CATORCE

CATORCE

Garras en la noche

Ulrika retrocedió.

—Estáis equivocado, mein Herr. En medio de la agitación habéis imaginado…

—¡Sé lo que vi! —gritó él, y volvió a apuntarla con la espada, que ahora temblaba—. ¡Mirad! ¡De vuestras manos aún gotea su sangre! ¡Y ninguna mujer mortal habría podido cargar conmigo como lo habéis hecho vos!

Ulrika volvió a retroceder mientras se le caía el alma a los pies.

—Templario Holmann, Friedrich, por favor.

—¡No me llames por mi nombre, puta de la oscuridad! —rugió él—. ¡Ahora veo tus malas artes! ¡Me has seducido con tus suaves palabras e inmunda brujería! Me has engañado para que creyera que… —Se atragantó con las palabras—. ¡Para que traicionara mis votos! ¡Me has contaminado con tu corrupción!

La torturaba ver el dolor de él. Esto era exactamente lo que no había querido que sucediera.

—Templario, por favor —imploró Ulrika—. Permitidme explicarlo.

—¡No hay nada que explicar! —Bramó Holmann, que alzó la espada al tiempo que sacaba uno de los frascos de vidrio de la bandolera—. ¡Eres un demonio con forma de mujer! ¡Una enemiga del Imperio y de la mismísima humanidad! ¡En el nombre de Sigmar, te destruiré!

Le arrojó el frasco y arremetió contra ella, dirigiéndole torpes estocadas, impedido por las heridas sufridas y la furia que lo dominaba.

Ella esquivó ambos ataques con facilidad.

—¡Pero os he salvado!

—¡Otro recurso de seducción! —Gruñó él al tiempo que volvía a cargar—. ¡Me has salvado para ganar falsamente mi lealtad! Quieres convertirme en tu peón. ¡En un espía embrutecido que haga tu voluntad en contra de mis señores!

—No es cierto —protestó Ulrika, pero sabía que no serviría de nada. Él era un templario de Sigmar. Defendía sus creencias con pasión. Nunca la vería como nada más que un monstruo. Volvió a sentir la tentación de alimentarse de él, pero la apartó a un lado. No iba a comportarse como lo que él decía que era.

Por supuesto, eso sólo dejaba la alternativa de matarlo. No cabía duda ninguna de que era lo que debería hacer. Él conocía su secreto. Sabía que, de alguna manera, estaba relacionada con las mujeres vampiro que habían quedado al descubierto recientemente. Sabía todo lo que sabía ella sobre el asesinato que había tenido lugar en la casa de plaga y conocía el secreto del cementerio. Tenía que morir, y sería fácil de matar. Apenas podía levantar la espada o arrojar sus granadas de vidrio. Cojeaba y sus movimientos eran lentos. Sólo tendría que apartar la espada del joven de un golpe y atravesarle el corazón con el sable, y se habría acabado.

Él la acometió otra vez, lanzándole otro frasco y agitando la espada sin ton ni son. Ella rompió el frasco en pleno vuelo con un golpe de sable y se apartó a un lado para esquivar la espada. El templario dio un traspié y se apoyó contra la pared. Su cuello quedó al descubierto. Un tajo rápido y estaría muerto. La mano de ella apretó la empuñadura, pero, por alguna razón, no logró obligar a su brazo a moverse, así que se quedó allí de pie y observó cómo se recobraba.

—Lamento haberos decepcionado, templario Holmann —dijo, para luego dar media vuelta y huir del mausoleo hacia la fría noche negra.

* * *

Ulrika se maldijo mientras corría. ¿Había habido alguna vez una estúpida más grande? Debería haber matado a Holmann cuando se lo encontró por primera vez en las cloacas. O, de no haber podido hacerlo entonces, debería haberlo matado en la casa de plaga. ¿Qué se había apoderado de ella como para que intentara hacerse amiga de un cazador de brujas, precisamente? Podría decir que con el fin de obtener información y usarlo para acceder a lugares donde le habría resultado difícil entrar, pero eso era poco más que una racionalización. ¿Se debía a que sentía necesidad de otras compañías, aparte de Gabriella? ¿Era porque echaba de menos a Félix? ¿Y por qué no lo había matado un momento antes, cuando había tenido una oportunidad perfecta? ¿Era porque él le gustaba, o sólo se debía al orgullo? ¿Le había perdonado la vida sólo para demostrarle que se equivocaba?

Al menos no le había dado ninguna pista que pudiera seguir. No podría seguirla hasta la casa de Aldrich. No tendría que volver a verlo nunca más.

