DIECINUEVE

DIECINUEVE

Mascarada

Ulrika miró a Gabriella y abrió mucho los ojos. Toda ternura había desaparecido de su voz y toda compasión de su mirada. Era como si se hubiera cerrado una puerta.

—No me obligues a arrancarte la información —dijo, cuando Ulrika permaneció en silencio.

—No, señora. —Ulrika dejó caer la cabeza—. No lo haré. Lo… lo conocí cuando perseguía al brujo por las cloacas. El cazador de brujas también iba tras nuestro enemigo.

—No me lo habías mencionado —dijo Gabriella.

—No… no pensé que fuera importante —tartamudeó Ulrika. Gabriella alzó una ceja.

—¿No?

—Lo engañé —explicó Ulrika—. Le hice creer que era una cazadora de vampiros, y nos separamos sin que él se hubiera dado cuenta de la verdad.

—Hoy parecía haberse dado cuenta.

—Sí. Yo… —Ulrika se clavó las uñas en las palmas de las manos—. Volvimos a encontrarnos. Estaba en la casa de plaga cuando descubrí allí el lugar donde había muerto la señora Alfina. Lo… lo utilicé. Él sabía que el trozo de ropón que yo había encontrado era de un sacerdote de Morr, y dejé que interrogara a los sacerdotes y me condujera hasta el cementerio y la cripta donde creo que se oculta el asesino.

—Qué lahmiano por tu parte, hacer todo eso —dijo Gabriella con frialdad—. Pero se te cayó la máscara, ¿verdad?

—Fuimos atacados por necrófagos —continuó Ulrika—. Iban a matarlo. Dejé… dejé salir mis garras para salvarle la vida.

—Y él lo vio —añadió Gabriella.

Ulrika asintió con desdicha.

—Me llamó monstruo e intentó matarme.

—Y, sin embargo, tú no lo mataste a él.

Ulrika negó con la cabeza.

—No pude. Es… es un buen hombre.

—Y nuestro mortal enemigo. —Gabriella suspiró y volvió a atraer a Ulrika hacia sí—. Querida, lo entiendo. Ya ha sucedido antes. En este extraño caso te encuentras en el mismo bando que ese hombre, y es decidido y valiente. Además, por lo poco de él que he visto, no puede decirse que sea feo. Has luchado junto a él y, como eres una guerrera nata, detestas dejar morir a un camarada. Pero él no es tu camarada, y no puedes pensar en él de ese modo.

Se recostó contra un montón de pieles y atrajo a Ulrika consigo.

—Ya no eres humana, querida mía. Aunque lo pareces, y a veces puedas sentir que lo eres, no lo eres. No puedes mantener relaciones normales con ellos. Cuando trates con hombres, sólo tendrás cuatro opciones: engañarlos, matarlos, esclavizarlos o darles el beso de sangre. Un humano que sepa lo que eres pero no esté vinculado a ti, no es de fiar. Y un cazador de brujas menos que ninguno, como has aprendido, para tu pesar, hoy mismo.

—Lo lamento, señora —dijo Ulrika—. No permitiré que vuelva a suceder.

Gabriella le apretó una mano.

—Es una lección dura de aprender, lo sé, pero debe aprenderse. De lo contrario, sólo obtendrás dolor y desdicha. En este caso hablo por experiencia. —Se acurrucó contra Ulrika—. Ahora ven, descansa la cabeza. No nos queda otra cosa que hacer que aguardar la noche. Entonces cruzaremos el río y hablaremos con Hermione.

Ulrika cerró los ojos, pero los gritos de la turba y el crepitar de las llamas del exterior hicieron que le resultara difícil dormir.

Tras el demente frenesí del día, el ocaso trajo consigo un atemorizado silencio antinatural a Nuln. Las gélidas calles de la Industrielplatz por las que Gabriella y Ulrika se escabullían estaban oscuras y desiertas, salvo por los ennegrecidos restos de los excesos de la jornada. Incluso las forjas, que solían rugir día y noche, estaban frías y silenciosas. Por todas partes se veían ventanas destrozadas, herramientas y garrotes rotos, y el signo del martillo de Sigmar pintado toscamente en la fachada de tiendas y talleres como protección contra los no muertos.

Los cazadores de brujas continuaban de guardia en el gran puente, donde detenían a todos los carruajes e interrogaban a todas las mujeres que lo cruzaban, así que dieron media vuelta y se volvieron por donde habían llegado, para recorrer un largo kilómetro y medio con paso cansado hasta el puente de la Torre de Hierro, pero también éste estaba vigilado.

