DIECISIETE

DIECISIETE

Encender la mecha

—¡Entra en el carruaje! —bramó Gabriella, que subió al vehículo de un salto y golpeó la pared con los nudillos mientras Ulrika entraba con precipitación tras ella y cerraba la portezuela de golpe—. Sal de aquí, Uwe. ¡Atropéllalos!

—¡Sí, condesa! —gritó el cochero, y, con un restallar de látigo y un relincho de los caballos, el vehículo salió disparado hacia adelante y salpicó de fango todo lo que había en el atestado patio.

Desde el exterior llegaron los gritos de los cazadores de brujas y un repiqueteo de disparos de pistola. Ulrika temió que mataran a Uwe de un tiro antes de que pudieran llegar a la puerta, pero, de algún modo, erraron, y el carruaje continuó adelante a sacudidas. Lotte chilló cuando en la ventanilla de Ulrika apareció una cara, la de un cazador de brujas que intentaba abrir la portezuela. Ulrika le dio un puñetazo en la nariz y el hombre cayó. No era Holmann, aunque Ulrika deseó que lo hubiera sido.

Un fuerte golpe las lanzó a las tres hacia un lado cuando el carruaje pasó a toda velocidad por la puerta medio cerrada, raspando contra una pared y destrozando el artesonado de madera. A continuación, zarandeándose de un lado a otro, salieron al callejón donde las humeantes paredes de madera pasaron muy velozmente a pocos centímetros de las ventanillas. Las siguieron los gritos y pesados pasos de los cazadores de brujas, que no estaban dispuestos a renunciar a la persecución.

Gabriella se aferró a los costados del carruaje con los ojos fijos en el vacío.

—«La mujer ha dicho la verdad» —repitió—. ¿A qué mujer se refería?

—¿Podría ser alguien más que Hermione? —preguntó Ulrika.

—Ella es la única mujer que no puede ser —replicó Gabriella negando con la cabeza—. ¿Podría Hermione nombrarme a mí sin exponerse a sí misma? ¿Acaso no la llamé «prima» en presencia de Schenk? Admitiría estar emparentada con una mujer vampiro.

La luz del sol penetró en el carruaje cuando salió de las sombras del estrecho callejón y de la nube de humo para entrar a toda velocidad en la calle. Ulrika cerró con fuerza las ventanillas y bajó de un manotazo las tablillas de las persianas para cerrar el paso a la horrible luz que la hería incluso a través de la ropa.

La breve visión que había captado de la calle antes de que las tablillas la ocultaran, mostraba una escena caótica. Multitudes de andrajosos habitantes de los barrios bajos que rodeaban los edificios en llamas mirando, boquiabiertos, el fuego, mientras otros corrían arriba y abajo con cubos, y otros más, situados en los tejados, trataban de mojar la tablazón de madera y apagar las chispas que escapaban golpeándolas con escobas de paja.

Uwe no aminoró la marcha, y Ulrika oyó un pesado golpe sordo cuando una de las ruedas chocó contra algo blando. Les llegaron gritos de sorpresa y cólera mientras continuaban traqueteando por la calle. Entonces oyeron el bramido de Schenk detrás de ellos.

—¡Detengan ese carruaje! ¡Detengan a los vampiros! ¡Ellos han encendido el fuego!

De la multitud se alzó un murmullo de conmoción al oírlo, y la palabra «vampiro» fue susurrada a un lado y otro en la calle, como el zumbido de una abeja atrapada dentro de un bote de vidrio.

Gabriella gruñó.

—Muy listo, cazador de brujas.

Comenzaron a oír que la gente golpeaba los costados del carruaje con los puños, y desde lo alto les llegaron los gritos de Uwe y el restallar de su látigo. Gabriella reparó un poco las tablillas de la persiana, justo lo suficiente como para que Ulrika viera los cuerpos que se arremolinaban en torno a ellas.

—Señora, tengo miedo —gimoteó Lotte.

—No temas, querida —dijo la condesa—. Saldremos con bien de esto. ¡Atropéllalos, Uwe! —gritó—. ¡No te detengas!

