TRECE
Devoradores de muertos
—¿Qué asuntos os traen al Jardín de Morr? —preguntó un sacerdote encapuchado que llevaba una gruesa capa a través de las puertas rematadas por púas del cementerio de Nuln.
—Asuntos de Sigmar, iniciado —respondió Holmann al tiempo que le enseñaba la cadena distintiva de su cargo—. Abrid.
El sacerdote miró con malhumor a través de los barrotes y alzó la lámpara, cuya luz dejó a la vista un feo rostro verrugoso; entonces suspiró y sacó un tintineante llavero.
—No sé qué queréis de nuestros protegidos, cazador de brujas —dijo con una mueca de desprecio—. No reaccionan a la tortura.
—No es con vuestros protegidos que deseo hablar —gruñó Holmann.
Ulrika sonrió afectadamente cuando el sacerdote palideció y se apresuró a abrir la cerradura con las enguantadas manos que comenzaban a temblarle de miedo. Habían tenido menos problemas para atravesar la muralla del Altestadt que para entrar en el cementerio. Los guardias de la Puerta Alta les habían hecho un gesto para que pasaran sin dedicarles una segunda mirada (una entrada mucho más fácil que el intento anterior de Ulrika). Puede que ella fuera capaz de escalar murallas, pero un cazador de brujas podía atravesarlas con nada más que una mirada feroz y un sombrero de ala ancha.
Habían caminado hasta el cementerio por las calles flanqueadas de campanarios del barrio de los templos, y aunque temió aquel recorrido, no había sentido ni un cosquilleo de miedo o dolor. La vista de los iconos y las estatuas de los dioses que rodeaban los muros de mármol no parecían surtir ningún efecto en ella. Tal vez era debido a que no se trataba de sus dioses. Quizá las cosas serían diferentes si estuviera en Kislev. Esperaba no tener nunca motivos para averiguarlo.
—Bienvenido, Herr cazador de brujas —dijo el sacerdote, que hizo una obsequiosa reverencia cuando abría la rechinante verja de hierro para franquearles la entrada—. ¿Queréis que vaya a buscar al padre prior?
Ulrika se tensó al entrar en los terrenos del cementerio, porque temía encontrarse otra vez con la enervante fuerza que había intentado impedirle la entrada en el templo de Morr, pero no ocurrió nada. Cualquiera que fuese la sagrada influencia que había protegido el otro sitio, estaba ausente allí. Suspiró con alivio.
—No será necesario, sacristán —dijo Holmann—. A menos que vos no podáis responder a mi entera satisfacción.
El sacerdote de cara verrugosa tembló e inclinó la cabeza.
—Haré todo lo que pueda, templario —respondió.
Holmann sacó el desgarrado ropón negro ensangrentado y se lo mostró.
—Encontramos este ropón cuando perseguíamos a un vampiro, esta noche. ¿Vuestros hermanos han luchado contra alguno de estos demonios recientemente? ¿Habéis perdido a algún miembro de vuestra congregación?
El sacerdote acercó la lámpara a la tela negra e hizo una mueca.
—Se lo preguntaré al padre Taubenberger, pero no he oído nada parecido. Dejamos la lucha para los vuestros, y para la Guardia Negra.
—Por supuesto que sí —replicó Holmann con una mueca despectiva—. ¿Y nadie ha desaparecido, ni informado que está enfermo, o ha tenido un accidente?
El sacerdote se rascó una verruga con aire pensativo y luego negó con la cabeza.
—No que yo pueda recordar. No recientemente.
Holmann suspiró.
—En ese caso, traed a vuestro prior —dijo—. Puede que él sepa más.
—Sí, mein Herr —replicó el sacerdote, para luego dar media vuelta y alejarse cojeando hacia un templo bajo de piedra negra que se alzaba a unos treinta pasos de la reja. No había dado más de tres zancadas cuando se detuvo y dio la vuelta—. Pero nos han desaparecido algunos ropones —comentó— ¿y una sepultura fue profanada. Podría eso tener importancia?
—Sí —replicó Holmann al tiempo que se volvía a mirar otra vez al sacerdote—. Eso podría tener importancia. Contadme más. ¿Quién se llevó los ropones? ¿Cuántos se llevaron? ¿En qué sentido fue profanada la sepultura?
—Se ha informado de la desaparición de seis ropones —explicó el sacerdote—. No sabemos quién los robó. Hombres de la Resurrección, muy probablemente. Se hacen pasar por sacerdotes de Morr para robar cuerpos que luego venden a los «eruditos» para la «investigación médica», si entendéis a qué me refiero.
