VEINTICUATRO
La mano de la traidora
Los últimos necrófagos vieron salir del mausoleo a Ulrika y a Holmann, y se alejaron de un salto, chillando, de las lápidas que habían apilado ante la otra cripta, y sobre las que estaban sentados. Ulrika no les hizo ningún caso y corrió con el cazador de brujas a través de los montículos y valles del cementerio amortajado en niebla hasta llegar por fin a la muralla rematada por púas. Ella trepó con facilidad, y luego le tendió a él una mano y lo izó como si fuera un niño. Holmann murmuró una maldición ante este despliegue de fuerza antinatural, pero no dijo nada en voz alta; a continuación, saltaron a la calle y partieron a paso ligero.
Holmann conocía una posada, situada justo al otro lado del distrito de los Templos, que tenía caballos, y cuando llegaron a ella Ulrika esperó en el exterior mientras él entraba e intimidaba al posadero para que ensillara dos monturas y le otorgara el uso de ellas, «para asuntos del templo», sin cobrar nada.
Después de eso, el viaje continuó a una velocidad mucho mayor. Galoparon por las calles del barrio Aldig hasta la puerta Neuestadt, y les dieron paso con un gesto de la mano sin que tuvieran que aminorar siquiera. Ella pensaba que podría surgir algún problema cuando llegaron al río y cruzaron al galope el gran puente, donde cuatro cazadores de brujas continuaban de guardia en el extremo sur, pero Holmann los saludó con una mano y alzó la voz.
—¡Noticias para el capitán Schenk! ¡Apartaos, hermanos! —gritó, y les abrieron paso.
Continuaron al galope por Brukestrasse para atravesar el Faulestadt hasta la puerta Sur, y allí tuvieron que detenerse por primera vez desde que habían montado, porque las gigantescas puertas ya habían cerrado para pasar la noche, así que tuvieron que abrir los postigos laterales por los que pasaron andando con los caballos, pero luego volvieron a galopar, espoleando a las monturas por un camino ancho que corría entre campos de cultivo cubiertos de nieve e iluminados por la luna.
A pesar de la perspectiva que tenía ante sí, Ulrika se deleitaba con la cabalgata. La nieve se había fundido sobre el camino y la tierra estaba apisonada y firme, perfecta para galopar. ¿Cuánto había pasado desde la última vez que había galopado de verdad? ¿Había sido aquella vez, con Félix, en las tierras de su padre? ¿Tanto hacía? La sensación era maravillosa. Le dio libertad al caballo para que corriera; coronó una elevación baja y luego se lanzó ladera abajo por el otro lado en medio de una nube de fango La región, con sus ordenados campos de cultivo de color blanco y sus grupos de desnudos árboles de invierno, no tenía la austera belleza salvaje del Oblast, con sus paisajes interminables y cielos inmensos, pero tras haber pasado una semana en el cerrado laberinto de las estrechas calles de Naln, parecía tan grande como toda Kislev.
Pasado un rato, cuando el caballo comenzó a aflojar un poco, ella freno y miro hacia atrás Holmann la seguía con tenacidad, cien pasos más atrás.
Le dedicó una ancha sonrisa cuando él le dio alcance.
—Lo lamento, templario Holmann. Hacía demasiado tiempo que no montaba.
Él le dedicó una mirada extraña.
—Cabalgáis bien.
Ulrika se encogió de hombros.
—Ya os lo dije. Soy hija de un boyardo de la marca. Crecí sobre caballos, y luché en el ejército de mi padre. Esa parte tampoco era mentira.
Él asintió con la cabeza, y luego apartó la mirada y apretó los dientes.
—Eso… eso ya lo veo.
Ulrika frunció el ceño. ¿Qué le preocupaba ahora? Entonces recordó cómo la había mirado antes, cuando iban camino del templo de Morr la noche en que se habían encontrado en la casa de plaga, y cómo había prácticamente confesado que la encontraba atractiva. El mismo fuego acababa de brillar en sus ojos al verla cabalgar, y él lo había apagado callada y deliberadamente.
