VEINTIOCHO

VEINTIOCHO

Un juramento puesto a prueba

Al oír las palabras de Otilia, Mathilda soltó un alarido parecido al de un perro y salió de un salto por las destrozadas puertas del jardín, pero las otras parecían demasiado atónitas como para reaccionar. Se quedaron mirando fijamente mientras el ama de llaves se apartaba a un lado y hacía una reverencia a la alta figura del capitán de cazadores de brujas y a seis de sus severos tenientes para invitarlos a entrar. Los templarios entraron con sus botas con espuelas, los largos abrigos ondeando, y la mano derecha sobre la empuñadura de la espada, mirando en torno con expresión ceñuda.

Junto a Ulrika, el templario Holmann soltó un gruñido que parecía ser de consternación, y oyó que Famke y Hermione también gruñían amenazadoramente, pero antes de que las lahmianas pudieran traicionarse, Gabriella avanzó y abrió los brazos en gesto de bienvenida.

—¡Capitán Schenk! —exclamó—. ¡Me alegro muchísimo de que hayáis venido!

El cazador de brujas se detuvo en seco en el centro de la habitación y la miró a los ojos.

—¿De verdad? —preguntó, con gesto adusto—. ¿Así que estáis deseando que os arreste?

Gabriella se llevó una mano al pecho y pareció sorprendida.

—¿Arrestarme? No lo entiendo. ¿No habéis venido a defendernos de los horribles monstruos que nos han atacado?

—No digáis necedades —dijo Schenk—. Los monstruos sois vosotras.

Gabriella abrió más los ojos.

—Capitán, ¿en qué clase de malentendido habéis caído? ¡Mirad a vuestro alrededor! ¡Hemos sido víctimas de un terrible ataque!

Schenk la miró ferozmente con los ojos cargados de desprecio.

—Seréis víctimas de la justicia de Sigmar muy pronto, señora. Vos… —Calló al ver a Holmann de pie junto a Ulrika—. ¿Templario Holmann? ¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó con tono cortante.

Holmann miró a Ulrika apretando las mandíbulas, y ella temió que fuera a traicionarla allí y en aquel preciso momento, pero, tras un segundo interminable, se desplazó hacia un lado para dejar a la vista la cabeza del strigoi que yacía sobre la alfombra, detrás de él.

—He… he venido a matar al vampiro, capitán —dijo.

Schenk se quedó mirando la enorme y fea cabeza mientras hacía el signo del martillo sobre su pecho.

—Por la dorada barba de Sigmar, ¿qué inmunda bestia es ésa?

—¿No habéis estado escuchando, capitán? —preguntó Gabriella al tiempo que avanzaba—. Hemos sufrido un asedio. ¡Este vampiro y sus monstruosos servidores irrumpieron en la casa e intentaron matarnos!

—¿Y por qué un vampiro iba a querer matar a otros vampiros? —preguntó Schenk.

Gabriella se quedó mirándolo fijamente y luego paseó la mirada por Hermione, Famke y Ulrika.

—¿Aún creéis que somos vampiros? Pensaba que ya habíamos aclarado antes toda esa tontería. —Alzó los ojos al techo—. ¡Y pensar que murieron tantas mujeres inocentes porque vosotros estabais divirtiéndoos invadiendo los salones de las damas y poniendo en tela de juicio su virtud, cuando deberíais haber estado en las calles persiguiendo eso!

—¡Mujeres inocentes! —Se burló Schenk—. ¡Señora, tendréis que hacerlo mejor que eso para engañarme! Vi con mis propios ojos los cadáveres de las otras; hermosas damas de alta cuna, como vos, que ocultaban su monstruosa naturaleza con palabras melosas y tretas de bruja, igual que hacéis vos. —Las miró con ferocidad a todas—. ¡Sois una inmunda hermandad de monstruos, seducís a otras para atraerlas a un destino peor que la muerte, y arderéis por ello! —Se volvió hacia sus hombres—. ¡Arrestadlas!

Gabriella avanzó con las manos tendidas ante sí en gesto de súplica.