«¿Y por qué iba a querer hacerlo?», pensó con irritación. Había intentado matarla momentos después de que ella le salvara la vida. Por supuesto, Ulrika conocía las razones del templario. Se había revelado como monstruo, según el punto de vista de él, pero no había manifestado ni siquiera un momento de pesar antes de atacarla, sólo ciega furia salvaje. Había luchado contra los necrófagos con menos pasión.

Claro está que ella también conocía la razón de eso. Los necrófagos no habían fingido ser nada más que lo que eran. No se habían ganado el corazón de Holmann.

Cuando se encontraba a tres casas de distancia de la morada del maestro gremial Aldrich, Ulrika supo que algo iba mal. Mientras avanzaba a paso ligero por la mojada calle adoquinada, unos débiles gritos llegaron a sus sensibles oídos, gritos que reconoció: Imma y Gabriella, una asustada y la otra enfurecida, seguidos del estruendo de un choque y un rugido animal.

Se lanzó a la carrera mientras desenvainaba el sable. ¡Algo estaba atacando a su señora! ¡Tenía que protegerla!

Vista desde la fachada, la casa parecía en calma. La puerta estaba cerrada y el sendero de entrada desierto, pero de los pisos superiores llegaban chillidos y estruendo de cosas que se rompían, y al subir corriendo por los escalones de entrada vio una mancha de sangre en el umbral.

Intentó abrir la puerta, pero tenía echada la llave. Retrocedió y la golpeó con el pie al lado del cerrojo con toda su inhumana fuerza. Salió disparada hacia el interior entre astillas de madera y piezas de cerradura que volaban, y se lanzó a través de ella espada en mano.

El crítico mayordomo de Aldrich estaba muerto en el vestíbulo, desplomado contra una pared, con la garganta desgarrada. Ulrika maldijo y subió los escalones de cuatro en cuatro hacia el piso siguiente. En el rellano encontró al propio Aldrich, que tenía un tajo en la camisa de dormir y el vientre y los intestinos desparramados por la alfombra. Había una espada en su mano laxa, pero no parecía que hubiese tenido tiempo de usarla.

Se lanzó a toda velocidad por el corredor hacia los gritos y ruidos violentos, y a continuación abrió de golpe la puerta de la condesa Gabriella y entró en…

La negrura.

Desde que Krieger le había dado el beso, nunca había estado tan ciega. No podía ver nada, ni la habitación, ni el sable que sujetaba ante sí, ni la puerta abierta que tenía detrás. Quedó petrificada durante un instante, asustada y desorientada. Su visión nocturna no le servía para nada. Era como si alguien le hubiera echado un saco sobre la cabeza. Sin embargo, sus otros sentidos aún funcionaban. Oía chillidos y rugidos y muebles que se hacían pedazos en torno a ella, y olía… a sangre, a humo, el miedo de Imma, el olor de Gabriella, y, por encima de todo eso, como un inmundo manto sofocante, el olor de un campo de batalla lleno de cadáveres que habían pasado una semana bajo la lluvia. El asesino. ¡El asesino estaba allí!

Saltó hacia el hedor blandiendo a ciegas el sable, y la hoja conectó con algo que soltó un rugido. Un garrote o un puño le golpeó la cara y la lanzó volando de espaldas contra un montón de muebles rotos, momento en que vio una explosión de estrellas ante los ojos abiertos.

Se sentó, con la cabeza zumbando, y oyó unos pasos ligeros que se alejaban de ella, además de otro olor que reconoció. ¡El olor a clavo! El hombrecillo gordo de las cloacas.

—¡Tú! —gruñó, y lo atacó con el sable.

El hombre se rio y le dio una patada en una sien, luego se alejó de un brinco para ponerse otra vez fuera del alcance mientras ella se protegía. «Puede verme», pensó Ulrika.

—¡Ulrika! —Oyó que gritaba la voz de Gabriella—. ¿Estás aquí?

—Sí, señora —jadeó Ulrika.

—¡Huye! —gritó Gabriella—. ¡Acude a Hermione! Ve…

Se oyó un chasquido como de cerámica que se estrellara contra una piedra y la voz de la condesa se interrumpió con una brusca inspiración.

Ulrika se levantó de inmediato y volvió a saltar hacia el origen del hedor, esta vez asestando una estocada. Un pie invisible la hizo tropezar y cayó boca abajo cuan larga era. Dirigió un tajo hacia los pasos que retrocedían, y fue recompensada por un gemido de dolor y una disipación de la negrura que duró apenas un parpadeo antes de volver a cerrarse.

