VEINTE
La dama Hermione lo lamenta
—¿Y qué trae a unos nobles tan refinados como vosotros al sur del río, mis señores? —preguntó Gabriella.
Los cuatro jóvenes borrachos que rodeaban a Gabriella rieron. Ulrika, recostada contra una columna en sombras que había cerca, dudaba de que fueran nobles; más bien parecían hijos de comerciantes adinerados, jactándose del dinero de sus padres con ropas llamativas y joyas que los hijos de auténticos nobles desdeñarían por considerarlas de mal gusto. La taberna Boca de Cañón parecía orientada hacia los de su clase. Era una exagerada parodia de la verdadera sordidez de la Jarra y Ariete, con las mismas mesas de caballetes y vigas ennegrecidas, pero con rameras de mejor aspecto, dados y cartas en la habitación de atrás, y matones enormes que se ocupaban de mantener la paz. Un lugar para que acudieran los chicos ricos del otro lado del río, atraídos por la promesa de peligro —aunque no demasiado—, y un poco de traviesa diversión. Aquella noche habían sido atraídos por docenas. Al igual que sucedía en la Jarra y Ariete, ante la barra se apiñaba una multitud de cinco hileras que aturdía con sus risas nerviosas y charlas en voz demasiado alta apretujados en torno al fuego por miedo a la oscuridad.
—Hemos venido a cazar vampiros —farfulló el más borracho de los hijos de comerciantes, un pelirrojo con cara de luna vestido con jubón y calzones azul cielo—. A sacarlos al sol y mirar cómo se convierten en cenizas.
Gabriella alzó una ceja divertida.
—¿Y habéis atrapado alguno, mis señores?
—No —replicó un chico regordete que iba vestido de terciopelo anaranjado, con el pelo engominado sobre la frente en un elaborado tupé—. Pero vimos arder a muchos. ¡Ése es un buen deporte!
—Pero da mucha sed —dijo el tercer muchacho, que parecía ser el cabecilla. Era más bajo que los otros, pero también más apuesto, y tenía un brillo agudo en los ojos—. Y también es excitante.
—Sí —asintió Gabriella al tiempo que le acariciaba el mentón—. No lo dudo. —Deslizó un dedo hacia abajo por el pecho cubierto de terciopelo del joven—. ¿Y qué diríais si yo os dijera que soy un vampiro?
Los chicos volvieron a reír, aún más fuerte.
—¿Tú? —dijo el cuarto, un rubio muchachito menudo y avispado que llevaba un jubón color esmeralda y pendientes—. ¡No estás lo bastante pálida! ¡Ni lo bastante flaca!
Gabriella no apartaba los ojos del apuesto cabecilla. Su dedo bajó aún más.
—Pero ¿y si lo fuera? ¿Me clavaríais vuestra estaca de madera a fuerza de embestidas? ¿Me haríais gritar y convertirme en ceniza?
Los ojos del apuesto mozo se volvieron vidriosos de lujuria, pero los otros se mofaron y lo empujaron.
—¿Y nosotros qué, entonces? —dijo el de cara de luna, que cogió a Gabriella por un hombro y la hizo darse la vuelta—. ¡También nosotros somos cazadores, ¿sabes?!
Ella le sonrió con malicia, y luego hizo lo mismo con los demás.
—Ah, pero podría hacer falta más de una estaca para matarme —murmuró—. Podría hacer falta toda una noche de clavar y clavar las estacas para lograr que muera. —Se apoyó contra el pecho del que llevaba el tupé al tiempo que arqueaba la espalda para que notara sus senos—. Si pudiéramos encontrar un sitio tranquilo, lejos de todo este humo y esta villanía, para consumar el hecho.
Se produjo un rápido intercambio de miradas entre los muchachos, que comenzaban a sopesar la realidad de seguir adelante con lo que Gabriella les sugería.
La condesa percibió la vacilación, porque se removió otra vez para frotarse entre el apuesto y el chico de los pendientes.
—Entonces ¿no tenéis aún una vivienda propia? —ronroneó—. ¿No sois hombres de mundo?
