VEINTISIETE

VEINTISIETE

El corte más desagradable

El strigoi rugió y pasó por encima de Ulrika, sin pisarla, para dirigirse con piernas inseguras hacia el cazador de brujas. Se veía un humeante agujero de bordes negros donde la plateada bala de pistola lo había alcanzado, así como la ensangrentada punta del estoque que aún lo atravesaba desde el abdomen hasta la espalda. Holmann arrojó a un lado las pistolas al verlo llegar. Sacó un frasco de la bandolera y desenvainó la espada, mientras sus ojos grises ardían de legítima furia.

—¡Inmundo demonio de la oscuridad! —gritó, arrojándole el frasco—. ¡En el nombre de Sigmar, te destruirá!

El strigoi apartó de un manotazo el frasco, que se rompió y le negó el brazo y la mano con agua bendita. El monstruo gruñó mientras la piel le burbujeaba y siseaba, pero no se detuvo. Holmann esquivaba sus golpes y le abría tajos en los brazos, pero la bestia apenas parecía notarlo.

Ulrika sacudió la cabeza para intentar librarse del aturdimiento, y se obligó a levantarse. Acero y agua bendita no bastarían para detener a Murnau, ni siquiera herido como estaba. Sin plata o fuego, Holmann no tenía la más remota posibilidad de vencer.

Un brillante destelló metálico pareció hacerle un guiño desde el suelo. ¡La daga plateada! Estaba donde el brujo la había dejado caer al morir. Avanzó hacia ella con paso tambaleante, mientras Murnau, de un golpe, lanzaba a Holmann hacia la cama, donde cayó, aturdido, junto a la aún inconsciente Gabriella. Entonces, el monstruo alzó las garras para asestar el golpe final. Ulrika recogió la daga a toda prisa y se lanzó hacia adelante contra el strigoi, dirigiendo la hoja hacia la herida de bala. Pero se quedó corta, y el brillante filo sólo le arañó un costado.

Eso bastó para llamar su atención. El strigoi bramó al tiempo que se le ennegrecía la carne, y le propinó un enloquecido golpe de revés. El puño del tamaño de un barril impactó contra el pecho de Ulrika y la lanzó resbalando por el pulimentado suelo hasta que se estrelló contra los restos de las puertas del balcón.

—¡Basta de plata! —gritó, y fue tras ella con pasos atronadores—. ¡Basta de dolor!

Ulrika luchaba por ponerse de pie mientras aquella cosa iba acercándose pesadamente, pero la conmoción causada por los impactos recibidos le había dejado las extremidades entumecidas y torpes. La habitación no dejaba de inclinarse hacia la izquierda.

Holmann se levantó de la cama y le arrojó a Murnau otro frasco. El strigoi rugió cuando el recipiente, al romperse, derramó sobre su espalda agua bendita que le levantó ampollas humeantes.

—¡Que Sigmar me dé fuerzas! —gritó Holmann, al cargar con la espada dirigida hacia el cuello de la criatura.

Murnau se volvió y atrapó al caballero por el brazo de la espada, para luego lanzarlo contra Ulrika justo en el momento en que ella lograba ponerse de pie. Juntos atravesaron de espaldas las destrozadas ventanas y se estrellaron contra las losas de piedra del suelo del balcón. La daga de plata cayó rebotando de la mano de Ulrika, y desapareció por el borde hasta el patio de abajo.

Holmann gimió, sobre ella, aferrándose el brazo retorcido y maltrecho. El strigoi avanzaba cojeando hacia ellos, con el monstruoso rostro contorsionado por el dolor y el estoque de Ulrika clavado en el abdomen.

—Bajaos —dijo ella—. Ahí viene.

—Debería dejar que os mate por traición —gruñó él, pero rodó hacia un lado.

—Os dejé atrás por vuestra seguridad. —Se aferró a la balaustrada para ponerse de pie.

Él se levantó junto a ella, haciendo muecas de dolor, y cambió la espada a la mano izquierda mientras se presionaba el otro costado con la mano derecha.

—Mi seguridad no es asunto vuestro.

El strigoi destrozó los restos de las puertas al atravesarlas, gruñendo y manoteando en el aire para golpearlos a ambos. Holmann se lanzó hacia la izquierda al tiempo que dirigía un torpe tajo hacia atrás con la zurda. Ulrika se subió de un salto encima de la balaustrada y miró hacia abajo. En el patio, Mathilda, aún transformada en lobo, luchaba contra un grupo de necrófagos, mientras que otros alzaban el cuello hacia el balcón y aullaban de hambre. Por ahí no había escapatoria.