—¡Capitán, por favor! ¡No lo entendéis! ¡Esas mujeres eran buenas servidoras de Sigmar y del Imperio hasta que ese monstruo las atacó! ¡Fue él quien las hizo como vos las visteis! ¡Y fue él quien las mató cuando se negaron, aun en su corrompido estado, a ir contra su naturaleza y convertirse en sus esposas!

Schenk se detuvo y miró fijamente a Gabriella, lo mismo que hizo Ulrika. Desde el momento en que había entrado por la puerta, ella pensó que sería inevitable que tuvieran que matar a Schenk y a sus hombres, pero de algún modo que parecía imposible, la condesa había encontrado una explicación que podría aplacar a los cazadores de brujas y preservar el lugar que ocupaban en la sociedad. Es decir, así sería si Schenk la creía. Su admiración hacia la condesa aumentó aún más. Nunca había visto una oradora tan rápida e inteligente.

El capitán Schenk les hizo a sus hombres un gesto con una mano para que retrocedieran, y se situó ante Gabriella con las manos en las caderas.

—¿De qué estáis hablando? ¿Cómo sabéis eso? Si no recuerdo mal, vos llegasteis a Nuln hace apenas unos días. Y vos… —se volvió y señaló a Hermione—, vos dijisteis que apenas conocíais a esas mujeres.

—Yo no lo sé, capitán —replicó Gabriella—, no con certeza, ya que no llegué a conocer a las otras damas que fueron víctimas de la bestia, pero puedo inferirlo por lo que nos dijo a nosotras cuando nos atacó. Dijo que nos quería como desposadas. Dijo que quería una reina. —Alzó el mentón—. Y si no creéis que hemos resistido a sus pretensiones con todas nuestras capacidades, echad una mirada a nuestros muertos. —Señaló el cadáver de Rodrik, laxo y blanco sobre el diván, y luego los del resto de hidalgos que yacían por el suelo—. Mi paladín, los guardias de la señora Hermione, todos asesinados cuando nos defendían. Y, sin embargo, no bastaron. —Se volvió hacia Holmann—. De no haber sido por la intervención de este valiente joven templario, habríais encontrado, en efecto, una casa de mujeres vampiro, porque nos habría infectado a todas. En cambio, él nos salvó, y tal vez a todas las mujeres de Nuln. Le estaremos eternamente en deuda.

Schenk giró la pesada cabeza para mirar a Holmann mientras Gabriella le hacía una genuflexión.

—Templario, ¿eso es verdad? —gruñó—. ¿Habéis salvado a estas mujeres de convertirse en vampiros?

Ulrika apretó los dientes cuando Holmann vaciló. Aquél era el momento de la verdad, o de la no verdad. Aún no había tenido que mentir. ¿Lo haría ahora para honrar el juramento que le había hecho a ella o tendría prioridad el juramento hecho a su dios y a su orden? Le lanzó una mirada implorante. Él no la miró.

—Yo… yo herí a la bestia de un disparo, capitán —afirmó—. Y fue mi espada la que lo mató.

Ulrika tuvo que esforzarse por ocultar una sonrisa. «Bien hecho, Herr Holmann —pensó—. Ni es una mentira, ni es toda la verdad».

—¿Y las mujeres? —preguntó Schenk.

—No he visto ninguna evidencia de que sean nada más que lo que parecen ser —replicó Holmann.

«Y además es hábil como un abogado», pensó Ulrika.

—¡Pero, vos las denunciasteis antes! —farfulló el capitán, y señalo a Ulrika—. ¡A ésa la llamasteis vampiro en mi presencia!

Ulrika sintió un peso en el estómago. Se había olvidado de eso. Holmann y Schenk las habían visto en el patio de la taberna Cabeza de Lobo. La estratagema iba a derrumbarse. Después de todo, iban a tener que luchar.

Holmann tragó saliva.