Tuvo ganas de decir algo para consolarlo, pero se contuvo. Sólo empeoraría las cosas.
Continuaron cabalgando durante un rato en silencio, pero luego Holmann volvió a hablar.
—¿Cuánto tiempo hace que os convertisteis… en lo que os habéis convertido? —preguntó.
Ulrika cerró los ojos. Casi podía leerle los pensamientos. Estaba torturándose al pensar en lo que habría podido suceder sí se hubieran encontrado antes de que ella fuera transformada en vampiro. Estaba pensando: «Ojalá hubiera matado al demonio que la sedujo antes de que la encontrara. Ojalá el destino me hubiera puesto en su camino un poco antes».
—Cien años, Herr Holmann —replicó sin mirarlo a los ojos—. Más de cien años. Mucho antes de que vos nacierais.
El cazador de brujas asintió con la cabeza, entristecido, pero Ulrika pensó que parecía estar un poco más en paz.
Al aproximarse al poblado que había en la última encrucijada de caminos antes de Mondthaus, a Ulrika comenzó a preocuparle más lo que haría Gabriella si llevaba a Holmann a su presencia. Había obtenido del cazador de brujas el juramento de no hacerle daño a ella, pero jamás obtendría de la condesa el juramento de no hacerle daño a él, por no mencionar a Hermione. Bien pensado, sería mejor que él no llegara a la casa. Si no lo hacía, no moriría luchando contra el monstruo, ni caería en las garras de Gabriella ni de ninguna de las otras lahmianas.
Cuanto más pensaba en la idea, más le gustaba. Incluso tendría el beneficio adicional de hacer que él la odiara, y por tanto se curara de la dolorosa atracción que sentía hacia ella y volviera al camino de ser el inquebrantable enemigo del mal y la corrupción que se esforzaba por ser. Estaría haciéndole un favor.
Tomada la decisión, se detuvo en seco y le hizo un gesto a Holmann para que frenara. Se situó junto a ella, preocupado.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Ulrika acercó su caballo al de él.
—Lo siento, Herr Holmann —dijo—. No vais a acompañarme.
Holmann frunció el ceño, confundido, y en ese instante ella le dio una bofetada de revés en la cara, y luego lo empujó hacia un lado aprovechando su desconcierto a causa del golpe. Él se precipitó del caballo y cayó sobre el camino, en medio de un chapoteo de fango. Ulrika se inclinó hacia adelante y se apoderó de las riendas de la montura del templario para luego espolear a la suya. Los dos caballos se lanzaron al galope, y dejaron a Holmann sentado en medio del camino, con una expresión de sorpresa casi cómica en la cara salpicada de barro mientras ella se alejaba con rapidez.
Ulrika apartó de Holmann la mirada y se concentró en el camino que tenía por delante, mientras intentaba aplastar la burbuja de culpabilidad que le oprimía el pecho.
Menos de media hora más tarde, llegó al último desvío de Mondthaus e hizo entrar el caballo por él a toda velocidad. En torno a ella, las tierras de cultivo blanqueadas por la nieve se alejaban ondulando suavemente, pero el camino por el que galopaba se adentraba serpenteando en una zona de espeso bosque de pinos y afloramientos de roca, una abrupta colina incultivable en medio de fértiles llanuras. Los abetos no tardaron en cerrarse en lo alto, y el viento, que no había tenido nada por lo que llorar en las tierras llanas, gemía ahora al pasar entre las ramas.
En el espeso sotobosque que flanqueaba el estrecho sendero por ambos lados, veía, de vez en cuando, paredes de piedra resquebrajadas y cubiertas de musgo, y, en una ocasión, una piedra de una de las razas antiguas, extrañamente iluminada por un haz de luz lunar perdido que descendía a través del cerrado dosel de los árboles.