Al observar a los muchachos, a Ulrika le pareció que Gabriella estaba usando algo más que las palabras y la belleza con ellos, porque sus ojos tenían la mirada inexpresiva de las reses, y aunque obviamente tenían objeciones y preguntas, parecía resultarles casi imposible plantearlas.
—¿Qué me dices de tu cochera, Sebastián? —preguntó el apuesto al de cara de luna—. Ya has llevado muchachas allí antes, ¿no?
—No… no sé —masculló el de cara de luna—. Mi padre…
—Tu padre estará dormido como un tronco, a estas alturas —se burló el del tupé—. Vamos, Sebastián, no seas marica. ¿Acaso no hemos hecho juntos un juramento de sangre?
El de cara de luna se pasó la lengua por los labios.
—Yo… ¡Ah, de acuerdo! Pero será mejor que recordéis ese juramento de sangre si nos pillan.
Todos le dieron palmadas en la espalda y lo aclamaron.
—Buen muchacho —dijo el chico de los pendientes.
El joven apuesto le dio el brazo a Gabriella y se encaminó hacia la puerta de la taberna.
—Ven, vampiro. Ahora te tenemos arrestada. Te enfrentarás con la torre de hierro.
—¡Cuatro torres de hierro! —exclamó el del tupé.
Ella rio alegremente y le hizo un gesto a Ulrika al pasar con los jóvenes.
—Por aquí, Rika. Nos marchamos con estos caballeros.
Esto hizo que los muchachos se detuvieran en seco. Se volvieron a mirar a Ulrika, y en sus frentes aparecieron ceños fruncidos de enojo.
—¿Qué es esto? —preguntó el del tupé.
—No has dicho nada sobre un amigo —puntualizó el joven apuesto.
—¿Es un hombre o una mujer? —preguntó el muchacho de los pendientes, con una mueca.
—¡Yo no voy a dormir con eso! —dijo el de cara de luna.
Gabriella sonrió y les acarició el pecho y los brazos.
—Rika no es nada que deba preocuparos, mis señores. Ella sólo se ocupa de mi seguridad aquí, en los barrios bajos.
—Entonces puede quedarse donde está —declaró el de cara de luna—. Estás perfectamente a salvo con nosotros.
—Por supuesto que lo estoy —replicó Gabriella con dulzura—. Pero no me gustaría molestaros a ninguno de vosotros, caballeros, para que volváis a traerme por la mañana, ¿no os parece? Y hay un largo paseo solitario a través de barrios peligrosos hasta llegar a casa. —Se recostó contra el chico apuesto y lo miró directamente a los ojos, con los labios a pocos centímetros de los de él—. Se quedará fuera de la vista y ni siquiera pensaréis en ella, os lo prometo, pero me temo que no puedo acompañaros si ella se queda aquí.
Los cuatro chicos intercambiaron otra ronda de miradas, las del muchacho apuesto implorantes y las de los otros inseguras, pero al fin el del tupé se encogió de hombros.
—Muy bien —dijo—. Pero que vaya con el cochero. Atufa a agua de rosas.
* * *
La mano de Ulrika bajó hasta la empuñadura del estoque robado cuando el carruaje se acercó al puente, donde cuatro cazadores de brujas observaban el tráfico que lo cruzaba. Si Friedrich Holmann estaba entre ellos, la mascarada habría terminado antes de empezar. Se relajó un poco cuando no lo vio entre ellos, pero mantuvo la mano donde estaba. Se sentía como si estuviera metiendo la cabeza en la boca de un dragón.
El jefe de los cazadores de brujas avanzó un paso y alzó una mano, para luego acercarse a la ventanilla con una linterna. No le había dedicado ni una segunda mirada a Ulrika, que iba encogida junto al cochero.
—Enseñadme las caras —dijo el cazador de brujas al tiempo que alzaba la linterna.
Se oyeron risas en el interior del carruaje, luego un chillido de Gabriella y la voz de asno del chico del tupé.
—¡Mirad, templario! ¡Hemos atrapado un vampiro! ¡Va a ser la muerte de todos nosotros!