—Conozco la práctica —gruñó Holmann.
—Probablemente por eso mismo también excavaron la sepultura —continuó el sacerdote—. Se llevaron el ataúd y dejaron el cuerpo. Lo más probable es que lo estén usando para trasladar cadáveres frescos.
«O para transportar lahmianas mutiladas», pensó Ulrika, mientras por su mente pasaba la visión de un grupo de figuras con ropón que llevaban un ataúd por las calles de Nuln, desde Las Chabolas hasta el Lirio de Plata. ¿Era así como lo habían hecho?
—¿Visteis vos o vuestros hermanos a esos ladrones en acción? —Preguntó Holmann—. ¿Han regresado?
El sacerdote negó con la cabeza.
—Nadie los vio —afirmó—. Pero desde entonces algunos hermanos han estado susurrando acerca de que han visto sombras a lo lejos, durante la noche, cuando allí no debería haber habido nadie.
—¿Y habéis perseguido a esas sombras?
El sacerdote tragó saliva.
—Bueno, hemos acudido al lugar durante el día, pero no hemos visto ni rastro de nada.
Holmann lo miró con ferocidad.
—Sacristán, ¿no es el sagrado deber de los sacerdotes de Morr asegurarse de que los muertos no son molestados? ¡Éste es suelo consagrado! ¡Debéis protegerlo!
El sacerdote se encogió.
—Y lo hacemos, mein Herr —afirmó—. Lo hacemos. Al menos lo hacemos con la mayor parte. —Abarcó el entorno con un gesto—. Este pequeño terreno que rodea el templo, y los mausoleos de los nobles, y la zona de los comerciantes. Los patrullamos y decimos siempre nuestras oraciones, pero…
—Pero ¿qué? —le espetó Holmann.
—Bueno, mein Herr —susurró el sacerdote inclinándose hacia él—. Hay partes de la zona vieja a las que ya nadie acude, no desde que tuvieron lugar los problemas.
Holmann frunció el ceño.
—¿Problemas? ¿Qué problemas?
—La plaga, mein Herr —murmuró el sacerdote—. Ya recordaréis. Y las… las ratas.
El cazador de brujas se irguió.
—¿Desde el gran incendio? ¿Queréis decir que hay zonas de este Jardín que no han sido visitadas en tres años?
—No nos atrevemos —explicó el sacerdote con tono plañidero—. No nos atrevemos. La enfermedad aún perdura. No es seguro.
Holmann hizo una mueca despectiva.
—Vosotros no tenéis miedo de la plaga. Tenéis miedo de cuentos de vieja. Ratas que caminan como hombres. ¡Bah! ¿Sabéis que constituye una herejía creer en ellas?
—¡Yo no creo! ¡Juro que no creo! —gritó el sacerdote.
Ulrika sí creía. De hecho, en una ocasión había defendido la hacienda de su padre contra ellos, pero pensó que lo más prudente era guardarse esa información para sí, de momento.
—No importa —dijo Holmann—. ¿Dónde está ese lugar que los sacerdotes de Morr temen hollar? Quiero verlo.
—¡Yo no os llevaré allí! —protestó el sacerdote—. ¡No quiero ponerme enfermo!
—Sólo tenéis que señalar la dirección —replicó Holmann con los dientes apretados—. De todos modos, no quiero que me acompañéis. —Hizo un gesto de asentimiento hacia Ulrika—. Prefiero tener compañeros valientes.
Ulrika inclinó la cabeza en señal de agradecimiento y ocultó una sonrisa. El templario Holmann resultaba bastante atractivo cuando interpretaban su escena de «Cólera de Sigmar».
Cuando uno se alejaba de la puerta principal y del templo central, el Jardín de Morr era un interminable océano de muertos. Elevaciones bajas cubiertas de rosales de rosas negras se adentraban, ondulando, en la oscuridad envuelta en niebla, como olas hinchadas por la tormenta que arrastraran solemnes pecios. De la quebradiza hierba sobre la que se veían zonas de nieve, se alzaban lápidas de toda clase que sobresalían en ángulos precarios, desde losas sencillas hasta enormes monolitos y gigantescas estatuas de santos de cara esquelética. Unos pocos árboles negros de ramas desnudas se alzaban por encima de todo aquello como barcos medio hundidos, y de sus ramas les llegaba el lúgubre ulular de las lechuzas y el pesado batir de alas invisibles.