El strigoi dirigió un manotazo hacia las piernas de Ulrika para intentar hacerla caer de la balaustrada. Ella saltó por encima de la mano y se aferró a una gárgola situada junto a las puertas que sujetaba una lámpara con sus mandíbulas de granito. El vapuleado cráneo le palpitaba de dolor, lo que estuvo a punto de hacer que se soltara, pero se aferró al borde del tejado inclinado, donde quedaban algunas zonas de nieve.

Las zarpas del strigoi la atraparon por la pierna derecha, pero Holmann lo acometió con la espada por detrás, y la soltó para darse la vuelta y defenderse.

Ulrika se izó con las manos hasta el tejado nevado.

—¡A él no, espectro repugnante! —le gritó desde arriba—. ¡A mí! ¡Aquí arriba!

Arrancó tejas de pizarra del tejado y se las arrojó a la cabeza a Murnau, que gruñó y se protegió con un brazo levantado, pero Ulrika logró que una de ellas salvara su defensa y se le estrellara contra los dientes. Murnau rugió, furioso, y tendió las descomunales manos hacia el tejado.

«Ésta ha sido una buena idea», pensó ella mientras retrocedía en diagonal sobre manos y pies en dirección a lo alto del tejado. Una superficie resbaladiza e irregular era lo más adecuado para equiparar las probabilidades. Allí, la torpeza y las terribles heridas del strigoi contrarrestarían su fuerza, mientras que la agilidad de la muchacha le proporcionaría cierta ventaja. Murnau resbalaría sobre las heladas tejas mientras que Ulrika se movería con gracilidad por ellas.

Pero la kislevita se dio cuenta de su error en cuanto él comenzó a perseguirla. Las garras de Murnau no resbalaban sobre las tejas de pizarra, sino que las destrozaba y atravesaba para clavarse en los listones de madera de debajo. Se izó y gateó hacia ella como un mono albino depauperado, usando las garras de los pies del mismo modo que las garras de las manos.

—¡Svoloch! —maldijo, en su idioma natal.

—¡Ja! —rio el monstruo—. ¡Te has metido en una trampa tú solita, mosquita! ¡Y has perdido tu colmillo de plata!

Ulrika retrocedió a lo largo del estrecho caballete del tejado en el momento en que Murnau se erguía y tendía las zarpas hacia ella. Sin un arma, no podía abrigar la esperanza de luchar contra él. El alcance de sus garras era enorme. Echó una mirada hacia atrás. El final del tejado se aproximaba con rapidez.

La garra derecha le arañó un hombro y la derribó de espaldas sobre el estrecho caballete. Comenzó a deslizarse por las tejas de pizarra nevadas y logró detenerse abriendo los brazos de par en par. El strigoi lanzó un rugido de triunfo y alzó los puños para descargarlos sobre ella. Ulrika alzó la mirada. La empuñadura de su estoque aún sobresalía del abdomen del monstruo, justo por encima de ella. Levantó las manos y se lo arrancó a la vez que lo retorcía.

El strigoi chilló de dolor y retrocedió con paso tambaleante. Ella lo acometió con un tajo, e intentó ponerse de pie otra vez. Murnau apartó a un lado la hoja con una zarpa y le propinó un manotazo con la otra, haciéndola retroceder hasta el borde del tejado y provocando que resbalara de espaldas por la vertiente. Extendió el brazo de la espada y consiguió detenerse. La cabeza le quedó colgando por el borde del tejado. Ya no quedaba más espacio para huir.

El strigoi descendió por la pendiente hacia ella, destrozando placas de pizarra con cada paso. A la espalda del monstruo, Ulrika vio que Holmann luchaba para trepar desde el balcón con su casi inutilizado brazo derecho. Tenía que reconocerle al templario el mérito de no darse por vencido, pero iba a llegar demasiado tarde.

El strigoi intentó atraparla por las piernas. Ella dirigió un tajo a sus manos, pero comenzó a deslizarse otra vez y erró. El monstruo la agarró por un tobillo y la levantó en el aire, para dejarla colgando cabeza abajo en una caída vertical de tres pisos. La escena que giraba vertiginosamente debajo de ella mostraba un pequeño patio de servicio adoquinado que se extendía entre la roqueta antigua y el ala nueva de la casa, con un pintoresco aljibe cubierto en el centro.