Al acercarse más a la cima de la elevación, un mareo momentáneo se apoderó de ella, que de repente tuvo el convencimiento de que iba en la dirección equivocada. Con una maldición y un esfuerzo de voluntad, concentró la mente y continuó por el sendero. Era otro hechizo como el que había ocultado la cripta de la bestia, pero más potente, y al parecer sintonizado con los de su raza.
El impulso de dar media vuelta se hizo más apremiante a medida que avanzaba, y tuvo que luchar contra la compulsión de frenar a cada paso del caballo. Luego vio ante sí una puerta de reja de hierro en una sólida muralla. Avanzó hacia ella, aunque tenía la sensación de luchar contra una fuerte marea, y luego desmontó de un salto y tendió una mano hacia la verja.
Ni siquiera pudo tocarla. Una energía negra manó de los barrotes cuando sus dedos se acercaron, y los apartó de un empujón. Era como un truco que una vez le había visto hacer a un alquimista con imanes. Cuanto más luchaba contra aquel poder, con más fuerza la empujaba. ¿Acaso la bestia y el brujo ya habían llegado y cerrado la puerta tras de sí? ¿Aquello era cosa de su magia? ¿Habrían matado a todo el mundo y ocupado la casa?
Gruñó por lo bajo. Si era así, hallaría un modo de romper el sello y matarlos a todos. Vengaría la muerte de aquellos a quienes no había podido proteger por llegar demasiado tarde. Retrocedió y observó la parte superior del muro. Podría escalarlo con facilidad, pero ¿estaría también esperándola allí la energía?
Una saeta de ballesta salió silbando de la verja y pasó a toda velocidad junto a una de sus orejas. Ella se acuclilló y miró al otro lado de los barrotes. Uno de los hidalgos de Hermione avanzaba hacia la entrada mientras colocaba otra saeta en la ranura del arma. UIrika suspiro de alivio al verlo, a pesar de su actitud amenazadora, porque si los hidalgos aún defendían la casa, significaba que la bestia no había atacado todavía, o —un pensamiento aún más emocionante—, ya había sido derrotada.
—¡Fuera de aquí! —gritó—. ¡Las puntas son de plata, y la siguiente os atravesará el corazón!
—¡Tengo noticias urgentes para tu señora! —respondió Ulrika, también a gritos—. ¡He descubierto el cubil del asesino!
El hombre rio.
—Los asesinos han sido capturados, marimacho.
A Ulrika se le salieron los ojos de las órbitas al oír esto. ¿Había atrapado Hermione a la bestia y al hechicero? ¿La guerra había acabado?
—Tu señora y la loba —continuó el guardia con una sonrisa despectiva—. Atrapadas y encadenadas. En este momento las están juzgando.
Ulrika gimió al hacerse añicos sus momentáneas esperanzas. ¿Era posible eso? ¿Hermione y sus hombres habían podido imponerse a Gabriella y a Mathilda? Hizo una mueca. Con puntas de flecha de plata, suponía que sí.
—¡Entonces, encadenadme también a mí! —gritó. Se levantó y se desabrochó el cinturón de la espada para luego arrojarlo a un lado—. Porque tengo pruebas que presentar en su defensa. —Levantó las manos por encima de la cabeza.
El hombre de la ballesta frunció el ceño, inseguro, y luego dirigió una mirada interrogativa hacia la izquierda.
—Es mejor tenerlas a todas en el mismo saco, supongo —le respondió una voz desde detrás del muro.
El ballestero asintió con la cabeza y luego se volvió hacia Ulrika.
—De rodillas. Las manos encima de la cabeza.
Ulrika hizo lo que le ordenaban, y luego aguardó mientras la rechinante verja se abría y el ballestero la apuntaba con la saeta de punta de plata. De detrás del muro salieron otros tres hombres. A uno, Ulrika lo reconoció como hidalgo de Hermione, pero los otros dos iban ataviados con ropa de cazador y parecían guardias de la hacienda. Uno de ellos avanzó con unos pesados grilletes y bajó las manos de Ulrika para llevárselas a la espalda, mientras los otros dos apoyaban espadas en su garganta.
