Ordenó: «Usted va ahí. En el asiento de los amigos». Apenas reprimió una sonrisa. Que ese individuo ocupara el asiento de los amigos le pareció un buen chiste. Sentir al sujeto a su lado no lo intimidaba; seguro de sí, manejaba, resuelta y enérgicamente. Pensó: «Ahora sólo falta el remache. Unas pocas palabras, de rigor en estos casos, que le voy a inculcar en la memoria, para que pierda las ganas de jorobar la paciencia, y lo largo de una vez». Lo malo era que por más que deseara verse libre de su acompañante, no debía dejarlo hasta que estuvieran bien lejos de la casa de la chica. «Si le da por volver, que tenga tiempo de pensarlo mejor». En cuanto a él mismo, se proponía llegar a toda velocidad, cuanto antes, no sabía adonde. El Parque Lezama le pareció demasiado cerca. Siguió camino y, al pasar frente a la plaza Colombia, pensó que para estar seguro tenía que llegar un poco más lejos. «En el puente de Pueyrredón, lo largo». Formuló esta declaración en el tono deliberadamente seguro de quien promete y quiere que le crean. Entrevió entonces una duda: ¿sería capaz de encontrar antes de llegar al puente las palabras de rigor que dejaran cerrado el asunto? Para reaccionar, porque perdía aplomo, dijo lo primero que se le ocurrió.
—¿Qué le pasa? ¿Por qué no habla? ¿Sigue enojado? Le hago ver que la culpa es enteramente suya. No fui yo el que sacó la navaja.
El hombre no contestó. Seguía arrinconado, con la cara mojada por el sudor y amoratada, con los ojos entrecerrados y con ese olor desagradable, a perfume repugnante, mezclado con transpiración y aún quizá a esos efluvios que según cuentan provoca el miedo.
Morales se preguntó cómo actuar. Descartó los golpes, porque hubo demasiados. «Paro en el primer almacén y lo obligo a que se tome una caña». El individuo daba lástima, pero recapacitó: «No puedo bajar la guardia: está de por medio la chica. Obligarlo a beber hasta que se emborrache sería una manera de trabarle su vuelta al centro, pero después de lo que me pasó, yo no puedo emborrachar a nadie, por malandra que sea». Nuevamente habló sin idea clara de lo que iba a decir:
—Cuando me enojo, tengo fuerza. Mire si usted lo sabrá. Por su bien, no se cruce conmigo. Y, desde luego, más vale que nadie lo vea por Viamonte y 25 de Mayo.
Apartó la mano derecha del volante, empuñó el pescuezo del hombre, sacudió y gritó:
—¿Hasta cuándo no va a abrir esa boca? ¿O está queriendo decirme que oyó mis condiciones y las acepta?
—Correcto.
Habían llegado a la rampa del puente de Pueyrredón. Morales ordenó:
—Acá se baja.
El hombre lo miró sorprendido y obedeció. Morales advirtió que no había dicho las palabras de rigor.