—¡Sí! —gritó el de cara de luna—. ¡Enséñale los dientes, demonio!
Ulrika se tensó y se aferró al asiento, preparada para bajar de un salto y matar al cazador de brujas antes de que pudiera desenvainar, pero luego oyó una palmada suave y la risa de Gabriella.
—¡Esos no son mis dientes, querido! ¡Debería daros vergüenza!
Desde lo alto, Ulrika no podía ver la expresión del cazador de brujas porque quedaba oculta por la ancha ala del sombrero, pero su postura rígida transmitía de manera elocuente el asco que sentía.
—Jóvenes estúpidos —gruñó—. Esto no es un asunto para bromear. La muerte acecha en las calles de Nuln, y vosotros andáis de juerga con rameras. —Se apartó del carruaje e hizo un brusco gesto con la mano para que continuara—. Largaos de aquí, y que Sigmar perdone vuestras frivolidades.
Ulrika aflojó la mano con que sujetaba la empuñadura de la espada mientras el cochero hacía que los caballos volvieran a ponerse en marcha, pero no se relajó del todo hasta que hubieron cruzado el puente y comenzaron a traquetear por los adoquines del Neuestadt.
Mientras recorrían el distrito comercial, Ulrika vio que, a pesar de los denodados esfuerzos de los cazadores de brujas, una parte de la locura del día se había propagado al norte del río. Había muchas tiendas con escaparates rotos, y en puertas y muros se veía pintado el martillo de Sigmar. Aunque las calles estaban desiertas salvo por las patrullas que la guardia había doblado, allí las tabernas también estaban trabajando a pleno rendimiento.
Al ver semejantes signos de pánico, Ulrika temió que volvieran a detenerlos en la puerta del Altestadt, pero no fue así, ya que los guardias parecieron reconocer el carruaje y a sus ocupantes. Se limitaron a saludar mientras el capitán inclinaba la cabeza hacia la ventanilla.
—Es una noche peligrosa para andar por ahí, jóvenes señores —dijo—. Mejor será que os recojáis.
—Sí, capitán —replicó la voz del muchacho apuesto—. Que nos recojamos en la cama.
Los muchachos rieron el chiste, y continuaron adelante.
Resultaba más difícil determinar si el Altestadt había sucumbido al miedo del resto de la ciudad. Allí las calles siempre estaban en calma por la noche, y la guardia patrullaba de forma permanente, pero Ulrika tuvo la sensación de percibir una inquietud más intensa de lo normal en las miradas de los guardias que patrullaban por las mansiones ante las que pasaban, y en las caras de los ricos comerciantes que se dirigían presurosamente hacia sus casas.
Pocos minutos más tarde el vehículo entró en el patio de carruajes de una casa imponente del distrito Kaufman, y los chicos salieron atropelladamente, con Gabriella a remolque, más de uno con un dedo sobre los labios y haciendo exageradas muecas para que guardaran silencio. Ulrika dejó caer el bolso al suelo y bajó del pescante con el cochero en el momento en que el chico guapo iba hacia ellos.
Ulrika tenía miedo de que fuera a decirle algo, pero ni siquiera la miró. En cambio, puso una corona en una mano del cochero y le hizo un guiño.
—Nadie sabrá nada, ¿verdad, Ulf?
—Nadie sabrá nada, señor —replicó el cochero, que asintió con la cabeza y se guardó la moneda en un bolsillo.
Mientras el hombre conducía los caballos hacia la cuadra de las cocheras, el chico del tupé y los otros llevaron a Gabriella hacia una puerta que se abría en la parte posterior de la estructura y que, al parecer, daba a un apartamento que había encima. Gabriella le dedicó a Ulrika una sonrisa y un guiño mientras la hacían entrar apresuradamente.
El del tupé lo vio y le lanzó a Ulrika una mirada de fastidio.
—Quédate fuera de la vista de la casa, ¿vale? Si te ve mi padre, llamará a la guardia.
