VEINTISÉIS

VEINTISÉIS

Carmesí y plata

Con una última sílaba, Gabriella completó el encantamiento y lanzó las manos hacia adelante. Las negras nubes de oscuridad bruja retrocedieron como humo ante un viento fuerte, pero los necrófagos y el strigoi continuaron adelante, y en la puerta rota apareció el hechicero, con la blanca cara redonda convertida en una máscara de concentración al luchar contra las defensas de la condesa.

—¡Murnau! ¡Mata a la hechicera! —dijo con voz ronca—. Los otros quedarán ciegos sin sus encantamientos.

—¡Matad al strigoi! —siseó Gabriella con los dientes apretados—. Los necrófagos huirán cuando muera.

—¡Yo lo mataré! —bramó Ulrika, haciendo un gesto con una mano para que Rodrik y la loba retrocedieran—. ¡Vosotros dos mantened a los necrófagos a distancia!

—Pero… —comenzó Rodrik, pero Gabriella lo interrumpió.

—¡Haced lo que ella dice! —le espetó—. ¡Ella tiene la plata!

No hubo tiempo para más discusiones. Los necrófagos acometieron desde todas partes, y el strigoi se lanzó hacia Gabriella, con las garras en alto. Mientras la loba y Rodrik se trababan en combate frontal con la repugnante horda, Ulrika se interpuso de un salto en el camino del monstruo, blandiendo violentamente el estoque y manteniendo la daga oculta para asestarle una puñalada por sorpresa. Pero la criatura a la que el brujo había llamado Murnau había aprendido la lección. Hizo caso omiso de la espada y dejó que le abriera en la cadera un tajo hasta el hueso, aunque las rodillas se le doblaron de dolor, y atacó la otra mano de Ulrika.

El golpe le dolió como un martillazo, hizo caer la daga de su mano y abrió surcos rojos en su muñeca. Intentó atrapar la pequeña arma cuando resbalaba por el suelo de madera, pero la otra mano de Murnau le dio entre los hombros un golpe que la hizo volar hasta el lado opuesto de la habitación y estrellarse de cabeza contra la pared.

El impacto de su cráneo dejó una depresión en la escayola, y ella se desplomó en el suelo, donde se le oscureció la visión y comenzó a darle vueltas la habitación a causa del mareo. El strigoi también estaba en el suelo, luchando por levantarse mientras se sujetaba la ensangrentada cadera destrozada. Si lograba encontrar la daga podría acabar con él. Recorrió el suelo con la mirada. Allí. Había ido a detenerse a los pies del brujo. Pero cuando ella ya había comenzado a gatear hacia el arma, el hombrecillo la recogió, riendo de triunfo.

Su risa se transformó en un alarido de dolor cuando Gabriella le hizo pagar esa pérdida de concentración y lo golpeó con una columna de fuego negro. Retrocedió con paso tambaleante hasta la puerta, con la ropa humeando, pero luego se recuperó y adelantó las manos en un gesto de protección. Las llamas de Gabriella se detuvieron como si hubieran topado contra un muro, y volvieron atrás para tender hacia ella sinuosos dedos. La condesa las detuvo con dificultad, murmurando ferozmente para sí.

El strigoi se levantó y cojeó hacia Gabriella, quien, inmovilizada por el duelo que mantenía con el brujo, no pudo hacer otra cosa que retroceder lentamente hacia la pared.

—¡Señora!

Ulrika se puso precipitada y torpemente de pie y estuvo a punto de volver a caer cuando todo comenzó a girar a su alrededor. No iba a dar alcance a tiempo al strigoi, y Rodrik y la loba se encontraban rodeados por los necrófagos; No podían ir en su ayuda. Murnau pasaba por debajo de la araña de luces y lanzaba zarpazos a Gabriella, que retrocedía con paso tambaleante, aun intentando mantener a distancia los hechizos del brujo.

