VEINTIUNO

VEINTIUNO

Malhallado a la luz de la luna

Ulrika avanzaba con rapidez por las calles desiertas del Altestadt, con la mente tan llena de cosas que apenas sabía hacia dónde iba. ¡Qué precario se había vuelto todo en tan poco tiempo! La condesa Gabriella había llegado a aquella ciudad en un hermoso carruaje, con un paladín, una doncella y una dama de compañía, además de una carreta de hermosas ropas y pertrechos que las seguía. Había esgrimido influencia e impuesto respeto entre sus iguales y dado la impresión tener la situación bien controlada. Y sin embargo, ahora, tan sólo dos días después, lo había perdido casi todo: su alojamiento había sido consumido por las llamas y su doncella asesinada; sus hermosas ropas habían sido robadas y su carruaje destruido; su paladín se había pasado al bando de su principal rival y, lo peor de todo, la misión por la cual había sido enviada a Nuln se había convertido en un desastre insoluble. Se le había ordenado encontrar al asesino y salvar las vidas y la organización de las hermanas lahmianas de la ciudad y, en lugar de eso el asesino había golpeado una y otra vez y las hermanas se lanzaban unas al cuello de las otras, y era probable que también la mataran a ella.

Daba la impresión de que Gabriella había introducido a Ulrika en el pulcro y ordenado mundo de las hijas de la reina inmortal justo cuando éste se derrumbaba en sangrientos escombros. La vida de templanza e intrigas de corte que Gabriella le había descrito era reemplazada por una de esconderse en callejones y luchar en cementerios. Ulrika sentía más pena por Gabriella que por sí misma. Parecía completamente injusto que una mujer tan honorable hubiera sido empujada casi hasta la destrucción en cumplimiento del deber.

Deseaba poder darle a Gabriella algo del consuelo que Gabriella le había proporcionado a ella durante aquellas últimas semanas. Después de cada prueba con que Ulrika se había enfrentado, la condesa había estado allí, abrazándola y calmando el dolor de sus heridas. Había perdonado hasta los más estúpidos errores de Ulrika. Es cierto que había sido severa a veces, incluso fría, pero nunca durante mucho tiempo y nunca sin motivo. Como niña huérfana reacia e indeseada en un mundo extraño y nuevo, Ulrika no habría podido pedir una madre más bondadosa y cariñosa, y le dolía verla perdida y herida. Gabriella necesitaba una madre en ese momento, pero Ulrika se sabía demasiado joven e inexperta como para desempeñar ese papel. Lo único que podía hacer era esforzarse al máximo con el fin de llevarle lo que necesitaba para convencer a las otras de que debían acabar con la guerra.

Continuó corriendo mientras juraba que no iba a fallarle.

Una niebla gélida rodeaba otra vez los terrenos cubiertos de maleza del Jardín de Morr en un abrazo sofocante, y Ulrika se movía entre los monumentos y mausoleos usando los oídos tanto como los ojos para detectar cualquier merodeador nocturno. Su sentido de la orientación también y su olfato contribuían a guiarla a través del laberinto de herbosos montículos y pequeños valles hacia la zona antigua y abandonada del cementerio donde ella y el cazador de brujas Friedrich Holmann habían encontrado el valle de los necrófagos.

Al acercarse al lugar, el hedor a cadáver putrefacto comenzó a hacerse más intenso, así que ralentizó el paso y desenvainó el estoque, pues no sabía si era un hedor residual o si los necrófagos o su señor se ocultaban cerca de allí, en la niebla. Al fin vio surgir de entre la bruma las altas siluetas grises de los cipreses que rodeaban el valle de las criptas, como gigantes de hombros caídos con yelmo puntiagudo.

A partir de ese momento continuó avanzando a paso de tortuga, forzando los sentidos para que fueran por delante de ella con el fin de no caer en otra emboscada, y al llegar al pie de la cuesta de los cipreses oyó los latidos de un solo corazón delante de ella, y luego, apenas un instante después, una maldición en voz baja. Un doloroso escalofrío le recorrió la espalda al reconocer tanto los latidos como la voz. Al parecer, ella y el templario Holmann se habían encontrado otra vez.

Estuvo a punto de echarse a reír ante la imposibilidad de aquello, pero entonces su sonrisa se desvaneció. No era un asunto risible. Habría sido mucho mejor para ambos que ella no volviera a encontrarlo nunca más, porque Gabriella lo había dejado claro: su deber era matarlo. Pero ¿y si no se encontraban? ¿Y si ella fingía haberlo perdido en la niebla y se encaminaba hacia el otro extremo del valle para entrar por allí? No, eso sólo era cobardía, y continuaba dejándolo vivo con el conocimiento de lo que ella era, un conocimiento que podría perjudicar a la condesa más adelante, cuando todo aquello hubiera acabado. No le quedaba elección. Tendría que enfrentarse a él.

