DIECIOCHO

DIECIOCHO

Explosión y consecuencias

Merde —dijo Gabriella, y cerró los ojos—. ¡Uwe! —gritó luego—. ¡Salgamos de aquí! ¡Rápido!

—Sí, señora.

El látigo volvió a restallar, y los caballos aceleraron para acabar de girar, pero no con la suficiente prontitud. Con demasiada rapidez, los muchachos regresaron corriendo, acompañados por otros. A Ulrika se le cayó el alma a los pies.

—¡Os digo que ha cerrado la ventana! —Estaba gritando el llamado Dortman—. ¡Cerró para que no entrara el sol!

—El carruaje de la posada era negro, ¿verdad? —preguntó otra voz.

—Si —dijo una tercera—. ¡Y no lo han encontrado!

—¡Eh, cochero! —gritó el chico rubio—. ¡Espera un minuto!

Uwe azotó los caballos y el carruaje arrancó por fin y comenzó a acelerar. Los muchachos reaccionaron como sabuesos que han hecho salir un zorro de su escondite. Aullaron y gritaron, y llamaron a todos los que estaban en la calle.

—¡Vampiros! ¡El carruaje! ¡Detenedlos! ¡Matadlos!

—Echad el pasador a las ventanillas y asegurad las persianas bien cerradas —dijo Gabriella.

Ulrika echó una última mirada al exterior antes de obedecer. Ya había casi cuarenta personas que corrían tras el carruaje, y se les unían más procedentes de cada taller ante el que pasaban. Trabó el pasador de la ventanilla y tuvo que sujetarse cuando el carruaje giró bruscamente en una esquina y la lanzó contra un costado. Lotte se estrelló contra ella, y luego se le aferró, gimoteando.

Se oyó un fuerte golpe en el exterior cuando impactaron contra algo, seguido de gritos coléricos, y luego otro golpe al otro lado del vehículo. En lo alto, Uwe maldijo.

—Lo lamento, señora —gritó—. Me he equivocado. Esto es demasiado estrecho.

El carruaje aminoró la velocidad de modo drástico al tiempo que ambos costados raspaban contra las paredes, y el ruido de la turba aumentó detrás de ellos.

—Se ensancha más adelante —dijo Uwe—. ¡Resistid!

El coche avanzaba, pero con demasiada lentitud. Los gritos y pesados pasos de las botas de la multitud rodearon el carruaje, y al otro lado de la ventanilla se oyeron fuertes gritos.

—¡Sujetad los caballos!

—¡Tiradlo abajo!

—Lotte —dijo Gabriella con voz queda—. Ven aquí. Descúbrete el cuello.

La doncella miró a Gabriella con temor, y luego soltó a Ulrika a regañadientes y cruzó el carruaje hasta el asiento de Gabriella al tiempo que apartaba a un lado las elegantes puntillas que tan recientemente había llevado puestas la condesa.

El carruaje se detuvo con un estremecimiento en el instante en que Gabriella tomaba a la muchacha en los brazos y le mordía el cuello. Lotte gimió y cerró los ojos, rodeando con los brazos la cintura de la condesa. En el exterior, Ulrika oía que Uwe se enfrentaba a la turba y azotaba con el látigo.

—¡Atrás, chacales! —gritó—. ¡Atrás o dispararé!

Pesados golpes impactaban contra los costados del carruaje, y voces roncas chillaban que se abrieran las puertas. Los picaportes se estremecieron y luego se rompieron. La pistola de Uwe disparó y se oyó el alarido de un hombre. Por todas partes surgieron gritos de matadlo». Gabriella se levantó y dejó a Lotte otra vez sobre el asiento de Ulrika. La muchacha aún estaba desmayada.

—Aliméntate —dijo la condesa—. Podríamos necesitar toda nuestra fuerza.

Ulrika vaciló, descontenta, luego extendió los colmillos y mordió donde había mordido Gabriella para beber de la muchacha que se desplomaba contra ella suspirando de éxtasis. Gabriella volvió a sentarse y comenzó a murmurar y mover los dedos, trazando figuras arcanas en el aire.

