DIECISÉIS

DIECISÉIS

El barrilete de pólvora

Gabriella se quedó mirando las marcas y luego se volvió hacia Hermione.

—¡¿Cómo te atreves a sangrar a uno de mis amantes?!

Hermione rio.

—Ya no es tuyo. Lo descuidaste durante demasiado tiempo. No pude soportar verlo tan desolado.

Gabriella se volvió otra vez hacia Rodrik.

—¡Traidor! —gruñó—. ¡Perjuro!

Rodrik alzó la espada y la apuntó con ella.

—Yo no os volví la espalda, mi señora, hasta que no me la volvisteis vos a mí.

Von Zechlin pasó junto a Rodrik.

—¡Basta de charla! ¡Al ataque! —Lanzó una estocada a Gabriella y sus hombres lo imitaron.

Gabriella apartó el estoque de un golpe e intentó herirlo con las garras, pero él la esquivó echándose atrás, y los hombres que tenía a los lados la acometieron con estoques.

Ulrika esquivó otras tres espadas mientras deseaba desesperadamente haber llevado la ropa de montar, por ensangrentada y desgarrada que estuviera, y tener el sable a mano. De haber estado armada y sin impedimentos para moverse, los siete hombres que las rodeaban le habrían causado poca inquietud, pero estorbada por la ropa y desarmada, ya no estaba tan segura. De una patada lanzó una delicada mesa tileana contra sus oponentes, e hizo caer a dos.

Detrás de ellos, vio que Hermione arrastraba a Famke hacia el corredor.

—Hermione se retira, señora —dijo, por encima del hombro—. ¿Debo matarla?

—No —gruñó Gabriella mientras desgarraba el brazo del hidalgo que había junto a Rodrik—. No sin permiso de la reina. Tenemos que escapar.

Ulrika gruñó con irritación.

—Muy bien, señora. —Desobedecer la ley de la reina podría significar la muerte de ambas.

Los tres oponentes con que se enfrentaba la acometieron otra vez. Eran, en efecto, buenos espadachines, como había alardeado Hermione. Cada uno dirigió la estocada a un sitio diferente, para que no pudiera bloquearlos a todos. Ella no bloqueó ninguno.

Dejó que dos de ellos le clavaran la estocada en un brazo mientras esquivaba al que apuntaba a su corazón. El dolor fue atroz, pero ¿qué importaba? Un trago de sangre y al cabo de poco las heridas no serían más que un recuerdo. Atrapó la muñeca del hombre que había intentado atravesarle el corazón y se la abrió hasta el hueso con las garras.

El hombre chilló y se desplomó, y ella se hizo con el estoque. ¡Al fin armada! Los otros dos estaban echándose atrás para asestarle una segunda estocada. Ella lanzó con firmeza una estocada directa y atravesó el corazón del primero; luego sacó el arma y la usó para parar el tajo de la segunda hoja, que silbaba en dirección a su cabeza. Él retrocedió, con los ojos desorbitados al ver que el estoque de la muchacha serpenteaba hacia su cuello.

La violencia y el aroma de la sangre derramada hicieron que sintiera deseos de perseguirlo, pero se contuvo. Gabriella le había ordenado escapar, no matar.

—¡Por aquí, señora!

Gabriella se apartó de un salto de Rodrik, Von Zechlin y otro de los hidalgos de Hermione. Ahora, también la condesa tenía un arma, y uno de los dandis yacía atravesado encima de una silla, manchando con su sangre el tapizado.

—¡Atrás! —gritó.

Los hidalgos no hicieron caso y arremetieron otra vez.

Ulrika bloqueó el ataque del hombre de von Zechlin mientras Gabriella desviaba las armas de éste y de Rodrik. La condesa no era buena esgrimista, pero su velocidad inhumana compensaba las deficiencias de técnica. De una patada, lanzó a von Zechlin contra el hombre al que Ulrika había hecho retroceder antes. Cayeron juntos al resbalar sobre una alfombra de Arabia, pero, al enfrentarse con Rodrik, él le arrancó el estoque de la mano con su arma más pesada, que luego alzó para descargar un tajo.

