VEINTINUEVE
El fin de la infancia
Ulrika bajó la vista. No podía mirar a Gabriella a los ojos.
—No escojo ninguna de las dos —dijo—. Quiero dejarlo marchar.
—Lo siento, querida —respondió Gabriella, con voz queda—, pero eso no puedes hacerlo.
—Pero ¿por qué no? —Preguntó Ulrika, levantando la voz—. ¿Acaso no ha salvado vuestra vida y la mía? ¿No ha hecho honor a su juramento? ¡Le mintió a Schenk y rompió el juramento que le había hecho a su dios en lugar de romper el que me hizo a mí!
—Lo sé —replicó Gabriella—. Y eso ha estado a punto de matarlo. Un hombre tan torturado no guardará silencio durante mucho tiempo. La angustia lo quebrantará, acabará hablando, y nosotras quedaremos al descubierto.
—No hablará —le aseguró Ulrika—. Me lo ha dicho. Va a marcharse lejos. Ya no será un cazador de brujas. Lo… lo he curado de eso. Tiene intención de abandonar el Imperio.
Gabriella negó con la cabeza.
—Sigue siendo un riesgo demasiado grande. Podría cambiar de idea.
Ulrika retrocedió un paso, luchando para no gritar.
—Pero… pero ¿qué importa eso? Vamos a desaparecer, ¿no? ¿No acabáis de convenir con Hermione que fingiremos morir aquí y buscaremos nuevas identidades? ¿Qué importancia tiene lo que él diga?
—Importa porque nadie debe saber que somos vampiros, ni siquiera después de nuestra «muerte» —le aclaró Gabriella, paciente—. Nuln y el mundo deben pensar que sólo ha habido un único vampiro en todo esto, un enorme monstruo espantoso que hacía presa en mujeres inocentes. La sospecha de que algunas de esas mujeres eran también criaturas de la noche debe desvanecerse para que podamos vivir en paz cuando encontremos nuestras nuevas personalidades. No podemos permitir que el templario Holmann hable de lahmianas muertas, porque queremos que el mundo crea que no había ninguna lahmiana en absoluto.
—Señora, por favor —suplicó Ulrika—. Os tengo por una mujer buena y honorable. ¿Cómo podéis no tratarlo con justicia, cuando él nos ha tratado a nosotras de manera más que justa?
Gabriella alzó el mentón.
—Soy tan buena y honorable como está en mí poder serlo. Y trato a los vivos con toda la justicia posible. Pero primero debo protegerme yo y proteger a los míos, y cuando tengo que elegir entre la muerte de un vampiro y la muerte de un hombre, ¿quién sugieres tú que permita que muera?
Ulrika se quedó allí de pie, rígida, intentando hallar un argumento que contraponer a la fría lógica de la condesa, sin encontrarlo.
Gabriella suspiró y avanzó hacia ella para tomarla del brazo.
—Lo siento, querida mía, pero si tanto lo amas, conviértelo en tu amante. Puede ser un sustituto de Rodrik, si te apetece. Entonces estará siempre contigo.
Ulrika se soltó de sus manos, enfadada.
—¡Es porque lo amo tanto que no haré de él mi amante! —gritó—. Lo amo por lo que es, por toda su dureza, honor y dolor. Es un hombre bueno, un hombre con mente propia. ¡No lo convertiré en un perro faldero empalagoso dado a besar el ruedo de los vestidos! ¡Eso… eso me daría asco! ¡No quiero esclavos por amantes, sino que quiero a alguien que sea mi igual!
Gabriella asintió con la cabeza, y por sus ojos pareció transitar algún recuerdo doloroso.
—Si —dijo—, lo entiendo. Por eso somos más sabias cuando amamos dentro de nuestra propia raza o no amamos en absoluto. —Alzó unos ojos tristes hacia Ulrika—. Entonces, me temo que tendrás que matarlo. En realidad, es la elección más compasiva.
Ulrika la miró a los ojos, con el pecho hirviendo de enojo.
—¿Me ordenáis matar? ¡Prometisteis a mis amigos enseñarme a no causar daño!
Gabriella no se encogió ante su feroz mirada. Al contrario, la sostuvo, con ojos que rutilaban con luz tan fría como estrellas invernales.
—Ya has causado el daño, muchacha —dijo—. En el momento en que le revelaste lo que eras. Entonces ya estaba muerto, y tú sólo lo has torturado al prolongar sus estertores de agonía hasta ahora. Si quieres hacer honor al juramento que hice a tus amigos, mátalo y repara el daño, y no vuelvas a hacerlo. Considéralo como una lección aprendida. —Extendió un brazo—. Ahora ven, ayúdame a subir la escalera.
Ulrika tomó el brazo de Gabriella y comenzó a subir los escalones con ella, mientras su mente no dejaba de girar como agua que escapara por un desagüe. Hasta el último argumento planteado por la condesa tenía sentido. Por su propia seguridad y por la seguridad de la hermandad lahmiana, el templario Holmann debía morir, pero, aun así, en lo único que ella podía pensar era en correr a su lado, hacerlo salir por una ventana y decirle que huyera.
Al fin llegaron a la puerta de la habitación de huéspedes en la que Ulrika había dejado al cazador de brujas, y se detuvieron ante ella. Gabriella se volvió hacia Ulrika y le dirigió una mirada interrogativa. Ulrika vaciló, y luego negó con la cabeza.
—Lo siento, señora —dijo—. No puedo.
La cara de Gabriella se tomó impenetrable, como una máscara inexpresiva.
—Me decepcionas, niña —declaró—. Pero en ese caso lo haré yo.
Ulrika se situó ante la puerta.
—Señora, por favor.