Ulrika tragó saliva. El carruaje estaba ralentizando y sacudiéndose al rebotar sobre cuerpos que gritaban. Si se detenía, se verían superados.

—Usad vuestro poder, señora —dijo—. Haced que se aparten.

—No me atrevo —replicó la condesa—. Los acompaña un sacerdote de Sigmar. Podría percibirlo.

—¿No es un poco tarde para observar discreción? —preguntó Ulrika—. ¡Ya saben que somos vampiros!

Gabriella negó con la cabeza.

—No. Mientras no descubras los colmillos, siempre queda una posibilidad de negarlo.

Ulrika lanzó a Gabriella una mirada de culpabilidad, pero guardó silencio, temerosa de admitir que se había delatado ante Holmann. La condesa desenvainó su daga de corpiño y se dispuso a abrir la ventanilla.

—De modo que debemos luchar como damas asustadas, no como reinas de la noche —dijo—. Ulrika, ponte el velo.

Ulrika se ajustó el velo que se le había soltado en la huida y luego sacó su propia daga y abrió la ventanilla mientras Gabriella hacía lo mismo por el otro lado.

Con una mueca de dolor a causa del venenoso resplandor del sol, Ulrika entrecerró los ojos para ver a través de la fina tela negra los grupos de coléricos campesinos que intentaban sujetar los caballos que corrían y subirse a los estribos de madera del carruaje. El látigo de Uwe restallaba entre ellos, hiriendo caras y brazos, pero eso no los disuadía.

Un hombre se aferró a la parte inferior de la ventanilla de Ulrika, y ella le apuñaló el dorso de la mano con la daga. Cuando caía, una mujer gritó e intentó meter una antorcha a través de la abertura. Lotte chilló. Ulrika abrió de una patada la portezuela, que golpeó a la mujer en un hombro y la lanzó de costado contra otros atacantes.

Un joven saltó hacia la portezuela abierta cuando Ulrika intentaba volver a cerrarla, cosa que logró justo cuando él se aferraba al marco, y le aplastó los dedos. El joven aulló de dolor, y ella abrió para dejarlo libre antes de cerrar bien la portezuela.

El carruaje atravesó la periferia de la multitud y aceleró otra vez. Ulrika lanzó un suspiro de alivio y se volvió a mirar atrás. Los sombreros de ala ancha de los cazadores de brujas estaban atrapados en medio de la calle densamente atestada, y oyó cómo Schenk gritaba que se apartaran del camino. Sonrió. Al parecer, la muchedumbre era un arma de doble filo.

Comenzó a meter la cabeza dentro otra vez, pero entonces, con el rabillo del ojo vio un rostro que le resultó familiar, y volvió a mirar. ¡Von Zechlin! Él y sus hombres salían al trote de una de las calles laterales de las inmediaciones de la Cabeza de Lobo y espoleaban sus caballos para ir tras el carruaje… ¡Y Rodrik estaba con ellos!

—¡Señora! —gritó—. ¡Los hombres de Hermione, y Rodrik!

Gabriella se deslizó a lo largo del asiento y miró por encima del hombro de Ulrika.

—Debería haberlo matado —gruñó—. Debería haberlos matado a todos. —Golpeó la pared con los nudillos—. ¡Uwe! ¡Cuidado, detrás de ti!

—¡Ya los veo, señora!

El carruaje hizo un giro cerrado en una esquina, donde las ruedas de llantas de hierro resbalaron lateralmente en el líquido fango de la calle sin pavimentar y lanzaron a Ulrika y Lotte hacia un costado, una sobre la otra; luego, el vehículo se enderezó y corrió por una estrecha calle curva, pero el carruaje era lento y poco maniobrable comparado con las monturas de los hidalgos de Hermione, que acortaban distancias con rapidez.

Von Zechlin espoleó el caballo y salió disparado por delante del resto, para meterse como una bala por el estrecho espacio que separaba el carruaje de las tiendas que flanqueaban la calle. Ulrika intentó asestarle un tajo al pasar, pero falló. Él continuó adelante y alzó la espada para descargar un tajo sobre la cruz del caballo de la izquierda.