De repente por su mente pasó como un destello el recuerdo de la muerte de su padre de sangre. Adolphus Krieger. ¡El matatrolls Snorri Muerdenarices había matado al vampiro haciendo caer sobre él una enorme araña de luces hecha de hierro! Los ojos de Ulrika resiguieron la cadena que servía para subir y bajar la araña y vio que la manivela estaba atornillada a la pared a sólo dos pasos de ella. Se lanzó hacia ella al tiempo que alzaba el estoque, y descargó un torpe golpe sobre la cadena.

Con eso bastó. Con un fuerte ruido tintineante, la cadena se rompió y corrió por las poleas, zumbando. La pesada araña de luces dorada cayó como una piedra y se estrelló contra el strigoi en una explosión de cristales y velas, aplastándolo contra el suelo. Por desgracia, también derribó a la loba e hizo retroceder a Rodrik y a la condesa Gabriella con paso tambaleante.

Los necrófagos saltaron sobre ellos.

Ulrika gritó, consternada, y avanzó dando traspiés, oscilando como un borracho, y se puso a descargar tajos sobre los encorvados demonios, clavándoles la hoja en los ojos hundidos, y cercenándoles los dedos y las muñecas albinos para alejarlos. La horda retrocedió ante la furia de su acometida, pero antes de que pudiera llegar hasta Gabriella, Murnau se levantó con brusquedad, alzando la pesada rueda dorada de la araña de luces por encima de la cabeza ensangrentada y rugiendo de furia. Ulrika maldijo. La idea de matar al strigoi por el mismo método que había matado a Krieger ni siquiera lo había dejado aturdido.

Los necrófagos se dispersaron hacia los cuatro rincones de la habitación en el momento en que Murnau volvía sus coléricos ojos rojos hacia Ulrika y se disponía a lanzarle la araña de luces. Ella dio media vuelta y echó a correr, para luego lanzarse a través de las cortinas de la cama de cuatro postes de Hermione, sobre la que rebotó para caer al otro lado en el momento en que el descomunal objeto metálico pasaba volando por lo alto, atravesaba y destrozaba el dosel, y acababa por estrellarse contra la chimenea que tenía detrás, arrastrando consigo baldaquín, cortinas y postes de cama rotos.

—¡Mosca fastidiosa! —bramó el strigoi—. ¡Levántate y enfréntate conmigo!

Ulrika miró por encima del borde de la cama y vio que iba cojeando hacia ella. ¿No había nada que pudiera detener al monstruo? Tenía el cuero cabelludo abierto hasta el hueso, presentaba profundos tajos en los brazos y el cuello, llevaba clavadas en los hombros dentadas esquirlas de cristal y, sin embargo, continuaba adelante. Al menos lo había distraído y apartado de Gabriella, que estaba recuperándose y reanudando su duelo con el brujo, mientras que Rodrik y la loba ya estaban en pie y volvían a matar necrófagos, pero ¿cómo podía ella matar a Murnau sin la daga de plata?

El olor a humo hizo que mirara hacia atrás. La cortina y el dosel que se habían enganchado a la araña de luces comenzaban a arder dentro de la chimenea. ¡Fuego! ¡Ésa era la manera! ¡El fuego podía detenerlo!

El strigoi rodeó la cama con paso tambaleante, corriendo hacia ella. Ulrika arrancó las sábanas y mantas de la cama y se las echó encima, cubriéndole la cabeza. El monstruo gruñó y las aferró con las zarpas para intentar quitárselas. Ulrika rodó hasta el hogar y recogió un poste de cama del que colgaban restos de cortinas llameantes, y las hizo volar hacia el strigoi como si fueran la punta de un látigo. Las cortinas le cayeron sobre la espalda e hicieron que las mantas que lo cubrían comenzaran a arder, pero no con la rapidez suficiente. Se las habría quitado antes de que las llamas prendieran bien.

Ulrika miró en torno, desesperada, y vio una lámpara de aceite que había sobre una mesita, junto a la cama. La recogió y se la lanzó a Murnau. Se rompió contra uno de los huesudos hombros y el aceite lo salpicó todo a su alrededor. Al instante, las llamas se alzaron de las sábanas y el strigoi bramó de dolor.