Cuando los grilletes quedaron cerrados, el cazador la hizo poner de pie y la empujó para que atravesara la reja, que se cerró tras ellos. Luego, él y los otros cazadores la condujeron por el sendero, mientras que los dos hidalgos se quedaron en la entrada, de guardia.
Ulrika comprobó subrepticiamente los grilletes mientras caminaban, tensando al máximo la cadena que los unía. Era fuerte de verdad. Creía que, si contara con la oportunidad y el tiempo necesarios, podría romperla, pero no lo lograría con rapidez. Suspiró. Si la dama Hermione estaba dispuesta a mirar la nota que había encontrado y escuchar lo que tenía que decir, todo iría bien; pero si se mostraba ciega y sorda incluso ante esa prueba, Ulrika sólo iba hacia su muerte, porque no podría defenderse, maniatada como estaba.
El sendero serpenteaba a través de una zona de arbustos ganada por la maleza y por árboles cuyas ramas se extendían por encima de sus cabezas. Cuando la pendiente comenzó a suavizarse, una casa solariega enorme, de tejado de pizarra, apareció ante ellos, sobre la cresta del peñasco, silueteada contra el claro cielo nocturno. El lado izquierdo de la mansión parecía ser una antigua roqueta de piedra desnuda y provista de pequeñas saeteras, recordatorio de una brutal época pasada, pero las partes nuevas presentaban un frente más abierto. La puerta delantera tenía una fastuosa escalinata de mármol que conducía hasta la entrada, y un pórtico coronado por un balcón, mientras que, en el extremo derecho, una imponente sección construida al estilo tileano exhibía una espléndida ventana de cristal coloreado que era fácilmente el doble de alta que Ulrika. Y sin embargo, a pesar de la belleza robusta de la casa y de la cálida luz que brillaba en sus muchas ventanas, no parecía acogedora. No. Eso no era cierto. En realidad, parecía demasiado acogedora —hasta el punto de resultar inquietante—, como una gigantesca serpiente que aguardara en su cueva y fascinara a los intrusos con sus destellantes ojos e iridiscentes escamas mientras los envolvía en sus anillos sin que protestaran, para luego tragárselos enteros.
Otro guardia que había en la escalinata abrió la puerta y los cazadores que llevaban a Ulrika la empujaron para que entrara en un pequeño vestíbulo. Ante ella había un corredor de techo alto con puertas dobles de paneles de costosa madera al fondo. Del otro lado le llegaban los sonidos de una discusión.
Los cazadores la condujeron hasta las puertas y llamaron quedamente con los nudillos. Se abrieron sólo un poco, y Otilia, el ama de llaves, se asomó.
—La guardaespaldas de la condesa Gabriella, Frau Otilia —dijo el primero.
Otilia miró a Ulrika de arriba abajo con ojos fríos, y luego sonrió con aún más frialdad.
—Llevadla junto a las otras —dijo, para luego retroceder y cerrar las puertas.
Los cazadores empujaron a Ulrika al interior de una suntuosa habitación forrada con paneles de madera, decorada con muebles dorados y alumbrada con una enorme araña de luces de oro y cristal que colgaba del techo artesonado. Ante ella, altas ventanas y cristaleras de vidrio emplomado daban a un jardín iluminado por la luna, mientras que a su izquierda rugía el fuego en una chimenea de mármol decorada con dragones y caballeros tallados.
Los guardias la condujeron hacia el fuego. La condesa Gabriella y la señora Mathilda se encontraban de rodillas ante él, con las manos encadenadas, igual que ella, y la espalda incómodamente cerca de las llamas. La dama Hermione, toda vestida de blanco, aferraba un abanico con tal fuerza que también tenía blancos los nudillos mientras posaba sobre ellas una mirada furiosa; sus hidalgos formaban un medio círculo a sus espaldas, y von Zechlin se hallaba a su derecha, con el brazo izquierdo envuelto en vendas y la cara convertida en un mapa de laceraciones ya cubiertas por una costra. Rodrik se encontraba a su izquierda, también vendado. Famke, apartada a un lado, se comportaba con nerviosismo, mordiéndose las uñas de sus esbeltos dedos.