—Idiota —rio Gabriella—. ¡A la izquierda, Uwe! ¡A la izquierda!

Se oyó un chasquido de látigo y el carruaje se desvió con brusquedad y aplastó a von Zechlin y su caballo contra la pared hecha de madera hasta la mitad. Hombre y montura cayeron juntos en un remolino de extremidades, y levantaron una ola de fango ante sí al deslizarse por el suelo.

Ulrika rio y miró hacia atrás. El resto de los hidalgos de Hermione estaban deteniéndose para auxiliar a su capitán, pero uno continuó adelante y su caballo saltó por encima de los caídos.

—Rodrik continúa siguiéndonos, señora —dijo Ulrika—. Y acorta distancias.

Gabriella se asomó a mirar por su ventanilla y asintió con la cabeza.

—Ahora sí que creo que nos vendrá bien la brujería.

Cerró los ojos y entrelazó los dedos para luego apretarlos hasta que los nudillos se le volvieron blancos mientras murmuraba por lo bajo. Daba la impresión de que estaba estrangulando a alguien.

Ulrika miró hacia atrás. Era lo que estaba haciendo. Aunque el caballo continuaba corriendo, Rodrik se manoteaba el cuello y se ponía morado. Apenas podía mantenerse sobre la silla. Ulrika esperó con ansiedad a que cayera, pero, en vez de eso, detuvo el caballo y luego se inclinó tosiendo y resollando sobre el cuello del animal. El carruaje se sacudió con violencia cuando Uwe lo hizo girar en otra esquina, y salió lanzada de espaldas contra el asiento. Cuando volvió a mirar al exterior, Rodrik estaba fuera de la vista. Maldijo.

—¿Lo habéis matado? —preguntó a Gabriella.

—Lo dudo —replicó la condesa—. Ha quedado fuera de mi alcance. —Sonrió—. De todos modos, creo que se lo pensará dos veces antes de seguirnos. —Levantó la voz—. ¡Uwe! ¡Ahora más despacio, pero sigue intentado despistarlos!

—Sí, señora.

Lotte y Ulrika volvieron a cerrar las ventanillas, y las tres permanecieron en silencio durante unos momentos mientras Uwe hacía girar el carruaje a derecha e izquierda por las diminutas callejas serpenteantes de los barrios bajos. Pero entonces, en el silencio, les llegó un ruido inquietante. Al principio parecía el sonido del mar como se oiría desde una colina lejana, luego pareció el rugido de una batalla, y finalmente el estruendo de una salvaje celebración orgiástica, el aullar de hombres bestia en los bosques, borrachos de furia y violencia.

El carruaje se detuvo en seco y desde lo alto les llegó la voz de Uwe.

—Será mejor que veáis esto, señora.

Gabriella abrió la ventanilla, y Ulrika la imitó y miró hacia adelante. Se encontraban en un estrecho callejón, sumidos en las oscuras sombras proyectadas por edificios de viviendas de cinco pisos de altura que se alzaban a ambos lados, pero veinte pasos más adelante había una calle más abierta, y por ella desfilaba una muchedumbre enloquecida.

Ulrika recordaba haber visto multitudes similares cuando había estado en Praag durante el asedio; turbas enfurecidas lanzadas por los agitadores callejeros que predicaban el asesinato y la mutilación contra cualquiera que no estuviera con ellos. Parecían rabiosos de odio, rugiendo y agitando improvisadas armas por encima de la cabeza.

—¡Matad a los vampiros! —gritaban—. ¡Quemad a los vampiros!

Ulrika hizo una mueca de dolor al ver que cuatro de ellos llevaba a una muchacha medio desnuda sobre los hombros, atada a una silla y horriblemente golpeada. El resto la acribillaban a pedradas, le lanzaban fango y la maldecían. No podía tener más de quince años. Al mismo tiempo, aunque detestaba admitirlo, experimentó una vergonzosa sensación de alivio. Si la multitud pensaba que había atrapado a su presa, tal vez no prestaría la más mínima atención al carruaje de Gabriella. Y entonces comprendió que esa esperanza era una estúpida fantasía. La turba era demasiado voraz como para quedar satisfecha con una sola víctima.