—En ese momento… pensaba que lo era, porque la había visto luchar con una fuerza y una agilidad que no podía creer que poseyera una mujer normal. —Hizo una mueca, y Ulrika pensó que el joven estaba al borde de las lágrimas—. Pero me ha demostrado que no es ningún demonio. Es la hija de un boyardo, una noble guerrera que en dos ocasiones ha salvado mi vida de los ataques de los secuaces de este monstruo, y ha luchado a mi lado contra él.

—¿Estáis hechizado, muchacho? —bramó Schenk—. Las vimos estando juntos. ¡Vos la señalasteis! ¡Dijisteis que habíais visto sus colmillos!

—¿Cuándo fue eso? —intervino Gabriella con rapidez—. Yo no recuerdo haber conocido al templario Holmann antes de esta noche.

Schenk se volvió hacia ella.

—¡Ja! ¿Ahora mentís? Estabais en aquel infernal burdel, la Cabeza de Lobo, en el Faulestadt. ¡Huisteis de nosotros en vuestro carruaje!

Gabriella se irguió con aire desdeñoso.

—¿Un burdel? ¿Al sur del río? ¡Ridículo! Ninguna dama honorable o de carácter honesto acudiría a un sitio semejante.

—Aún más a favor de mi argumento —replicó Schenk con aire de triunfo—. Pero de nada servirá negarlo, condesa. Yo os vi. Mis hombres os vieron.

—¿De verdad? —preguntó Gabriella con altivez—. ¿O me tenéis tanta antipatía que sólo visteis lo que deseabais ver? —Levantó una mano para alisarse el peinado descompuesto—. Decidme, entonces: ¿Cómo llevaba el pelo? Y Ulrika, ¿llevaba su peluca o mostraba su corto pelo rubio, como ahora?

Schenk soltó un bufido.

—No intentéis engañarme, condesa. Vos llevabais un velo y vuestra guardaespaldas llevaba la capa por encima de la cabeza para protegerse de la luz diurna. Prueba irrefutable de vuestro vampirismo, si es que se necesitaba alguna otra.

Gabriella pareció como petrificada y lo miró con ojos de aparente incredulidad.

—¿Visteis a una mujer que llevaba el rostro velado y a otra mujer que se ocultaba debajo de una capa y decidisteis que éramos Ulrika y yo? Realmente, capitán, tal vez sois vos quien está hechizado. —Se volvió hacia los hombres de Schenk y extendió una mano imperiosa—. ¿Alguno de vosotros vio el rostro de esas mujeres? ¿Cualquiera de vosotros? —Se volvió a mirar a Holmann cuando los otros permanecieron en silencio—. ¿Templario?

Holmann negó con el cabeza, confundido.

—La verdad es que no, mi señora. No con claridad.

—¡Pero la mujer nos dijo que ibais a estar allí! —insistió Schenk con una expresión azorada en la cara enrojecida.

—¿Qué mujer? —exigió saber Gabriella—. ¿Quién os contó esa mentira?

—¡La misma que nos ha traído hasta aquí! —exclamó Schenk mientras daba media vuelta para encaminarse hacia la puerta que daba al vestíbulo delantero—. Frau Krohner, el ama de llaves de la señora Hermione.

Todos se volvieron al mismo tiempo que él, pero Otilia no estaba allí. Al parecer, se había escabullido en algún momento del proceso. El capitán Schenk calló, confundido.

Gabriella sonrió para sí.

—Capitán, yo no creería en la palabra de esa mujer. No sé qué locura se ha apoderado de ella, pero creo que estaba confabulada con ese demonio desde el principio. Creo que fue ella quien condujo a ese monstruo hasta las mujeres que mató, porque, ciertamente, lo condujo hasta aquí esta noche.

—¿Cómo? —preguntó Schenk—. ¿Tenéis alguna prueba de eso?

—Su ausencia sería prueba más que suficiente —argumentó Gabriella—, pero, en efecto, hay algo más. —Se volvió a mirar a Hermione—. Prima, ¿tienes la nota que hemos encontrado?

Hermione parpadeó, confundida por un momento, y luego recordó.