—¡Señora! —gritó Ulrika, e intentó acudir a su lado, pero los otros hombres se interpusieron en su camino.

Les asestó sendos tajos mientras Gabriella se encaraba con Rodrik y abría los brazos.

—¿De verdad, señor caballero? —preguntó la condesa con el mentón alzado—. ¿De verdad que un solo mordisco os ha hecho cambiar de bando? ¿Golpearéis a la dama a quien jurasteis lealtad?

Rodrik vaciló, con la espada temblorosa y los ojos con expresión dolida.

Gabriella gruñó y atacó propinándole una potentísima zarpada en una mejilla que lo hizo caer al suelo. Él lanzó un grito ahogado, conmocionado, con los ojos fijos en el techo mientras los profundos arañazos que las garras le habían abierto en el costado izquierdo de la cara lo cubrían de sangre desde la oreja al mentón.

Ulrika clavó el arma a sus dos oponentes y se lanzó entre ellos hacia Gabriella. La condesa tendía las manos hacia Rodrik para acabar con él, pero por detrás llegó una franja de seda azul pálido.

—¡Señora, cuidado!

Gabriella se volvió justo cuando Hermione se estrellaba contra ella, y las dos mujeres sobre una mesa baja en una explosión de astillas doradas y miriñaques. Las garras de Hermione estaban clavándose en la garganta de Gabriella.

—¡Señora! —Ulrika saltó hacia adelante al tiempo que levantaba el estoque para atravesar a Hermione.

—¡No! —jadeó Gabriella.

Ulrika maldijo y arrojó el arma para coger a Hermione por el pelo y la parte posterior del vestido y alzarla. Hermione se revolvió en sus manos, bufando y manoteando, y arañó la cara de Ulrika. Ésta intentó arrancársela de encima, pero ella se aferró a su cabeza y el cuello y continuó desgarrando.

Ulrika echó la cabeza atrás y dejó a Hermione aferrada únicamente a una peluca de largo cabello, y luego la lanzó contra el clavicémbalo. Hermione se estrelló contra una de las patas y la rompió. El pesado instrumento cayó sonoramente sobre ella y rajó el piso de parquet.

Von Zechlin y los hombres supervivientes gritaron, alarmados, y corrieron hacia ella.

Gabriella rio y tomó a Ulrika de la mano.

—¡Bien hecho, querida! ¡Ahora, ven!

Corrieron hacia la puerta, seguidas por tañidos y sonidos de forcejeo. Sólo Famke se interponía en su camino. Se hallaba en guardia, con los colmillos y las garras extendidos, pero sus ojos estaban desorbitados de miedo.

—Apártate, muchacha —dijo Gabriella con calma.

La mirada de Famke fue de ella a Ulrika, y luego se desvió hacia la confusión que había detrás de ellas.

—Tu señora te necesita —dijo Ulrika.

Famke le lanzó una mirada que podría haber sido de gratitud, y las rodeó a la carrera para ir hacia el clavicémbalo.

—¡Señora! ¿Estáis herida? —gritó.

Ulrika abrió la puerta de golpe, y ella y Gabriella se dispusieron a salir corriendo al pasillo. Otilia retrocedía precipitadamente ante ellas, con la cara blanca. Resultaba obvio que había estado observando por el ojo de la cerradura.

Gabriella la apartó de un empujón y ambas corrieron hacia la puerta delantera. Detrás de ellas, Hermione gritó, hirviendo de cólera:

—¡Atrapadlas! ¡Dejadme! ¡Atrapadlas!

A continuación se oyeron sonidos de persecución en el momento en que salían como una tromba al camino de carruajes. Ulrika se volvió a mirar hacia el interior de la casa. Von Zechlin y dos de sus hombres corrían a toda velocidad por el pasillo hacia la puerta.