Mientras observaba, un puñado de hombres saltaron sobre una mujer de mediana edad que intentaba ir en la dirección contraria, calle abajo. Se debatió, pero ellos la sujetaron contra el suelo y le abrieron la boca a la fuerza para mirarle los dientes; luego, aparentemente decepcionados por lo que habían encontrado, dejaron a la mujer tendida en la calle, llorando, y salieron corriendo en busca de otra presa.

Ulrika tragó para intentar hacer bajar un nudo de miedo que colmaba el pecho. Nuln había estado esperando esto. Los rumores sobre vampiros habían sido la leña seca de la pira que había ido formando un montón cada vez más alto en la plaza pública a lo largo de las últimas semanas, esperando pacientemente la llegada de alguien a quien quemar. Ahora, aquel estúpido capitán Schenk, con su grito de «¡vampiro!», había hecho saltar una chispa hacia la leña, y la pira estaba ardiendo, pero también estaba descontrolándose con rapidez. Si se desbocaba del todo, Ulrika temía que pudiera arder toda Nuln.

—No podemos quedarnos aquí, señora —gritó Uwe—. Tenemos que marcharnos.

—Marcharnos —repitió Gabriella, pensativa—. Pero ¿adónde, y cómo?

—¿Fuera de la ciudad? —preguntó Ulrika, esperanzada. Gabriella negó con la cabeza.

—Tenemos que volver a ver a Hermione. No puedo ni imaginar que haya enviado a los cazadores de brujas tras nosotras, pero, si lo ha hecho, debo saberlo. Eso sería un crimen que podría denunciar ante la reina. —Volvió a levantar la voz—. Uwe. Al puente. Pero mantente en las calles secundarias.

—Sí, señora.

Ulrika oyó que bajaba del pescante y comenzaba a guiar a los caballos para que dieran media vuelta en el estrecho espacio.

—¿Los cazadores de brujas no estarán vigilando el puente? —preguntó—. ¿No hay otro?

—Lo hay —replicó Gabriella—. Pero la isla de la Torre de Hierro se encuentra a medio camino, y la Torre de Hierro es la guarnición de los cazadores de brujas. Me temo que no soy lo bastante valiente como para pasar por allí. No nos queda más alternativa que abrigar la esperanza de llegar al puente antes de que lo haga Schenk.

—¿Y si no lo logramos? —preguntó Ulrika.

Gabriella negó con la cabeza, y luego se rio con un rastro de histeria en la voz.

—Cruzaremos ese puente cuando llegue el momento.

Se recostaron en los asientos y esperaron, mientras Uwe hacía retroceder el carruaje y efectuaba otro cuarto de giro y los aullidos de la multitud continuaban resonando en el callejón. Ulrika rezó a los dioses de su padre para pedirles que nadie mirara hacia donde ellas estaban y decidiera que parecían víctimas potenciales. Si lo hacían, todo habría terminado. Quedarían atrapadas y no podrían huir.

La condesa daba nerviosos golpecitos con el pie en el suelo, mientras sus ojos iban de un lado a otro como si persiguieran pensamientos inconexos. Luego, un momento más tarde, pareció calmarse un poco. Cerró del todo las tablillas de la persiana y se volvió hacia Lotte, que se encontraba sentada, con la cara blanca, igual que durante toda la persecución, y las manos entrelazadas sobre el regazo.

—Lotte, querida —dijo Gabriella—. Quiero cambiar de ropa contigo. Quítate la falda y el corpiño.

Los ojos de Lotte se desorbitaron.

—¿Señora?

Gabriella le dedicó una sonrisa tranquilizadora y comenzó a soltarse los lazos.

—Vamos, cielo. Todo irá bien. Se buena.

—S… sí, señora —replicó la doncella con voz temblorosa, y empezó a soltar los broches que mantenían cerrado su recatado corpiño gris.

Ulrika miró de la una a la otra cuando, poco a poco, se le hizo evidente lo que la condesa estaba pidiendo. Quería que confundieran a Lotte con ella si las atrapaba la multitud. Iba a echar la muchacha a los perros, y la doncella estaba aceptándolo.

