VEINTIDÓS
Dentro de la cripta
Holmann se detuvo, atónito, al atravesar la hilera de cipreses con Ulrika, y recorrió con la mirada la depresión del neblinoso valle circular.
—¿Por qué no pude encontrarlo antes? —murmuró.
—Un hechizo —dijo Ulrika, y sonrió—. Ya veis, podemos ayudarnos el uno al otro. Vos podéis hablar con los sacerdotes y yo puedo ver lo que está oculto.
Dirigió los sentidos hacia adelante en busca de fuego de corazones o pasos, pero no encontró ninguno de los dos. Comenzó a bajar con sigilo hacia el grupo de criptas que rodeaban la fuente seca del fondo.
Holmann la seguía, aún preocupado.
—No entiendo nada de esto —dijo—. ¿Por qué un vampiro quiere cazar a otro vampiro?
Ulrika se detuvo detrás de la estatua de un santo alado que empuñaba una espada. Alzó la cabeza e inhaló. En aquel lugar el hedor a cadáver putrefacto era tan intenso que no permitía percibir casi nada más.
—¿Imagináis que a nosotros nos unen más nuestros propósitos que a la humanidad los suyos? —preguntó—. Tenemos enemistades. Entre nosotros hay asesinos y dementes que amenazan al resto. Y otros que trabajan por el bien común. —Continuó adelante.
—No existen los vampiros buenos —declaró Holmann, mientras la seguía con paso cauteloso—. Son todos monstruos que beben sangre humana. Incluso vos.
—¿Y si la sangre es entregada libremente? —preguntó Ulrika.
Holmann gruñó con enojo.
—¿Decís que es entregada libremente cuando la tomáis de un esclavo al que habéis hechizado?
Ulrika estaba a punto de espetarle una contestación igualmente contundente, pero se calló. Sus palabras encajaban incómodamente con lo que ella misma sentía acerca de los amantes de sangre de los que había bebido. Quentin e Imma no tenían voluntad propia cuando se había alimentado de ellos. ¿Y podía asegurar que habían estado dispuestos a acceder antes de caer bajo la influencia de su señora?
—Entonces, digamos sólo que algunos son peores que otros —concluyó, y luego añadió para sí: «Igual que sucede con los cazadores de brujas». Ese pensamiento hizo surgir una pregunta en su mente, ,y se volvió otra vez hacia Holmann—. ¿Por qué habéis venido aquí solo? —preguntó—. Casi os matan la vez anterior. Deberíais haber traído refuerzos. ¿Dónde están vuestros camaradas?
Holmann soltó un bufido.
—El capitán Schenk está convencido de que ya sabe quiénes son los vampiros y continúa buscándolos por el Faulestadt. Fuimos a la taberna Cabeza de Lobo porque una mujer le dijo que era un nido de vampiros. Y, en efecto, os encontramos a vosotras, pero, después de que desaparecierais, no quiso escucharme cuando le mencioné esta cripta. Dijo que los vampiros no pueden vivir en suelo consagrado. —Soltó otro bufido—. Así que he venido solo.
Ulrika apenas si escuchó la mitad de lo que decía.
—¿Qué mujer? —Preguntó al tiempo que le aferraba un hombro—. ¿Quién le habló de la Cabeza de Lobo?
Holmann se encogió de hombros y se apartó de ella.
—No lo sé. Yo no estaba presente.
Ulrika maldijo para sí. ¿Había sido Hermione? ¿Quién más podía ser? Y sin embargo, como había dicho Gabriella, ¿podría haber sido tan estúpida como para ponerse en peligro ella misma desenmascarando a su «prima»?