Ulrika cargó entonces, riendo de alivio y asestando tajos a las piernas de la criatura, que daba tumbos de un lado a otro, intentando arrancarse aquel manto de llamas de la cabeza. ¡Lo había logrado! ¡Ya podía darse por muerto! Pero entonces, desde el otro lado de la habitación, el brujo chilló una frase extraña y las llamas se encogieron cada vez más, hasta apagarse, para ser reemplazadas por una nube de humo que olía a pelo quemado.

El strigoi se arrancó las mantas ennegrecidas de la cabeza e intentó atraparla, con la cara y el cuello cubiertos de ampollas.

—Querías quemarme, ¿verdad? —rugió—. ¡Te quemaré yo a ti!

Ulrika retrocedió de un salto al tiempo que dirigía un tajo hacia sus brazos, pero él apartó el arma a un lado de un manotazo y le pateó el pecho con un gigantesco pie provisto de garras. La muchacha salió despedida de espaldas y cayó entre dos de los dorados brazos de la araña de luces y quedó atrapada en el lío de telas. Luchó para desenredarse mientras el strigoi se acercaba, cojeando, pero no encontraba asidero firme. Se sentía como si la hubieran arrojado sentada dentro de un barril y estuviera doblada por la mitad, agitando brazos y piernas. Era una manera ridícula y bochornosa de morir.

Entonces sintió calor en la cabeza y los hombros. Las llamas que estaban consumiendo las cortinas avanzaban hacia ella. Con un grito, intentó apartarse de ellas, pero sólo se hundió más entre los dos brazos de la araña de luces. Estaba atrapada, y tanto el strigoi como el fuego se le acercaban.

—¡Déjala, idiota! —gritó la voz del hechicero—. ¡Mata a la bruja! ¡La bruja!

El strigoi rugió, reacio, pero volvió sus pasos hacia Gabriella, al tiempo que le echaba una mirada furiosa a Ulrika por encima de un hombro.

—No ardas demasiado rápido, mosquita —dijo con voz ronca—. Debo ser yo quien acabe contigo.

Ulrika dejó caer el estoque y luchó con más ahínco para librarse de la trampa que la retenía. Debía proteger a la condesa. Sus movimientos sólo consiguieron hundirla más en el lío de telas. El fuego le chamuscaba el pelo de la parte posterior de la cabeza. El crepitar de las llamas sonaba con fuerza en sus oídos.

Mientras se deslizaba más abajo vio, por un instante, que el strigoi se acercaba a Gabriella por la espalda. Rodrik y la loba estaban ocupados luchando espalda con espalda dentro de un hirviente círculo de necrófagos. ¡No lo veían llegar!

—¡Señora, cuidado! —gritó Ulrika—. ¡Mathilda! ¡Rodrik! ¡Detenedlo!

Gabriella aún estaba inmovilizada por el combate que había trabado con el hechicero, pero Rodrik y la loba gritaron, con el miedo en los ojos, e intentaron separarse de los necrófagos.

La visión desapareció cuando Ulrika se hundió aún más en la bolsa de telas. Un pliegue llameante se deslizó hasta caer sobre ella y hacerle una quemadura en la cara. Gritó y manoteó con desesperación la tela, y al atravesarla con las uñas cayó al suelo con un golpe sordo. La vergüenza le escoció, tan dolorosa como las ampollas de las mejillas, al apartarse rodando de la tela encendida. ¡En cualquier momento habría podido salir de la bolsa si la hubiera rasgado! ¡Había olvidado sus garras! ¡Había estado pensando como un ser humano!

Un grito de Gabriella le hizo alzar la cabeza y mirar detrás de sí. En el centro de la habitación, Murnau estaba levantando por encima de la cabeza con una mano a la condesa que se debatía, mientras la loba le había apresado la otra mano con las mandíbulas y Rodrik se abría paso a través de los últimos necrófagos que quedaban para llegar hasta ellas.