—¿Señora? —preguntó, inquieta.

—No te preocupes —dijo Gabriella mientras se quitaba el corpiño de terciopelo bordado con cuentas—. Ya proveerá para ti, si surge la necesidad.

Ulrika calló. No era eso lo que iba a preguntar, pero lo que hubiera dicho murió en sus labios. Argumentar en defensa de la vida de un esclavo de sangre era una necedad. No cambiaría nada. Sólo lograría enfadar a Gabriella y hacer sentir azorada a Lotte. Y, tras pensar en el asunto durante un momento, supo que también ella sacrificaría de buen grado a cualquier cantidad de doncellas para salvar a Gabriella o salvarse a sí misma. A fin de cuentas, eran sólo animales. Era sólo la premeditada frialdad del asunto lo que había hecho que se sintiera mal. No le gustaba la crueldad. Cuando iba de cacería con su padre, mataba a su ciervo con rapidez y limpiamente. No le gustaba verlos mugir de dolor y que los hicieran pedazos los perros.

Uwe logró por fin hacer girar el carruaje, y retrocedieron por el callejón para comenzar el cauteloso recorrido a través de los barrios bajos, asegurándose siempre de que la turba no iba a cruzarse en su camino. Ulrika se sentía como si estuvieran atrapados en una especie de inundación humana, y buscaran terrenos altos y vados fáciles para atravesar un río peligroso. El pánico se había propagado por todos los vecindarios del sur del río, y la gente parecía estar utilizando la excusa de la caza de vampiros para cometer todas las tropelías que se les ocurrían. Estaban rompiendo los escaparates de las tiendas que saqueaban desenfrenadamente. Al mirar a través de las tablillas de la persiana, Ulrika vio hombres que hacían rodar barriles de cerveza ante sí entre risas. Otros sacaban mujeres viejas de sus casas a rastras y las arrojaban al fango, y por todas partes se percibía el hedor dulzón de la carne humana quemada.

Cuando pasaron ante una pira que ardía en medio de una mugrienta zona de forjas y fábricas, Ulrika gruñó y transfirió una parte del enojo causado por las acciones de Gabriella a los villanos que habían prendido fuego a un par de hombres después de atarlos juntos como si estuvieran abrazándose. Se estremeció. Ése era un día para ocultarse si uno era raro o hermoso, o si no se mezclaba a menudo con sus congéneres. Los parias estaban ardiendo en Nuln, acusados de ser vampiros por una cuestión de conveniencia. Hacía que tuviera ganas de saltar fuera del carruaje y asesinar hasta el último hombre cobarde y mujer acusadora de aquellas turbas.

Una calle más adelante se había completado el cambio de ropa; Gabriella llevaba ahora el recatado uniforme de Lotte y ésta vestía las faldas bordadas con cuentas y el rico corpiño de Gabriella. Ninguna de las dos parecía muy convincente en su personaje. Los ojos de Gabriella eran demasiado penetrantes y despiertos como para pertenecer a una modesta doncella, y los de Lotte estaban demasiado abiertos y asustados como para ser los de una imperturbable aristócrata, pero Ulrika dudaba de que la turba fuera a mirarles la cara.

Bajó los ojos hacia sus propios vestidos, y las anteriores palabras de Gabriella adquirieron sentido. ¿Cómo iba la condesa a proveer para ella? ¿Qué podía hacer para salvarla, vestida como iba? Un escalofrío le recorrió la espalda ante un pensamiento repentino: Tal vez Gabriella sólo había estado tranquilizándola con palabras, como a Lotte. Tal vez tenía intención de arrojarla también a ella a los perros.

El carruaje ralentizó y volvió a detenerse. Las tres alzaron la cabeza, nerviosas.

—Estamos llegando a la Brukestrasse, señora —dijo la voz de Uwe—. El puente está a sólo dos calles al norte, pero hay una… una multitud.

Gabriella se mordió el labio inferior.

—Adelántate a pie y mira si hay cazadores de brujas en el puente. Luego, vuelve a informarme.

