VEINTICINCO

VEINTICINCO

La bestia

Toda la sala se quedó mirando fijamente, petrificada, mientras aquella cosa avanzaba y rugía. Ulrika había pensado que era un ser atemorizador cuando había luchado contra él a oscuras. Era aún más horripilante cuando se lo veía: una retorcida y gigantesca criatura deforme, a la vez enorme y flaca, poderosa y tullida, aterradora y lastimosa al mismo tiempo.

Sus brazos y piernas desnudos estaban estriados de músculos, pero también curvados y deformados, como si se le hubieran roto y luego soldado en mala posición, y tenía el pecho hundido y cubierto de cicatrices de miles de heridas antiguas. Pero lo más espantoso era su cabeza, que parecía un huevo roto, calva, blanca y destrozada. La mitad izquierda de la cara de mejillas hundidas estaba más abajo que la derecha, y el redondo costado izquierdo del cráneo estaba roto, aplastado y finamente cubierto por una red de tejido cicatricial lleno de bultos. En algún momento también se le había roto la mandíbula, que se desviaba hacia la derecha, de modo que los dientes superiores e inferiores no encajaban entre sí cuando cerraba la boca.

—Un strigoi —murmuró Gabriella—. Debería haberlo adivinado.

Hermione se atragantó y dejó caer a Otilia para cubrirse la boca y la nariz con las manos cuando el hedor a cadáver rancio del monstruo los envolvió a todos. Famke despertó a causa de una náusea y se puso a farfullar entre arcadas debidas al hedor. Von con paso tambaleante, mientras Ulrika, Gabriella y Mathilda, que no podían llevarse las manos a la cara porque las tenían encadenadas, intentaban ocultar el rostro en un hombro.

—¡¿Qué quieres de nosotras, monstruo?! —gritó Hermione. Zechlin, Rodrik y los otros hidalgos maldijeron y retrocedieron mientras hacía muecas y retrocedía muy poco a poco al tiempo que les hacía gestos a los hombres para que avanzaran—. ¡¿Por qué vas contra nosotras?!

—¡Ya sabéis por qué! —rugió la bestia—. ¡Fuisteis vosotras quienes enviasteis a los soldados! ¡Fuisteis vosotras las que hicisteis que me destrozaran!

»¡Un centenar de años! —bramó, avanzando y echándoles más hedor encima—. ¡Un centenar de años pasé tendido dentro de ese pozo, destrozado por las rocas que los soldados me habían tirado encima! Un centenar de años sin saber quién los había enviado. Ahora lo sé. ¡Fuisteis vosotras! ¡Las perras de Nuln! ¡Vosotras sois mis torturadoras!

—¡¿Quién ha estado contándote esas mentiras?! —gritó Hermione—. Yo jamás envié soldados contra ti. ¡No te conozco! ¡Nunca antes te había visto!

—¡La voz no miente! —replicó el strigoi—. ¡La voz dijo que fuisteis vosotras! ¡Dijo que me renovaré cuando os mate! ¡Que recuperaré mi aspecto!

—¿Una voz? —Mathilda soltó una risotada—. ¿Oyes voces? ¡Estás loco!

—¿Loco? —chilló el strigoi—. ¡Sí, estoy loco! ¡Me rompisteis la cabeza!

Y dicho esto, dio un salto y embistió pasando entre los hidalgos de Hermione como si no estuvieran allí, para acometerla con las garras ensangrentadas.

Hermione chilló y se lanzó hacia un lado para huir en dirección a la pesada puerta que llevaba a la roqueta de piedra, la parte más antigua y fuerte de la casa.

—¡Protegedme! —gritó por encima de un hombro—. ¡No permitáis que me atrape!

Von Zechlin, Rodrik y los demás se recobraron y cargaron cuando el monstruo giró para ir tras ella; les dio un revés con una mano y tres de ellos salieron volando de espaldas, con el pecho destrozado y derramando las entrañas por la alfombra, pero los otros lo encerraron dentro de un círculo de destellantes espadas.