—Sin duda, tendrán nuestra descripción —dijo Gabriella, retrocediendo hasta la sombra de una fundición para reflexionar—. Podrían llevar encima plata, ajo o raíz de demonio para probarnos. Prefiero no correr el riesgo. Aquí no serán tan corteses como lo fueron en el salón de Hermione.

—¿Podemos cruzar en barca? —preguntó Ulrika—. Tiene que haber algún pescador que esté dispuesto a llevarnos.

Gabriella se estremeció.

—Una barca abierta es demasiado peligrosa. A los vampiros no nos gusta mucho el agua corriente. No, creo que tenga una manera mejor de hacerlo. —Giró hacia el sur y echó a andar de vuelta hacia el Faulestadt, el laberinto de inmundas calles y ruinosos edificios de viviendas del que habían huido esa misma mañana—. Una manera lahmiana.

* * *

—¿De paseo por los barrios bajos, mi señora? —preguntó a Ulrika un tipo lascivo con brazales de impresor en las mangas—. ¿Cansada del vino suave del Altestadt y en busca de la fuerte cerveza del Faulestadt?

—¿La tienen corta al norte del río? —intervino su compañero, un pescador, a juzgar por su olor, que sonreía mirando el pelo de Ulrika—. ¡Aquí la tenemos larga! —dijo, y se dio una palmada en la pierna, cerca de la rodilla.

—Su señoría está esperando a un caballero de la guardia —declaró Gabriella con una voz remilgada acorde con el uniforme de doncella que aún llevaba—, que le ha pedido que acuda a este establecimiento para identificar a los hombres que le robaron el collar y la peluca.

Los hombres abrieron mucho los ojos al oír esto, y de repente descubrieron que tenían cosas que hacer en otra parte.

Ulrika dejó escapar un suspiro de alivio.

—Gracias, señora —susurró Ulrika—. No sabía qué debía responder una dama.

—Llamadme Gabby, aquí, mi señora —dijo Gabriella, aún con la voz de doncella—. Y una dama dejaría que su doncella respondiera por ella. Los hombres de esa clase no merecen que les hable una mujer de vuestra condición.

Estaban sentadas ante una mesa en un rincón de la Jarra y Ariete, una taberna del tipo que no frecuentaban las damas de la parte alta, con o sin escolta, y estaban cosechando una buena cantidad de miradas de extrañeza y observaciones obscenas mientras observaban las costumbres vulgares de la vocinglera clientela.

—¡Por esto están en silencio las calles! —dijo Gabriella, alzando la voz para que la oyera por encima del estruendo—. ¡Han venido todos aquí!

Ulrika asintió con la cabeza. Era verdad. En torno a las mesas de caballetes montadas bajo las bajas vigas ennegrecidas por el humo había numerosos grupos de bravucones, matones y mugrientos trabajadores de las fundiciones que se empujaban, bebían y reían con febril energía, mientras rameras pintadas les sacaban con halagos dinero y bebida, y a veces los llevaban al piso de arriba. Otros hombres parloteaban en voz alta acerca de vampiros y hogueras, y fanfarroneaban sobre el papel que habían desempeñado en los sucesos del día, y con cada narración los colmillos se hacían más largos y las garras más afiladas Ulrika negó con la cabeza, confundida y asqueada. Se apretujaban todos en torno al fuego como salvajes asustados de la oscuridad, pensó.

Gabriella no parecía prestar la menor atención a los hombres ni a las historias que contaban. Sólo observaba las idas y venidas de las rameras que se paseaban por la habitación, ejerciendo su oficio con diligencia, mientras Ulrika aguardaba, rígida e inquieta. No era el sitio lo que hacía que se sintiera incómoda, aunque el pánico incipiente que burbujeaba bajo la charla y la alegría le daba dentera. Había estado en tabernas peores que ésas en muchas ocasiones —el Jabalí Blanco de Praag, por ejemplo—, y había compartido alegremente la mesa con soldados y rufianes durante toda su vida. Era lo que Gabriella quería que hiciera lo que no le sentaba bien.

—Señora —dijo al fin, inclinándose para hablar al oído de la condesa—. Veo que esta triquiñuela puede funcionaros a vos, pero yo… yo nunca antes me he hecho pasar por prostituta. No sé cómo hacerlo. Tengo miedo de estropear vuestro juego.

Gabriella se volvió hacia ella, la miró de arriba abajo, y luego sonrió con astucia.