—Sí, señora.

Oyeron cómo Uwe bajaba y se alejaba a paso ligero por la calle. Las mandíbulas de Ulrika se apretaron cuando miró al exterior a través de las tablillas medio cerradas de la persiana. Había hombres de pie en las puertas de los talleres, observando a los ociosos que pasaban corriendo hacia la zona de diversión. Hasta el momento nadie había hecho ningún caso del carruaje, pero bastaría con una sola mirada, y si las descubrían antes de que regresara Uwe, estarían muertas, sin remos en medio de la inundación, con la abrasadora luz del sol rodeándolas por todas partes como un mar de llamas.

Los segundos pasaban lentamente. Oían gritos, alaridos y risas procedentes de la Brukestrasse: la turba en plena actividad. Ulrika se preguntó si Schenk tenía algún remordimiento por haber enardecido al populacho de aquella manera. El viejo adagio de los cazadores de brujas rezaba: «Es mejor que mueran diez hombres inocentes antes de que viva una sola criatura de la oscuridad». Pues estaba segura de que habían muerto más de diez hombres inocentes ese día, y dudaba que Schenk hubiera atrapado alguna criatura de la oscuridad, al menos de momento.

Se oyeron unos pasos rápidos que se acercaban al carruaje, y Uwe subió al estribo para hablar a través de la persiana.

—Lo siento, señora —dijo, casi sin aliento—. Hay cuatro cazadores de brujas en el puente, y toda la zona que lo rodea está plagada de alborotadores.

Gabriella asintió con la cabeza. Tenía los ojos ensombrecidos.

—En ese caso, supongo que tendremos que probar con el Puente de Hierro, después de todo. Da media vuelta.

—Sí, señora.

Oyeron cómo volvía a subir al pescante y agitaba las riendas de los caballos. El carruaje arrancó ruidosamente y comenzó a girar en la estrecha calle, pero justo cuando se encontraban atravesados en la calleja, Ulrika oyó gritos, risas y pasos que corrían hacia ellos desde la dirección hacia la que pretendían dirigirse. Miró a través de las tablillas.

Cinco jóvenes con bata de aprendiz corrían calle abajo con hurgones y horcas de hierro en la mano, riendo y mirando hacia atrás por encima del hombro. Un hombre fornido, con un mandil de cuero de herrero, jadeaba tras ellos y les gritaba que se detuvieran.

—¡Devolved esas cosas! —gritaba—. ¡No las habéis pagado!

Los jóvenes lo abucheaban y se burlaban de él.

—¡Las necesitamos para cazar vampiros! —gritó uno, rubio—. No pretenderás impedir que cacemos vampiros, ¿verdad?

Al volver la cabeza, se encontraron con que el carruaje de Gabriella se interponía en su camino.

—Mueve tu precioso carro, cochero —gritó el muchacho rubio.

—Fuera del camino —vociferó otro.

—Lo siento, muchachos —se disculpó Uwe—. La calle está bloqueada por ahí. Sólo intento dar la vuelta.

—Vaya, pues has escogido un buen momento para hacerlo, que Ranald te maldiga.

Ulrika oyó golpes sordos, gruñidos y relinchos de caballos cuando los muchachos pasaron corriendo en torno al carruaje. Entonces, uno de ellos saltó sobre el estribo, riendo, e intentó meter los dedos a través de las tablillas de las persianas.

—¿Y quién se esconde ahí dentro, en todo caso? —dijo—. ¿Es guapa?

Por instinto, Ulrika le dio una palmada en la mano, y luego cerró las tablillas cuando la retiró.

—¡Eh! —gritó el muchacho, y Ulrika oyó que retrocedía—. ¡Perra presumida!

—¡Vamos, Dortman! —lo llamó uno de sus amigos—. Te estás retrasando.

—¡Pero es que me ha pegado! —gritó él mientras se alejaba corriendo—. Ha cerrado la ventana y… —Su voz se apagó mientras sus pasos se hacían más lentos, y luego, de repente, aceleraban otra vez—. ¡Eh, muchachos! ¡Esperad un momento!