El sueño le pesaba como una enorme piedra que llevara a cuestas. Cuando por fin, medio dormido, se echó en la cama, sin poder evitarlo pensó en Valentina, en los pocos años que vivieron juntos. La había encontrado en el cine Fénix de Flores. En el café Platense desde esa tarde y a lo largo de muchas otras, trató de convencerla. Ella debía de saber que era el amor de su vida, porque al fin cedió. La llevó a su casa: vivía entonces en la calle Neuquén, no lejos de la plaza Irlanda. Recordaba momentos felices. En ese punto no pudo menos que recapacitar: de los malos, justificadamente se acordaría Valentina. Por aquella época él bebía. Había empezado por culpa de los resfríos; en la esperanza de que un trago de caña calentara por dentro ese cuerpo suyo tan propenso al enfriamiento y a la gripe… Después del trabajo, cuando dejaba el coche en el garaje, solía pasar por el café y bar Espinosa. Le quedaban recuerdos, iluminados por los de Valentina, de situaciones realmente desagradables que entonces ocurrían. Valentina más de una vez le advirtió que no sabía hasta cuándo aguantaría ese trabajo de enfermera para el que la había conchabado. Él le aseguraba siempre que dejaría de beber; ella, que una noche no la encontraría. (Algo, de tan horrible, impensable). «Si me voy», le había dicho Valentina, «te va a costar encontrarme; pero si seguís bebiendo, más vale que no me encuentres». Una noche, casi borracho, tuvo el presentimiento y después, penosamente despejado, la confirmación de que Valentina se había ido. «Desde entonces me sobró el tiempo», reflexionó con irónica amargura. «Primero bebí más, para aguantar el dolor, y después dejé de beber, para merecerla».