VEINTITRÉS
Juramento a regañadientes
Holmann avanzó hasta las puertas e intentó abrirlas también él; luego se puso a observar en torno al marco en busca de una palanca o tirador, pero los sensibles ojos de Ulrika ya habían buscado algo parecido sin encontrarlo. Se puso a gatas sobre manos y rodillas y miró a través de la rendija que mediaba entre la parte inferior de la puerta y el umbral.
—¡Perros astutos! —masculló, y dejó que su frente descendiera hasta el suelo con un suspiro—. Han amontonado lápidas delante de la puerta. —Cerró los ojos, maldijo y se puso de pie—. Vamos, empujad conmigo. Al menos tenemos que intentarlo.
Holmann asintió con la cabeza y apoyaron los hombros contra la misma hoja de la puerta; entonces, a la cuenta de tres, empujaron con tanta fuerza como pudieron. No se movió ni un centímetro.
—¡Otra vez!
Nada. La considerable fuerza de Holmann y su poder inhumano no bastaban. El suelo de mármol que tenían bajo los pies era demasiado resbaladizo y las lápidas demasiado pesadas.
Ulrika se apartó de un empujón de la puerta con un gruñido de enfado, y luego cargó contra ella y la pateó. Sólo logró hacerse daño en el pie.
—¡Esto no puede ser! —bufó—. ¡Tengo que salir de aquí! ¡Puede que ya sea demasiado tarde! —Se volvió otra vez hacia la puerta al despertar en ella una esperanza—. ¡Tienen que tener una puerta trasera! ¡Tienen que contar con una vía de escape para el caso de que surjan problemas!
Voló otra vez escalera abajo, entró en la cripta iluminada por el fuego, y se puso a recorrer el perímetro mientras examinaba los muros. Un momento después, Holmann entró en la cámara con pesados pasos y se le acercó.
—¿Qué había en la nota, Fräulein? —preguntó—. ¿Qué es lo que os ha alarmado?
Ulrika vaciló. Hasta ese momento había mencionado lo menos posible a las otras lahmianas cuando hablaba con Holmann. Era el enemigo, después de todo, y no quería exponerlas. Por otra parte, él ya tenía que saberlo, igual que los otros cazadores de brujas. Schenk había ido a buscarlas a casa de Mathilda, ¿verdad? Ese pensamiento trajo consigo otro. Schenk había dicho que una mujer le había advertido de que Gabriella estaría en la taberna Cabeza de Lobo. ¿Era la misma traidora que había informado al brujo de sus movimientos? ¿Quién era? ¿Quién podía querer lanzar contra ellas a los cazadores de brujas y a los no muertos?
—Señora —dijo Holmann con voz ronca—. ¡Si lo que habéis averiguado constituye una amenaza para Nuln o para el Imperio de Sigmar, insisto en que me lo contéis!
Ulrika maldijo con frustración. Había completado el recorrido de la cripta sin encontrar nada: ni agujeros, ni placas de mármol sueltas, ni huellas reveladoras. Se volvió hacia las cámaras laterales.
—La mujer a la que sirvo se ha metido en una trampa —dijo, con la atención puesta en lo que estaba buscando—. Ha acudido, sin sospechar nada, a una casa situada fuera de la ciudad, donde el monstruo y el brujo esperan para matarla. Debo acudir a su lado.
La primera de las cámaras laterales estaba a oscuras, pero Ulrika podía ver bastante bien. Holmann, no obstante, fue hasta la hoguera a recoger una tea. Ella ya había pasado a la segunda cámara. En la primera no había nada salvo más lechos de ramitas y pilas de huesos roídos.
—¿Es un vampiro, vuestra señora? —preguntó Holmann mientras caminaban a lo largo de las paredes.
Ulrika frunció los labios.
—¿Importa eso? El ser que va tras ella sí que lo es, y su compañero es un seguidor de la magia negra. Son ellos quienes representan una amenaza para el Imperio de Sigmar, no mí señora. —Volvió a maldecir, y salió hecha una furia de la cámara al no haber encontrado ninguna señal de que hubiera en ella una puerta oculta.
Holmann la siguió a la tercera cámara.
—Debéis llevarme con vos —dijo—. Debo asegurarme de que mueran.
Ulrika se rio.
—No. No confío en que os conforméis con matar sólo a la bestia y al brujo. —Tampoco confío en que la condesa no os mate a vos, añadió en silencio.
—Me temo que debo insistir —dijo Holmann.
Ulrika pasó junto a él para abandonar la tercera cámara y dirigirse hacia la cuarta.
—No estáis en posición de insistir en nada —replicó.
Recorrió el perímetro de la última cámara dando golpes, puñetazos y patadas a las losas de mármol de forma metódica y escuchando en busca del retumbar de una cavidad. Tampoco hubo suerte. Maldijo otra vez y se volvió hacia la puerta.
