II

A eso de las seis dejó el Rambler en el garaje. Después del trabajo, por lo general iba un rato al café Espinosa, a conversar con los amigos; pero esa tarde fue directamente a su casa, porque tenía apuro por reflexionar sobre lo que había pasado. En el trayecto comentó consigo mismo: «Una aventura bastante rara, sin más consecuencias que esta incomodidad en los ojos. A lo mejor me acostumbro, como dijo el ayudante». Empujó la puerta, y entró. Más allá del zaguán se abría el patio, en cuyo fondo vio a un grupo de señoras que lavaban y planchaban. Fue a saludar.

La que estaba lavando era la señora María Esther: chicuela, rubia, de expresión ansiosa y pálida. La blancura de sus piernas era tan extrema, que a veces Morales la creía con medias blancas. Relinda Carrillo planchaba. Era una mujer ampulosa, ojerosa, morena, que se decía profesora y que vivía del tarot, de las líneas de la mano, de los horóscopos y del psicoanálisis. Completaban el grupo, en animada conversación, doña Eladia Avendaño y Roberta Valdez. Doña Eladia, por quien Morales sentía simpatía y respeto, era una mujer bella, de tamaño considerable, plácida, que le recordaba las estatuas de la República o de la Libertad; en cuanto a Roberta Valdez, trabajaba por horas en Caballito, usaba anteojos, era linda, sin duda inteligente o por lo menos despierta. Entre el grupo y Morales habían cambiado algunas consideraciones sobre el tiempo, que estaba pesado y con ganas de llover, cuando la expresión de la señora Eladia se volvió ansiosa. Morales adivinó que el Palurdo Avendaño se acercaba.

Como si los demás no existieran, el Palurdo se dirigió a su mujer:

—Quiero que alguien me diga —declaró con una voz que sonaba como un zumbido—, quiero que alguien me diga cuándo voy a encontrar a mi señora ocupada en tareas de más utilidad que el parlamento con chismosas como ella.

El borracho levantó una mano. Antes de que la bajara, la señora la había esquivado y, con agilidad admirable, corría a la pieza. En un primer momento nadie se movió. Nadie ignoraba, por cierto, que Avendaño, un ex boxeador, había cosechado, fuera del ring, un frondoso prontuario de trifulcas y golpes. Morales se dijo: «Dos matones en un día es mucho». Preguntó:

—¿Qué pasa?

—Con vos, nada. No quise ofenderte, hermano.

Morales sentenció:

—Aquí todos respetamos a doña Eladia.

—Yo también —dijo el marido.

—No parece.

—Será porque me pasé en la caña —admitió, para agregar—: Sin mala intención, hermano.

Con tranco vacilante Avendaño se encaminó a la pieza. Cuando desapareció tras la puerta, las mujeres rodearon a Morales y, en un cuchicheo alborotado, lo cubrieron de elogios.