QUINCE
Una cuchillada por la espalda
Cuando faltaban pocas horas para el amanecer, Gabriella, Ulrika, Lotte y Rodrik partieron hacia la residencia de la dama Hermione en el carruaje del maestro gremial, y dejaron la casa de Aldrich ardiendo como una antorcha detrás de sí después de haber recogido todas sus pertenencias, que llevaban atadas al techo del vehículo. Gabriella había ordenado provocar el incendio; el fuego ocultaría una multitud de cosas —Aldrich asesinado, muebles hechos pedazos, ventanas rotas, una doncella y un mayordomo muertos, una esposa desaparecida—, que sería mejor que los cazadores de brujas no encontraran jamás.
Ulrika volvía a vestir como una dama, con corpiño, faldas y peluca. Esto era tanto una necesidad como una deferencia para con los deseos de Gabriella, porque las ropas de montar habían quedado hechas jirones, ensangrentadas y mugrientas a lo largo de la noche, y no sólo eran inadecuadas para ir de visita, sino, de hecho, indecentes.
Mientras recorrían las frías y desiertas calles del Altestadt, Ulrika le habló a Gabriella de sus aventuras de la primera parte de la noche, del hallazgo de la casa de plaga, del ropón negro, y de cómo la condujo hasta el Jardín de Morr. De todo esto excluyó por completo cualquier mención del templario Holmann, porque sabía que Gabriella no lo aprobaría.
Cuando llegó a la parte de la lucha contra los necrófagos en el camposanto, Rodrik gruñó para sí. Se había mantenido rígido y distante desde que se había enterado del ataque del asesino, y esto sólo parecía aumentar su enojo.
—¿Veis lo bien que vuestra espía maneja las cosas, señora? —dijo—. Huye cuando se encuentra ante el peligro, y sin duda ha alertado al enemigo de que lo estamos buscando. A estas alturas habrá cambiado de alojamiento y han vuelto a perderse todas las posibilidades de encontrarlo.
—Me vi superada —le espetó Ulrika—. Vos ya estaríais muerto.
—No habría partido en solitario —se burló Rodrik.
—Niños —terció Gabriella—. Paz. No quiero rencillas. Los dos habéis obrado admirablemente en circunstancias difíciles. Ahora silencio, por favor. Aún me siento débil.
Rodrik asintió con un gesto brusco de la cabeza y se volvió hacia la ventanilla, pero resultaba evidente que su orgullo continuaba herido. Ulrika le lanzó una mirada de aborrecimiento y también se puso a mirar por la ventanilla. Guardaron silencio durante el resto del recorrido.
El silencio los aguardaba también en el lugar de destino. La dama Hermione, de pie y rígida, con un vestido de seda azul pálido, les dedicó una gélida mirada mientras entraban en la salita de estar y hacían una genuflexión o una reverencia, según los casos. En torno al perímetro, Von Zechlin y los otros hidalgos se repantigaban en actitudes de estudiada indiferencia y observaban con ojos aparentemente soñolientos. Los ojos de Famke, por otro lado, estaban muy abiertos e iban de un lado a otro. Se encontraba junto a Frau Otilia, unos pasos por detrás de su señora, con los dedos entrelazados con tal fuerza que tenía los nudillos blancos.
Estaba muy claro que algo no iba nada bien. Ulrika bajó la mano derecha hacia la empuñadura del arma, pero, por supuesto, el sable no estaba allí. Miró a la condesa, pero si ésta había notado la tensión del ambiente, no lo demostraba.
—Hermana —dijo Gabriella—. Rodrik me ha contado la terrible noticia. Te acompaño en el sentimiento.
—¡Mentirosa! —gruñó Hermione.
Gabriella la miró con asombro, con las cejas alzadas.
—¿Perdona?
Hermione abandonó la postura envarada y señaló a la condesa con un colérico dedo.
—¡Ahora me doy cuenta de qué eres en realidad! ¡Sé qué has hecho! ¡Has ayudado a que mataran a la señora Dagmar! —Lanzó a Ulrika una mirada cargada de odio—. ¡Tú y tu asesina kislevita estáis confabuladas, con Mathilda y sus carniceros!
Ulrika parpadeó de sorpresa. ¿Estaba loca Hermione? Gabriella rio.
—No seas ridícula. ¿Cómo has llegado a esa estúpida idea?
Hermione le dedicó una sonrisa lobuna.
—¿Intentas negarlo, von Carstein?
Gabriella se irguió, y su fría compostura comenzó a descomponerse.
—¿Qué? ¿Qué me has llamado?
Hermione hizo un gesto hacia su ama de llaves.