Ulrika asintió respetuosamente con la cabeza, luego recogió el bolso lleno de ropa y giró en torno al otro extremo del establo para ir a sentarse en el brocal de un pozo de piedra. Se preguntó durante cuánto tiempo tendría que esperar. ¿Llevaría Gabriella la mascarada hasta el final? Eso parecía una pérdida de tiempo. Ya casi había pasado la mitad de la noche. ¿Mataría a los chicos? ¿Los engañaría de alguna manera?
Casi en el momento en que pensaba esto, le llegó el sonido de una ventana que se abría en lo alto y un silbido que procedía justo de encima. Alzó la vista y vio que Gabriella la miraba desde el piso superior.
—¡Trae la ropa! —susurró.
Ulrika volvió a rodear con rapidez la cochera y se escabulló a través de la puerta. Una escalera de caracol conducía hasta un apartamento de un solo ambiente y techo alto, con una cama en un extremo y unas cuantas sillas colocadas en torno al hogar que había en una de las paredes. Los cuatro muchachos yacían como muñecos que hubieran perdido el relleno, roncando plácidamente en el centro de la habitación.
Gabriella pasó por encima de ellos sin pisarlos, estremeciéndose, y tendió las manos hacia el bolso.
—Si hubiera tenido que aguantar un solo pellizco o apretón más, les habría arrancado las manos. ¡Animales! ¡Hasta el último de ellos!
Gabriella sacó las prendas que había llevado puestas Ulrika y ésta la ayudó a ponérselas. Eran demasiado largas para la condesa, pero iba a ver a Hermione y se negaba a ir vestida como una doncella o una ramera. Ulrika miró con ojos anhelantes la ropa de los muchachos dormidos, que estaba muchísimo más limpia que los harapos robados que vestía, pero ninguno de ellos tenía ni remotamente su tamaño. El chico de los pendientes, sin embargo, parecía tener el tamaño de pies adecuado, así que le quitó las botas y se las probó. Le quedaban casi perfectas. Con un suspiro de alivio, le dejó las enormes botas del matón y bajó a toda prisa los escalones en compañía de Gabriella.
* * *
La casa de la dama Hermione estaba a oscuras cuando se aproximaron a ella. Ulrika y Gabriella ralentizaron el paso, intranquilas, mirando alrededor por si había trampas. Ulrika forzó el oído por si oía latidos de corazón ocultos, o el sutil movimiento de seres de corazón muerto que aguardaran al acecho. No oyó nada, y, al parecer, Gabriella también quedó satisfecha, ya que pasado un momento continuó hasta la puerta y llamó con los nudillos.
Pasó largo rato antes de que llegara la respuesta, pero justo cuando levantaba la mano para volver a llamar, oyeron que descorrían el cerrojo y la puerta se abrió un poco. Una doncella tímida las observó a través de la rendija.
—Gebhart, ¿eres…? —comenzó, y luego lanzó una exclamación ahogada e intentó cerrar.
Gabriella detuvo la puerta con una mano, se irguió y la miró con altanería.
—La condesa Gabriella von Nachthafen ha venido a ver a la dama Hermione —dijo.
Los ojos de la doncella se desorbitaron al oírla, y se encogió aún más detrás de la puerta.
—La dama Hermione lo lamenta, pero no está en casa para recibir visitas hoy —dijo—. ¿Q… queréis dejar una tarjeta?
Gabriella gruñó y abrió con brusquedad la puerta, que golpeó a la doncella y la hizo caer de espaldas en el vestíbulo de entrada. Ulrika desenvainó el estoque robado y entró junto a la condesa, mirando a su alrededor en busca de amenazas. No vio ninguna. La doncella estaba sola y la casa en silencio. Cerró la puerta mientras Gabriella avanzaba hacia la doncella y la levantaba, sujetándola por la pechera del corpiño.
—¿No está en casa? —susurró Gabriella mientras la joven intentaba apartarse—. ¿Es que se oculta en su alcoba por temor a mi cólera? Ve a buscarla, muchacha. Hablaré con ella.
—Pero… pero, mi señora —tartamudeó la doncella—. ¡De verdad que no está en casa! ¡Se ha marchado!
—¿Se ha marchado? —Los ojos de Gabriella centellearon—. ¿Adónde se ha marchado?