—¡Dejadme en el suelo! —Gritaba Uwe en el exterior—. ¡Dejadme…! —Sus palabras fueron interrumpidas por una exclamación ahogada seguida de un grito de dolor, y los horrendos golpes de madera y hierro contra la carne blanda azotaron los oídos de UIrika, destruyendo el cálido confort que le había aportado la sangre de Lotte.

—¡Ahora, el carruaje! —gritó alguien, y el aporreo contra los costados se hizo aún más feroz. Un garrote golpeó la persiana, y a través de las rajaduras entraron haces de luz solar.

—Ya basta —dijo Gabriella—. Ahora, dámela a mí.

Ulrika alzó la mirada y parpadeó con sorpresa. Gabriella era casi invisible, poco más que una sombra contra el asiento de cuero cuando se levantó. Bajó los ojos hacia su cuerpo, y vio que también ella era translúcida.

—Dámela —repitió Gabriella—. Cuando te lo diga, abre la portezuela, sube los pies sobre el asiento y quédate muy quieta. ¿Me has entendido?

Ulrika tragó saliva, luego asintió con la cabeza y puso de pie a la aturdida Lotte. Gabriella tomó a la muchacha de un brazo y la situó delante de la portezuela de la izquierda. Otro garrote golpeó la persiana, y las astillas cayeron como granizo sobre las tres. El carruaje se bamboleó. Daba la impresión de que podía volcar en cualquier momento.

—Abre —dijo Gabriella.

Ulrika tendió una mano hacia el cerrojo, y entonces se detuvo, asustada ante lo que vendría a continuación. Era como abrir la puerta a una jauría de lobos. Se preparó y aferró el cerrojo.

Gabriella besó a Lotte en una mejilla mientras Ulrika hacía girar el cierre.

—Gracias por tus servicios, querida —susurró, tras lo cual abrió la portezuela de una patada y empujó a la muchacha hacia la hirviente turba. Los integrantes de la muchedumbre rugieron cuando cayó entre ellos.

Ulrika se atragantó por lo repentino del acto, y se quedó mirando a la multitud que saltaba sobre Lotte y la levantaba, le desgarraba las elegantes ropas y la golpeaba con palos y herramientas.

—¡Quemadla! —gritó el muchacho llamado Dortman—. ¡Quemad a la mujer vampiro!

El joven rubio golpeó un brazo de Lotte con su hurgón robado, y se oyó el sonido del hueso al romperse. La doncella chilló de dolor.

—¡Lotte! —gritó Ulrika.

—Sentada, maldita seas —siseó Gabriella—. ¡Sube los pies y estate quieta!

Ulrika apretó los puños pero hizo lo que le decía; se apretó contra el respaldo y subió los pies al asiento, para luego remeter las faldas debajo. Gabriella imitó su posición como si fuera un reflejo, en el asiento de enfrente, y se quedaron allí, sentadas y en silencio, mientras en el exterior la turba vociferaba en torno a Lotte, pateándola y golpeándola, y lanzándola de un lado a otro como una muñeca de trapo en un mar batido por la tormenta. Una furia frustrada hervía en el pecho de Ulrika. Tenía ganas de saltar al exterior y hacer pedazos a aquella gentuza, como ellos hacían pedazos a Lotte. Tenía ganas de empujar a Gabriella al exterior para verla sufrir el mismo destino. ¡No era justo! ¡No estaba bien! Nadie debería tener que sufrir así antes de morir, y mucho menos una muchacha que había sido tan leal y dulce en vida.

Los que se encontraban en el borde de la turba, demasiado lejos de Lotte como para poder unirse al salvaje deporte, no tardaron en buscar otras diversiones. Un puñado de hombres y mujeres asomaron la cabeza por la portezuela abierta del carruaje y miraron el interior. Uno vio el abanico de Gabriella en el suelo y lo cogió con precipitación. Otros dos parecieron mirar directamente a Ulrika, que por un instante pensó que el hechizo de Gabriella no había funcionado, pero luego se retiraron y comenzaron a trepar al techo del carruaje.

—¡Aquí arriba hay mucho botín! —gritó uno—. ¡Mirad en todos esos baúles!