—¡Sí! —exclamó—. La tengo.

Se metió una mano dentro de una manga y sacó la nota, para luego tendérsela a Schenk.

—Descubriréis que está escrita con la letra de Otilia —dijo.

—Se la encontramos encima a uno de los secuaces del monstruo —añadió Gabriella, mientras Schenk la desdoblaba.

—«Sin noticias de G». —murmuró Schenk, leyendo en voz alta—. «Según vuestras órdenes, se ha convencido a H para que se retire a MH. También se ha convocado a M. Adjunto mapa». —Alzó la mirada, con las cejas fruncidas, y miró de Gabriella a Hermione—. G de Gabriella, H de la dama Hermione. ¿Quién es M?

Ulrika se tensó, al tiempo que le lanzaba una mirada nerviosa a Gabriella. ¿Qué mentira podía decir para explicar eso? Si mencionaba a Mathilda, eso las relacionaría con la taberna Cabeza de Lobo y todo volvería a derrumbarse. Pero si se inventaba un nombre, Schenk podría comprobarlo y descubrir que era falso.

—No lo sé —dijo Gabriella, con tranquilidad—. Pero, ¿vuestro nombre de pila no es Meinhart, capitán?

La boca de Schenk se abrió. Sus hombres se miraron los unos a los otros; primera reacción humana que Ulrika les veía.

—Pero… pero ¿por qué iba a convocarnos a nosotros si conspiraba con ese demonio? —preguntó Schenk, tanto para sí mismo como para Gabriella.

Ésta se encogió de hombros.

—¿Una trampa? —preguntó—. Tal vez pensó que el monstruo os mataría a vos después de asesinarnos a nosotras. O que vos nos arrestaríais si el vampiro fracasaba.

Schenk arrugó la nota con la mano, apartó la mirada con una maldición y se mordió el labio inferior.

—No puede haberse alejado mucho, capitán —apuntó Gabriella, hablándole a la espalda del cazador de brujas—. Atrapadla y lo averiguaréis todo.

Schenk se volvió hacia ella con los ojos encendidos.

—Tenéis razón —dijo—. Y compararé su historia con la vuestra con todo detalle. ¡Sigmar tendrá su venganza! —Se volvió hacia la puerta con el largo abrigo ondulando y llamó a sus hombres—. Vamos. A los caballos. Holmann, vos también, y traed esa cabeza.

Los hombres partieron tras él, y Holmann se volvió hacia Ulrika para dedicarle una triste mirada de despedida, pero antes de que Schenk hubiera llegado al vestíbulo, Gabriella fue hacia él.

—Capitán Schenk —lo llamó—. Por favor, ¿tenéis que marcharos todos? Los secuaces de ese demonio aún andan sueltos por el bosque. Temeríamos por nuestra vida si nos quedamos solas en esta casa destrozada. Cuatro mujeres indefensas y solas.

Schenk se volvió, enojado por el hecho de que lo retrasaran, y ella se le acercó tímidamente, con las manos unidas.

—No podríais, al menos, dejar al templario Holmann —suplicó—. Quién ya nos ha protegido eficazmente.

Ulrika se puso alerta ante estas palabras, temerosa de la verdadera razón que podría tener la condesa para querer que Holmann se quedara, y le rezó en silencio a Ursun para pedirle que Schenk respondiera a aquella solicitud con una negativa.

—Muy bien —replicó Schenk—. Él os escoltará hasta la ciudad. Volveré a veros allí. —Y, dicho esto, salió a grandes zancadas al corredor y se marchó seguido por sus hombres, uno de los cuales recogió la cabeza del strigoi.

En cuanto se hubieron marchado, Hermione y Famke suspiraron de alivio, mientras que Gabriella dejaba caer los hombros e iba hacia una silla con paso tambaleante y sujetándose un costado.

Ulrika lanzó una exclamación ahogada y fue de prisa hacia ella.

—Señora, ¿tan malherida estáis?