—Bueno, mosquita —dijo el strigoi con voz ronca—. ¿Sabes volar?

Ulrika arqueó la espalda hacia atrás, como un gato en una trampa, y asestó un tajo a la pierna izquierda del strigoi con toda su fuerza. La hoja penetró profundamente y encontró hueso, y Murnau gruñó y la soltó al tiempo que retrocedía con paso tambaleante. Ella rotó desesperadamente en el aire y se sujetó al borde del tejado. Tuvo que soltar la espada, que cayó rebotando por la vertiente. Sus garras rechinaron por la pizarra, sobre la que dejaron unas profundas marcas cuando su propio peso tiraba de ella hacia abajo.

El strigoi volvió a avanzar pesadamente para pisarle los dedos mientras la sangre le corría por la pierna como una roja cascada. Ulrika se enganchó a su pie izquierdo y se izó. El monstruo la aferró, y sus zarpas le presionaron las costillas al intentar arrancársela de la pierna, pero ella no se soltó y le clavó los colmillos en la parte posterior de la pantorrilla. Murnau bramó y tiró con más fuerza. Ella se aferró más aún, cerrando las mandíbulas como un perro de presa que intentara matar una rata. Luego, con un último tirón desesperadamente fuerte, logró arrancársela… cortándole los tendones con los dientes.

Mientras la sangre manaba en torrencial arco, el strigoi cayó de costado, ya que la pierna fue incapaz de soportar su peso. Ulrika manoteó para intentar aferrarse otra vez al borde del tejado en el momento en que el monstruo se estrellaba contra la vertiente cubierta de pizarra, pero sus zarpas la sujetaron con fuerza. Murnau rebotó una vez, y luego se precipitó hacia el patio, abrazando a Ulrika como si fuera su muñeca favorita.

Se produjo un instante de vértigo congelado —justo el tiempo suficiente para que ella comprendiera que iba a morir—, y entonces llegó el impacto que le hizo entrechocar los dientes, un estruendo ensordecedor, un segundo impacto, más doloroso que el primero, y luego…

—¡Fräulein Magdova!

La voz sonaba fuerte pero lejana, extraña pero familiar. Le habría gustado que no estuviera tan oscuro para poder ver quién le hablaba. Le habría gustado dejar de caer para que el mundo cesara de dar vueltas.

—¡Fräulein!

Volvió el dolor. Se sintió como si la hubieran sumergido en una bañera de agua helada para luego golpearla con varas de madera. Le dolía todo el cuerpo. Todo él, de la cabeza a los dedos de los pies, por dentro y por fuera. Con dificultad, individualizó todas las sensaciones que requerían su atención a gritos, y se dio cuenta de que yacía sobre algo duro y frío.

Abrió los ojos, y en seguida volvió a cerrarlos. El mundo continuaba girando a una velocidad excesiva. Lo intentó otra vez. Continuaba girando, pero ahora ella estaba preparada. Lo primero que vio fue el cielo nocturno, que se volvía ligeramente gris en un punto. A continuación vio un alto muro blanco que ascendía hasta formar un pico, y luego un hombre con sombrero de ala ancha, de pie sobre el pico, que la miraba.

—Fräulein —dijo—. ¿Estáis viva?

—Parece… —respondió ella, vacilante—, parece que sí.

Los hombros del cazador de brujas descendieron, aunque ella no sabía si de alivio o decepción.

—No os mováis —indicó—. Bajaré hasta donde estáis. —A continuación, desapareció.

Ulrika asintió con gesto ausente, y luego frunció el ceño al ver polvo y nieve posándose en torno a ella. A su cerebro confundido le parecía que hacía una semana que había caído del tejado, pero si el polvo aún estaba posándose quería decir que había sucedido apenas unos segundos antes. ¡Segundos! ¡Eso significaba que Murnau aún podría intentar matarla!

Intentó sentarse, y el dolor volvió a dominarla con la misma intensidad que la primera vez. Gimió, se dejó caer de espaldas, y usó sólo la cabeza para mirar a su alrededor, momento en que vio al strigoi.

Visto desde el suelo, por un momento resultó difícil saber qué le había sucedido. El largo cuerpo flaco y huesudo del monstruo se encontraba por encima de ella, bloqueando una buena parte del cielo, y aparentemente suspendido en el aíre. No sabía cómo eso era posible, pero luego al girar más la cabeza, vio que parecía estar tendido sobre el tejado del pozo cubierto.