En ese parpadeo, vio al pequeño brujo gordo que retrocedía cojeando, aferrándose una pierna a través del ropón que lo cubría completamente, y la gigantesca sombra de algo enorme y encorvado que se proyectaba contra la pared, con unos descomunales puños provistos de garras alzados por encima de la cabeza deforme. Luego volvió la oscuridad.

Ulrika se levantó de una voltereta. No había tiempo para ir tras el hombrecillo. Giró y dirigió un tajo hacia donde esperaba que estuviera el ser que había proyectado la sombra, y la hoja penetró en algo carnoso. Otro aullido animal, acompañado por el silbido y la brisa de algo que se desplazaba por el aire. Esta vez se agachó casi a tiempo. Unas garras le arañaron la parte superior de la cabeza y una oreja, pero al menos no fue lanzada otra vez al otro lado de la habitación. Lanzó una estocada y logró asestar un tajo de refilón que cortó carne y tela.

Un golpe fuerte como un martillazo le hizo soltar el sable, y una mano tan grande y dura como una horca para heno la atrapó rodeándole las costillas y la levantó del suelo. Luchó contra ella, pero otra mano le aferró la cabeza, apretó con fuerza e intentó retorcer para arrancársela. Sintió como sus vértebras raspaban unas contra otras. El dolor era imposible. Arañó los enormes dedos con las garras, rasgando carne e intentando arrancarlos de cuajo, pero la fuerza del atacante era tanto mayor que la suya como la suya lo era respecto a la de un humano. No podía detenerlo.

—¡Murnau! —gritó la voz del brujo gordo—. ¡Detrás de ti!

Oyó el sordo golpe de una espada hundiéndose en la carne, y de repente el ser que la sujetaba soltó un alarido de dolor y la arrojó lejos de sí. Ella giró por el aire, se estrelló contra algo duro y estrecho que se rompió, y a continuación cayó sobre lo que parecía una cama destrozada.

Otro ruido de estocada, y un nuevo alarido inhumano le golpeó los oídos mientras intentaba levantarse.

—También yo tengo una garra —dijo Gabriella con voz enronquecida—. ¿Lo ves? ¡Lo ves!

Unos pesados pasos se alejaron pateando el suelo, tras lo cual se oyó un descomunal estruendo de cristales rotos y entró una repentina ráfaga de frío viento invernal.

—¡Maldito cobarde! —dijo el hombrecillo con voz ronca, y luego sus pasos retrocedieron hacia la puerta del corredor.

Ulrika logró ponerse de pie y corrió tras el brujo, pero entonces tropezó con algo blando y cayó con fuerza contra el borde de una mesa.

—¡Alto! —gritó, y se puso de pie a pesar del dolor.

Se aferró el hombro dolorido y cojeó tras los pasos que se desvanecían. No fue hasta que pasó en torno a una mesa rota para esquivarla, que se dio cuenta de que podía ver otra vez. La negrura antinatural estaba disolviéndose. Miró a su alrededor mientras corría hacia la puerta. La habitación era un desastre. Hasta el último mueble había sido convertido en astillas, y los troncos de la chimenea se habían dispersado por la alfombra, a la que habían prendido fuego. Las altas ventanas del muro exterior, que tan cuidadosamente habían sido oscurecidas y cubiertas con las cortinas, estaban destrozadas y abiertas a la noche.

Entonces vio a la condesa Gabriella arrodillada junto a un lavamanos caído, con la cabeza baja y cogiéndose los brazos, con el ropón hecho jirones y empapado en sangre. Ulrika se detuvo y volvió corriendo junto a ella, olvidando a la bestia invisible y al gordo hombrecillo.

—¡Señora! —gritó, arrodillándose a su lado—. ¿Estáis herida?

—Si —respondió Gabriella con voz débil—. Muy herida.

Se desplomó contra Ulrika y los brazos le cayeron, laxos, sobre el regazo, momento en que se deslizó al suelo una fina daga.

Ulrika reprimió una exclamación al ver las heridas de la condesa a través de los tajos del ropón de seda. Tenía los pechos y el vientre desgarrados hasta el músculo, y se le veían brillar los huesos del brazo izquierdo a través de cuatro profundos cortes de bordes desiguales. Había astillas de madera y esquirlas de vidrio clavadas en su cara y sus piernas.

—Por favor, trae a Imma —murmuró—. Tengo que alimentarme.

—Sí, señora —dijo Ulrika, y se levantó para buscar a la muchacha. La vio en medio del destrozo, tendida sobre la alfombra, mirando al techo, con la cara petrificada en una expresión de conmoción casi cómica.