Comenzó a ascender con lentitud mientras intentaba reunir algo de enfado para que le resultara más fácil matarlo, pero no pudo. Le había dolido que la identificara en el patio para carruajes de la casa de Mathilda, pero no podía llamar traición a eso. Era ella quien lo había traicionado fingiendo ser lo que no era. Él sólo había hecho lo que sus creencias exigían que hiciera. Suspiró y continuó adelante. Tendría que matarlo a sangre fría.

A medio ascenso, oyó que volvía a maldecir, aparentemente frustrado.

—¿Dónde está? —susurró con impaciencia—. ¡Sé que está aquí!

Continuó adelante, y unos pocos pasos después vio la silueta con el largo abrigo. Tenía la espada en una mano y una pistola en la otra, mientras que del cinturón le colgaba una linterna, e iba de un lado a otro por la ladera del montículo como un sabueso que olfateara en busca de un rastro. Pasado un momento pareció encontrarlo, y comenzó a ascender hacia la cima, pero justo cuando llegaba a los cipreses que rodeaban el valle de los necrófagos, se detuvo, dio media vuelta y empezó a bajar otra vez.

Ulrika frunció el ceño, confundida. ¿Qué estaba haciendo? Sólo tenía que pasar entre los árboles y encontraría el sitio que estaba buscando.

Holmann se detuvo en seco a medio descenso y miró a su alrededor; entonces se quedó mirando un monumento cercano y apretó los puños.

—¡Otra vez no! ¡Acabo de estar aquí! ¡Maldita niebla!

Ulrika estuvo a punto de echarse a reír. ¿Cómo era posible que no viera el valle? Había niebla, pero no más que cuando habían llegado a aquel sitio la vez anterior. ¿Por qué había dado media vuelta cuando estaba justo en la entrada? Entonces, de repente, supo por qué con toda exactitud. Sobre aquel lugar habían lanzado un hechizo de confusión destinado a impedir que la gente lo encontrara. Con sus sentidos inhumanos, Ulrika había visto a través de él, y en la ocasión anterior había conducido a Holmann al interior del valle sin percibir siquiera la magia que lo ocultaba. Ahora él había regresado al lugar, pero sin Ulrika para guiarlo no podía atravesar el encantamiento.

A Ulrika la inundó una sensación de compasión hacia el templario. Aquél era un hombre que no disimulaba el miedo que le inspiraba lo desconocido fanfarroneando en torno al fuego. Un hombre que, en cambio, se adentraba valientemente en la noche para enfrentarse con los enemigos de su especie, y sin embargo, con sus limitados sentidos humanos, sólo podía andar a trompicones por la oscuridad, perdido y confundido, mientras su enemiga, más rápida y fuerte, y bendecida con habilidades con las que él sólo podía soñar, se le acercaba para arrebatarle la vida antes de que él se diera siquiera cuenta de que lo amenazaban. Tal parecía ser el destino de todos los hombres en este mundo de demonios y monstruos, y a Ulrika la entristecía tener que matar a uno que había tenido la valentía de luchar contra ese destino… Pero había que hacerlo.

Se irguió y avanzó con sigilo hacia el templario cuando él comenzaba a ascender la cuesta una vez más. Pero entonces, con sólo diez pasos entre ellos, oyó el latido de otro corazón en la niebla, y luego otro. Las pulsaciones eran lentas pero aún fuertes, y con ellas le llegó una nueva bocanada de hedor a cadáver. Más necrófagos.

Ulrika se detuvo, con el estómago encogido. Al parecer, las idas y venidas y maldiciones de Holmann no habían pasado inadvertidas. Los perros guardianes del asesino no muerto habían acudido a la puerta, olfateando, y se acercaban con sigilo. Ulrika vio la sombra de uno que acechaba en la línea de cipreses de lo alto del montículo, en espera de que Holmann se acercara, mientras el otro se desplazaba a toda velocidad de una lápida a otra, a la derecha del templario. Aquélla era una solución perfecta. Holmann moriría como deseaba Gabriella y Ulrika no tendría que matarlo. Lo único que tendría que hacer sería continuar ladera arriba hasta la línea de árboles y dejar que el cazador de brujas fuera la distracción que le permitiría atravesarla sin que repararan en su presencia.

Sí, era perfecto, cosa que no explicaba por qué se encontraba caminando con sigilo por debajo de las ramas de los cipreses hacia el más cercano de los necrófagos, con el estoque preparado para golpear.