A pesar de tener unos ojos que podían penetrar la oscuridad, Ulrika no veía más allá de diez pasos, porque relumbrantes velos de gélida niebla flotaban a la deriva entre las sepulturas, como fantasmales velas de barco, y ocultaban la lejanía.
El recorrido los llevó a través de vecindarios y barriadas de muertos, muy parecidos a aquellos en los que habían vivido los enterrados. Primero había largas avenidas de comerciantes muertos, ordenadas hileras de altos monumentos de piedra, cada uno de los cuales competía con sus vecinos en ostentación y ornamentación. Luego venían las mansiones de los miembros de la nobleza fallecidos, mausoleos y criptas mucho más grandes y mejor construidas que las moradas de la mayoría de los habitantes vivos de Nuln. A continuación venían los barrios pobres, parcelas diminutas en las que se apiñaban todos, con monumentos que eran poco más que piedras de bordillo, y a veces menos que eso.
Y entonces, por fin, llegaron al sitio que buscaban, una parte del cementerio que ya era vieja cuando el Olmo Deutz era un arbolillo joven, de nombres desgastados y tumbas ruinosas, de obeliscos ganados por la maleza y estatuas sin rostro erosionadas por los elementos y enredadas en rosales trepadores de espinas como dagas, igual que mártires destinados a la hoguera.
El templario Holmann miró en torno, con las mandíbulas apretadas, mientras algo aullaba a lo lejos.
—El descuido de esta zona se remonta a más de tres años. Estos sacerdotes son unos cobardes. —Hizo la señal del martillo sobre su pecho—. Aquí podría estar medrando cualquier cosa. Cualquier cosa.
Ulrika asintió con la cabeza, sin alzar los ojos del suelo, que escudriñaba en busca de huellas u otros indicios. No había mucho que ver. La nieve de unos días antes se había fundido en su mayor parte, y la hierba del camposanto era dura y larga y no presentaba señales de que alguien hubiera pasado por allí. Continuaron adelante, mientras la niebla del suelo se les enredaba en torno a las piernas como un gato en extremo afectuoso.
Entonces, en lo alto de un pequeño montículo, lo olió, débil pero inconfundible: el olor a cadáver hinchado del asesino. Miró alrededor. No se veía nada salvo sepulturas y montículos medio ocultos por la niebla. Se agachó para oler el suelo.
—¿Habéis visto algo? —preguntó Holmann.
Ulrika guardó silencio. No iba a cometer el error de revelarle la mayor agudeza de sus sentidos.
—No… no lo sé —replicó—. Es más una sensación. Miremos por este lado.
—Os sigo —asintió Holmann, al tiempo que le hacía con la cabeza un gesto para que abriera la marcha—. He llegado a confiar en esas sensaciones. Sigmar guía a sus servidores.
Ulrika sonrió al oír eso. Prefería confiar en su nariz. No era probable que Sigmar favoreciera a una mujer de su naturaleza otorgándole su guía en un futuro próximo.
El hedor a cadáver se hizo más fuerte al continuar hacia el oeste por un pequeño vallecito abarrotado de árboles, subir por otro montículo y atravesar una fila de cipreses que dominaban otro valle, éste en forma de cuenco. Allí, el olor pareció golpear a Ulrika de lleno en la cara, e incluso Holmann echó la cabeza atrás. Parecía rodearlos por todas partes, más denso que la niebla.
—Por la misericordia de Sigmar —murmuró él—. Otra vez ese hedor.
—Si —dijo Ulrika al tiempo que hacía una mueca—. Creo que hemos encontrado el sitio.
Bajaron la mirada hacia el valle amortajado en niebla cuyo borde estaba flanqueado por rajados monumentos, torcidos como los afilados dientes que llenaban la boca de una rémora. En el fondo —la garganta—, un grupo de mausoleos ruinosos rodeaban una fuente seca desde hacía mucho, que tenía una estatua decapitada del dios lobo Ulrik en el centro.
El templario señaló con la linterna.
—Os garantizo que una de esas tumbas alberga algo más que sus legítimos ocupantes.
—Si —asintió Ulrika—. Creo que tenéis razón.
Holmann comenzó a bajar hacia el valle al tiempo que sacaba la espada larga con guarnición de lazo.
—Entonces, venid, vayamos a desalojar a los intrusos.