Gabriella le dirigió a Ulrika una sonrisa triste cuando los ballesteros la obligaron a arrodillarse junto a ella, pero no dijo nada. Estaba hablando Mathilda, y no lo hacía precisamente en voz baja.
—¡Que no he venido a matarte, perra chiflada! —estaba bramando—. ¡Se me invitó a venir! ¡Dijiste que era para mantener conversaciones de paz!
Hermione le dio un golpe en la cara con el abanico cerrado.
—¡Yo no he hecho nada parecido! ¡No puede haber paz entre nosotras! ¡No después de que hayas matado a Dagmar y las otras!
—¡No he sido yo! —insistió Mathilda—. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Pensaba que habías dicho que había sido yo quien había matado a Dagmar —dijo Gabriella con sarcasmo—. Deberías decidirte.
—¡Las dos lo hicisteis! —chilló Hermione con voz aguda—. ¡Habéis conspirado contra mí desde el principio!
Ulrika ya había tenido suficiente.
—¡Señoras! —gritó, con una voz que había usado por última vez para dirigirse a los soldados de caballería en el campo de batalla—. ¡Tengo una prueba que demuestra que el asesino no es ninguna de nosotras! Viene de camino hacia aquí.
Todos se volvieron a mirarla con ojos fijos.
—¡Cómo te atreves a interrumpir a tus superiores, muchacha! —le espetó Hermione, pero Gabriella la hizo callar.
—¿Quién es, entonces? —preguntó—. ¿Y qué prueba es ésa?
Ulrika las miró a todas, esperando que la hicieran callar, pero incluso Hermione parecía querer oírla.
—El asesino es una grandiosa bestia no muerta que reside en una cripta del Jardín de Morr, en el distrito de los Templos —dijo—. Su compañero, amo o servidor (no sé cuál de las tres cosas), es un brujo capaz de ocultar a la bestia incluso ante nuestros ojos. Encontré el ataúd de la bestia y los libros del nigromante en la cripta.
—¿Se supone que tenemos que creer esa historia porque tú la cuentas? —preguntó Hermione, despectiva—. A fin de cuentas, eres la criatura de tu señora.
—¡He dicho que tengo una prueba! —gritó Ulrika, y luego continuó antes de que Hermione pudiera tomar aliento—. En el escritorio del nigromante encontré notas enviadas por un espía. —Giró la cabeza para mirarlas a todas—. Alguien de entre nosotras que ha puesto en su conocimiento todos nuestros movimientos. Alguien que sabía que la señora Dagmar estaría sola en su carruaje la noche en que murió. Alguien que sabía que Mathilda acudiría aquí, aunque no la hubieran invitado.
Hermione y sus hidalgos comenzaron a mirarse los unos a los otros, frunciendo el ceño con suspicacia.
—La nota está dentro de mi jubón —dijo Ulrika a Hermione—. Os la daría si no tuviera las manos atadas.
—Yo os la traeré, señora —dijo Otilia, al tiempo que avanzaba desde la puerta.
Ulrika se volvió hacia ella y bajó la cabeza para señalar dónde la había metido, y entonces se inmovilizó al recordar, de repente, dónde había visto antes la grácil escritura de la nota. Era la misma con que estaban anotadas las instrucciones que Otilia había dado a Gabriella cuando Hermione las había enviado a instalarse en casa de Aldrich. ¡Instrucciones escritas con la letra de la propia Otilia!
De repente, otras cosas volvieron a su memoria como destellos, cosas que habían parecido insignificantes en su momento. Había sido Otilia quien había sugerido que las lahmianas buscaran pistas delante del Lirio de Plata, donde el brujo había dejado los mechones de pelo animal y las huellas de patas que las habían llevado a sospechar erróneamente de Mathilda. Había sido Otilia quien había envenenado a Hermione contra Gabriella al recordarle la sangre von Carstein que tenía la condesa. Había sido Otilia quien había instado a Hermione a retirarse a Mondthaus, y quien había engañado a Mathilda para que la siguiera hasta allí con la falsa promesa de conversaciones de paz.