Holmann estaba allí, y la apuntaba al pecho con la espada.
—No me apartaréis de mi deber.
Ella suspiró.
—Herr Holmann, eso es discutible, me parece, porque no encuentro modo de salir de este lugar. —Abrió las manos ante sí—. Ninguno de nosotros va a ninguna parte. Estamos atrapados aquí.
Él la miró con ojos suspicaces.
—¿Es un truco? ¿Intentáis mantenerme apartado de ese enfrentamiento?
Ulrika volvió a reírse.
—¿A costa de mantenerme apartada yo misma? No seáis necio. Si quisiera dejaros atrás… —Avanzó y le atrapó la muñeca antes de que él se diera siquiera cuenta de que ella se movía, y luego se la retorció. Holmann apretó los dientes a causa del dolor y su espada repiqueteó al caer al suelo. Ulrika se inclinó hacia él—, no tendría necesidad de quedarme atrapada para lograrlo.
Lo apartó de un empujón y luego volvió a salir a la cámara central. Se desplomó contra uno de los sarcófagos y se cubrió la cara con las manos.
—Esperaré el regreso del monstruo y el brujo, y luego me vengaré de ellos por lo que no puedo impedir.
Oyó el raspar de la espada de Holmann contra el suelo cuando él se inclinó para recogerla.
—¿Y si no regresan?
Alzó los ojos hacia él, y entonces se detuvo a pensar en lo que sucedería si se quedaba encerrada en aquel sitio con Holmann durante un día o más. ¿Cuándo se había alimentado por última vez? Había sido de Lotte, aquella mañana, justo antes de que Gabriella la arrojara a la muchedumbre. Muy probablemente podría aguantar uno o dos días más, pero luego…
—Si no regresan, deberéis volver a cargar vuestras pistolas con balas de plata —dijo ella—. Porque acabaré por convertirme en lo que vos creéis que soy.
Una expresión extraña afloró al rostro de Holmann.
—¿Querríais que os matara?
Ella negó con la cabeza.
—No. Querría que ambos escapáramos, pero si las cosas llegaran a este punto, yo… —Tragó saliva antes de continuar—. Digamos sólo que he pensado más a menudo en suicidarme que en mataros.
La expresión de Holmann se volvió más atribulada, y al mismo tiempo más emocionada.
—¿Preferiríais morir antes que beber sangre humana? ¿No podéis vivir con el ser en que os habéis convertido?
Ulrika rio entre dientes.
—No nos metamos de lleno en el melodrama, templario. No soy una trágica heroína de una obra de Detief Sierck. Como se me ha dicho más de una vez, tengo la oportunidad de corregir la situación cada día, cuando sale el sol. —Se encogió de hombros—. Soy cobarde, y cuando llegue el momento, haré lo que tenga que hacer para continuar con vida. Sólo os lo cuento para que podáis prepararos con el fin de hacer otro tanto.
Holmann asintió con la cabeza y apartó la mirada.
—Lo… lo haré.
Ulrika se apartó del sarcófago con una ancha sonrisa e hizo un gesto hacia el fuego de los necrófagos, mientras un humor negro se apoderaba de ella.
—Y si tenéis éxito, podréis quemarme en esta hoguera y hacer las paces con Sigmar. Si soy yo quien tiene éxito, os tenderé detrás de una de estas placas y diré sobre vuestro cuerpo lo que recuerde de las plegarias de mi padre… —Calló de repente y se quedó mirando las paredes con unos ojos que se agrandaban cada vez más.
—¿Qué sucede? —Preguntó Holmann, mirando en torno con inquietud—. ¿Los oís regresar?
—¡Las placas! —gritó Ulrika—. ¡No he examinado las placas!
Saltó hacia la pared e intentó hacer palanca en el borde de la placa más cercana. Tenían algo más de sesenta centímetros de lado, y estaban atornilladas al mármol a la altura del pecho. No logró que se soltara la placa de la que tiraba. Extendió las garras y las metió por debajo para luego tirar con toda su fuerza. Arrancó la placa, y los tornillos rechinaron al salir de la pared y caer al suelo. Ulrika miró lo que había detrás. Un esqueleto, vestido a la moda de medio milenio antes, yacía dentro de un nicho profundo y estrecho, con los brazos cruzados sobre el pecho. Miró la pared del fondo. Era sólida y estaba intacta. Maldijo y se desplazó hasta la placa siguiente. Holmann se encaminó hacia otra.
—Si no se suelta con facilidad, lo más probable es que no sea la indicada —dijo el templario—. No creo que hayan atornillado una puerta de escape.
Ulrika soltó un bufido, azorada.