—¡Llevaos los caballos! —gritó otro.

Gabriella rechinó los dientes mientras el carruaje se balanceaba y sus maletas y baúles eran arrojados desde arriba y se hacían pedazos en la calle.

—Perros ladrones —gruñó.

Pero entonces se oyó un grito que hizo que el estómago de Ulrika, entibiado por la sangre, volviera a enfriarse.

—¡Trocead el carruaje! ¡Coged la madera para el fuego!

Miró a la translúcida Gabriella mientras la turba rugía su aprobación a esa sugerencia, y vio que también ella estaba alarmada. La condesa se volvió hacia la portezuela de la derecha, que continuaba con el pestillo echado, y abrió un poco la persiana para mirar al exterior mientras la turba comenzaba a balancear el carruaje de un lado a otro.

—Estamos contra la pared de una especie de taller —susurró Gabriella sujetándose al asiento—. Saldremos para entrar en él. Asegúrate de no tropezar con nadie.

—Sí, señora —dijo Ulrika.

—Y mantén cubierta la cabeza. La ilusión no protege del sol.

Gabriella hizo girar el pestillo con dedos diáfanos y abrió la portezuela con lentitud, esperando una reacción. No se produjo ninguna, salvo la continuación de las aclamaciones y el balanceo del vehículo. Saltó fuera. Ulrika se echó la capa sobre la cabeza y la siguió sin demora, pero el carruaje se elevó bruscamente bajo sus pies justo cuando saltaba, y cayó con fuerza contra la pared, que era de madera hasta la mitad de su altura. Gabriella la levantó y se quedaron inmóviles, apretadas contra la superficie escayolada. A derecha y a izquierda había alborotadores que empujaban los costados del carruaje y embestían las ruedas con los hombros. Ulrika hubiera podido extender un brazo y tocarlos.

—La puerta está a la derecha —le susurró Gabriella al oído—. Iremos hacia allí cuando se marchen.

Ulrika asintió con la cabeza. Esperaba que fuera pronto. El sol le picaba a través de la ropa, como si estuviera cubierta de hormigas. Miró hacia la derecha. Dos escalones de madera ascendían hasta una puerta abierta, encima de la cual había un cartel en forma de piel de vaca extendida: una curtiduría. Unos pocos hombres con mandil y camisas arremangadas se encontraban en la puerta, desde donde observaban la turba, armados con garrotes, dispuestos a defender su negocio si la atención de aquella gentuza se desviaba hacia él.

Justo entonces, con una ensordecedora aclamación de la muchedumbre, el carruaje volcó y se estrelló de costado. Los alborotadores corrieron hacia él, riendo como salvajes, y se pusieron a golpearlo y a patearlo, como si fueran cazadores primitivos danzando en torno a la presa muerta.

—¡Ahora! —susurró Gabriella, y condujo a Ulrika hacia la puerta, pasando de puntillas por detrás de la turba.

Entre los tres hombres que ocupaban la puerta había el espacio justo suficiente para que se deslizara por él una persona delgada, pero Gabriella y Ulrika, con las capas de miriñaques que llevaban bajo las faldas no ocupaban precisamente poco espacio. Gabriella se detuvo y miró en torno buscando otra puerta, pero no había ninguna. Maldijo para sí y comenzó a recogerse las faldas en torno al cuerpo lo más apretadamente posible.

Ulrika hizo otro tanto, y se apartó con torpeza cuando dos mujeres se lanzaron hacia ella mientras peleaban por un corpiño que habían sacado de uno de los baúles de Gabriella.

La condesa subió con sigilo por los escalones y pasó entre los tres hombres, agachándose e inclinándose para evitar codos y extremos de garrotes. Ulrika inspiró profundamente para tranquilizarse y la siguió. Pasó de largo de los dos primeros hombres sin problemas, pero el tercero se encontraba detrás de ellos, mirando por encima de sus hombros, y tuvo que deslizarse de lado y pasar casi por delante de su cara. El hombre se movió justo cuando estaba a punto de sobrepasarlo, y ella retrocedió, un paso y chocó contra la espalda de uno de los hombres que ya había dejado atrás.