Ulrika se quedó en el sitio. No estaba en absoluto segura de que fuese buena idea. A diferencia del cazador de brujas, ella había visto de qué era capaz el monstruo que había matado a las lahmianas. Había hecho pedazos a vampiros que tenían siglos de experiencia. Sabía que era un luchador diestro, y aunque a ella sus nuevos poderes le conferían una gran fuerza, no era tan confiada como para querer enfrentarse en solitario con algo así. Y estaría sola. Holmann era valiente y fiable, pero ningún humano, ni siquiera un templario de Sigmar, tendría la fuerza necesaria como para luchar contra aquel ente.
—Herr templario, esperad —susurró, avanzando con paso presuroso tras él, mientras desenvainaba su sable—. Podríamos encontrarnos con una fuerza muy superior a la nuestra. Reconozcamos el terreno para ver si deberíamos volver con refuerzos.
Holmann se volvió a mirarla con las cejas fruncidas, pero luego su expresión se suavizó.
—Perdonadme, Fräulein —dijo—. Os estoy llevando hacia el peligro sin pediros siquiera permiso. —Sonrió—. Vuestra actitud es tan valiente que por un momento he olvidado que, a pesar de todo, sólo sois…
Ulrika lo silenció con un gesto. Había oído un ruido. Se volvió a mirar a su espalda. Captó movimiento en lo alto del montículo, entre la niebla.
—Hay algo por encima de nosotros —susurró.
Holmann alzó la linterna y miró colina abajo.
—También por debajo.
Ella se volvió, pero no vio nada. Entonces, un movimiento que se produjo a la izquierda atrajo su mirada. Una forma oscura se había deslizado tras un monumento en ruinas. Miró a la derecha. Había más formas que desaparecían detrás de las sepulturas y las estatuas en el momento en que las miraba.
—Más a ambos lados —murmuró.
Holmann dejó la linterna sobre una placa de mármol rota y sacó una pesada pistola.
—Estamos rodeados.
Ulrika forzó sus sentidos. La fetidez a muerte que había llegado a asociar con el asesino manaba de las figuras ocultas. Olían intensamente, pero para su sorpresa, no parecían estar muertas. Oía su agitada respiración y el febril latido de sus corazones.
—Sí —asintió—, pero ¿qué es lo que nos rodea?
—Lo investigaré —dijo Holmann, irguiéndose en toda su estatura—. ¡Mostraos, fantoches acechantes! —vociferó mientras Ulrika hacía una mueca—. ¡Tanto si sois hombres, como si sois bestias o demonios, avanzad hasta la luz, en el nombre de Sigmar!
Ulrika negó con la cabeza; estupefacta. Era una manera de hacerlo.
La orden no obtuvo más réplica que el eco de su propia voz rebotando en el otro lado del valle y un suave pataleo de pies sigilosos que se acercaban más. Ulrika contó los suaves fuegos de los corazones que se apiñaban en torno a ellos —diez, quince, veinte—. Como luciérnagas atraídas hacia una antorcha. Retrocedió un paso y chocó contra Holmann, que miraba hacia la oscuridad en la dirección contraria a ella.
La miró por encima de un hombro.
—Mi señora —dijo—, me avergüenza haber conducido a alguien tan hermosa a un final tan feo, y espero que podáis perdonarme.
Ulrika se sintió conmovida por esas palabras, y reprimió el impulso de besarlo, y morderlo después.
—No hablemos de finales ni de muertes, templario —replicó—. Por el contrario, luchemos y venzamos, para que podáis volver a requebrarme otro día.
El semblante pétreo de Holmann se iluminó con una ancha sonrisa.
—De buena gana, Fräulein —dijo—. Que Sigmar nos guarde a ambos.
Entonces, con un alarido ensordecedor, las acechantes sombras atacaron. Seres encorvados y desnudos que avanzaban con pasos largos (hombres en otros tiempos, pero que ya habían dejado de serlo), salieron de un salto de detrás de lápidas y árboles y avanzaron hacia ellos en monstruosa horda, brincando por encima de columnas caídas y estatuas sin rostro derribadas. Tenían las extremidades blancuzcas y retorcidas, las manos provistas de garras como garfios, y las cadavéricas cabezas calvas y cubiertas de un entramado de cicatrices y lesiones. Dientes limados en forma puntiaguda destellaban en sus bocas aullantes, y en las hundidas cuencas oculares ardían ojos en los que brillaba una demencia salvaje.
La pistola de Holmann disparó y uno de ellos cayó agitando las flacas extremidades; a continuación, el templario arrojó a un lado el arma de fuego y sacó uno de los frascos que llevaba en la bandolera. Lo arrojó a una de las criaturas, que cayó gritando al romperse el cristal y mojarla el agua bendita que contenía, y que comenzó a corroerle la carne de los huesos.