Continuaron adelante, y al cabo de un momento llegaron al fondo llano del valle. Sólo una amplia extensión de hierba los separaba de las criptas que rodeaban la fuente. Ulrika se detuvo para mirar en torno y luego cruzó a paso ligero la zona de hierba hasta la parte posterior de uno de los mausoleos, con Holmann agachado detrás de ella. Alrededor de la estructura de piedra crecían por todas partes bardanas y espinosos rosales trepadores, y los musgos y líquenes la manchaban como si de sarna se tratara. Ulrika forzó el oído, pero no oyó nada raro, ni delante ni detrás de ella. Giró en la esquina de la tumba con paso sigiloso y avanzó por el callejón cubierto de malas hierbas que corría entre ese mausoleo y el siguiente, con Holmann avanzando lentamente detrás de ella.
Al acercarse, se agacharon y se asomaron a mirar hacia el frente de las criptas. Estaban todas en estado de lamentable descuido, con el mármol tiznado y corroído, las figuras esculpidas desgastadas por los elementos hasta convertirse en fantasmales bultos amorfos, y las pesadas puertas de madera y latón podridas y verdosas de cardenillo, pero una que estaba situada justo enfrente de ellos, al otro lado de la fuente, se encontraba abierta de par en par. La negra entrada parecía bostezar como una boca gigantesca, y exhalaba el hedor de muerte en una nube nauseabunda que parecía inundar el valle y adherirse a la piel de Ulrika como una película oleosa.
—Ésa… es —dijo entre arcadas.
Holmann asintió con la cabeza. Sacó un pañuelo de dentro del abrigo y se lo ató sobre la nariz y la boca, y luego comprobó las pistolas y las amartilló antes de volver a meterlas en las fundas.
—Preparado —dijo.
Muy agachados, salieron para dar un rodeo en torno a la fuente seca y acercarse a la negra abertura. Ulrika no oyó ningún movimiento en el interior, ni percibió la presencia del fuego de ningún corazón, pero los vampiros no lo tenían, y podían quedarse tan quietos como cadáveres si así lo deseaban.
Se detuvieron a ambos lados del portal y volvieron a escuchar. Aún nada. Ulrika hizo un gesto para indicarle a Holmann que esperara, y luego se asomó en torno a la jamba de la puerta y miró dentro. El interior era cuadrado y pequeño, de no más de cinco pasos de lado, y en los muros había grandes placas de latón grabadas con los nombres desgastados por los elementos. En el centro se veía una escalera de mármol que descendía hacia el subsuelo y desaparecía en la oscuridad. Ulrika no vio ningún necrófago que esperara emboscado, ni ningún vampiro, sino sólo montones de hojas secas arrastradas por el viento y depositadas en los rincones y fangosas huellas de garras que iban hacia la escalera.
Se volvió hacia Holmann y lo llamó con un gesto para que entrara. Fueron juntos hasta la escalera y miraron hacia abajo. El hedor a cadáver ascendía de ella como el calor mana de una estufa. Los escalones descendían en línea recta y acababan ante una puerta abierta que parecía estar situada debajo del muro posterior del mausoleo. Sobre el sucio suelo de piedra del otro lado de la puerta oscilaban sombras, y una luz anaranjada procedente de un fuego invisible.
—La parte de abajo es más grande que la de arriba —dijo Holmann.
Ulrika asintió con la cabeza y comenzó a bajar. Holmann sacó una pistola y la siguió. A medio descenso, forzó los sentidos otra vez. Entonces oyó a los necrófagos, percibió los mortecinos fuegos de sus corazones corrompidos.
—Cinco o seis —murmuró—. Tal vez más.
—Aunque haya cien —replicó Holmann—. No me echaré atrás.
Al bajar los últimos escalones se hizo visible una parte mayor de la sala, y Ulrika se detuvo para observarla.