Otilia reculó aprovechando el furor de la batalla, aferrándose la garganta contusa y riéndose de Hermione.

—¡Él es vuestro asesino, señora! —gritó—. ¡Y aunque lo matéis a él, moriréis igual, porque hay otra desgracia por venir! ¡Voy a buscarla! —Y dicho esto, dio media vuelta y huyó por la puerta.

—Pienso que esto ya es desgracia suficiente —murmuró Gabriella, que estaba tumbada de lado y se esforzaba por romper las cadenas.

Ulrika hacía lo mismo, pues sabía que el strigoi iría a por ellas en cuanto acabara con los hombres, pero con los brazos detrás le resultaba imposible. Se tumbó de espaldas y comenzó a pasar las cadenas por debajo de las piernas.

—¡Hermana, espera! —gritó Gabriella, cuando Hermione abría la pesada puerta con la llave—. ¡No nos dejes encadenadas! ¡Libéranos!

Hermione no le hizo caso y abrió la puerta. Se volvió y le tendió una mano a Famke.

—¡Famke! ¡Ven, rápido!

—¡No, Famke! —gritó Ulrika, mientras forzaba los brazos encadenados a pasar por debajo de sus pies—. ¡Ayúdanos! ¡Ayúdanos a romper nuestras cadenas!

Famke miró de Hermione a Ulrika y otra vez a Hermione, petrificada a causa de la indecisión, mientras otros dos hombres morían y el strigoi lanzaba a un tercero hacia el otro lado de la habitación, donde destrozó una mesa al caer.

—Lo que necesitáis vosotras dos son brazos más finos —rio Mathilda, y entonces, con un aullido de dolor y un crujir de hueso sobre hueso, su forma se contorsionó y cambió y le brotó pelo de la espalda. Su mandíbula y nariz se extendieron para formar un largo hocico colmilludo, y el pelo de su cabeza se encogió hasta convenirse en espeso pelaje negro que dejó a la vista unas orejas puntiagudas. Los grilletes cayeron de sus delgadas patas delanteras al completarse la transformación en lobo, y saltó hacia el strigoi, gruñendo y chasqueando los dientes, con la ropa humana colgando en torno al cuerpo.

—¡Famke! —chilló Hermione—. ¡Ven aquí de inmediato!

Pero Famke había tomado la decisión contraria. Dio un rodeo en torno a la furibunda refriega del centro de la habitación justo cuando Ulrika volvía a ponerse de rodillas.

—Gracias —dijo Ulrika.

Famke no respondió, sino que simplemente se arrodilló junto a ella y empujó uno de los grilletes al tiempo que tiraba del otro hacia sí. Ulrika se sumó al intento separando los brazos con tanta fuerza como pudo. El hierro de los grilletes se le clavó en la piel y le dejó contusiones en la carne, pero ella aumentó aún más la fuerza. No sería el pichón de ejercicios de tiro de nadie.

Por encima de los contraídos hombros de Famke, Ulrika vio que el strigoi hacía caer a Rodrik por encima de una silla y de un revés lanzaba a la Mathilda con forma de lobo contra una pared, para luego aferrar a von Zechlin con una mano enorme. El paladín herido se debatió en su presa y le clavó la espada en el hombro. El strigoi aulló, le arrancó a von Zechlin el brazo de la espada a la altura del hombro y lo lanzó hacia el otro lado de la habitación, para luego aplastar el pecho del hidalgo como si fuera un nido de pájaro.

La enorme loba saltó sobre la espalda del strigoi y le mordió la nuca. El monstruo rugió, luego la aferró con ambas manos y la lanzó por el aire contra una pared.

Los furiosos ojos del strigoi se volvieron hacia Ulrika, Famke y Gabriella, y avanzó hacia ellas entre los cuerpos de los caballeros, todos los cuales yacían, rotos y agonizantes, a sus pies.

—De prisa, niñas —dijo Gabriella en voz baja.