—Me recuperaré —afirmó Gabriella, mientras se sentaba con cuidado en la silla—. Pero antes de eso hay mucho que hacer. —Alzó la mirada hacia Ulrika y le sonrió—. Primero, te llevarás a nuestro valiente héroe arriba y te ocuparás de sus heridas y de las tuyas. Déjalo descansando en una de las habitaciones de huéspedes y vuelve junto a mí. Quiero hablar contigo.

Ulrika la miró, parpadeando, temerosa de abrigar esperanzas. «¿Ocúpate de sus heridas?». ¿Acaso eso significaba que Gabriella no tenía intención de matarlo? ¿Confiaría lo bastante en el juramento del joven como para dejarlo marchar? Ulrika se apresuró a inclinarse ante ella, deseosa de marcharse antes de que cambiara de opinión.

—Sí, señora —dijo—. Le vendaré las heridas y volveré.

Dio media vuelta y fue hacia Holmann, que tenía la mirada fija en el suelo y la expresión dolorida que no había abandonado su rostro desde la última vez que habían hablado. No parecía haber oído a Gabriella. No parecía darse cuenta de nada.

Ulrika lo tomó por un brazo y lo condujo hacia la escalera, mientras se preguntaba si tendrían vendas suficientes para curar las heridas que el templario había sufrido esa noche.

Ulrika llevó a Holmann a una habitación de huéspedes, y luego encontró agua, aguja e hilo en lo que tenía que ser la habitación de Famke, así como tela limpia en un armario. El cazador de brujas no puso objeciones cuando lo ayudó a quitarse el abrigo, el jubón y la camisa, ni respingó siquiera cuando le lavó las heridas y cosió las más grandes, pero cuando ella le hizo un nudo a la última sutura, él joven dejó escapar un suspiro que fue más que medio sollozo.

Ella alzó la mirada, preocupada.

—¿Os he hecho daño, Herr Holmann? —preguntó.

—Más del que jamás podréis imaginar —replicó él.

—Friedrich… —empezó, pero él la interrumpió.

—Al mantener el juramento que os hice a vos, he abjurado del que le hice a Sigmar —dijo él con voz ronca—. Y del juramento que hice sobre la tumba de mis padres.

—Lo lamento —se excusó ella—. No debí haberos atado con él. Debí haberos dejado en el cementerio y haberme marchado sin vos. Perdonadme.

Él negó con la cabeza.

—Soy yo quien debo pedir el perdón, el de Sigmar, el de mis padres y el vuestro; porque no debí haber hecho ese juramento.

—Estabais bajo coerción —afirmó Ulrika—. Yo os puse en una situación imposible. Vos…

—No —replicó él alzando la voz—. No lo entendéis. ¡Yo hice el juramento sin intención de cumplirlo! ¡Mi intención era traicionaros!

Ulrika se quedó mirándolo con expresión conmocionada. No lo había sospechado ni por un segundo.

—Un juramento hecho a un monstruo no es vinculante —continuó él—. No es deshonroso engañar a un demonio. De hecho, es lo que debe hacerse.

—Pero… pero no me habéis traicionado —dijo Ulrika.

Holmann dejó caer la cabeza. Su voz, cuando habló, era áspera y quebrada.

—Porque… no sois un monstruo.

La emoción contrajo la garganta de Ulrika.

—Friedrich…

—Incluso mientras luchábamos contra el strigoi, yo planeaba matar a vuestra señora ya los demás —confesó—. Y también a vos. Vuestro acto de traición en el camino me había endurecido el corazón y decidido a ello. Pero… —Tragó, para luego continuar—: Pero entonces me devolvisteis la espada.

Ulrika frunció el ceño.

—No entiendo.

—Después de decapitar al strigoi —le explicó Holmann—, vi en vuestros ojos que contemplabais la idea de matarme, pero no lo hicisteis, aunque si lo hubierais intentado yo no habría podido impedíroslo. Me dijisteis que me marchara, aunque os habríais enfrentado a la cólera de las otras por hacerlo. Un demonio no habría hecho esas cosas, así que…

—Así que mantuvisteis el juramento que habíais tenido intención de romper —concluyó ella.