Era más grande que el mausoleo, y, al igual que arriba, en las paredes había placas de latón con el nombre de los muertos enterrados allí, y también había unos cuantos sarcófagos espléndidos, escombros que revelaba una escena formada por elementos contradictorios. Ulrika vio nidos de ramas y hojas amontonados contra una pared, dentro de los cuales dormían los necrófagos, pero al otro lado de la cámara había también una cama auténtica, con cabecero y mantas, y una gorra de dormir colgada de uno de los postes de la cama. A la izquierda del lecho vio también un escritorio sobre el que había tintero, papel y libros. A Ulrika le pareció desorientador encontrar unos objetos tan domésticos en un emplazamiento tan macabro como aquél. Y aún más desconcertante era el ataúd de madera que descansaba a la derecha de la cama. Era tan grande que parecía haber sido hecho para un hombre bestia o un orco. Ulrika pensó que debía medir dos metros y medio de largo por un metro veinte de ancho. Tragó al recordar al ser monstruoso contra el que ella y Gabriella habían luchado dentro de la nube de oscuridad antinatural en la casa del maestro gremial Aldrich. Aquel horror bien podía ser lo bastante grande como para necesitar un ataúd de semejantes dimensiones. Pero ¿dónde estaba? Ella se encontraba demasiado lejos y tenía un ángulo de visión demasiado bajo como para ver el interior del ataúd. ¿Estaría dentro?
Volvió la mirada hacia las amenazas que podía ver. Reunidos en torno al fuego estaban los necrófagos cuya presencia había percibido antes; un puñado de ellos, acuclillados, arrancando carne de un cadáver humano y metiéndosela en la boca. Contra la pared que tenían detrás se acumulaba un montón de huesos desnudos y astillados, y mezcladas con ellos se veían prendas de ropa desgarradas y ensangrentadas.
Ulrika los señaló.
—Huesos humanos —susurró—. ¿Es esto lo que sucedió con los desaparecidos?
—Sí —gruñó Holmann al tiempo que aliaba la pistola—. Caníbales depravados. Exterminémoslos.
Ulrika se sintió tentada de seguirlo, pero el riesgo era demasiado grande. Posó una mano sobre el brazo del templario.
—Esperad —dijo—. ¿Y si el dueño del ataúd está dentro?
—Entonces, también lo exterminaré.
Ulrika alzó los ojos al techo.
—La fe que tenéis en vuestras capacidades es una fuente de inspiración.
—Es en Sigmar en quien tengo fe —replicó él.
—Eso está muy bien —susurró Ulrika—, pero yo ya me he enfrentado antes con esa cosa, y se necesitará algo más que fe para derrotarla. Necesitaremos refuerzos. Venid, salgamos de aquí antes de que despierte.
Holmann la miró con ferocidad.
—¿Estáis protegiendo a vuestra propia especie?
Ulrika gimió.
—¿No habéis escuchado nada de lo que he dicho? ¡Esa cosa es mi enemigo! Y ahora…
El pataleo de unos pies desnudos resonó en la cripta. Ulrika y Holmann miraron hacia arriba y luego giraron a izquierda y derecha para apartarse de la puerta y pegarse contra la pared de la cámara.
Dos necrófagos bajaron corriendo las escaleras y entraron en la cámara, cada uno con un compañero muerto en los brazos. Los dejaron caer al suelo, y comenzaron a hablar con los otros mediante gruñidos, al tiempo que señalaban hacia la escalera. Los necrófagos se levantaron y se volvieron, y entonces se quedaron mirando hacia la pared situada detrás de los recién llegados con la boca abierta. Uno de ellos señaló directamente a Ulrika con un dedo rematado por una garra, y chilló una advertencia.
Ulrika quedó petrificada cuando todos los ojos se volvieron hacia ellos. Los dos necrófagos que acababan de llegar corriendo retrocedieron de un salto a causa del miedo, y se acuclillaron en posición de lucha. Holmann disparó a uno con una pistola y erró el tiro.
Una pequeña parte racional del cerebro de Ulrika le gritaba que echara a correr. No había ningún enemigo entre ella y la escalera, y era necesario que volviera con Gabriella y le contara lo que había descubierto allí. Pero no quería huir. El miedo de los necrófagos era como una droga. La enardecía. La hacía sentir hambrienta y preparada para matar. Si el horror estaba dentro del ataúd, pues que así fuera. Estaba preparada.