Ulrika ensartó a otro con el sable. El ser ni siquiera intentó bloquear el ataque, pero cuando luchaba por arrancar la hoja del cuerpo, se le echaron encima tres más que comenzaron a darle de puñetazos. Sólo la salvaron su rapidez y fuerza inhumanas, que permitieron esquivar a uno mientras empujaba al segundo contraed tercero. Al fin logró recuperar la espada y destripó a dos, mientras que le cortaba la garganta al tercero con las garras de la mano libre.
Cuando hacía retroceder a la segunda oleada de atacantes, recordó en compañía de quién estaba, y retrajo las garras con un doloroso esfuerzo. Sus colmillos también se habían extendido. Los retrajo y miró por encima de un hombro para ver si Holmann se había dado cuenta. Estaba demasiado ocupado manteniendo a raya a media docena de aquellos seres con la espada y más frasquitos de agua bendita. ¡Qué situación tan estúpida! Iba a tener que luchar sólo con el sable y acordarse de no demostrar demasiado su poder.
Llegaban más monstruos por todas partes. Desenvainó la daga para luchar al estilo tileano, bloqueando las garras de los oponentes con el arma corta mientras los atravesaba con el sable por debajo de los brazos que tenían levantados. Los demonios caían hacia atrás entre alaridos con cada estocada, pero la mitad volvían a levantarse, tan perdidos en la locura sanguinaria que las heridas sólo parecían incitarlos aún más.
—¡Con el poder de Sigmar, purificaré su tierra de vuestra presencia! —rugió Holmann. Arrojó otro frasco y cayeron otros dos necrófagos, chillando, con la carne burbujeando.
—¿Qué son estas cosas? —gritó Ulrika, a quien el hedor le provocaba arcadas mientras los mataba.
—Necrófagos —respondió Holmann—. Hombres caídos. Devoradores de muertos.
Ulrika se sintió azorada. ¿Un humano tenía que informar a un vampiro sobre los hijos de la noche? Y sin embargo, ¿era tan extraño? Los conocimientos de Krieger no habían pasado a ella junto con su sangre, sino sólo su hambre. No se había alzado del lecho mortuorio sabiendo al instante todo lo que debería saber un vampiro. Sabía más sobre aquellos inmundos carroñeros por las historias que explicaban los soldados de su padre que por lo que había aprendido hasta el momento de la condesa Gabriella. Merodeadores de cementerios, caníbales, salvajes sirvientes de vampiros y nigromantes, ocupaban el nivel más bajo al que podía caer un hombre vivo, más bajo aún que el de los mutantes, que al menos conservaban su inteligencia.
Decapitó a uno y se volvió para hacer frente a otros dos, pero sintió un repentino dolor desgarrador en la pantorrilla derecha. Bajó la mirada. Un necrófago al que pensaba que había matado acababa de clavarle profundamente los dientes en la pierna. Maldiciendo, descargó sobre él un tajo que le abrió el cráneo en dos. Los otros dos saltaron. Ella alzó el sable, pero era demasiado tarde. La derribaron, y los tres rodaron por la pendiente en un enredo mientras otros monstruos los seguían a saltos.
—¡Fräulein! —gritó Holmann.
Se detuvo contra una lápida de granito con un impacto demoledor, y a través de las enredadas extremidades de sus oponentes vio al cazador de brujas luchando contra cinco monstruos para acudir en su auxilio.
—¡No! ¡Cuidaos de vos! —gritó, pero él no la oyó.
Un necrófago lo arañó por detrás, y él dio un tambaleante paso adelante y asestó tajos desesperados en torno a sí. Otro le aferró la muñeca de la mano con que estaba a punto de arrojar otro frasco de vidrio. Un tercero le mordió un hombro.
—¡No! —chilló Ulrika.
Se levantó de un salto al tiempo que se extendían sus garras y colmillos, y arrojó hacia los lados a los necrófagos que la sujetaban como si fueran niños. Destripó a uno y le arrancó un brazo a otro mientras corría pendiente arriba.
Holmann había caído, asestaba golpes en todas direcciones con la parte roma de una estaca de madera, e intentaba arrancar la espada del abdomen de un necrófago mientras otros tres lo atacaban.
—¡Dejadlo! —chilló Ulrika.