Se agachó y se desvió hacia un lado para entrar en la curtiduría en el momento en que el otro se volvía para posar una mirada ceñuda en el hombre que tenía detrás.

—Quieres salir ahí fuera, ¿verdad? —le espetó.

Ulrika se acercó con sigilo a Gabriella y ambas se quedaron observando, nerviosas.

—Yo no —replicó el otro.

—Entonces deja de empujar.

—Yo no te he empujado.

Una mano de Gabriella rodeó la de Ulrika y apretó con fuerza, esperando a que se volvieran a mirar, pero el hombre de delante se limitó a soltar un bufido y se dio la vuelta otra vez para observar la locura del exterior.

Ulrika y Gabriella suspiraron silenciosamente de alivio. Entonces Gabriella tiró de la mano de Ulrika y señaló una escalera adosada contra la pared de la izquierda.

—Aquí encontraremos un sitio donde aguardar la llegada de la noche —dijo.

Ulrika miró a su alrededor cuando atravesaron el taller hacia la escalera. Tenía el techo alto, con grúas y cadenas colgando, además de una hilera de enormes tinajas redondas en el suelo. De las tinajas llegaba una abrumadora fetidez de orines y excrementos que hicieron que Ulrika se encogiera y sufriera arcadas. Le asombró no haberse dado cuenta antes, pero supuso que el pánico ciego ante la posibilidad de una muerte inminente había bloqueado sus sentidos.

Había hombres que pisaban algo dentro de las tinajas, con los calzones enrollados por encima de la rodilla, y que empujaban con largos palos pieles de vaca crudas al interior de aquella porquería. Ulrika se estremeció. No podía imaginar un trabajo peor. No debían de tener el más mínimo olfato.

Gabriella la condujo escalera arriba hasta el primer piso. Se trataba de una sola sala espaciosa con amplias ventanas abiertas. Marcos de madera con pieles tensadas sobre ellos se apilaban hasta llegar al techo. En un rincón, unos trabajadores tensaban más pieles, pero la mayoría estaban ante las ventanas, mirando la calle y hablando entre sí.

Gabriella negó con la cabeza.

—Esto no servirá —murmuró, y giró hacia una segunda escalera.

En lo alto había un corredor oscuro flanqueado por puertas cubiertas con cortinas de cuero. Gabriella y Ulrika se dirigieron a una de ellas y miraron al interior; se trataba de una sala oscura donde se apilaban montones de cueros ya acabados. Ulrika se asomó a otra. Era igual, con la diferencia de que el cuero estaba teñido de otro color.

—Esto está mejor —dijo Gabriella mientras mantenía abierta una cortina—. Ven.

Ulrika la siguió. Era una habitación larga y estrecha, y las pieles que se amontonaban a ambos lados dejaban sólo un sendero angosto para pasar. Al otro lado había una ventana con los postigos cerrados, y desde allí llegaban las aclamaciones y burlas de la turba. Ulrika avanzó hacia ella. No quería mirar, pero no podía evitar hacerlo. Trepó sobre una pila de pieles que había al final de la hilera y acercó los ojos a las rendijas de los postigos.

Allá abajo, en la calle, la multitud giraba como un remolino en torno a un brillante vórtice central. Donde la estrecha calle desembocaba en una pequeña plaza, habían erigido una pira con la madera arrancada del carruaje y las llamas ya comenzaban a lamer los bordes de la madera. En el centro de esta pira se encontraba arrodillada Lotte, contusa y desnuda, con los brazos atados en torno a la circunferencia de un barril de madera vacío, como si fuera una borracha abrazada a un barril de cerveza, y aunque estaba maltrecha e indefensa, la turba continuaba arrojándole piedras e inmundicia y gritándole maldiciones.

Y a pesar de todo el ruido, Ulrika aún podía oír una lastimera vocecilla que gemía, una y otra vez:

—Señora. Señora, ayudadme. Ayudadme.

Ulrika se apartó de la ventana al ver que las llamas se le acercaban más, mientras deseaba por primera vez que su oído inhumano no fuera tan fino. Gabriella la miraba con ojos tristes. Volvía a ser sólida y opaca.