—Fue Otilia quien me recordó tu herencia, que eres más de la sangre de Vashanesh que de la sangre de nuestra reina. —Hizo una mueca despectiva—. Al principio pensaba que sólo querías intentar apoderarte de mi posición para ascender en la escalera del favor de la reina por encima de mi cadáver, pero ahora sé que me equivocaba. Has vuelto a tu verdadera naturaleza. Quieres destruirnos a todas en el nombre de Sylvania, matar a las lahmianas de Nuln y sembrar esta tierra con tantas sospechas y miedos que nuestra hermandad ya no pueda volver. Bueno, pues tu conspiración no tendrá éxito, Von Carstein. Acabará aquí.
—Hermione —protestó Gabriella—. Esto es una locura. Hace ya mucho que demostré, sin lugar a dudas, cuáles son mis lealtades, y he vuelto a demostrarlo muchas veces. Tú lo sabes. ¡Estabas presente!
—Las lealtades pueden cambiar, hermana —dijo Hermione, moviéndose amenazadoramente en círculos alrededor de ella—. Pueden incubarse celos cuando una se encuentra atascada en las tierras del interior durante uno o dos siglos. Así que conspiraste en secreto con Mathilda para matarnos a todas, y usaste esta «investigación» para desviar nuestras sospechas hacia callejones sin salida.
Gabriella frunció el ceño.
—¿Estás diciendo ahora que Mathilda también es una von Carstein?
—Puede convenirse en loba —dijo Hermione—. ¡Ninguna lahmiana pura tiene ese poder!
Gabriella negó con la cabeza, consternada.
—Estás muy alterada, hermana, eso lo entiendo. Ha habido cuatro muertes. Eso basta para asustar a cualquiera, pero debes serenarte y pensar con claridad. Cargar contra mí no hará…
—¡No intentes eso conmigo, bruja! —La interrumpió Hermione—. ¡No volveré a dejarme convencer por tus palabras tranquilizadoras! ¡Tú y Mathilda habéis estado en contra de nosotras desde el principio!
—¡Eso no es verdad! —gritó Gabriella—. ¡No tienes ninguna prueba!
Hermione sonrió.
—¿No la tengo? ¿Qué hiciste cuando nos separamos después de visitar el repugnare agujero de Mathilda?
—Me marché a casa de Herr Aldrich —replicó Gabriella—. Me quedé allí durante el resto de la noche.
—Esa excusa ya la has usado antes —la rebatió Hermione—. Pero ¿qué me dices de tu protegida kislevita, que lleva vestidos y pelo largo cuando la traes a mi salita pero se convierte en espía marimacho desgreñada cuando no la veo? ¿Acaso no dejó que te marcharas sola, para seguir a la pobre Dagmar hasta su casa?
—No lo hizo —replicó Gabriella—. Estuvo conmigo durante toda la noche.
—¿De verdad? —preguntó Hermione—. Dagmar fue asesinada antes de que su carruaje llegara al Lirio de Plata. ¿Quién sabía que estaba fuera, salvo tú y yo?
A la mente de Ulrika afloró un recuerdo: algo negro que pasaba a gran velocidad por la periferia de su campo visual cuando ella y los otros regresaban de casa de Mathilda en el carruaje de Hermione. Al mirar por la ventanilla había visto sólo, el carruaje de Dagmar, y pensó que estaba asustándose de las sombras, pero ¿había habido algo más, después de todo?
Gabriella suspiró, exasperada.
—Aún no has presentado ninguna prueba, Hermione. Yo, en cambio, tengo pruebas que demuestran que estás equivocada. Ulrika y yo hemos sido atacadas esta misma noche por el asesino. Ha estado a punto de matarme. Ha logrado matar a Herr Aldrich y a la pobre y querida Imma.
Hermione se quedó mirándola fijamente, conmocionada.
—¿Aldrich está muerto? —se recuperó y le enseñó los dientes—. ¡Entonces has sido tú quien lo ha matado! Otro golpe contra nuestra red de espías. Haces bien tu trabajo, traidora.
—Yo no lo he matado —replicó Gabriella en tono paciente—. Lo ha matado la bestia.
Los ojos de Hermione se encendieron.
—¡¿Y dónde está tu prueba, hermana?! ¿Puedes demostrar que no has sido tú?
—Ciertamente que puedo —dijo Gabriella, y se volvió hacia Rodrik—. Querido, tú viste lo que ocurrió en casa de Aldrich. Cuéntaselo.
Rodrik asintió con la cabeza y abrió la boca para hablar, pero luego se detuvo. A sus ojos afloró una mirada astuta y se volvió a mirar a Hermione.
—Me temo que no he visto lo que ha sucedido, mi señora —dijo con rigidez—. He llegado después de que ocurriera. Puede que haya sido como dice la condesa, y puede que no.
Gabriella se tambaleó como si la hubieran golpeado, y se volvió a mirar a Rodrik.
—¡¿Qué?! ¿Qué dices? ¿Te atreves a mentir? ¡Has visto los destrozos! ¡Has visto la sangre, y a la pobre Imma muerta!