Se detuvo al pie de la escalinata mientras Gabriella abría la portezuela del carruaje.

—¿Debo matarlos, señora? —preguntó, al tiempo que se ponía en guardia.

—¿En la calle? —Gritó Gabriella—. Niña necia. ¡Adentro! —Empujó a Lotte, que se había asomado a ver qué pasaba, y se lanzó dentro del vehículo, para luego golpear el techo con los nudillos con el fin de indicarle al cochero que partiera antes de que Ulrika hubiera acabado de subir—. ¡Adelante! ¡Vuela! —gritó.

Ulrika cerró la portezuela de golpe en el momento en que el carruaje arrancaba y luego se asomó a mirar hacia atrás por la ventanilla. Von Zechlin y sus hombres salían de la casa y bajaban precipitadamente la escalinata tras ellas. Rodrik llegó en último lugar, resollando y con una mano sobre la cara ensangrentada.

Por un momento, pareció que los nobles iban a perseguir al carruaje calle abajo, pero von Zechlin abarcó con la mirada el tráfico previo al amanecer que los rodeabas y los hizo retroceder. Ulrika sonrió al ver que volvían a entrar en la casa con paso pesado y expresiones de enojo. La necesidad de mantener una apariencia respetable tenía que constituir una enorme desventaja.

Lo último que vio Ulrika cuando la casa desaparecía de la vista al girar en una esquina, fue a Otilia, el ama de llaves, que lanzaba una mirada furiosa en su dirección, y luego cerraba la puerta con lentitud.

Pasadas algunas calles, se oyó la voz del cochero, Uwe, procedente de lo alto del pescante.

—¿Adónde debo llevaros, señora?

Gabriella suspiró y se recostó contra el asiento mientras intentaba componer su peinado.

—Es una muy buena pregunta —dijo.

Ulrika se volvió hacia ella y le tomó una mano.

—Señora, marchémonos de este nido de ratas y volvamos a Sylvania. —Hizo un gesto colérico en la dirección de la que venían—. ¿Quién, de entre ellos, merece que lo salven? Rodrik es un estúpido vano, y la dama Hermione está tan preocupada por su posición que ataca a aquellos que podrían ayudarla. Mientras nosotras intentábamos encontrar al asesino, ella nos ha puesto obstáculos y frustrado a cada paso. ¡Dejad que muera!

Gabriella se sacudió polvo de las faldas y se acomodó el corpiño.

—Ojalá pudiera —dijo—. Pero no se puede ir contra las órdenes de la reina. Tengo que continuar con la investigación, con la ayuda de Hermione o sin ella.

—Pero ¿cómo? —preguntó Ulrika—. No tenemos casa, ni aliados. ¿Qué haremos?

Gabriella sonrió, cansada.

—Tendremos que conseguir nuevos aliados. —Alzó la voz y golpeó el techo con los nudillos—. ¡Uwe! ¡Al sur del río! ¡A la Cabeza de Lobo!

Ulrika alzó una ceja.

—¿Mathilda?

Gabriella se echó a reír.

—Hermione estaba tan convencida de que la loba y yo estábamos confabuladas cuando no lo estábamos, que ahora nos ha unido. Sus propios actos convierten en realidad sus temores.

* * *

Al recorrer las calles de la ciudad que comenzaba a despertar, se hizo evidente que el descubrimiento del cadáver de Dagmar había aumentado la histeria vampírica de Nuln hasta alcanzar nuevas dimensiones. En las calles había más vendedores de amuletos que nunca, pregonando ajos, collares de cuero, y colgantes de plata con la forma del martillo de Sigmar o del cometa de dos colas. Los vendedores de periódicos gritaban los titulares.

—¡Burdel de sangre en el Handelbezirk!

—¡Ramera vampiro hallada muerta!

—¡Cazadores de brujas cierran el burdel y arrestan a putas por docenas!