El ser deforme no la oyó llegar hasta que estuvo a tres pasos de distancia, y para entonces ya era demasiado tarde. Ulrika saltó cuando el necrófago se volvía para hacerle frente, y le atravesó el cuello. El ser hizo un inarticulado sonido de gorgoteo y arañó la hoja mientras moría.

El ruido hizo que Holmann alzara la cabeza y se pusiera en guardia donde estaba, a medio camino de la pendiente, con la espada y la pistola preparadas.

—¡Mostraos! —bramó.

Mientras Ulrika vacilaba, el segundo necrófago salió de su escondrijo de un brinco, saltó por encima de una lápida y se lanzó hacia el cazador de brujas. Holmann se volvió y disparó, y el ser cayó y rodó enroscado como una bola, regándolo todo de sangre, pero luego logró apoyar las extremidades en el suelo, y volvió a cargar contra el templario como un mono, a cuatro patas.

Un tercer necrófago, al que Ulrika no había detectado, salió de repente de una zona de rosales que había más abajo de la ladera y corrió hacia la espalda de Holmann mientras éste paraba el ataque del segundo y lo aporreaba con la culata de la pistola.

Ulrika maldijo. Debería marcharse en ese momento. Dejarlo morir. Olvidarlo. Pero, una vez más, corría a interceptar al tercer necrófago. ¿Qué estaba haciendo? De repente se sintió igual que Holmann, ascendiendo hasta la línea de los cipreses pero incapaz de atravesarla y entrar en el valle. Allí había una barrera y no podía atravesarla.

Saltó por encima de la cabeza de Holmann y cayó delante del tercer necrófago, que chilló y arremetió contra ella con las garras extendidas. Ella le asestó un tajo que le cercenó media docena de dedos, pero él continuó adelante, inmune al dolor, al tiempo que adelantaba la cabeza a gran velocidad y distendía las mandíbulas. Ulrika le asestó un golpe ascendente con un antebrazo debajo del mentón, y los dientes afilados se cerraron a un par de centímetros de su cara mientras el aliento a cadáver le provocaba náuseas.

Lo atravesó y luego lo empujó hacia atrás. El monstruo cayó y se acurrucó en el suelo como una araña carbonizada. Ella le cortó la cabeza, sólo para asegurarse, y luego se volvió.

Holmann estaba apuntándola con la segunda pistola, y tenía el otro necrófago muerto a los pies.

Ulrika se inmovilizó, sabedora de que cargaba balas bañadas de plata.

—¿Son ésas maneras de saludar a vuestra rescatadora, templario? —preguntó.

Él le clavó una mirada colérica, con la mano temblorosa.

—¿Por qué me atormentas de este modo, demonio? ¿Por qué juegas conmigo? ¿Por qué no me matas y acabas de una vez?

Ulrika lo miró parpadeando y bajó la espada.

—No lo sé. Es lo que debo hacer, y hace apenas un momento tenía toda la intención de hacerlo, pero luego… —Su voz se apagó y abarcó a los necrófagos muertos con un gesto—. Hice esto.

—¿Por qué? —Exigió saber Holmann—. ¿Por qué designio diabólico me mantienes con vida?

—Por ninguno, Herr Holmann —suspiró ella—. Por ninguno. Sólo… sólo que parece que no puedo mataros. —La boca de la muchacha se contrajo con amargura—. Parece que siento… cariño por vos.

—¡No me mientas, monstruo! —gritó Holmann—. ¡Las criaturas de la noche no sienten cariño por nada! ¡No tienen corazón!

—También yo oí decir eso cuando estaba viva —dijo Ulrika, tanto para sí misma como para él—. Pero ahora que estoy muerta encuentro muchas cosas que lo desmienten. ¿Me dolería tanto, si no lo tuviera?

Holmann sonrió desdeñosamente.

—Intentas engañarme utilizando los sentimientos. No dejaré que me seduzcas para que baje la pistola.

Ulrika alzó la mirada hacia él, con el ceño fruncido, al darse cuenta de algo.

—¿Y por qué no habéis disparado antes, templario? —preguntó—. También los cazadores de brujas son conocidos por no tener corazón.

Holmann le devolvió una mirada furiosa, y el temblor de su mano se convirtió en sacudidas violentas.

—¡Perra! —gritó—. ¡Puta! —Entonces, con un gruñido que era mitad sollozo, giró la pistola y se la apoyó contra la cabeza.

—¡No! —gritó Ulrika, y saltó colina arriba hacia él.