—Lo lamento, niña —dijo.

Ulrika bajó la cabeza.

—¿Tenemos que ser tan crueles?

—Tenemos que sobrevivir —replicó Gabriella, y luego avanzó para rodear a Ulrika con los brazos—. Podemos hacer todo lo posible para lograrlo sin causar dolor innecesario a nuestros amantes y servidores, pero cuando se trata de elegir entre ellos y nosotras, no puede caber duda ninguna. —Suspiró—. Si pudiera, bajaría allí y le concedería a Lotte un fin rápido para sus sufrimientos, pero no puedo.

—Pero ¿no hay ningún hechizo? —preguntó Ulrika—. Estoy segura de que podríais matarla desde aquí.

Gabriella vaciló, pero luego negó con la cabeza.

—Podría, pero no lo haré. La hechicería es delicada. Sólo la empleo cuando yo misma estoy en peligro. Hacer otra cosa sería arriesgarse a sufrir un infortunio o ser descubierta.

Ulrika se tensó y se dispuso a hablar, pero Gabriella la hizo callar al tiempo que le acariciaba el pelo.

—Debemos ser egoístas, querida. El mundo nos quiere muertas, la naturaleza misma nos aborrece. No podemos permitir que nada amenace el frágil hilo que nos retiene en este mundo, ni siquiera la bondad.

Ulrika dio con la frente en un hombro de Gabriella, enfadada, y deseó poder llorar.

—Ojalá me hubierais matado. Ésta no es manera de vivir.

Gabriella alzó el mentón de Ulrika y la miró directamente a los ojos.

—Una vez te dije que sólo tenías que salir al sol para acabar con esa vida. No te detendré si deseas bajar y morir para ahorrarle el dolor a Lotte. —Retrocedió un paso—. ¿Eso es lo que deseas?

Ulrika se volvió hacia la ventana, con la cabeza llena de visiones de muerte y venganza. Podía hacer saltar los postigos de una patada y lanzarse en medio dela turba. Podría acabar con la agonía de Lotte de un solo golpe, y luego matar a tantos odiosos miembros de aquella manada como pudiera, antes de que el sol y las llamas de la pira la hicieran arder y acabaran con ella. Sería un buen fin, un fin grandioso, pero sería el fin de todos modos. ¿Estaba dispuesta a acabar con su vida? ¿Estaba preparada para lo que vendría después? Si era verdad lo que Gabriella le había contado sobre lo que sucedía a los vampiros al morir, el dolor que Lotte estaba sufriendo no sería nada comparado con lo que a ella le esperaba. ¿Podría hacer frente a eso por salvar la vida de una doncella?

Ulrika cayó de rodillas con un sollozo.

—Soy débil —dijo con voz ronca—. Soy una cobarde.

Gabriella se arrodilló a su lado y la rodeó con los brazos.

—Eres más joven y valiente que la mayoría de nosotras, adorada niña, y más compasiva. La mayoría ni siquiera lo consideraría. La mayoría te llamaría estúpida, pero yo te quiero por ser así. A veces, un vampiro tiene que matar para vivir. Es nuestra naturaleza. Pero cuando somos más peligrosos para nosotros mismos es cuando lo hacemos sin pesar. Si puedes retener ese afecto por la humanidad sin permitir que te controle, vivirás largo tiempo y llegarás a ser grandiosa entre nosotros.

Ulrika la abrazó y asintió con la cabeza contra el pecho de la condesa.

—Gracias, señora —murmuró—. Lo intentaré.

—Sé que lo harás —asintió Gabriella, y luego hizo una pausa antes de volver a hablar—: Aunque me temo que ya has fallado, al menos una vez.

Ulrika frunció el ceño, confundida, y luego alzó la cabeza.

—¿Qué queréis decir, señora?

Gabriella bajó los ojos hacia ella. Su rostro mostraba una expresión severa y fría.

—Háblame de ese joven cazador de brujas que te identificó en el exterior de la casa de Mathilda. ¿Cómo es que te conoce? ¿Cómo es que sabe que eres un vampiro?