Con un aullido jubiloso, Ulrika saltó sobre el necrófago más cercano, le asestó un tajo con el estoque, y luego lo derribó con un golpe de hombro en el pecho. El otro se apartó hacia un lado con un grito agudo, pero la segunda pistola de Holmann disparó, y esta vez la bala dio en el blanco. La criatura cayó con un agujero en el pecho.
Ulrika le arrancó la garganta al que se debatía debajo de ella, y luego volvió a levantarse de un salto y se encontró hombro con hombro con Holmann, entre dos de los sarcófagos de piedra. Los necrófagos que había en torno al friego se acercaban en grupo por ambos lados en un intento de rodearlos.
—¡Secuestradores de inocentes! —gritó Holmann mientras sacaba un frasco de vidrio de la bandolera y se lo arrojaba a los monstruos—. ¡Venid a morir!
Se estrelló contra el sarcófago y los roció a todos con agua bendita. Las criaturas chillaron y se apartaron, pero continuaron adelante, aullando de furia y dolor.
Uno se subió a un sarcófago y se lanzó hacia Ulrika. Ella lo atrapó por una muñeca y lo hizo pasar de largo por el aire para que se estrellara contra el sarcófago de detrás. Se rompió la columna vertebral y cayó al suelo, doblado por la mitad. Entonces llegaron los otros, y todos saltaron a la vez para intentar derribarlos a ella y a Holmann valiéndose de la superioridad numérica.
La pesada espada de Holmann le cercenó un brazo a un necrófago. Metió otro frasco por la garganta de un segundo monstruo cuando le mordía una mano.
—¡Demonio! ¡Ésta será tu última comida!
Ulrika bloqueó dos ataques con tajos de parada, y de una patada lanzó a un tercer necrófago de espaldas contra la pared.
La garganta del necrófago que se había tragado el frasco se desintegró de dentro afuera, pero los dientes del ser agonizante estaban cerrados en torno a la mano de Holmann y se negaban a soltarla. Acometió a un segundo con un tajo de espada, pero erró porque a la vez intentaba hacer que el primero lo soltara.
Ulrika se disponía a ayudarlo cuando otro necrófago le saltó sobre la espalda y le clavó los dientes en un hombro. Ella cerró con fuerza los dientes y se lanzó de espalda contra el sarcófago que tenía detrás para aplastar a la criatura, que lanzó una exclamación ahogada y tuvo que soltarla. Ella le metió un codo dentro de las fauces con todas sus fuerzas, y luego estocó hacia adelante por encima de la mano atrapada de Holmann para atravesarle un hombro a uno que iba a atacarlo.
El monstruo cayó hacia atrás, chillando, y se escabulló hacia la escalera al tiempo que otros dos saltaban a ocupar su lugar. Ulrika clavó la hoja del arma hasta la empuñadura en el pecho del primero, mientras Holmann le abría la sarnosa cabeza hasta los dientes al último necrófago.
Ulrika se volvió, preparada para enfrentarse con el resto, pero la lucha había acabado. Otros dos necrófagos heridos salían corriendo por la puerta en dirección a la escalera lanzando lamentos de miedo.
Todos los demás estaban muertos o agonizantes en torno a ellos.
—Deberíamos ir tras ellos —propuso Holmann mientras por fin lograba sacar la mano de dentro de las fauces del necrófago muerto. Tenía el guante desgarrado, igual que la carne que cubría.
Ulrika negó con la cabeza y se volvió hacia el enorme ataúd.
—Sólo son perros, y yo quiero al amo.
Mató a los necrófagos que aún respiraban al pasar por encima de ellos, y luego se acercó a la gran caja de madera. Holmann se reunió con ella mientras sacaba una estaca de madera y un martillo de su cinturón. Sufrieron arcadas y se atragantaron al acercarse más. El hedor a muerte manaba del ataúd en enormes oleadas fétidas. UIrika se pinzó la nariz con los dedos. Holmann hizo una mueca y sujetó en alto la estaca y el martillo, preparado para golpear.