La pistola disparó en el momento en que ella le sujetaba la muñeca, y se estrelló contra el suelo cubierta de hierba junto con él, sin saber si estaba vivo o muerto. Rodó sobre su cuerpo y se puso de rodillas, mirándolo. Tenía el brazo echado sobre la cara y la pistola colgaba de su mano laxa. Le apartó el brazo, y entonces dejó escapar un suspiro de alivio. Tenía la cara y las cejas chamuscadas a causa de la explosión de la pólvora, pero la bala había errado. Estaba vivo, aunque no parecía agradecido por estarlo.

Dio un tirón para hacer que Ulrika le soltara el brazo y se volvió de lado, de espaldas a ella.

—¡Dejadme!

—Templario Holmann —dijo ella—. Friedrich…

—Maté a mi propia familia a causa de su pecado —dijo con voz estrangulada—. ¡A mi madre y a mi padre! Y, sin embargo, a vos no puedo mataros. —Se cubrió la cara con las manos—. No merezco que se me llame templario de Sigmar. ¡No soy digno de vivir!

Ulrika se mantuvo inmóvil junto a él, con ganas de consolarlo, pero sabedora de que su contacto no sería bien recibido.

—Y yo no puedo mataros —dijo con voz suave—. Aunque me denunciéis, amenacéis a los míos e incendiéis una casa conmigo dentro.

Otros tres lentos fuegos de corazón florecieron en lo alto del montículo, y Ulrika alzó la mirada. Más necrófagos entre los cipreses. Se puso de pie y recogió el estoque para hacerles frente.

—Levantaos, templario Holmann —dijo—. Aún queda trabajo por hacer.

Los necrófagos echaron a correr ladera abajo, farfullando y chillando. Holmann alzó la mirada hacia el ruido y gimió, pero también se puso de pie.

Ulrika saltó al encuentro de los enemigos y le asestó un tajo a uno en las espinillas, para luego rotar mientras el necrófago caía y atravesaba a un segundo con la hoja de la espada. El tercero se le estrelló contra un costado, y rodó cuesta abajo junto con el monstruo, que intentaba arañarla con las garras y morderla. Resbalaron sobre la hierba mojada hasta detenerse, y ella lo aferró por la garganta con la mano izquierda para apartar de sí la boca de la criatura, que seguía arañándola con las garras. Intentó liberar el brazo de la espada, pero lo tenía atrapado en una posición incómoda, contra el suelo.

—Inmundo gusano —gruñó—, también yo tengo garras.

Extendió las uñas y cerró la mano libre en torno al cuello del necrófago, para luego tirar bruscamente hacia atrás y arrancarle la garganta y la tráquea en medio de un chorro rojo. El monstruo se echó hacia atrás, aferrándose el destrozado cuello con cara de sorpresa. Al fin, ella pudo recuperar la movilidad del brazo derecho, y le asestó en un costado un tajo que le rompió las costillas y penetró en los órganos internos.

Cayó de lado y ella se soltó de las extremidades del enemigo. Cuesta arriba, Holmann estaba acabando con el que ella había herido antes. La criatura cayó con la espada de él clavada en el ojo derecho, y el cazador se volvió para encararse con ella, respirando trabajosamente. Sus ojos estaban inundados de dolor e incertidumbre.

Ulrika alzó una mano al ponerse de pie.

—No empecemos otra vez con el asunto, ¿os parece? —dijo, y luego hizo un gesto con la cabeza hacia lo alto del montículo—. En este caso, nuestro propósito es el mismo. Ambos intentamos descubrir lo que hay al otro lado de esos árboles. Ambos tenemos intención de matarlo. Dejemos a un lado lo que nos separa en bien de esa meta común —suspiró—. Tal vez nos matará a los dos y acabarán nuestros problemas.

Holmann frunció el ceño.

—¿También vos queréis matarlo?

—¿Acaso no le seguimos el rastro juntos hasta aquí? —preguntó Ulrika.

—Pero yo pensaba…

—¿Que os conduje aquí como una estratagema? —Ulrika se rio—. Herr Holmann, si hubiera deseado mataros, no habría habido ningún sitio mejor para hacerlo que la casa de plaga, o las cloacas donde os encontré por primera vez. No, puede que os haya mentido en todo lo demás, pero en esto, al menos, dije la verdad. Soy una cazadora de vampiros.

Con un golpe seco de muñeca agitó el estoque para sacudirle la sangre del necrófago y comenzó a ascender por la cuesta hacia los árboles.

—Bueno, ¿vais a venir? Nuestra presa espera.

Holmann permaneció quieto, indeciso durante un largo momento, pero al final la siguió. Al reunirse con ella en la línea de cipreses, frunció el ceño y olfateó el aire.

—¿Sois vos quien huele a agua de rosas?

Ulrika se encogió de vergüenza.

—Son ropas prestadas. No hagáis caso. Ahora, de prisa.