Le cortó la cabeza a un necrófago y saltó por encima de otros dos para caer detrás del que Holmann tenía sobre el pecho. Le arrancó la garganta con las garras y la arrojó por encima de un hombro, para luego asestar tajos a diestra y siniestra con el sable. Los demás necrófagos se dispersaron, y tiró de Holmann para ponerlo en pie. Él estaba mirándola con ojos conscientes sólo a medias. ¿Habría visto algo?
—¿Podéis luchar? —preguntó.
Él se limitó a mirarla fijamente, con la boca floja. Tenía la ropa hecha jirones y presentaba mordiscos y arañazos por todo el cuerpo.
Un necrófago abrió un tajo en un brazo de Ulrika. Ella se volvió y lo apartó de un empujón. Los otros estaban acercándose, gruñendo, y aún eran más de una docena. Cargó contra ellos, y los que tenía delante retrocedieron con rapidez, pero los que estaban detrás de ella arremetieron contra Holmann. Se volvió para rechazarlos, y un nuevo grupo la acometió desde otro ángulo. Era imposible. No podía luchar contra todos ellos y, además, mantener a Holmann vivo.
Con una maldición, apoyó el hombro izquierdo contra la hebilla del cinturón del templario y lo levantó del suelo de modo que la cabeza y el torso le colgaran por la espalda.
—¡Apartaos, inmundicias! —gritó, para luego hacer retroceder a los necrófagos agitando la espada y echar a correr pendiente arriba. Aun con su fuerza sobrenatural, Holmann era pesado —más alto que ella y el doble de ancho—, pero se obligó a no dejar de correr. No lo abandonaría a una muerte semejante.
Atravesó corriendo la línea de cipreses y giró hacia el este, en dirección al muro de piedra que separaba el cementerio del barrio de los templos. Sin estorbos, los necrófagos la seguían con facilidad, pero ella no dejaba de barrer en torno a sí con la espada, de modo que no se le acercaban. Como lobos que persiguieran un alce, se contentaban con esperar a que se cansara, para luego saltar sobre ella cuando cayera.
Y ella sabía que caería pronto, porque la lucha y las heridas sufridas la habían debilitado. Ya se le doblaban las piernas bajo el peso de Holmann. Miró ante sí en busca del muro, pero no vio más que montículos y tumbas que se perdían en la niebla. No lo lograría.
Entonces apareció la salvación: un viejo mausoleo, castigado por los elementos pero intacto, salvo por la puerta, que había desaparecido. Dirigió sus pasos hacia el abierto rectángulo negro, y halló nuevas fuerzas con la renovada esperanza. Los necrófagos vieron qué intentaba hacer y trataron de adelantarla, pero ella los acometió con tajos salvajes que los hicieron retroceder.
Con un último estallido de velocidad, bajó corriendo por una loma cubierta de hierba y se lanzó a través de la puerta abierta del mausoleo, con los necrófagos aullando a sus talones como sabuesos albinos. Soltó a Holmann sin contemplaciones en el suelo cubierto de hojas y se volvió para hacerles frente. Algunos ya habían logrado entrar, pero a estos los mató con rapidez y avanzó hasta la puerta, donde apartó a otros a patadas y la bloqueó.
—¡Venid a morir! —gruñó.
Y ellos hicieron precisamente eso, pero ya no importaba cuántos fueran contra ella. En los estrechos confines de la puerta no podían flanquearla, y no eran capaces de evitar su veloz sable. Uno tras otro fueron retrocediendo, perdiendo dedos, brazos y ojos, y muriendo a causa de heridas sangrantes tanto en el pecho como en la espalda. Por fin, tras unos furiosos momentos, decidieron que ya tenían suficiente y huyeron por donde habían llegado, entre aullidos de cólera y miedo, dejando atrás a los muertos y los agonizantes.
Ulrika salió a rematar a estos últimos, y luego se aseguró de que sus colmillos y garras se hubiesen retraído antes de volver al interior del mausoleo para ver cuál era la gravedad de las heridas de Holmann.
Él se encontraba de pie, apoyado contra el sarcófago central de la cripta, con la cabeza descubierta porque había perdido el sombrero de ala ancha, y la contemplaba con desorbitados ojos grises.
Ella se detuvo mientras un pavor frío le inundaba el pecho.
—Templario Holmann —dijo con tanta serenidad como pudo—. ¿Estáis… estáis bien?
Holmann se apartó del sarcófago y avanzó hasta un haz de luz lunar que entraba por un agujero que había en el techo de la tumba. Levantó la espada y la apuntó con ella.
—¡Vos sois uno de ellos! —gritó—. ¡Sois un vampiro!