Gabriella la empujó hacia un lado con sorprendente fuerza, y luego abrió la puerta y entró. Ulrika rezó para pedir que la habitación estuviera vacía y la ventana abierta, pero le fue negada la esperanza. Holmann yacía en la cama, desnudo de cintura para arriba, sujetándose el brazo herido con los ojos cerrados de dolor. Ulrika se detuvo en la puerta, paralizada, mientras Gabriella avanzaba hacia él.
Holmann abrió los ojos y levantó la mirada cuando ella se acercó.
—¿Señora?
Gabriella le sonrió y se sentó a su lado, sobre el lecho.
—Templario Holmann, ¿os mortifican vuestras heridas?
—Sólo un poco —afirmó—. Si deseáis que me marche, me pondré en camino.
—En absoluto —dijo Gabriella—. Debéis descansar. Bastará con que os marchéis esta noche. ¿Os dejará dormir el dolor?
—Me las arreglaré —replicó Holmann—. Aunque, si tuvierais un poco de coñac…
Gabriella le acarició la frente.
—Tengo algo mejor que eso —afirmó—. Algo que calmará vuestro dolor y el mío. Ahora, cerrad los ojos.
Holmann se echó atrás, repentinamente desconfiado, y lanzó una mirada interrogativa a Ulrika, por encima de un hombro de Gabriella.
—¿Que cierre los ojos? —preguntó—. ¿Qué queréis hacer?
Ulrika bajó la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos.
—Sólo quiero ayudaros a dormir, Herr templario —le aseguró Gabriella, al tiempo que lo tomaba por el mentón y le volvía el rostro hacia el suyo—. Ahora, cerrad los ojos.
Holmann se esforzó por sentarse.
—Señora, esto no me gusta. Traedme coñac o dejadme estar.
—Cerrad los ojos —repitió Gabriella, con una voz suave como la miel tibia—. Cerrad los ojos.
—Señora… —murmuró Holmann mientras se le caían los párpados—. Ulrika, decid… le…
Ulrika sollozó cuando la cabeza del templario cayó hacia atrás sobre la almohada y Gabriella se inclinó hacia su cuello desnudo.
Fue incapaz de mirar aquello. Cruzó los brazos sobre el pecho y apoyó la cara contra el marco de la puerta, para luego cerrar los ojos, deseando poder llorar.
Sintió algo duro debajo del codo izquierdo, algo que tenía dentro del jubón. Abrió los ojos de golpe. La daga plateada. Quedó inmóvil al ocurrírsele una idea terrible; luego se volvió a mirar a Gabriella, inclinada sobre Holmann y completamente indefensa.
Una mano de Ulrika se deslizó dentro del jubón y se cerró en torno a la empuñadura de la daga. La condesa no se daría cuenta de nada. La mataría antes de que pudiera volverse. Ulrika podía salvar a Holmann y huir con él; abandonar el Imperio, correr aventuras en tierras extranjeras, vivir fuera de toda sociedad salvo la formada por ellos dos.
Pero con la misma rapidez que aparecían estas ensoñaciones, las realidades las atropellaban como una carga de caballería kosar: Holmann envejeciendo, odiándola por alimentarse, intentando matarla como había hecho con su padre y su madre. ¿Podía matar a Gabriella por eso? ¿Podía asesinar a la mujer que la había salvado y criado, que la había protegido y consolado al cometer algunos errores infantiles? Sin Gabriella, Ulrika estaría muerta.
El pensamiento hizo que levantara la mirada. Las cortinas de la ventana estaban sólo parcialmente echadas, y un haz de sol hendía la penumbra como una espada. Si no podía matar a Gabriella, tal vez podría suicidarse. Tenía plata en la mano, y luz solar a pocos pasos de distancia. Pero aunque en su mente destellaron visiones de apuñalarse el cuello o atravesar la ventana emplomada para salir a la luz diurna, se quedaron en meras visiones. Era incapaz de mover la mano ni los pies.
Gabriella se incorporó con un suspiro de alivio y se volvió a mirar a Ulrika.
—¿Quieres alimentarte, querida?
Ulrika cerró los ojos y negó con la cabeza, para luego dejar caer la daga, otra vez convertida en una cobarde.
—De él no —replicó—. No podría.
—Por supuesto —asintió Gabriella—. Lo entiendo. —Se volvió otra vez hacia Holmann, que ahora yacía sumido en un dichoso sueño, tomó la fuerte cabeza entre sus delicadas manos, y le rompió el cuello como si fuera una ramita.
Ulrika se atragantó y le dio la espalda, con los ojos cerrados, sollozando sin lágrimas. Oyó que Gabriella, detrás de ella, se levantaba y se le acercaba. Los brazos de la condesa la rodearon y estrecharon con fuerza.
—Lo siento, querida —susurró—, pero había que hacerlo.
Ulrika luchó contra el abrazo, pero Gabriella la estrechó aún con más fuerza.
—Sé que el dolor es terrible —dijo—. Pero pasará, te lo prometo. Y cuanto antes dejes atrás a los humanos y sus emociones, antes ocurrirá.
Le dio un beso en una mejilla, luego la soltó y fue hacia la puerta.
—Ahora, ven —dijo—. Tenemos muchas cosas que hacer.
Ulrika vaciló mientras Gabriella salía al corredor. Se volvió a mirar a Holmann, cuyo duro, apuesto rostro había transformado en débil e infantil la insípida sonrisa que la compasión lahmiana había pintado en él, y entonces lanzó una última mirada a la espada de sol que entraba por la ventana cubierta a medias.
Algún día, pensó, mientras daba media vuelta y seguía a la condesa, algún día tendré el valor de hacerlo.