—Imma, levántate.

La doncella no reaccionó.

Ulrika rodeó una silla rota y se le acercó.

—Imma…

La muchacha no había muerto, pero no tardaría en hacerlo. Tenía ambos brazos rotos, doblados en ángulos imposibles, y una pata de silla rota sobre la que había caído le atravesaba el vientre.

Cuando Ulrika se le aproximó, volvió hacia ella unos ojos parpadeantes.

—¿Se… señora?

Ulrika maldijo, luego se inclinó y levantó a la muchacha arrancándola de la pata de madera que la atravesaba para llevársela a Gabriella. Por las muñecas le corrió la sangre que manaba de la herida abierta en la espalda de Imma.

—Está agonizando, señora —dijo, mientras la depositaba en el suelo.

Imma lanzó un débil grito a causa del movimiento y luego miró a Gabriella.

—Lo siento, señora, pero duele tanto…

—Soy yo quien lo siente —dijo Gabriella, y acarició el cabello de la muchacha—. Pero voy a quitarte el dolor. ¿Quieres que lo haga?

—Ay, sí, señora —gimoteó Imma.

Gabriella le hizo a Ulrika un gesto para indicarle que se la colocara sobre el regazo; a continuación se inclinó sobre el lacerado cuello de la doncella y bebió. Imma lanzó un grito ahogado, luego suspiró y cerró los ojos, al tiempo que una expresión cada vez más calmada inundaba su rostro.

Ulrika observó con asombro cómo las heridas de Gabriella comenzaban a cerrarse por los bordes. Incluso las peores de ellas, las del brazo izquierdo, coagularon y empezaron a cicatrizar, aunque no se cerraron del todo.

Pasado un largo momento, Gabriella volvió a levantar la cabeza y suspiró. Volvía a tener casi el mismo aspecto de siempre, a pesar de estar sucia de sangre y vestida con harapos empapados de rojo. Empujó a la doncella inconsciente hacia Ulrika.

—Acábala tú —dijo—. También estás herida.

—¿Acabarla? —preguntó Ulrika, con incertidumbre.

—Bebe, será un acto de misericordia.

—Sí, señora.

Ulrika alzó a la doncella en un estrecho abrazo y mordió donde había mordido Gabriella. Una emoción indeseada la inundó mientras sorbía los últimos restos de sangre de la joven. Imma había dicho que moriría por ella. Ulrika no había pensado que esas palabras fueran algo más que una expresión sentimental, pero ahora se había hecho realidad. La sangre de Imma la estaba curando como había curado a Gabriella, mientras el fuego del corazón de la muchacha disminuía hasta ser una parpadeante llama. Al menos, UIrika pudo darle a cambio un final plácido.

Para cuando los latidos del corazón de Imma se ralentizaron y cesaron por completo, momento en que dejó de fluir su sangre, las heridas de Ulrika ya estaban cicatrizando, y dejó que la doncella se deslizara con suavidad al suelo.

—Pobre niña —dijo Gabriella, que posó una mano sobre la fría frente blanca de Imma—. Los humanos son tan frágiles…

Ulrika ayudó a ponerse de pie a la condesa, que fue hacia el lavamanos, lo levantó y llenó la rajada jofaina con agua de una jarra milagrosamente intacta.

—Consígueme otro ropón —dijo Gabriella, mientras se quitaba la prenda desgarrada para comenzar a lavarse las heridas de la cara y el cuerpo.

—Sí, señora. —Ulrika fue hasta el destrozado armario y apartó las puertas hechas pedazos.

—¿He matado a la bestia? —preguntó Gabriella.

—No, señora —replicó Ulrika—. Huyó por la ventana. —Encontró otro ropón y se lo llevó a Gabriella—. ¿Que era? —preguntó—. ¿Lo visteis?

Gabriella secó y vendó las heridas cubiertas de costras con tiras de tela del ropón viejo, y estiró los brazos para que Ulrika la vistiera.

—No lo vi. No con aquella negrura. Pero era alguna clase de vampiro, de eso estoy segura.

Ulrika la ayudó a ponerse el ropón y se lo ajustó sobre los hombros.

—¿Cómo lo sabéis?

Gabriella se volvió mientras cubría su cuerpo desnudo con el ropón, y avanzó hasta la daga de fina hoja que había dejado caer al suelo. La recogió y se la mostró a Ulrika.

—Por la hoja chapada en plata —dijo—. Huyó cuando lo herí con ella.

Ulrika lanzó una mirada al arma.

—Señora, agradezco que os haya salvado la vida, pero ¿por qué lleváis encima una cosa semejante?