Ulrika bajó la mirada. Los eslabones de la cadena que unía los grilletes estaban cediendo, pero aún no se habían roto. Se esforzó más.

—¡Famke! —chilló Hermione, desde la puerta—. ¡Aléjate!

—Tú —tronó la voz del strigoi mirando a Gabriella—. Tú me quemaste con plata. Tú morirás primero.

Avanzó arrastrando los pies, con paso espasmódico, y tendió las manos hacia ella.

Con un chasquido como el de un látigo, la cadena que unía los grilletes de Ulrika se rompió. Se lanzó hacia adelante y apartó a Gabriella justo cuando las garras del strigoi comenzaban a cerrarse en torno a ella, y luego recogió un hurgón de la chimenea y lo clavó en el ojo derecho de la bestia.

El strigoi cayó hacia atrás, gritando y aferrándose la cara, y se llevó consigo el hurgón, que arrancó de las manos de Ulrika. Ella maldijo la pérdida del arma, y luego tiró de Famke para ponerla de pie y la empujó en dirección a la puerta.

—¡Vete! —le gritó—. ¡Vete!

Pero mientras la muchacha corría torpemente hacia Hermione, el strigoi se arrancó el hurgón de la cuenca ocular destrozada y lo arrojó lejos, a ciegas. Por puro accidente, impactó contra la nuca de Famke, y ella cayó de bruces al suelo.

—¡No! —gritó Hermione desde la puerta, y salió corriendo a ayudarla.

Junto a la chimenea, Ulrika se volvió hacia Gabriella, que yacía sobre la alfombra, y aferró los grilletes que aún le mantenían las manos a la espalda. Frente a ellas, el strigoi estaba poniéndose de rodillas y gimoteaba mientras se manoteaba el ojo destrozado.

—Lo siento, señora —dijo—. Esto os va a doler.

—Simplemente hazlo —siseó Gabriella.

Ulrika se arrodilló sobre uno de los grilletes para sujetarlo con fuerza contra el suelo, y luego rodeó el otro con ambas manos y tiró. Gabriella gruñó de dolor cuando se le dislocaron las articulaciones de los brazos, pero ésa fue su única protesta.

El strigoi palpó a su alrededor y encontró a uno de los hidalgos heridos. Con un rugido, mordió el cuello y el hombro del joven, a quien rompió la clavícula con sus poderosas mandíbulas, y bebió en abundancia. El hombre chillaba de dolor. Al otro lado de la bestia, Hermione llevaba a la inconsciente Famke hacia la pesada puerta.

Ulrika dio otro brusco tirón y la cadena se rompió, golpeándole la cara con un eslabón roto. Se puso de pie con piernas inseguras al tiempo que tiraba de Gabriella para levantarla, y entonces ambas se lanzaron de inmediato hacia un lado porque el strigoi cargaba contra ellas, con el ojo medio recuperado bajo una máscara de sangre.

—¡Hacia allí! —gritó Gabriella, señalando el lugar donde Hermione transportaba a Famke a través de la pesada puerta.

Ulrika corrió con la condesa mientras el strigoi derrapaba hasta detenerse a pocos centímetros del fuego y luego invertía el rumbo. Rodrik y Mathilda —ésta, de vuelta a la forma humana y prácticamente desnuda— se levantaron de un salto del sitio al que los había arrojado la bestia y las siguieron dando traspiés. Pero justo cuando llegaban a la puerta, Hermione acabó de atravesarla con Famke en los brazos, y entonces dio media vuelta y se la cerró a los cuatro en la cara.

Gabriella se estrelló contra los gruesos tablones de roble y se puso a aporrearlos con los puños.

—¡Hermione! ¡Abre la puerta!

—¡Mi señora, por favor! —gritó Rodrik.

Oyeron el chasquido de la cerradura.

Mathilda le dio una patada.

—¡Perra egoísta!

Gabriella le dedicó a Rodrik una sonrisa despectiva cuando se volvían para hacer frente al strigoi, que ya cargaba hacia ellos.