Miraron en el interior. El ataúd estaba vacío salvo por una capa de tierra mohosa mojada que recubría el fondo, y en la cual se veía la profunda impresión dejada por un enorme cuerpo deforme.
El pánico inundó de inmediato el pecho de Ulrika. Si el asesino no estaba allí, ¿dónde estaba? ¿Qué estaba haciendo? ¿Detrás de quién iba en ese momento? Tuvo la desazonadora sospecha de que lo sabía.
—Un monstruo, en efecto —dijo Holmann tosiendo mientras volvía a meterse la estaca de madera y el martillo dentro del cinturón—. Esto es lo que destrozó las paredes y el suelo de la casa de plaga.
Ulrika también se apartó.
—Sí —dijo—. Y desgarró los cuerpos de sus víctimas.
—¿De las mujeres vampiro, queréis decir? —puntualizó Holmann.
—A pesar de serlo, fueron víctimas.
Ulrika se volvió hacia la cama que se encontraba cerca del ataúd. Había sido pulcramente hecha, y la yuxtaposición con el ruinoso entorno hizo que le diera vueltas la cabeza. Seguro que no la había usado el monstruo. Acercó la cabeza a la almohada e inhaló. Débil a través del hedor a cadáver que todo lo impregnaba, olió el perfume a clavo del hombrecillo, el brujo al que había perseguido por las cloacas y que estaba en la casa de Aldrich cuando el monstruo había atacado a Gabriella.
Rodeó la cama hasta el pequeño escritorio. También éste olía al brujo, y presentaba la misma pulcritud que la cama. Una ordenada hilera de diarios encuadernados en cuero ocupaba el estante de detrás, mientras que plumas, secantes, lacre y una serie de hojas de pergamino estaban ordenados en pequeños casilleros situados debajo. Una pila de tomos más pesados, antiguos, arcanos y mohosos, se alineaba con el borde izquierdo del escritorio como si lo hubieran hecho con plomada y regla.
—Esos hay que quemarlos —dijo Holmann, que los contemplaba con mirada funesta.
—Como gustéis —replicó Ulrika, distraída. Se sentó, cogió el diario situado más a la derecha y lo hojeó con la esperanza de hallar algún indicio del paradero del asesino, o de los planes del brujo, pero las entradas escritas con precisión estaban en un idioma que ella no entendía. Ni siquiera reconoció la forma de las letras. Lo que sí reconoció fue la mano que las había escrito. La misma mano pulcra que había escrito la nota de chantaje que había engañado a la señora Alfina para que saliera de la residencia de Aldrich y acudiera a la casa de plaga.
Miró con el ceño fruncido las insondables palabras que tenía delante. Estaba segura de que la respuesta al misterio de los asesinatos se encontraba en aquellas páginas, pero la escritura extranjera la privaba de ese conocimiento con tanta eficacia como si hubiera estado guardado en una cámara acorazada. Le tendió el diario a Holmann, que estaba recogiendo los viles libros con sumo cuidado para arrojarlos al fuego.
—¿Podéis leer esto? —preguntó.
Él se detuvo a mirar el texto con los ojos entrecerrados y luego hizo una mueca.
—Es la escritura arcana de los magos —dijo con desprecio—. Se nos enseña a reconocerla, pero no a leerla, con el fin de que no nos corrompa.
—Muy prudente —murmuró Ulrika con ironía—. Pero no muy útil.