Los demagogos callejeros les gritaban a los hombres y las mujeres que iban con paso desganado hacia sus trabajos en el río y las fábricas.

—¡Caminan entre nosotros! —vociferaba uno—. ¡Entre lo más bajo y lo más alto! ¡Entre ricos y pobres! ¡Y es nuestra lujuria lo que permite que entren! ¡Resistíos a las rameras! ¡Resistíos a las queridas! ¡Sed puros en vuestro propio corazón y estaréis a salvo!

—¿Podéis fiaros de vuestra esposa? —Gritaba otro que escupía saliva—. ¿Podéis fiaros de vuestra hija? ¡Todas las mujeres son vampiros! ¡Toda belleza es brujería! ¡Todas deben arder!

Y parecía que la gente estaba tomando en serio sus mensajes, porque dondequiera que Ulrika mirara veía hombres y mujeres mirándose con suspicacia los unos a los otros. Un grupo de hombres austeramente vestidos observaban con desconfianza a una bonita vendedora de manzanas que pasaba ante ellos con su carro de mano. Un grupo de niños corría detrás de una anciana vestida con el negro luto de la viudedad, señalándola y canturreando:

—¡Vampiro! ¡Vampiro! ¡No dejes que te pille!

El aire mismo parecía tenso de miedo y violencia contenida. Nuln, la ciudad de cañones y pólvora, parecía a punto de explotar.

Ya había amanecido cuando por fin hallaron el camino en medio del hervidero de los barrios bajos del Faulestadt y llegaron a la taberna Cabeza de Lobo, donde giraron por el estrecho callejón que corría entre los desvencijados edificios de viviendas y aguardaron ante la puerta simulada que cerraba el patio escondido.

Al llamar el cochero, Roja, la mujer de pelo teñido con alheña que les había hecho de escolta en la visita anterior, asomó por encima del muro y los miró.

—Está echando la siesta —dijo en voz alta—, y no se la debe molestar.

—Es un asunto de cierta urgencia —replicó Gabriella, que se asomó con la cara cubierta por un velo—. Y está relacionado con su seguridad.

La cabeza de Roja desapareció, y Ulrika oyó que detrás del muro tenía lugar una breve conversación en voz baja. A continuación, volvió a asomarse.

—Entonces será mejor que entréis —dijo—. Esperad.

Ulrika y Gabriella se recostaron en los asientos y esperaron mientras el falso muro giraba hacia dentro sobre sus goznes y el carruaje entraba en el patio fangoso.

A través de las persianas graduables, Lotte miró los desvencijados edificios y a los hombres que las rodeaban, y sus ojos se abrieron cada vez más.

—¿Estamos seguras aquí, señora?

—¿Seguras? —Preguntó Gabriella—. No puedo afirmarlo con certeza. Pero aquí hemos recibido, hasta ahora, un trato muchísimo más cortés que en los dorados salones de Hermione. Abrigo la esperanza de que se nos escuchará con una mayor justicia.

Ella y Ulrika se ajustaron bien los velos y salieron del carruaje, donde dejaron a Lotte esperando, y una vez más siguieron a la pelirroja marimacho, quien las condujo a través de los protectores hechizos de desviación y confusión hacía el mundo subterráneo de debajo de la Cabeza de Lobo, y luego a través de la puerta oculta hasta el salón opulentamente deslucido de Mathilda. Allí tuvieron que aguardar mientras la guía desaparecía por otra puerta y mantenía una conversación con la doncella de Mathilda, pero, al fin, la puerta volvió a abrirse y salió la propia Mathilda, descalza y con un ropón de satén, que apenas lograba ocultar su voluptuosa anatomía, sujeto con un cinturón. Su cabello, que en la primera visita era una salvaje melena negra, estaba ahora enroscado en torno a su cabeza y cubierto por un pañuelo rosado.

—Señoras —las saludó con voz enronquecida mientras esbozaba una sonrisa soñolienta—, me temo que nunca me encontráis en el mejor momento. —Se tumbó en un diván y puso sobre él una pierna desnuda—. ¿Qué sucede? ¿Habéis venido a decirme que Hermione vendrá a por mí, después de todo?