Gabriella sonrió mientras buscaba la enjoyada vaina en medio de los destrozos.

—Es una misericordia, un arma para dar el golpe de gracia, un final rápido si me atrapan los hombres. Es doloroso, pero muchísimo más rápido que arder en la hoguera o ser arrastrada al sol. —Hizo una mueca y se tocó el brazo izquierdo por encima de la tela. A través del vendaje y el ropón continuaba manando sangre—. Si la hubiera llevado encima, la lucha habría sido muy diferente. Por desgracia, estaba en mi bolsa de viaje, y tuve que buscarla en la oscuridad. Creo que la llevaré encima a partir de ahora, incluso cuando duerma. Aquí, en Nuln, una nunca sabe cuándo va a ser atacada.

Entonces se detuvo, con la daga a medio envainar, y se volvió a mirar a Ulrika.

—Pero ¿cómo han sabido que podían atacarme en esta casa? —preguntó—. Estamos aquí desde hace tres noches, y hemos hecho poco por anunciar nuestra presencia. ¿Cuánta gente sabe que estamos aquí?

—Hermione y la gente de su casa —dijo Ulrika, mientras pensaba—. La señora Dagmar. Rodrik. Eran los únicos que estaban presentes cuando Hermione nos ordenó acudir aquí.

Gabriella frunció el ceño.

—Bueno, espero que no haya sido ninguno de ellos, pero podrían haber hablado incautamente con alguien que nos desee el mal.

—O podría haber espías vigilando la casa de Hermione —apuntó Ulrika—. Podrían habernos seguido.

Gabriella asintió con la cabeza.

—Esa explicación me gusta más. Excluye la traición…

Se oyó un estruendo de botas en la escalera y Ulrika se levantó de un salto, recogió el sable y se puso en guardia. Gabriella aferró la daga.

La puerta se abrió de golpe y Rodrik entró corriendo, espada en mano. Se detuvo en seco en cuanto atravesó la puerta y vio el desastre que lo rodeaba. Luego volvió la vista hacia la condesa Gabriella.

—¡Señora! —gritó, y se abrió paso a través de los muebles rotos—. ¿Qué ha sucedido aquí? —Vio la sangre en la manga de la mujer—. ¡Estáis herida!

—No temas —replicó Gabriella—. Ya estoy recuperándome.

—Pero ¿quién ha hecho esto? —preguntó Rodrik.

—Ha sido el asesino —replicó Ulrika—. Ha intentado cobrarse la vida de otra víctima.

Rodrik maldijo y se irguió, mirando a Gabriella con el ceño fruncido.

—¡Esto es lo que se consigue al convertirme en mensajero! ¡Debería haber estado a vuestro lado!

Gabriella le sonrió y le acarició una mejilla.

—Es mejor que no hayas estado, querido —dijo—. Porque estarías muerto como la pobre Imma.

—¡Pero soy vuestro paladín! —protestó él—. ¡Mi deber es protegeros! —Lanzó una mirada a Ulrika—. Ése no es trabajo para espías.

Gabriella lo tomó del brazo.

—Puede que aún tengas tu oportunidad —dijo—. Esa cosa tiene intención de matarnos a todas, según creo, y su retirada no es más que temporal. —Alzó la mirada hacia él otra vez—. Entretanto, puedes prestarme otro servicio: si fueras tan amable como para descubrirte el cuello, aún me quedan heridas que sanar.

Rodrik se llevó una mano al cuello de la camisa, pero, y luego se detuvo, con el ceño fruncido.

—No, señora —dijo, y retrocedió—. No debéis debilitarme mientras aún estéis en peligro. Os traeré al cochero de Aldrich, si no está muerto también él.

Gabriella se puso rígida, conmocionada por un momento al ser rechazada, y luego asintió con la cabeza.

—Tienes razón. Te necesito en plena forma. Ve, entonces, pero date prisa.

—Sí, condesa. —Hizo una reverencia y se encaminó hacia el corredor.

—Espera —dijo Gabriella.

Rodrik se detuvo en la puerta.

—¿Señora?

—¿Qué noticias traes de Hermione?

Rodrik se detuvo con los labios fruncidos, y luego habló.

—La señora Dagmar fue asesinada cuando regresaba del burdel de Mathilda, anoche. Hecha pedazos como las otras. La encontró la guardia antes del amanecer, colgada de la verja del Lirio de Plata, igual que Alfina, con los colmillos extendidos. Los cazadores de brujas han renovado la investigación. La dama Hermione desea hablar con vos al respecto.