—Muy cierto, templario Holmann. Perdonad. Me he dejado llevar.
Recorrieron la cámara con rapidez, tirando de las placas una tras otra. A Ulrika comenzó a hormiguearle la espalda de miedo cuando llegaron a la última y se encontraron con que estaba tan firme como el resto, pero al fin, en la segunda de las cámaras de la izquierda, la encontró. La placa se soltó con sólo un tirón, y apenas tuvo tiempo de atraparla antes de que cayera al suelo. El nicho de detrás estaba vacío, salvo por un poco de polvo, y cuando miró el fondo vio un agujero abierto a golpes a través del mármol, con un túnel de tierra al otro lado.
—¡Herr Holmann! —lo llamó con un susurro sonoro, porque él estaba probando las placas de la cámara contigua—. ¡Aquí!
Un segundo más tarde, él entró corriendo, con la antorcha en alto, y avanzó hasta el nicho abierto. Exhaló un suspiro de alivio.
—Alabado sea Sigmar —dijo—. Estaba comenzando a dudar.
Ulrika desenvainó la espada y la dejó dentro del nicho.
—Yo iré delante —decidió—, para que no delatemos nuestra presencia con luz. Os llamaré si el camino está despejado.
Por un momento, pareció que la desconfianza iba a imponerse en Holmann, pero luego se limitó a asentir con la cabeza.
—Buena suerte —dijo.
Ulrika metió la cabeza y los hombros dentro del nicho y luego subió el resto del cuerpo. Empujó la espada por delante y avanzó sobre codos y rodillas. Poco menos de dos metros más adentro, pasó con cautela por el agujero del muro posterior y penetró en un estrecho túnel de tierra húmeda. Le costaba mucho creer que el monstruo que había dormido en aquel ataúd descomunal pudiera meterse en un espacio tan reducido, pero tal vez podía cambiar de forma, o tal vez era alto pero muy flaco.
Le cayeron terrones encima al avanzar, y se estremeció. La idea de quedar enterrada viva pero no morir jamás bastaba para que tuviera ganas de gritar y arañar las paredes. Tras recorrer un tramo de un largo equivalente al doble de su estatura, el túnel de tierra describía un giro cerrado a la izquierda y continuaba adelante. Ahora, incluso la vista de Ulrika falló. No había la más mínima luz, sólo negrura, y el sonido de sus propios movimientos muy cerca de sus oídos. No tenía ni idea de hasta dónde llegaba el túnel, ni adónde llevaba. Esperaba que en un momento dado ascendiera hacia la superficie, pero hasta el momento no lo había hecho.
Luego, tras recorrer otro tramo equivalente a su estatura después de la curva, empujó el estoque hacia adelante y el arma golpeó contra algo duro que tenía enfrente. Pinchó con la punta. Parecía roca. Apretó los dientes, nerviosa, y luego avanzó sobre los codos y tendió una mano hacia adelante. Era roca. Suave y tallada. ¡Los muy estúpidos habían chocado contra los cimientos de otra de las criptas!
Palpó alrededor con la esperanza de descubrir que el túnel giraba para alejarse del muro, pero en cambio descubrió un borde dentado en la roca. Pasó la mano por encima de la áspera superficie. Era un agujero abierto en el muro. Metió la mano dentro. Mármol suave. Un estrecho túnel cuadrado revestido de ese material. Suspiro de alivio, y luego se rio de sí misma por no haber adivinado lo que hallaría: Había llegado a otro nicho. Los necrófagos habían excavado un túnel que iba desde el sótano de la cripta al sótano de la contigua, y habían ocultado ambas entradas en nichos de enterramiento. Atravesó el agujero y, en efecto, al otro lado había una tapadera de latón.
La recorrió una ola de inquietud al empujar la placa. ¿Se habrían acordado los necrófagos de la existencia de aquella salida trasera? ¿La habrían bloqueado también? ¿Estarían cerradas las puertas del mausoleo de arriba?
La placa se movió al empujarla, y luego se soltó de repente. Manoteó con toda la velocidad de sus manos y logró atraparla antes de que se estrellara contra el suelo, y luego la bajó con suavidad y miró en torno. Allí había más luz, que se filtraba a través de una puerta que tenía a la izquierda. Se encontraba dentro de una cripta muy parecida a la que acababa de abandonar, con placas en tres de los muros, y en el cuarto una puerta que daba paso a una escalera. No había necrófagos ni se veía la luz de ninguna fogata.
Ulrika se contoneó para salir serpenteando por el agujero y bajar al suelo, y luego se puso de pie y se volvió hacia el túnel.
—¡Holmann! —susurró—. ¡Adelante!