—Podría hacerlo, en efecto —replicó Gabriella—. Pero hemos venido en busca de refugio y ayuda, porque ha decidido que también nosotras somos enemigas suyas.

Mathilda abrió mucho los ojos al oír eso.

—Contadme. ¿Ensuciasteis sus alfombras con los zapatos manchados de barro?

Gabriella sonrió y negó con la cabeza.

—Cree que hemos conspirado contigo para matar a todas las otras hermanas que tenemos aquí, y quiere ejecutarnos por ello sin juicio previo. Tuvimos que luchar para salir de su casa. —Apretó los labios—. La señora Dagmar ha muerto. ¿Os habéis enterado?

Mathilda asintió con la cabeza.

—Los cazadores de brujas han cerrado su casa. Hemos estado atendiendo a algunos de sus clientes menos remilgados. La mataron cuando volvía a casa después de nuestra pequeña charla, ¿verdad? ¿Lo hiciste tú?

Gabriella le echó una mirada.

—Si yo fuera a matar a alguna de mis hermanas de Nuln, Dagmar no sería la primera de mi lista.

Mathilda le dedicó una ancha sonrisa.

—Ni de la mía. Y ahora, ¿le damos a Hermione lo que está pidiendo y entramos en guerra?

—No —dijo Gabriella—. Es precisamente para impedir una guerra que he venido aquí. —Se inclinó hacia adelante en el asiento—. Debemos hallar al verdadero asesino lo antes posible, antes de que Hermione pueda reunir sus fuerzas. Si podemos presentarle pruebas de la implicación de algún otro, creo que incluso esta desavenencia podrá suavizarse.

—Perdonadme, señora —intervino Ulrika con el ceño fruncido—. ¿Vos deseáis suavizar esto? Os ha atacado. Entiendo que no queráis la guerra, pero al menos debéis contarle a la reina lo que ha hecho. Debéis obtener permiso para matarla.

Gabriella dio unos golpecitos en la mano de Ulrika.

—Ya lo creo que se lo contaré a la reina, querida, pero no obtendremos nada con eso. Somos demasiado pocas como para que ejecute a una de sus hijas solamente por reñir.

—Y ahora mismo hay cuatro menos —intervino Mathilda. Gabriella asintió con la cabeza.

—En efecto. Hermione recibirá una reprimenda, tal vez será degradada, pero nada más. Si hubiera logrado matarme, sí, se habría hecho algo más. Pero no lo ha conseguido, así que… —Se encogió de hombros.

Ulrika cruzó los brazos. Aquello no le gustaba. No parecía justo.

—Así que quieres que te ayude a encontrar al asesino, entonces —dijo Mathilda, rascándose la entrepierna—. ¿Alguna pista, hasta ahora?

Gabriella se estremeció.

—Bueno, esta noche nos ha atacado cuando estábamos en nuestras habitaciones —explicó—. Y son al menos dos.

—¿Quiénes? —preguntó Mathilda, que se incorporó para sentarse—. ¿Qué aspecto tiene… bueno… tienen?

—No los vimos —replicó Gabriella—. Uno de ellos es algún tipo de brujo, un nigromante, tal vez, además de ser un hombre vivo si era de fiar el latido de su corazón. Creó una negrura antinatural que ni siquiera nuestra visión nocturna podía atravesar. El otro es un inmundo y fétido monstruo no muerto, enorme y terriblemente fuerte, y creo que tiene el don de volar. Sin embargo, no habló, por lo que ignoro si es bestia u hombre.

—Atacar vampiros en la oscuridad —murmuró Mathilda—. Astuto. No estamos habituados a eso.

Gabriella se volvió a mirar a Ulrika.

—Pero aunque no los hemos visto, Ulrika cree haber encontrado su cubil.

Mathilda sonrió.