Él asintió con la cabeza.

—Y rompí los juramentos que pensaba que mantendría eternamente. —Cerró los ojos—. Y debido a eso, no puedo regresar. Ya no puedo ser un cazador de brujas. Tendré… tendré que irme a alguna parte…, algún lugar de fuera del Imperio.

A Ulrika se le contrajo el pecho de modo insoportable.

—¡Herr Holmann, no digáis eso! —suplicó—. Esta noche habéis hecho algo grandioso…, algo de lo que cualquier templario se enorgullecería. Habéis contribuido a acabar con un horror maligno que había secuestrado y matado a incontables inocentes. Continuáis siendo bueno. ¡Podéis seguir siendo el hombre que erais!

—¡He matado al hombre que era! —gritó Holmann—. ¡He roto el juramento hecho a mi dios! ¡Le he mentido al capitán Schenk! ¡Os he protegido a vos y a vuestra señora en contra de la ley de Sigmar!

—¡Pero estoy segura de que el bien que habéis hecho equilibra todo eso! —insistió Ulrika—. ¡Estoy segura de que un diminuto desliz no puede borrar toda una vida de valor!

Holmann dejó caer la cabeza, con los dientes apretados.

—Los templarios de Sigmar no reconocen ninguna escala de moralidad. El mal es el mal, el bien es el bien. Un océano de bien con una sola gota de mal dentro se transforma en mal, y debe ser destruido. Si yo… —vaciló y cerró los ojos—. Si yo he descubierto que puedo tener esa escala moral, no puedo continuar siendo templario, y no importa que no pueda imaginar siquiera ser alguna otra cosa.

Ulrika lo miraba fijamente, con ganas de gritarle, con ganas de golpearlo hasta que entrara en razón. Era un hombre mejor y más inteligente que Schenko cualquiera de los otros cazadores de brujas que ella hubiera conocido en su vida. Era, precisamente, el tipo de hombre que debería ser templario, y estaba huyendo de esa profesión. Tenía ganas de abofetearlo. Pero no, en realidad era a sí misma a quien tenía ganas de abofetear y golpear. Era ella quien le había hecho esto al joven. Ella le había metido en la mente el gusano de la duda. Ella había hecho que sus ojos, que antes lo habían visto todo en blanco y negro, vieran, de repente, matices de gris.

Ella, a causa del afecto que sentía hacia él y que jamás habría intentado consumar, y debido a su estúpida compasión mal dirigida, había destruido la vida del joven y la imagen que tenía de sí mismo. Se sentía como una niña gigante que rompiera los juguetes por no darse cuenta de la fuerza que tenía. Habría sido más compasiva si lo hubiera matado en el primer encuentro.

De repente, se levantó con la sensación de tener el semblante rígido como la piedra.

—Descansad —dijo—. Debo ir a verla. —Luego salió de la habitación sin aguardar a que él respondiera.

* * *

El salón estaba desierto cuando Ulrika volvió allí. Se habían echado las cortinas sobre las ventanas destrozadas, pero el sol entraba por las puertas rotas y en la habitación había demasiada luz como para que permaneciera en ella un vampiro. Siguió el sonido apagado de voces que le llegaba de una habitación adyacente, mucho más oscura, que resultó ser una sala de música, con un clavicémbalo en un rincón y un arpa en otro.

Mathilda había vuelto y encontrado ropa, y ella, Gabriella y Hermione ocupaban tres rincones de la sala. Daba la impresión de que podría comenzar otra batalla en cualquier momento, mientras Famke se encogía en una silla que había a un lado y las observaba con ojos nerviosos.

—¡Has intentado matarnos! —estaba vociferando Mathilda a Hermione—. ¡Ordenaste que me mataran!

—¡Me engañaron! —gritó Hermione—. ¡La vil conspiradora Otilia susurró veneno en mis oídos!

—¡No tenías por qué escucharla!