—Es verdad. La estatura y los huesos fuertes te confieren una cierta belleza solemne cuando vistes como una dama, pero parecerías un payaso con los perifollos de una ramera. —Frunció el ceño durante un momento, y luego rio—. ¡Ah! Ya lo tengo. Volverás a llevar calzones, ya que vestida así es como te sientes más cómoda, y harás el papel de mi dragón.

Ulrika alzó las cejas.

—¿Qué es un dragón?

Gabriella le dedicó una ancha sonrisa.

—¿No estás familiarizada con la palabra? Qué raro. Un dragón es un caballero del sexo femenino, compañero y protector de damas de escasa virtud que no se fían de los hombres. Le guarda las espaldas a la mujer y se asegura de que le paguen por su trabajo.

Ulrika parpadeó, azorada, al asimilar el significado de las palabras, y Gabriella rio.

—No temas, niña. El papel requerirá poco de ti. Sólo tienes que parecer hosca y peligrosa, y eso ya lo has conseguido.

Ulrika apartó los ojos, abochornada. ¿Un caballero del sexo femenino? Para ella, la ropa masculina había sido siempre una cuestión de pragmatismo. Era una guerrera criada por un guerrero. Por lo tanto, vestía ropa de guerrero y había llegado a encontrarse cómoda con ella. Nunca había asociado esas prendas con ninguna otra cosa, ni le había preocupado lo que otros pudieran pensar de ella por el hecho de llevarlas. La gente podía pensar lo que quisiera, porque ella sabía quién era, y qué y a quién encontraba atractivo. Por tanto, era extraño que la hiciera sentir desasosegada la idea de fingir ser lo que ya era, pero así se sentía.

Al fin, se encogió de hombros. Puede que a ella no le gustara, pero Gabriella tenía razón. Era un papel que podía interpretar ciertamente mejor que el de una coqueta.

Poco rato después, Gabriella posó una mano sobre un brazo de Ulrika y señaló con un gesto de la cabeza hacia el otro lado del salón.

—La pareja perfecta para nuestras necesidades.

Ulrika siguió su mirada. Un matón alto y delgado, completamente borracho, daba traspiés tras una ramera que sonreía tontamente y lo conducía sujeto por el cinturón hacia la escalera. Ulrika arrugó la nariz. Puede que el hombre fiera de la altura y constitución adecuadas, pero su ropa era chillona y estaba mugrienta, y la grasa del lacio pelo negro había oscurecido el cuello de la camisa. Se estremeció al pensar en la fauna que sin duda infestaba a aquel hombre.

La pareja subió a trompicones por la escalera hasta el primer piso. Ulrika miró a Gabriella. La condesa esperó hasta que desaparecieron de la vista, y luego se levantó.

—Venid, mi señora —dijo con gesto altivo—. Esperaremos al caballero en el piso superior. No quiero que estos rufianes continúen con los ojos sobre vos.

Ulrika se levantó y la siguió escalera arriba. Las siguieron unos cuantos ojos y unas cuantas sonrisas entendidas, pero la mayoría estaban demasiado ocupados con sus propios desenfrenos como para darse cuenta.

Llegaron al primer piso justo a tiempo de ver que se cerraba una puerta situada hacia la mitad del corredor iluminado con velas.

Gabriella se adelantó a paso rápido y sigiloso, y Ulrika la siguió, presurosa. Desde todas partes les llegaban risillas, además de gemidos amorosos. Una vez ante la puerta, Gabriella comenzó a murmurar un hechizo.

—¿Los matamos, señora? —preguntó Ulrika.

—¡Shhhh! —Gabriella continuó murmurando.

Ulrika miró hacia atrás por el corredor, intranquila, escuchando, mientras de detrás de la puerta les llegaban las voces de sus objetivos.

—Quítatelo, venga —farfulló la voz del hombre—. Quiero ver la mercancía.

—Vas al grano, ¿eh? —replicó una ronca voz femenina—. Vale, ahí tienes. No ves muchas que lleguen al medio kilo, ¿eh?

Gabriella acabó su hechizo y alzó los ojos al techo.

—Ah, la dulce poesía de la seducción… —Con la mano izquierda aferraba una negra sombra que se retorcía. Tendió la derecha para hacer girar el pomo de la puerta. Tenía echado el cerrojo. Giró con más fuerza y el cerrojo se rompió.

La ramera, que estaba subiéndose a la cama de somier hundido, alzó la mirada en el momento en que se abrió la puerta para dar paso a Gabriella y Ulrika, que entraron en la sórdida habitación.

—¡Eh! —gritó—. ¡Largaos! ¡Tengo un cliente!

El matón les dedicó una ancha sonrisa.

—Cuantas más mejor, digo yo.