—¡No! —bramó Ulrika—. ¡Ella no! ¡Nadie más que la dama Hermione! ¡No confío en nadie más!
Otilia se detuvo y se puso pálida, pero Hermione alzó los ojos al techo.
—No seas ridícula —dijo—. Yo no voy a tocarte. Apestas a agua de rosas y a cadáveres. O tilia, tráeme la nota.
—¡No! —gruñó Ulrika—. ¡Le arrancaré la garganta de un mordisco si se me acerca!
Von Zechlin soltó un bufido y desenvainó la espada.
—Quedaos atrás, Frau Otilia. Yo me ocuparé de esta desharrapada.
Otilia continuó avanzando.
—No, no —dijo—. No hay ningún problema, mi señor. No tengo miedo.
—Tonterías —replicó von Zechlin al tiempo que apoyaba la espada contra el cuello de Ulrika—. Un caballero no permite que ninguna mujer se vea expuesta a un peligro, con independencia de su condición. Ahora, estate quieta, inmundicia.
Con dedos remilgados apartó el mugriento borde del jubón de Ulrika y sacó la carta que ella había metido entre éste y la camisa. La kislevita desvió la mirada hacia Otilia y vio que reculaba silenciosa pero rápidamente hacia la puerta.
—¡Detenedla! —gritó Ulrika—. ¡Va a huir!
Otilia se inmovilizó cuando todos se volvieron a mirarla.
—Sólo estaba retirándome a mi sitio, señora —dijo, haciendo una genuflexión dirigida a Hermione y lanzándole una mirada feroz a Ulrika.
Von Zechlin agitó la mano para desdoblar la nota, y la alzó de modo que Hermione pudiera leerla.
—No querría que la tocarais, mi señora —dijo—. Es una inmundicia, como esta desgraciada.
Hermione miró con escepticismo el pequeño trozo de papel, pero luego se puso seria de golpe y lo arrebató de la mano de von Zechlin para volver a leerlo.
—¡Otilia! —gritó—. ¡Ésta es tu letra!
Todos se volvieron a mirar otra vez a Otilia, y vieron que estaba a medio camino de la puerta.
—¡Prendedla! —chilló Hermione.
Dos de los hidalgos se lanzaron a toda velocidad a cumplir la orden mientras Otilia salía corriendo por la puerta y la cerraba de golpe a su espalda. Volvieron a abrirla y partieron a la carrera tras ella. Todos los presentes en la habitación se quedaron esperando, escuchando los ruidos de pelea que llegaban desde el corredor, y a continuación la puerta volvió a abrirse y los hombres arrastraron a Otilia de vuelta al interior, con el perfecto peinado ahora descompuesto, y la cara pálida, salvo por dos círculos de un color rojo amoratado en las mejillas. La llevaron ante Hermione y la obligaron a arrodillarse, para luego sujetarla por los hombros.
—Explícate, Otilia —dijo Hermione, al tiempo que tendía la nota ante sí—. ¿Qué has hecho?
—Hay poco que explicar, señora —respondió el ama de llaves—. Os he traicionado.
—Pero… pero ¿por qué? —preguntó Hermione, que parecía alterada—. ¿Acaso no me he ocupado siempre de ti? ¿No te he dado mi cariño? ¡Eres mi servidora más leal!
—Si —replicó Otilia con una voz que se había vuelto hiriente—. ¿Y qué he conseguido a cambio de esa lealtad? ¡Nada! —Alzó el mentón, desafiante, y miró a Hermione a los ojos—. Durante diez años habéis agitado ante mí, como una zanahoria ante un burro, el beso de sangre, prometiéndolo siempre, pero siempre para el año que viene, el año que viene. —Le lanzó a Famke una mirada funesta—. ¡Y luego adoptáis a esta puta de cuneta, esta campesina sin modales, y le dais lo que me habéis negado a mí! ¡Miradme! —escupió, señalándose la cara—. Voy a cumplir cuarenta años. ¡Ya empiezo a ser vieja! ¡No quiero que me hagan inmortal cuando sea una anciana!