—Hermanas, por favor —terció Gabriella alzando una mano—. Dejemos el pasado en el pasado. Ahora conocemos la identidad de los verdaderos asesinos, y sabemos lo astuto que era su plan: volvernos las unas contra las otras y dejarnos al descubierto ante toda Nuln. Lo que aún nos queda por descubrir es por qué lo hicieron y quién estaba detrás, del asunto. Me niego a creer que esa monstruosidad cabeza hueca fuera algo más que un triste peón. Fue manipulado tanto como cualquiera de nosotras. ¿Una «voz» le dijo que nuestra sangre lo regeneraría? —Alzó una ceja—. ¿Quién era esa voz, entonces? ¿Quién se beneficiaría de nuestra destrucción?

—Me temo que hay una cuestión más apremiante, hermana —dijo Hermione, que fue hasta tina silla y se dejó caer en ella.

Gabriella alzó una ceja.

—¿Si?

—Schenk —declaró Hermione—. Puede que hayas aplacado sus sospechas por el momento, pero no continuará así durante mucho tiempo. Aunque no ataque, siempre tendrá un ojo vuelto hacia nosotras. Resultará imposible continuar con nuestras actividades.

Gabriella asintió con la cabeza y arrugó la frente.

—Tienes razón, hermana. Me temo que ha llegado el momento de despedirse de nuestras actuales encarnaciones y hallar nuevos camuflajes bajo los que vivir. —Miró en torno—. Tal vez deberíamos morir todas aquí, después de todo, destrozadas por los necrófagos.

Cuando las tres lahmianas se pusieron a discutir las ventajas del plan, Ulrika sintió una mano sobre uno de sus brazos y se volvió. Famke se encontraba de pie a su lado, con expresión de preocupación en su hermoso rostro.

—Pareces atribulada, hermana —murmuró—. ¿Te ha hecho daño el hombre?

Ulrika volvió la cabeza para ocultar el dolor que le demudaba la cara debido a las palabras de la muchacha.

—No, hermana —dijo—. Yo le he hecho daño al hombre.

Famke le acarició un hombro.

—Bueno, muy probablemente se lo merecía. Todos se lo merecen.

—Me temo que éste no —replicó Ulrika. Apretó la mano de Famke y le sonrió—. Pero gracias por tu preocupación.

Famke sonrió con timidez.

—Sólo me alegro de que todas volvamos a estar del mismo lado. Tal vez ahora nos veremos más a menudo.

—Eso espero —asistió Ulrika.

Volvió la cabeza otra vez hacia las tres hermanas en el momento en que se alzaba de nuevo la voz de Gabriella.

—Entonces, queda decidido —estaba diciendo—. Llevaremos a cabo nuestro fallecimiento aquí, y luego aguardaremos, ocultas, mientras consultamos con la reina sobre nuestro próximo destino.

Hermione suspiró, mirando a su alrededor.

—Ojalá no fuera así. He invertido tanto en este lugar…

Gabriella sonrió.

—Habrá nuevas casas, y nuevos lugares que decorar. —Se puso de pie mientras Hermione se reía—. Volveré en un momento para ayudar con los preparativos, pero antes tengo que ocuparme de algunas cosas. —Hizo una genuflexión y fue cojeando hacia Ulrika.

La kislevita avanzó con rapidez para ofrecerle un brazo, y la sostuvo al salir de la habitación.

—¿Son muy graves vuestras heridas, señora? —preguntó Ulrika, mientras entraban en el demolido salón.

—Costillas rotas —respondió Gabriella con una mueca de dolor—. Una pierna rota. No tiene importancia. Todo se arreglará cuando me alimente. —Se detuvo cuando llegaron al pie de la escalera, y se volvió a mirar a Ulrika con expresión grave—. Pero primero tengo que hablar contigo, y creo que sabes sobre qué.

Ulrika se quedó petrificada, con el pecho contraído de terror.

—¿El templario Holmann?

Gabriella asintió con la cabeza.

—Tienes dos opciones —dijo—. Lo sangras y lo conviertes en tu amante, o lo matas. Dejo la elección en tus manos.