Continuaba sin entenderlo del todo, así que rodó hasta quedar sobre el abdomen y se puso trabajosamente de rodillas. Todos los músculos de su cuerpo protestaron ante aquella tortura, pero, sorprendentemente, Ulrika no sentía ningún hueso roto. ¿Cómo había hecho para caer desde tres pisos de altura sobre suelo de adoquines y no romperse un solo hueso? Aun siendo lo que ella era, parecía imposible.

Se sentó y volvió a mirar al strigoi, y entonces todo se aclaró. Estaba, en efecto, tendido sobre el pozo, pero no precisamente en el tejado. Lo había atravesado al caer y se había empalado en uno de los gruesos postes de roble que lo soportaban. Más de medio metro de puntal roto sobresalía de su pecho destrozado como un gigantesco diente blanco bañado en sangre, y el monstruo yacía abierto de piernas y brazos, como una mariposa inimaginablemente horrenda atravesada por un alfiler.

—La bestia me paró la caída —murmuró, asombrada. ¡Qué milagro que ella hubiera rebotado hacia el suelo y escapado al empalamiento sufrido por Murnau!

Unos pasos que corrían le hicieron alzar la cabeza. Intentó levantarse pero fracasó. Holmann salió a la carrera de la casa, con la espada desnuda, y fue velozmente hacia ella.

—Fräulein —dijo al tiempo que se arrodillaba junto a Ulrika—. No deberíais moveros.

Ella agitó una mano hacia él para tranquilizarlo; luego se apoyó en el borde del pozo y lo usó para ponerse de pie. El mundo oscilaba a su alrededor, y las costillas, extremidades y heridas le palpitaban de dolor, pero estaba en pie. Se volvió con movimientos rígidos hacia el cazador de brujas.

—¿Me permitís que os moleste y os pida que me prestéis la espada, templario Holmann? —preguntó—. Parece que he extraviado la mía.

Él la miró con desconfianza.

—¿Qué tenéis intención de hacer con ella?

—Tengo intención de asegurarme —replicó, y miró al strigoi.

Holmann vaciló, luego le dio la vuelta a la pesada espada y se la tendió. Ella la tomó por la empuñadura, se dirigió hacia la cabeza del strigoi, que pendía por el borde del tejado del pozo, y levantó la mirada hacia el cielo. Alzó la espada, y entonces retrocedió, sobresaltada, cuando los ojos del monstruo parpadearon y se abrieron, y Murnau volvió la cabeza para posar sobre ella una mirada de la que había desaparecido toda cólera para ser reemplazada por una triste confusión.

—La voz —dijo atropelladamente—. La voz mintió.

La voz otra vez.

—¿Qué voz? —preguntó Ulrika—. ¿Quién te dijo que hicieras esto?

—La… voz —replicó, y entonces los ojos se le volvieron inexpresivos y su cuerpo se relajó.

Ulrika descargó la espada de Holmann con tanta fuerza que chasquearon las muñecas, y de un solo tajó decapitó al strigoi. La cabeza cayó al suelo con un golpe sordo y rodó hasta las piernas de Holmann.

Él sonrió con humor negro.

—Parece que teníais razón al querer aseguraros —dijo, y luego le tendió una mano para recuperar la espada.

Entonces le tocó a Ulrika vacilar. Ahora que Holmann estaba allí, ella volvía a encontrarse ante el dilema de qué hacer con él. Continuaba teniendo el deber de matarlo, como había ordenado Gabriella, y podría hacerlo allí. Ella tenía una espada y él estaba indefenso, con el brazo derecho lisiado y desgarrado. Pero ¿cómo podía hacerlo? Le había salvado la vida Había salvado la vida de Gabriella, nada menos, y le había confiado su espada a pesar de que lo había engañado cuando se dirigían hacia allí.

Limpió la hoja, le dio la vuelta al arma y se la devolvió. Él la miró de manera extraña al aceptarla, como si también se hubiera preguntado si ella se la devolvería.

—Ahora debéis marcharos —dijo ella—. El asesino está muerto. Vuestra misión ha acabado. Marchaos antes de que las cosas se pongan… difíciles.

Holmann frunció el ceño.

—No…, no os dejaré, si van a producirse más problemas.

—Los problemas no serán para mí —replicó ella—. Sólo para vos. —Recogió la cabeza del strigoi por una de las grandes orejas y se la ofreció—. Tomad. Coged esto y marchaos. Enseñádsela a vuestro capitán y cosechad la gloria. Pero daos prisa.