Gabriella cerró la puerta, luego extendió la mano izquierda y abrió los dedos.

—¡Dormid! —dijo.

La sombra que se retorcía se disipó en una nube de niebla y flotó hacia la ramera y el matón, que se echaron atrás, asustados al verla venir, pero luego sonrieron y se tendieron sobre las almohadas con los ojos cerrados cuando los envolvió.

Ulrika vaciló mientras Gabriella avanzaba hacia ellos.

—¿Están…?

—Sólo soñando, mi niña —replicó Gabriella, mientras avanzaba hasta el baúl que había a los pies de la cama y comenzaba a revolver entre el montón de coloridas ropas del interior—. Y apuesto a que disfrutan de un encuentro más placentero del que habrían tenido estando despiertos. —Señaló al matón dormido—. Vamos. Desnúdalo y quítate la ropa. Ya hemos perdido demasiadas horas de la noche.

Ulrika se acercó al hombre y comenzó la desagradable tarea. La espada del matón había sido un arma de calidad en otros tiempos, al igual que el jubón y los calzones —de tela de gabardina rojo oscuro con cuadros de brocado negro—, pero parecía que no los había lavado en varios años, y despedían un fuerte olor a comida rancia y cuerpo sin lavar. La camisa y la ropa interior estaban aún peor, y por ellas pululaban bichos, tal y como había temido.

—Señora —dijo—. No… no puedo.

Gabriella miró al hombre e hizo una mueca.

—Muy bien. Toma. —Le lanzó una blusa blanca llena de volantes—. Tendrás que ponerte el jubón y los calzones, pero puedes llevar eso debajo. De hecho, mejorará la impostura.

Ulrika aceptó la prenda con alivio. Estaba gastada y maltrecha, pero al menos parecía más limpia. Se quitó la ropa que llevaba y se puso la blusa de la ramera y el conjunto del matón. Le apretaba en las caderas y el pecho, pero, por lo demás, le quedaba bastante bien. La espada le colgaba de modo extraño de la cintura y las botas eran demasiado grandes, pero las rellenó con trozos de tela arrancados de las faldas de la ramera y mejoraron un poco. Finalmente, para dar paz a su nariz torturada, revolvió entre los peines y carmines de la ramera hasta dar con un frasco de perfume, con el que remojó sus nuevas ropas. Continuaba oliendo, pero ahora, al menos, era a agua de rosas.

Cuando hubo acabado, se volvió hacia Gabriella y se encontró con que la recatada doncella se había transformado en una pícara licenciosa que estaba de pie, con la cadera desviada hacia un lado, los pechos casi escapándose del corpiño amarillo de escote bajo, y una sonrisa lasciva en la cara pintarrajeada.

—¿Os apetece una ronda, mi señor? —preguntó Gabriella, arrastrando las palabras con voz ronca de acento barriobajero.

Ulrika sonrió a su pesar.

—Comienzo a pensar que no siempre habéis sido condesa, condesa —dijo.

Gabriella sonrió.

—Nuestra reina nos pide que representemos muchos papeles en los servicios que le prestamos. —Avanzó hasta la ventana, que tenía echados los postigos, y la abrió—. Ahora, recoge tus cosas y mételas en ese bolso junto con las mías. Tenemos que marcharnos.

Gabriella representó su papel hasta en el último detalle mientras ella y Ulrika iban por las desiertas calles de los barrios bajos del Faulestadt, moviendo las caderas y agitando el pelo como una profesional, aunque había muy pocos transeúntes que pudieran ver su actuación. Ulrika supuso que también ella encarnaba bien a su personaje, ya que caminaba rígidamente detrás de la condesa con aspecto incómodo y desconfiado, cosa que no fingía.

—Los cazadores de brujas del puente nos pararán, señora —dijo—. Aunque vayamos vestidas así.

—Lo harán si vamos solas —replicó Gabriella—, y por eso debemos encontrar compañía. —Miró hacia el fondo de una calle transversal—. Sólo estoy buscando el tipo de taberna correcto, y el tipo adecuado de hombre. ¡Ah! Ésa parece prometedora.

Echó los hombros atrás y se dirigió a paso lento hacia un edificio iluminado desde el dintel a los aleros con linternas rojas, un faro de luz en el negro mar de la noche cargada de temores. Había una fila de ricos carruajes aparcados cerca de la puerta sobre la que pendía un cartel que proclamaba que el nombre del sitio era Boca de Cañón.

—Ven, mi gallardo dragón —dijo Gabriella al tiempo que volvía la cabeza—. El Altestadt está a sólo un guiño de distancia.