La doncella palideció.
—No… no debo decirlo.
Gabriella zarandeó a la joven hasta que le entrechocaron los dientes.
—¿Te negarás a decírmelo? ¡Te arrancaré los dedos de las manos, una falange por vez! ¿Dónde está?
La muchacha se puso a llorar de miedo.
—¡Se ha marchado al campo, mi señora! —lloriqueó, abandonada al poder de Gabriella—. ¡A Mondthaus, su hacienda! ¡Frau Otilia dijo que debía esperar allí a que las cosas se calmaran en la ciudad!
Gabriella permaneció un rato pensativa.
—¿Ah, sí? ¿Y Von Zechlin? ¿Lord Rodrik? ¿El resto?
—Mi señora se llevó al señor von Zechlin consigo —dijo la joven—. Estaba herido. Los otros también se han marchado.
Gabriella asintió con la cabeza y luego volvió a mirar a la doncella.
—¿Y quién es ese Gebhart a quien estabais esperando?
La muchacha vaciló.
Gabriella le rodeó el cuello con una mano.
—Respóndeme.
—¡Es… es el lacayo! —masculló la muchacha—. Frau Otilia lo envió a hacer un recado antes de que se marcharan.
—¿Qué recado?
—Tenía que ir a ver a la señora Mathilda —dijo la doncella—. Tenía que invitarla a acudir a Mondthaus para escapar de los disturbios.
Gabriella miró fijamente a la muchacha.
—¿Qué? ¿Después de todo lo que ha pasado entre ellas? No me lo creo.
—Es lo que dijo Otilia, mi señora.
Gabriella frunció el ceño, sumida en sus pensamientos, y luego pareció recordar que aún sujetaba a la doncella. La dejó de pie en el suelo y le alisó la ropa.
—Lo siento, tesoro. No se te debe culpar por traicionar a tu señora. Es ella quien ha obrado mal al decirte que mintieras. —Le dio unas palmaditas en una mano a la moza—. Ahora, cuéntame cómo puedo encontrar Mondthaus.
—Sí, mi señora.
Ulrika aguardó en la puerta mientras Gabriella anotaba las instrucciones que le daba la doncella. Al parecer, la hacienda estaba a sólo quince kilómetros, más o menos, de Nuln, en el límite de las tierras vitivinícolas de Wissenland.
Gabriella despidió a la muchacha con otra palmadita en la mano y luego se volvió hacia Ulrika y le hizo un gesto para que la acompañara hasta la puerta, mientras su semblante adoptaba una expresión grave.
—Aquí debemos separarnos —dijo al salir al porche—. No sé a qué está jugando Hermione, pero temo que Mathilda vaya a aceptar su invitación en cabeza de una partida de guerra. Debo encontrar ropa de viaje adecuada en el guardarropa de Hermione y luego ir a intentar mantener la paz. Tú debes volver al Jardín de Morr y encontrar algo, cualquier cosa, que convenza a esas dos brujas de que no es una hermana quien está matando a las lahmianas de Nuln.
—Perdonadme, señora —protestó Ulrika—, pero no permitiré que os marchéis sin escolta a ese sitio. Os recuerdo que la dama Hermione intentó mataros la última vez que le hicisteis una visita.
—Y yo no deseo dejar que vayas sola al cubil de esa bestia —replicó Gabriella con un suspiro—. Es algo con lo que nadie debería enfrentarse en solitario, pero no tengo elección. Ambas cosas deben hacerse de inmediato. —Hizo que Ulrika bajara la escalinata y luego le entregó las instrucciones que había escrito—. Toma. Guarda esto. Yo ya las he memorizado. Cuando hayas descubierto algo, ve a buscarme allí lo antes que puedas.
—Pero ¿y si no hay nada que descubrir? —preguntó Ulrika, al tiempo que se volvía desde el pie de la escalinata.
—¡Tiene que haberlo! —exclamó Gabriella, y Ulrika pensó que nunca había visto a su señora tan demacrada ni pérdida—. No sé qué otra cosa puede impedir esta guerra.