señora se puso a conversar con una agilidad que por comparación con las vacilaciones y torpezas anteriores, lo sorprendió. Como admiraba a la gente habladora, pronto se sintió a gusto. La señora le preguntó si los días eran muy largos para el taxista, si el trabajo en verano resultaba más cansador que en invierno, si los pasajeros le hacían confidencias. Cuando estaban por llegar, las preguntas fueron más personales.

—¿Sos casado, mi hijito?

—Soltero, señora.

—Es una picardía que un muchacho como vos no se case.

—Por ahora no encontré novia.

—Es cuestión de buscarla. En alguna parte de esta ciudad seguro que hay una chica buena que te espera.

Esa frase, una simple amabilidad, sin duda, lo convenció en el acto de que a la señora no se le escapaba nada. Sintió por ella simpatía, casi afecto, y cuando llegaron al fin del viaje quiso estacionar el coche correctamente, junto a la vereda, para que su pasajera bajara «como una reina». Sacó la mano y la agitó pausadamente. Como respuesta obtuvo un bocinazo. Persistió en la maniobra, agitando con firmeza la mano. Se redoblaron los bocinazos. Los propinaba, según pudo ver Morales por el espejito, el conductor de un altísimo colectivo, que lo seguía de cerca. Dijo la señora:

—Bajo acá. No hagas caso de ese energúmeno.

Pagó el viaje, abrió la puerta, empezó a bajar. Recurría, no hay duda, a su mejor voluntad, para salir de una vez, pero se tomó un rato. Los bocinazos del colectivero persistían. Por ademanes, Morales señaló a la señora, pensando que tal vez el hombre no la hubiera visto. Echar una mirada al espejito, advertir el imponente avance del gigantesco vehículo y saltar en el asiento a impulso de un topetazo en el paragolpes del taxi, fue todo uno. Morales atinó a ver cómo la señora trastabillaba. El colectivero dio un segundo topetazo. La señora volvió a trastabillar, pero evitó la caída. Morales bajó, para auxiliarla, y el colectivero, con una barra de hierro, bajó para enfrentarlo. Apenas tuvo tiempo de hacerse a un lado, asir con la mano izquierda la barra y quitársela al agresor. Mientras éste lo miraba sin entender, Morales retorcía el hierro entre sus manos. Prontamente el colectivero se metió y se encerró en su vehículo. Morales le gritó:

—Quieto ahí.

Se disculpó ante la señora y le preguntó si estaba bien. Con una mirada, comprobó que tampoco el taxi había sufrido perjuicios. Le gritó al hombre:

—Andando.

—¿Cómo lo hiciste, mi hijito? —preguntó la señora—. Me gustaría llevarme ese fierro, de recuerdo.

Al recibirlo en las manos, la señora casi cae para adelante.

—Pesa demasiado —dijo Morales—, como si fuera de plomo.

—Pero no es de plomo. Por eso no lo suelto.

Cuando yo cuente lo que hiciste, si alguien cree que el caño era de plomo, lo llevo a casa y se lo muestro para que vea que no es de plomo, sino de fierro.