Ojeó las hojas de pergamino, pero estaban todas en blanco. Entonces reparó en un cajón que había debajo del sobre del escritorio. Lo abrió. Dentro encontró una muy curiosa colección de objetos. A la izquierda había tres pomos dorados, con cadenas decorativas; en medio descansaba un pequeño montón de papel doblado, y a la derecha vio las patas delanteras cercenadas de un animal, al parecer de un perro grande, limpiamente serradas por la articulación y envueltas en un vendaje apretado. Se quedó mirando fijamente las patas de negro pelaje y se dio cuenta de algo que la conmocionó violentamente. ¡Las huellas de patas dejadas en el fango, delante del Lirio de Plata, habían sido hechas con esas patas! El brujo había matado algún pobre perro con el fin de dejar una falsa pista que señalara a Mathilda. Sin duda, los mechones de pelaje también procedían del mismo animal.
Negó con la cabeza al tiempo que se volvía para mirar los pomos, admirada, a su pesar, ante la minuciosidad con que se había planificado aquella trama. Recogió una de las doradas esferas y la olió. Estaba llena de clavo de olor; otra pieza del rompecabezas que encajaba en su sitio. Así que al brujo no le gustaba el olor de su compañero más que a ella.
Devolvió el pomo a su sitio y examinó los papeles doblados. Originalmente, cada uno había estado sellado con lacre, pero en él no se había impreso ningún sello. Recogió la pila y sacó una al azar. Dentro había una nota corta escrita en reikspiel, pero las palabras hicieron que a Ulrika se le erizara la piel de horror.
«Van a lo de M H y G en un carruaje, D en otro. D sólo lleva dos guardias».
Ulrika leyó otra vez. M de Mathilda, H de Hermione, G de Gabriella, y D de Dagmar. Dagmar; esa nota había sido su sentencia de muerte. Le había dicho al asesino que viajaría sin las otras cuando volviera de la reunión con Mathilda. ¡Alguien había estado espiándolas! Pero ¿quién?
Ulrika le dio la vuelta al papel en busca de una firma o marca. No encontró nada. Volvió a mirar la escritura, una grácil letra con florituras. Le resultaba familiar. La había visto antes en alguna parte, pero no lograba recordar dónde. Cerró los ojos, intentando pensar. No lo consiguió.
Dejó la nota a un lado con una maldición y abrió la que estaba encima del montón, con la esperanza de que pusiera en marcha su cerebro. Y desde luego que lo hizo.
«Sin noticias de G. Según vuestras órdenes, se ha convencido a H para que se retire a MH. También se ha convocado a M. Adjunto mapa».
El hormigueo de la piel de Ulrika se transformó en un baño de hielo. Habían engañado a Hermione y a Mathilda para que se marcharan al campo, a Mondthaus, la hacienda campestre de Hermione. Sin duda, el monstruo y el hechicero las esperaban, emboscados. Y… ¡y Gabriella también iba hacia allí!
Ulrika se levantó de un salto, derribó la silla y estuvo a punto de volcar el escritorio. ¡Su señora estaba en peligro!
Holmann, que arrojaba libros al fuego, alzó la mirada.
—¿Qué sucede?
Ulrika dio media vuelta y echó a andar hacia el otro lado de la cámara, en dirección a la escalera, metiéndose la nota dentro del jubón.
—Tengo que marcharme.
Holmann salió tras ella.
—¡Esperad! ¿Qué habéis averiguado?
Ulrika no le hizo el menor caso y continuó esquivando los sarcófagos y los necrófagos muertos para salir corriendo por la puerta hacia la escalera. Él corrió tras ella.
Al llegar al último escalón y entrar en el mausoleo, vio que las puertas estaban cerradas. Corrió hasta ellas y empujó. Le dolieron las muñecas y los codos a causa del impacto. Las puertas no se movieron.
Las miró con ferocidad. Tal vez se abrían hacia el interior en lugar de hacia fuera. Por desgracia, no había picaportes por dentro. Aferró las pesadas protuberancias de latón que tachonaban la madera castigada por los elementos, y tiró con toda su fuerza. Las puertas continuaron sin moverse. Retrocedió un paso, gruñendo, mientras Holmann ascendía la escalera tras ella, resollando.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó.
—¡Las bestias nos han encerrado! —gruñó ella—. ¡Estamos atrapados!