Rodrik inclinó la cabeza con perfecta cortesía, pero con los labios fruncidos.
—He visto, en efecto, todo eso, señora —asintió—, pero no estaba allí para presenciar el ataque ni ver al atacante, y no puedo estar seguro de que lo haya habido. La condesa y su nueva servidora podrían haber causado los destrozos ellas mismas con total facilidad para alejar de sí las sospechas.
—¡Ja! —gritó Hermione, jubilosa.
Gabriella miraba fijamente a Rodrik, como si se hubiera convertido en un extraño.
—Rodrik, no lo entiendo.
—Y tampoco puedo jurar que la kislevita no saliera la noche en que murió la señora Dagmar —continuó él, como si la condesa no hubiera dicho nada—. Por lo que yo sé, la condesa también salió.
Gabriella gruñó.
—¿Qué estás diciendo, villano? Estuviste con nosotras esa noche. ¡Sabes que no hicimos nada parecido!
Rodrik hizo una reverencia con aire engreído.
—Condesa, no lo sé. Puesto que habéis organizado las cosas de tal modo que ya no se me permite permanecer a vuestro lado, y en cambio se me ha dejado alojado en una posada, no sé lo que sucede cuando os dejo en vuestro nuevo hogar. No puedo, por tanto, asegurar que sois inocente de estos crímenes.
Gabriella avanzó hacia él con los ojos llameantes de furia.
—¡Tú, niñito celoso! ¿Vas a traicionarme porque hemos estado separados durante tres días? ¿Qué hay de tu juramento de protegerme?
—Déjate de historias —dijo Hermione, triunfante. Ahora estaba divirtiéndose—. ¿Acaso niegas que esté diciendo la verdad? ¿Puede dar fe de algo de tu historia?
—No, no puede —replicó Gabriella con los dientes apretados, y luego alzó la vista para mirar a Rodrik a los ojos—. Pero, ciertamente, puede confiar en la veracidad de lo que ha visto con sus propios ojos. Ciertamente puede concederle a su señora el beneficio de la duda.
—¡Ja! —Repitió Hermione—. ¡Entonces, no tienes ningún testigo!
—¡Tampoco lo tienes tú! —contestó Gabriella—. Rodrik no puede dar fe por nosotras, pero tampoco puede decir que hayamos hecho algo diferente de lo que decimos haber hecho. No estaba presente. —Se volvió otra vez hacia el caballero—. Decid la verdad, señor. ¿Me habéis oído hablar alguna vez de conspiración con la señora Mathilda o con los von Carstein en contra de Hermione o de alguna de mis hermanas lahmianas?
Rodrik vaciló, con el ceño fruncido.
—Vamos, señor —le espetó Gabriella—. ¡Hablad!
Rodrik cuadró los hombros.
—No, mi señora, no os he oído, aunque últimamente no estoy muy a menudo junto a vos.
Gabriella sonrió afectadamente, y estaba a punto de volverse hacia Hermione, cuando Rodrik continuó.
—Pero sí que os he oído decir que pensabais que la dama Hermione era la menos adecuada para gobernar en Nuln —dijo con tranquilidad—. Y que ojalá hubiera muerto ella en lugar de las otras.
Gabriella se quedó petrificada, como un gato que se prepara para saltar, con los ojos clavados en los de Rodrik.
—Niño mimado. —Comenzó a avanzar hacia él con los hombros hacia adelante y los ojos encendidos—. Despreciable pequeño…
Hermione se situó delante de ella con los brazos abiertos.
—No lo tocarás, hermana. Ahora está bajo mi protección. No te acerques.
Gabriella gruñó, extendiendo colmillos y garras.
—¡Y tú no me dirás lo que puedo hacer con mi amante!
Hermione retrocedió de un salto, con expresión de triunfo en los ojos, aunque fingía tener miedo.
—¡Me ataca! ¡Está con los asesinos! ¡Paladines, defendedme!
Ulrika se puso en guardia detrás de Gabriella para guardarle la espalda mientras los exquisitos espadachines de von Zechlin abandonaban sus lánguidas poses de un salto y avanzaban a grandes zancadas para rodearlas al tiempo que desenvainaban los estoques. Famke avanzó para situarse junto a Hermione, con expresión contrariada, mientras Otilia retrocedía con rapidez hacia la puerta.
—¡Rodrik! —gritó Gabriella—. Ocúpate de von Zechlin. Ulrika y yo nos haremos cargo de la perra y sus chuchos.
Pero cuando Rodrik desenvainó la espada, se apartó de la condesa para unirse al círculo de hombres de Hermione que se estrechaba en torno a ellas.
—Lo siento, mi señora —dijo, y se bajó el cuello de la camisa para dejar a la vista dos heridas de punción que estaban formando costra. Lo habían sangrado hacía poco—, pero ya no podéis darme órdenes.