—Eso está mejor. ¿Dónde se encuentra?

—En el Jardín de Morr, en el barrio de los Templos —informó Ulrika—. Seguimos… seguí algunas pistas hasta allí y encontré una cripta que olía igual que el monstruo. Pero fui atacada por necrófagos antes de poder investigar más. Si pudiéramos volver…

—¿Necrófagos? —Preguntó Mathilda—. ¿En el jardín de Nuln? Pensaba que esos monjes cuervo lo cuidaban mejor. —Se rascó el cuero cabelludo a través del pelo enrollado con una larga uña pintada—. Podrías tener razón en que detrás de todo esto haya un nigromante. Tal vez el destripador grandote no sea más que su mascota; un terror, un varghulf o alguna criatura gigantesca.

—Yo he estado pensando lo mismo —dijo Gabriella—. Los ataques son inteligentes —dijo Gabriella—. No son obra de una mera bestia. Un astuto brujo con un monstruo bajo su control explicaría muchas cosas. Lo que no entiendo es qué fin persiguen. ¿Por qué nos atacan? Es más frecuente que ese tipo de servidores de la oscuridad sean nuestros aliados, no nuestros enemigos.

—Tal vez estén a sueldo de alguna rival —dijo Mathilda, y entonces se irguió, con los ojos brillantes—. No supondrás que Hermione…

—No —replicó Gabriella—. Por tentadora que sea la idea, estaría atrayendo tantos problemas sobre sí misma como sobre el resto de nosotras. Los cazadores de brujas están acosándonos a todas, y los ciudadanos están locos de miedo y escudriñan todas las sombras buscándonos.

—Si —asintió Mathilda, que volvió a tenderse, con un suspiro—. Incluso están matando muchachas que no son vampiros. Una prostituta que vivía más abajo de esta calle fue quemada anoche sólo por ser pálida y tener el pelo negro y largo. Vivimos tiempos peligrosos.

—¡En ese caso, volvamos al cementerio y acabemos con el asunto! —intervino Ulrika—. Armadas de antemano con lo que sabemos, esta vez podremos matarlo.

Gabriella asintió con la cabeza y miró a Mathilda.

—¿Nos ayudarás? Necesitaremos gente para combatir contra sus necrófagos, y garras para luchar contra sus garras.

—¿Y su brujería? —Preguntó Mathilda—. Yo no soy rápida con los encantamientos y ese tipo de cosas.

—Yo me ocuparé de eso —replicó Gabriella.

Mathilda frunció el ceño por un momento, y luego asintió con la cabeza.

—De acuerdo, tendréis esos hombres y esas garras. No quiero ser la última lahmiana de Nuln. Decía en serio lo que le dije a «doña Desdeñosa». No quiero nada de lo que hay al norte del río. —Se levantó con un gruñido—. Dejad que os busque un sitio donde descansar durante el día. Reuniré a mis chicos y a mis muchachas e iremos a dar un paseo por el jardín cuando se haya puesto el sol.

Tendió una mano hacia una campanilla deslustrada que había en una mesita, pero, antes de que pudiera tocarla siquiera, se oyó un estruendo de pasos en la escalera. Ulrika y las otras se pusieron en guardia cuando la puerta se abrió bruscamente. Era Roja, que jadeaba a causa del esfuerzo y el miedo.

—¡Señora! —gritó—. ¡Cazadores de brujas! ¡Buscan vampiros!

Mathilda sonrió con desdén.

—Déjalos que busquen. Aquí abajo no nos encontrarán.

—Pero señora —dijo la mujer con los ojos desorbitados—. ¡Han prendido fuego a la casa! ¡La Cabeza de Lobo está en llamas!

Mathilda maldijo y se volvió hacia Gabriella.

—¡Tú eres la causa de esto! ¡Te han seguido!

—No nos ha seguido nadie —replicó Gabriella—. Soy una hechicera lo bastante buena como para saber eso, creo. —Alzó la mirada hacia el techo, como si pudiera ver a través de él a quien estaba detrás del ataque—. Alguien tiene que haberles dicho que estábamos aquí.