—¡Cuánta consideración te demuestra tu nueva señora! —Luego aferró un brazo de Ulrika.

—¡Escalera arriba! ¡Rápido!

Ulrika dio un rodeo en torno al nabo de la escalera de caracol y comenzó a subir con la condesa mientras Mathilda y Rodrik las seguían a trompicones. El strigoi fue tras ellos con pasos atronadores, berreando maldiciones mal articuladas. A mitad del primer tramo de escalera, Ulrika casi tropezó con el brazo arrancado de cuajo de von Zechlin, que aún tenía sujeto el exquisito estoque. Recogió d arma sin detenerse, y el brazo fue con ella. Se llevó ambas cosas, porque no había tiempo para separarlas.

Había otra pesada puerta a la derecha de la escalera, en lo alto, y Ulrika se dio cuenta de que también tenía que conducir al interior de la roqueta de piedra. ¡Estaba abierta! Ella y Gabriella corrieron para alcanzarla, pero, cuando llegaban, se cerró de golpe y le echaron la llave, igual que había sucedido con la de abajo.

—¡Estás cometiendo un asesinato, hermana! —gritó Gabriella—. ¡La reina tendrá noticia de esto!

—A menos que nosotras seamos asesinadas —gruñó Mathilda.

Se volvieron hacia la escalera, que se sacudía y resonaba bajo los pesados pasos del strigoi. Estaba girando en el recodo y subiendo a cuatro patas, ya que era tan enorme que no podía ponerse de pie.

—Venid —dijo Gabriella—. ¡Podemos contenerlo aquí!

Ulrika separó los dedos muertos de von Zechlin del estoque y arrojó el brazo hacia el monstruo a modo de macabro proyectil, para luego reunirse con Rodrik y Mathilda, que formaban en alto de la escalera. Descargaron sobre el strigoi una lluvia de golpes mientras él los acometía con las garras e intentaba atraparlos por las piernas.

—¡Hermano, por favor! ¡Enfunda tus garras! —gritó Gabriella—. ¡No somos tus enemigas! ¡Nosotras no te hicimos daño!

—¡Mentirosa! —rugió la bestia—. ¡Me rompisteis los huesos! ¡Ahora los restauraré con vuestra sangre!

El ser atrapó un pie de Mathilda haciéndola caer, pero Ulrika descargó un tajo sobre la muñeca del strigoi e hizo que la soltara antes de poder tirar de ella escalera abajo. Mathilda volvió a ponerse en pie de un salto.

—¡Estúpido! —gritó Gabriella—. ¡Nuestra sangre no te curará! ¡Te han engañado!

—¡No! —bramó el strigoi—. ¡Es verdad! ¡Me lo dijo la voz! ¡La voz no miente!

Se lanzó hacia arriba, arrancando la barandilla de la escalera y utilizándola contra ellos como un arma. Ulrika y los otros retrocedieron con rapidez cuando la barandilla pasó casi rozándoles las rodillas. El monstruo cargó tras ella, mientras sus palabras se transformaban en un incomprensible chillido balbuceante.

—¡Corred! —gritó Gabriella.

Dieron media vuelta y huyeron pasillo abajo. Había dos puertas a la izquierda y una a la derecha. Ulrika probó con las de la izquierda, pero las dos tenían echado el cerrojo. Gabriella giró el picaporte de la otra, y se abrió.

—¡Adentro! ¡Adentro! —gritó, y la atravesó a toda velocidad.

Mathilda y Rodrik se lanzaron tras ella. Ulrika miró atrás y se agachó cuando el strigoi le lanzó el trozo de barandilla como si fuera el proyectil de una balista. Le golpeó un hombro de refilón y cayó repiqueteando con estruendo por el corredor. Ella se lanzó a través de la puerta haciendo una mueca de dolor. Gabriella cerró la puerta y le echó el cerrojo.

Casi al instante, oyeron que el strigoi se ponía a golpearla y arañarla.

—No lo detendrá durante mucho tiempo —dijo Gabriella.