Holmann tendió la mano izquierda hacia el monstruoso objeto, pero antes de que pudiera tomarla, Ulrika oyó unos pasos sigilosos en la abertura que daba al patio.

La señora Mathilda se encontraba allí, completamente desnuda, con sus voluptuosas curvas cubiertas de arañazos y marcas de mordiscos, algunas de las cuales le llegaban al hueso. Ulrika gimió. Un minuto más y Holmann se hubiera marchado. Pero ya era demasiado tarde.

Mathilda sonrió con aprobación, enseñando los colmillos aún extendidos.

—Bien hecho, tesoro —dijo—. Esos cobardes devoradores de cadáveres huyeron en cuanto él cayó. —Los llamó con un gesto—. Ahora trae su fea cabeza y a tu amorcito y tendremos una agradable charla dentro, junto al fuego.

Holmann le lanzó a Ulrika una mirada interrogativa. Ella dejó caer la cabeza.

—No intentéis huir —murmuró—. No podrías correr más rápido que ella.

—Los cazadores de brujas no huimos —replicó él, y a continuación apretó los dientes y le hizo una inclinación de cabeza para que abriera la marcha.

Salieron juntos del patio y luego giraron hacia la puerta delantera, mientras Mathilda caminaba, desnuda, detrás de ellos, vigilando cada paso que daban.

Al acercarse al porche, Ulrika vio la daga plateada que había caído desde el balcón. Se inclinó a recogerla y luego se volvió a mirar a Mathilda.

La madama le dedicó una ancha sonrisa.

—Será mejor que le devuelvas eso a tu señora, tesoro, y espero que no se te ocurran ideas raras.

Ulrika asintió con la cabeza, acobardada, y se metió la daga dentro del desgarrado y ensangrentado jubón.

Gabriella estaba transportando a Rodrik, escalera abajo cuando Mathilda hizo entrar a Ulrika y Holmann en el salón. Ulrika casi se rio ante lo incongruente de la imagen: la delicada dama con el poderoso caballero en brazos. Pero Rodrik estaba mortalmente pálido, y la condesa cojeaba tanto que estuvo a punto de dejarlo caer.

Ulrika soltó la cabeza del strigoi y corrió hacia ella para cargar con una parte del peso de Rodrik, que tenía el pecho hundido bajo el jubón empapado en sangre y el brazo de la espada doblado hacia atrás en un ángulo antinatural.

Lo tendieron sobre un diván mientras Mathilda y el templario Holmann observaban desde una distancia respetuosa. Cuando la cabeza del caballero se apoyó en los cojines, abrió los ojos y alzó la mirada hacia Gabriella. Al hablar, en sus labios aparecieron burbujas de sangre.

—Señora —dijo—. Perdonadme. Perdonad mis celos. No debí haberos abandonado nunca.

Gabriella le tomó una mano entre las suyas.

—Y yo no debí haberte puesto celoso, amado. —Le besó una mejilla—. Estás perdonado.

Rodrik se llevó la mano de ella a los labios enrojecidos y le besó los dedos.

—Gracias, señora. Me enorgullece morir en vuestra defensa. —Inspiró entrecortadamente—. Es lo único por lo que he vivido jamás.

El aire le salió por la garganta con un estertor, la cabeza le cayó hacia atrás y sus ojos quedaron mirando al techo, carentes de vida. Gabriella se quedó mirándolo durante un momento y luego le cerró los párpados.

—Pobre enamorado Rodrik —declaró con tristeza—. Su devoción lo apartó de mí, y luego lo trajo de vuelta para morir.

—Lo lamento, señora —dijo Ulrika—. Me siento como si mi presencia lo hubiera apartado de vos.

Gabriella negó con la cabeza.

—Tú no tienes la culpa. Yo podría haber hallado un medio de darte a ti tu gloria sin negarle a él la suya. Mis actos fueron tan mezquinos como los suyos. —Se miró el dorso de la mano y observó la sangre de los labios de él—: Era un vanidoso necio soberbio, pero su corazón era noble. Lo echaré de menos.

Suspiró, luego se lamió los dedos y alzó la mirada. Sus ojos enfocaron a Holmann, que se encontraba de pie a unos pasos por detrás de Ulrika, con aspecto rígido e incómodo.

—Vaya —dijo—. Así que éste es tu cazador de brujas.