—¿Estás acusando a una de mis mozas? —preguntó Mathilda con frialdad.

—No —replicó Gabriella—, pero…

—¡Hermione! —gritó Ulrika.

Gabriella negó con la cabeza, pero la expresión de su cara no decía lo mismo.

—Odiaría pensar eso. Somos capaces de matarnos unas a otras, pero ¿entregar a una hermana a los cazadores de brujas?

—Quién más podría haberlo hecho —preguntó Ulrika—. ¿Rodrik?

Gabriella alzó hacia ella unos ojos tristes.

—Eso es más probable, maldito sea.

—¡A mí me trae sin cuidado quién lo ha hecho! —Gritó Mathilda—. ¡Están quemando mi casa por tu causa! ¡Traéis mala suerte! ¡Las dos!

Se volvió a mirar a su servidora.

—Roja, saca a todo el mundo de aquí. Por los agujeros ocultos. Llevaos lo que podáis y dejad el resto. Nos encontraremos en casa de Suki. ¿Entendido?

—Sí, señora —respondió Roja, para luego dar media vuelta y salir corriendo otra vez.

Gabriella avanzó hacia Mathilda.

—¿Tus protecciones no te mantendrán a salvo aquí abajo? —preguntó.

La meretriz se apartó de ella y se encaminó hacia el dormitorio.

—Ya te lo dije, no soy rápida con los encantamientos. Toda la casa se nos derrumbará encima dentro de un minuto. Ahora, déjame en paz.

—Lo lamento de verdad —dijo Gabriella—. No tenía ni la más mínima intención…

Mathilda se volvió hacia ella.

—No te preocupes por eso. Simplemente márchate. La puerta está detrás de ti, y que tengas suerte con las llamas.

—Pero, hermana —insistió Gabriella—. El cementerio. El asesino. Tenemos que trabajar juntas.

Mathilda soltó una salvaje carcajada.

—Ahora mismo tengo demasiadas cosas entre manos, querida, gracias a ti. Me temo que estás sola hasta que yo vuelva a organizarme. Ahora, vete, y no vuelvas. ¡Eres una condenada maldición!

Salió dando un portazo y dejó a Gabriella y a Ulrika de pie en medio de la habitación, a solas. La muchacha levantó la cabeza. Desde arriba llegaba un fuerte olor a humo.

Merde —exclamó Gabriella, y luego tendió una mano—. Ven, querida. Ponte el velo. Tenemos que marcharnos.

Ulrika tomó la mano de la condesa y se dejó conducir hacia la puerta.

—Pero… pero el fuego —dijo, cuando atravesaban la puerta hacia el vestíbulo y comenzaban a subir la escalera.

—No tenemos otra alternativa —replicó Gabriella.

Ulrika gimió de miedo. El fuego podía ser causante de la muerte verdadera. Era un enemigo tan aterrador como el sol.

—Espero que el carruaje siga allí —dijo.

—Silencio, niña —ordenó Gabriella—. Debo concentrarme en estas protecciones.

Continuaron subiendo por la escalera que, como antes, parecía bifurcarse y cambiar ante ellas de un modo que confundía los sentidos, o al menos los de Ulrika. Con los ojos cerrados y una mano sobre un brazo de la kislevita, la condesa ascendía con lentitud, pero sin vacilaciones.

En cada rellano el olor del humo se intensificaba, y los sonidos de miedo y confusión se hacían más fuertes. Gritos y alaridos de dolor atravesaban los muros junto con el crepitante rugir y el calor del fuego. Ulrika intentaba conservar la calma, aunque las visiones de estar perdida en el laberinto de escaleras que iban llenándose de humo se imponían en su mente como pretendientes indeseados.

Tenía ganas de derribar las paredes con las garras, pero sabía que eso sólo la acercaría más a las llamas.