—No te preocupes —replicó Mathilda—. Nos cargaremos a ese bastardo desgarbado mientras intenta pasar por la puerta.

Ulrika se puso de pie y echó un vistazo alrededor. Se encontraban en un dormitorio femenino azul celeste, lleno de sillas de respaldo curvo, cojines con puntillas y delicadas mesitas con jarrones de porcelana de Catai. Había puertas en las paredes laterales y un sol pintado en el techo. Hizo una mueca. Hermione realmente tenía un gusto de lo más execrable.

Gabriella sacó una daga de dentro de su corpiño y se la entregó a Ulrika. Era la que tenía la hoja de plata.

—Usa esto —le dijo—. Yo tendré las manos ocupadas con hechizos.

Con la mano libre, Ulrika cogió el objeto prudentemente.

—S… sí, señora.

—¡Dádmela a mí! —pidió Rodrik, alzando la voz para que lo oyeran por encima de los mamporros del strigoi—. Yo no le tengo miedo.

—No —replicó Gabriella con altivez—. Yo no entrego plata a aquellas personas en las que no confío.

Rodrik puso cara larga pero no dijo nada, sólo se volvió hacia la puerta y se preparó, mientras Gabriella comenzaba a murmurar encantamientos detrás de él.

Ulrika también se puso en guardia, y luego miró a Mathilda cuando, de repente, se le ocurrió algo.

—¿Dónde está vuestra gente? Seguro que no habéis venido sin escolta.

Mathilda frunció los labios.

—Están encerrados en la bodega. —Le lanzó una mirada a Rodrik—. El noble caballero y los otros «hidalgos» los atraparon en una emboscada cuando nos hicieron entrar amablemente por la puerta de la muralla. Pistolas y saetas de plata.

Ulrika asintió con la cabeza.

—A mí me pillaron del mismo modo.

Apareció una rajadura en la puerta, que se combó en la zona central. Mathilda gruñó y se arrancó los restos de ropa, para luego inclinarse al tiempo que se convertía en lobo antes de que las patas delanteras tocaran el suelo.

Otro estruendoso impacto y la malformada cabeza, los hombros y brazos del strigoi entraron bruscamente en la habitación en una explosión de astillas y trozos de madera que volaron por el aire. Ulrika, Rodrik y Mathilda saltaron hacia él al mismo tiempo, entre destellos de espadas, garras y dientes, mientras que, de detrás de ellos, manaba una columna de llamas negras que impactaba contra su pecho y lo envolvía.

El strigoi rugió de dolor y frustración, manoteando a ciegas. Bloqueó el estoque de Ulrika con un antebrazo endurecido, pero ella le clavó la daga de plata en el hombro. El rugido se transformó en alarido, y el strigoi se echó violentamente atrás, intentando recular a través de la puerta.

—¡Bien! —exclamó Gabriella—. ¡Continuad! ¡Matadlo!

Ulrika avanzó en busca de otra brecha en sus defensas para herirlo con la daga. Mathilda se le colgó con los dientes del brazo izquierdo para intentar retenerlo en la puerta, mientras Rodrik lanzaba una estocada por encima de la cabeza de ella hacia los ojos del strigoi.

Entonces, una voz cortante gritó extrañas palabras bárbaras desde el pasillo, y como negras olas que se alzaran en torno a una roca, una marea de sombras ondulantes pasó por encima de los hombros del strigoi, que se batía en retirada, y en torno a sus costados. Las sombras bañaron a Ulrika ya los otros, y, allá donde tocaban, escocían, con un dolor punzante, lacerante, como si los bañara en ácido. Ulrika retrocedió con paso tambaleante, cubriéndose la cara al sentir que los ojos le escocían y se le secaban. Se estrelló contra una silla y cayó sobre ella. Mathilda chilló y se puso a revolcarse por el suelo, mientras que Rodrik asestaba peligrosos tajos en torno a sí con la espada.

—¡Quitádmelas de encima! —gritaba—. ¡Quitádmelas de encima!