Ulrika asintió con la cabeza, temerosa de lo que se avecinaba.

—El templario Friedrich Holmann, condesa.

Gabriella asintió con la cabeza, y luego hizo una genuflexión un poco inestable a Holmann.

—Estoy en deuda con vos, templario —afirmó—. Vuestros oportunos disparos me han salvado la vida, y muy probablemente han salvado también la vida de Ulrika.

Holmann inclinó la cabeza.

—He cumplido con mí deber, señora. Eso es todo.

Gabriella le dedicó una sonrisa fría.

—¿Y habéis acabado con el cumplimiento de vuestro deber? ¿O ahora me arrestaréis?

Holmann vaciló, con los puños cerrados a los lados.

—Le he jurado a la señora Ulrika que no lo haría —afirmó.

—¿De verdad? —preguntó Gabriella—. ¿Y tenéis intención de hacer honor a ese juramento?

Holmann se puso aún más rígido.

—Yo… yo nunca rompo mi palabra, señora.

—Qué noble por vuestra parte… —comentó Gabriella.

—Te dije que era su amorcito —intervino Mathilda, riendo entre dientes.

Holmann se ruborizó.

—Ella me prometió que participaría en la muerte del monstruo, que podría atribuirme el mérito de haberlo matado.

—Ah, ya veo —dijo Gabriella, sonriendo con astucia—. Eso lo explica todo. —Dio la impresión de que iba a decir algo más, pero en ese momento la puerta de la roqueta rechinó al abrirse, y por ella se asomaron Hermione y Famke, como dos conejos asustados que miran desde la entrada de su madriguera.

—¿Está muerto? —preguntó Hermione.

Gabriella y Mathilda se volvieron a mirarla con ojos fríos.

—No gracias a ti —dijo Gabriella.

—Nos dejó para que muriéramos mientras ella se escondía en su jardín de rocalla —declaró Mathilda con tono despectivo—. Habríamos perdido la mitad de lo que hemos perdido si tú y tu desgarbado retoño nos hubierais echado una mano.

—¡Debo proteger a los míos! —protestó Hermione, mientras salía con Framke siguiéndola.

Gabriella fue hacia ella.

—¿Nosotras no somos los tuyos? Somos tus hermanas. Nos has cerrado la puerta en la cara.

—¡Me dominó el pánico! —Se excusó Hermione—. El miedo pudo conmigo.

Gabriella soltó un bufido.

—Sin duda, es el rasgo distintivo de una gran dirigente. No me extraña que te preocupe tu posición.

Los ojos de Hermione se encendieron ante el comentario.

—¡Es verdad que conspiras contra mí! Usarás esta tragedia para envenenar la opinión que la reina tiene de mí.

Mathilda se echó a reír.

—Eso ya lo estás haciendo muy bien tú solita.

Mientras continuaba la discusión, Ulrika se acercó disimuladamente a Holmann.

—Recoged la cabeza del monstruo y marchaos —susurró—. Antes de que se acuerden de que estáis aquí.

Holmann miró la cabeza del strigoi, que sangraba sobre la alfombra donde la había dejado caer Ulrika, pero continuó con sus vacilaciones.

—¿Sufriréis vos algún mal por dejarme marchar? —preguntó. Ella sonrió con afectación y le apretó un brazo.

—Mi seguridad no es asunto vuestro.

Él respondió a eso con una sonrisa torcida, y luego frunció el ceño otra vez, con expresión preocupada en los ojos.

—Yo…

Sus palabras se vieron interrumpidas al abrirse la puerta del vestíbulo delantero y para que entrara Frau Otilia, con aspecto acalorado, pero, por lo demás, tan pulcra e inmaculada como siempre.

—Con vuestro perdón, señoras —dijo al tiempo que hacía una genuflexión.

La discusión de Hermione con Gabriella y Mathilda se interrumpió al reparar las tres en el ama de llaves.

Hermione abrió los ojos de par en par.

—¿Te atreves a mostrar otra vez tu rostro, traidora? ¡Haré rodar tu cabeza por lo que has hecho!

Gabriella comenzó a avanzar hacia ella extendiendo las garras.

—Tu conspiración ha fallado, desdichada. Hemos acabado con la maldición que lanzaste contra nosotras.

—Ah, pero en realidad no lo habéis logrado —replicó ella, para luego hacer otra genuflexión y sonreír a Hermione—. El capitán Meinhart Schenk desea veros, señora.