Alaridos lastimeros y sonidos metálicos hicieron que se encogiera de miedo al pasar por el nivel del hotel negro, donde los rehenes y víctimas de secuestro sacudían los barrotes de las celdas e imploraban que los dejaran salir. Del antro de la droga llegaban carcajadas maníacas y sollozos histéricos debido a que la llameante realidad invadía los sueños de los comedores de loto.

El último tramo estaba exactamente como ella había temido, invadido por el humo y rojo a causa del reflejo de las llamas. No veía la puerta en lo alto de la escalera. Y podía ser que, además, estuviera bloqueada.

—Cúbrete la cabeza con la capa, querida —dijo Gabriella mientras ella hacía lo mismo.

La serena voz de la condesa la calmó, e hizo lo que le pedía; luego, volvieron a tomarse de la mano y, juntas, corrieron escalera arriba.

A pesar de la capa, el humo le escocía en los ojos y la garganta, y el calor de las llamas cercanas le dejó irritada la cara y los brazos. Los últimos escalones se rompieron y hundieron al pisarlos, y se fueron de bruces sobre tablones calientes como un horno. Ulrika subió a gatas, a toda velocidad, e izó a Gabriella consigo. Continuaron a tropezones, completamente ciegas, y se estrellaron contra la puerta, que, al no estar barrada, se abrió con brusquedad, y salieron dando traspiés al fangoso patio.

Cuando miró por debajo del borde de la capa, Ulrika dejó escapar una contenida exclamación de alivio al ver que el carruaje continuaba allí, con el cochero luchando para mantener quietos a ros aterrados caballos. Ella y Gabriella se lanzaron a la carrera hacia el vehículo entre una multitud de matones y rameras que corrían de un lado a otro como pollos decapitados, gritando y llorando. Aunque ya era pleno día, la plazoleta estaba tan a oscuras como si fuera de noche. Grandes nubes de negro humo que ocultaba el cielo se alzaban de la taberna y las casas de viviendas que las rodeaban, así que la única luz procedía de las llamas que rugían en las carbonizadas ventanas como aliento de dragón. Todo el círculo de edificios que rodeaba el patio estaba ardiendo.

—Son muy minuciosos, esos salvadores de la humanidad —gruñó Gabriella mientras continuaban avanzando a trompicones. Lotte abrió la puerta cuando llegaron al carruaje.

—¡Ay, señora! —exclamó la mujer—. ¡Estaba tan preocupada!

Pero justo cuando estaban a punto de subir, de la puerta secreta les llegó una potente detonación que hizo que se volvieran a mirar desde debajo de la capa. Una falange de cazadores de brujas con botas y abrigo largo estaban empujándola para abrirla, y entraban a grandes zancadas por la abertura, con pistolas y estoques en la mano. Con ellos iba un sacerdote guerrero que llevaba en las manos un libro pesado y un martillo más pesado aún. Los matones y las rameras se encogieron ante estos intrusos implorando misericordia, pero los cazadores de brujas no les prestaron ninguna atención. Ulrika maldijo al ver que el jefe del grupo era el capitán Meinhart Schenk, a quien habían conocido antes en el salón de Hermione, la primera noche que habían pasado en Nuln. Llevaba una pistola humeante en una mano. Gabriella gimió.

Schenk señaló a la condesa con la pistola descargada.

—¡La mujer ha dicho la verdad! —gritó—. ¡Ella está aquí! —Avanzó en su dirección—. Señora, quedáis arrestada bajo sospecha de ser un vampiro.

—Y a la otra podéis arrestarla con la certidumbre de que lo es, capitán —dijo otro cazador de brujas que salió de las filas y señaló a Ulrika—, porque ella misma me ha revelado su verdadera naturaleza inmunda.

A Ulrika se le cayó el alma a los pies cuando el hombre levantó la cabeza y la ancha ala del sombrero dejó a la vista unos penetrantes ojos grises. Era el templario Friedrich Holmann.