Hermione la miró con la boca abierta, sin mostrar ningún tipo de enfado.
—Pero querida, si yo iba a hacerlo. Es sólo que…
—¡Basta de mentiras! —gruñó Otilia—. Sabíais que no podríais retener mi lealtad una vez que me crearais. Sólo habéis usado la promesa como la zanahoria del burro. ¡Bueno, pues al fin lo vi claro! ¡He acabado con vos! —Rio como una loca, con los ojos brillantes como si tuviera fiebre—. ¡Ya he encontrado a alguien dispuesto a otorgarme ese don! ¡Y lo único que me pidió a cambio fue vuestra destrucción!
—¿Quién? —preguntó Gabriella mientras se esforzaba por avanzar de rodillas—. ¿Con quién nos has traicionado?
Pero Hermione avanzó hacia Otilia antes de que pudiera responder, la sujetó por el cuello y la levantó del suelo, mientras sus garras se extendían.
—¡Perra traidora! —siseó—. ¿Quieres mi beso? ¡Pues lo tendrás!
—No, Hermione —exclamó Gabriella—. ¡No la mates aún! Pregúntale quién…
Una conmoción como de un rayo silencioso hizo tambalear a Ulrika e interrumpió las palabras de Gabriella. Ulrika se sintió como si la hubiera alcanzado un relámpago o derribado una ola gigantesca. Al mismo tiempo, una presión de cuya presencia no se había dado cuenta antes pareció alzarse de su pecho. Fue como si se produjeran pequeñas detonaciones dentro de sus oídos, y se sintió mareada y ligera. Miró a su alrededor. Gabriella y Mathilda se estaban contorsionando en el suelo, moviendo la cabeza de un lado a otro sobre la alfombra, y Hermione había soltado a Otilia y caído contra von Zechlin, aferrándose las sienes y con los dientes apretados a causa del dolor. En un rincón, Famke estaba desplomada contra la pared, inconsciente.
Extrañamente, ninguno de los humanos parecía haber sentido nada. Estaban mirando a su caída señora con la más absoluta estupefacción.
—Mi señora —dijo von Zechlin mientras intentaba sujetar a Hermione con el brazo ileso—. ¿Qué ha sucedido? ¿Estáis bien?
Hermione hizo una mueca y negó con la cabeza; luego logró ponerse de pie y mirar a su alrededor; con los ojos desorbitados, y más pálida de lo que Ulrika la había visto jamás.
—Mis protecciones. Las defensas de la casa —dijo—. Están todas rotas. Algo las ha destrozado.
Rodrik, Von Zechlin y el resto de los caballeros desenvainaron las espadas y se pusieron a girar en círculos, inquietos, sin saber de dónde llegaría la amenaza.
En el suelo, a sus pies, Otilia rio con voz alta y áspera.
—¡Ya llega! —gritó—. ¡Él trae vuestra condena, señora!
Hermione gruñó y volvió a levantarla del suelo con brusquedad.
—¿Quién? —preguntó, con voz ronca—. ¿Quién ha hecho esto?
Con un estruendo ensordecedor, las puertas de vidrio del jardín estallaron hacia dentro, y a través de ellas entró una forma inmensa, agitando unas enormes alas de murciélago al aterrizar en medio de la estancia. Los miró ferozmente a todos con ojos rojos, y adoptó una postura acuclillada y con la espalda encorvada, mientras las chorreantes garras rojas se extendían como hojas de guadaña de las descomunales manos y las alas se encogían y plegaban para meterse dentro de la piel de los largos brazos blancos, como los de un muerto.
—¡Venganza! —jadeó, con una voz que hacía pensar en gravilla pasando entre dos piedras de molino—. ¡Venganza contra mis torturadores!