Gabriella pronunció con voz ronca un nuevo encantamiento y las sombras se hicieron más tenues, igual que el escozor, pero ya habían cumplido con su misión. El strigoi había atravesado la puerta, y lo seguía un hombrecillo rechoncho ataviado con ropones negros que pronunciaba palabras extrañas. Ulrika gruñó al verlo. ¡Su Némesis! ¡El brujo!

Gabriella le dio una mano para ayudarla a levantarse y tiró de ella hacia la puerta de la pared de la izquierda.

—¡Atrás! —gritó—. ¡Rápido!

Abrió la puerta y la atravesó sin soltar a Ulrika en el momento en que el strigoi avanzaba y una negrura antinatural comenzaba a manar de las regordetas manos del brujo y se extendían hasta llenar la alcoba. Rodrik entró corriendo con ellas, maldiciendo, y la loba lo siguió de un salto, sólo unos centímetros por delante de las garras del monstruo.

Gabriella cerró la puerta en la cara del strigoi y le echó el cerrojo. La puerta retembló y se rajó cuando la criatura chocó contra ella, pero continuó cerrada.

Luego se oyó otro golpe contra la puerta, y unos zarcillos negros empezaron a entrar, ondulando en torno a los bordes. Ulrika miró detrás de sí, en busca de una vía de escape o algo que le resultara de utilidad. Se encontraban en un dormitorio enorme y lujoso —el de Hermione, sin lugar a dudas—, con ventanas cubiertas por cortinas en dos de las paredes y un par de altas cristaleras que daban paso a un balcón situado a la derecha. Contra la pared de la izquierda había una cama de cuatro postes con cortinas y dosel que parecía una duquesa elefantina, mientras que las sillas con volantes, mesas y cómodas que la rodeaban hacían las veces de damas de su corte. En lo alto, los curvados brazos de una enorme araña de luces se extendían como una medusa de oro y cristal, y en el rincón opuesto había una estancia circular en cuyo interior colgaba una jaula para pájaros de delicada factura lo bastante grande como para contener un hombre. Ulrika suspiró con tristeza al verla. Ojalá hubiera sido de plata, y lo bastante grande como para contener al monstruo.

Otro golpe y la puerta se combó. Los negros zarcillos entraron por las rajaduras.

—Yo contendré esa oscuridad infernal —dijo Gabriella haciendo gestos arcanos con las manos—, y frenaré al brujo. Pero eso requerirá toda mi concentración. Vosotros tendréis que ocuparos del strigoi.

—Sí, señora —asintió Ulrika sin apartar los ojos de la puerta.

—No os preocupéis —declaró Rodrik—. Ahora ya le he tomado las medidas.

La loba se limitó a gruñir y bajar la peluda cabeza negra.

Entonces les llegó desde detrás un brillante tintineo de cristales rotos. Ulrika echó una mirada por encima de un hombro. Una mano blanca con garras estaba arrancando el cristal de una ventana rota. Otra mano rompió otra ventana de un puñetazo, y un pie atravesó una tercera.

Rodrik se volvió.

—¿Qué es eso?

El cristal de las puertas del balcón cayó hecho trizas en el interior, y tres formas encorvadas y medio desnudas entraron por los agujeros. ¡Necrófagos! Y había más que entraban por todas las ventanas de la habitación.

—¡Por los dientes y garras de Ursun! —maldijo Ulrika.

Rodrik y la loba se desplazaron con sigilo hacia la pared de la izquierda, intentando mantener ante sí a todos los enemigos. Ulrika sujetó a Gabriella por un brazo y retrocedió con ella.

—Señora —dijo—, apartaos de…

Con un último estruendo ensordecedor, la puerta de la alcoba estalló hacia el interior y el descomunal strigoi entró como una tromba, rodeado por una niebla de impenetrable negrura que continuaba propagándose. Avanzó, mientras de los inclinados hombros le caía una lluvia de astillas, y sus deformes seguidores atravesaron las ventanas rotas, y cerraron el cerco aproximándose desde todos los extremos de la estancia.