—Señora —exclamó Ulrika con voz ahogada mientras se levantaba con piernas inseguras—. ¡Ya voy!

Cuando Ulrika avanzaba con paso tambaleante, Murnau lanzó a la loba a través de las destrozadas puertas del balcón. El animal se estrelló contra la balaustrada, pasó por encima y cayó al patio justo cuando Rodrik se libraba de los necrófagos y le asestaba a Murnau un tajo en las costillas. El monstruo bramó y, usando a Gabriella como si fuera un garrote, le asestó un golpe que lo derribó, para luego pisotearle las costillas.

—¡No, bestia! —gritó Ulrika mientras mataba a los últimos necrófagos que quedaban para llegar hasta él—. ¡Lucha conmigo!

Murnau rugió e intentó golpearla con Gabriella. Ulrika se agachó por instinto y la condesa pasó por encima de su cabeza; luego, atravesó el abdomen del strigoi con el estoque e intentó rasgarle los ojos con la mano libre. Él le golpeó la cara con un puño de huesudos nudillos, y Ulrika se estrelló contra el suelo, dejándole el arma clavada en el estómago. El monstruo se desplomó de dolor.

En medio del aturdimiento, una sombra de negros ropones que captó con el rabillo del ojo llamó la atención de Ulrika. Era el brujo, que con la daga plateada en una mano avanzaba furtivamente hacia Gabriella, que yacía sobre el destrozado lecho.

—¡No! —exclamó Ulrika con voz ahogada, pero el puño como una almádena del strigoi la había aturdido y las extremidades se negaban a responderle.

Rodrik se puso de pie con paso tambaleante, lanzó un grito que fue como un eco de la exclamación de ella, y fue dando traspiés hacia el brujo, doblado por la cintura a causa de las costillas rotas y arrastrando la pesada espada tras de sí. Barrió el aire con un tajo salvaje justo cuando el hombrecillo descargaba una puñalada hacia Gabriella, le acertó con un golpe de refilón y luego se estrelló de cabeza contra él.

La daga de plata desgarró el colchón a poco más de dos centímetros de un brazo de Gabriella en el momento en que Rodrik y el brujo caían rodando al suelo. Rodrik le propinó un codazo en la cara al hombrecillo, luego se puso de rodillas, a horcajadas sobre él, y alzó la espada.

El brujo le clavó una puñalada a Rodrik por debajo de las costillas con la daga de plata, y el caballero gruñó y cayó de costado al tiempo que la espada se deslizaba de sus manos. El hombrecillo se lo quitó de encima de un empujón y se puso trabajosamente de pie.

Invadida por el pánico, Ulrika luchó otra vez para levantarse, pero el strigoi se recuperó antes y la atrapó por detrás, sujetándola por el cuello.

—¡Ahora vas a arder! —rugió, para alzarla luego por encima de la cabeza y volverse hacia el fuego.

Mientras luchaba débilmente para librarse de la presa del strigoi, Ulrika vio al hechicero inclinado sobre Gabriella, riendo, con la daga de plata en alto.

—¡Señora! —gritó—. ¡Señora, despertad! —Pero sabía que sería demasiado tarde.

Una detonación atronadora le golpeó los oídos, y el strigoi chilló y dio un traspié. Ulrika se deslizó de los dedos repentinamente laxos y se estrelló de cabeza contra el suelo.

A través de una niebla de dolor vio que el hechicero se volvía, con los ojos desorbitados. Entonces sonó otro trueno que recorrió la habitación, el hombrecillo fue lanzado bruscamente hacia atrás, y la daga de plata salió volando de su mano en el momento en que le estallaba la cabeza en una lluvia de sangre y se desplomaba en el suelo.

Ulrika rodó hasta quedar de espaldas y alzó la mirada. En la puerta de la habitación había una figura alta tocada con un sombrero de ala ancha que tenía una pistola humeante en cada mano.

Ulrika parpadeó de sorpresa.

Era el cazador de brujas, el templario Friedrich Holmann.