Espero durante un momento mientras se preguntaba si el recodo del túnel permitiría que él la oyera, pero luego le llegó un susurro de raspado y golpes sordos procedentes del otro lado. Aliviada, sacó la espada de dentro del nicho para avanzar con sigilo hasta la escalera y subir por ella con suma cautela.
El mausoleo de encima de la cripta era, en este caso, redondo, pero en todos los otros detalles se parecía mucho al otro, salvo por una cuestión importante: Las puertas estaban abiertas. La recorrió un estremecimiento de emoción. Podía ver el cielo a través de ellas. La libertad estaba cerca.
Volvió a bajar de puntillas al interior de la cripta y aguardó junto al nicho abierto. Pasado un minuto, el interior del túnel se iluminó con la luz de la antorcha, y apareció la cara de Holmann. Tenía los ojos muy abiertos y sudaba, pero se relajó al verla, y aceleró.
—La puerta de arriba está abierta —dijo ella mientras lo ayudaba a salir—. Somos libres. Venid. —Echó a andar hacia la escalera.
—Esperad —dijo él.
Ulrika se volvió hacia él, impaciente.
—¿Qué? Tengo que marcharme. ¡Ya!
—Y yo tengo que ir con vos.
—Ya os lo he dicho. No puedo permitirlo. Si sólo fuéramos a enfrentarnos con el monstruo, tal vez sí, pero debo proteger a mi señora, y de todo mal.
Holmann avanzó hacia ella mientras se sacudía la tierra de las rodillas y del largo abrigo.
—¿Cuántas puertas se interponen entre vos y esa casa de campo? ¿Cuántos kilómetros hay? ¿Podéis volar?
—¿De qué estáis hablando? —preguntó ella.
Él alzó una mano y se tocó el ala del sombrero.
—Un cazador de brujas abre muchas puertas —dijo—. Y nadie le negará el uso de un caballo o carruaje para cumplir con su deber. Si queréis llegar con rapidez a ese lugar, soy vuestro pasaporte.
Ulrika se detuvo, y consideró la oferta. Había comprobado que podía escalar la muralla del Altestadt, y puede que incluso fuera capaz de salvar la muralla principal de la ciudad, pero cada escalada le llevaría tiempo y estaría preñada de peligros. Y aunque era más rápida que un humano, y tenía más resistencia física, no era más rápida que un caballo. Holmann tenía razón. Con él viajaría más rápidamente que sin él.
Frunció los labios y luego asintió con la cabeza.
—Podéis acompañarme, pero con una condición.
Entonces le tocó a él permanecer pensativo.
—¿Qué condición?
—Juraréis, por Sigmar y por vuestro honor, que no haréis daño ni intentaréis arrestar a mi señora ni a ninguno de sus compañeros, ni esta noche ni en el futuro.
La cara de Holmann se ensombreció.
—No puedo jurar eso.
—Tenéis que hacerlo —dijo Ulrika—. Vamos, Holmann, por favor. Dejadlos para Schenk. Si él los halla culpables, que así sea. Sólo os pido que vos no los denunciéis. Es lo único que os pido.
—Lo único que me pedís —replicó Holmann—, es que renuncie a mis votos y deje de ser un templario de Sigmar.
—No —matizó Ulrika—. No tanto como eso. Sólo… sólo que volváis los ojos hacia otros objetivos, como adoradores del Caos, brujas o nigromantes, me da igual.
Él vaciló, y luego desvió la mirada.
—No… no puedo. Un templario de Sigmar no puede «apartar los ojos» del mal. Lo siento.
Ulrika suspiró.
—En ese caso tendré que dejaros aquí, y que tengáis suerte. —Dio media vuelta y se encaminó hacia la escalera.
Había subido hasta la mitad cuando él volvió a llamarla.
Ulrika se volvió a mirarlo, convencida de que se lo encontraría apuntándola con una de sus pistolas, pero no fue así. Estaba de pie en la puerta de la cripta, con la cabeza gacha, sin poder mirarla.
—Lo juraré —dijo.
Ella lo miró fijamente.
—¿De verdad?
—Sí. Esos monstruos deben ser destruidos.
Ella volvió a bajar la escalera.
—Entonces, dejad que lo oiga. Desde el principio. Y miradme a los ojos.
Él alzó el mentón a regañadientes y la miró a los ojos. Tenía aspecto de desdicha.
—Juro —empezó—, por Sigmar y por mi honor, que no haré daño ni intentaré arrestar a vuestra señora ni a ninguno de sus compañeros, ni esta noche ni en el futuro.
Ulrika hizo una mueca ante el dolor que se manifestaba en la voz del cazador de brujas. Luego le dedicó un breve asentimiento militar hecho con la cabeza.
—Gracias, Herr Holmann. Me honráis con vuestra promesa. —Se volvió hacia los escalones—. Ahora, daos prisa. No nos queda más tiempo que perder.