DOCE
El cuervo y la rosa
Holmann retrocedió, precavido, frunciendo el ceño.
—¿Qué estáis haciendo aquí, Fräulein Magdova? —preguntó.
Ulrika se puso de pie y bajó la espada. Al parecer, no iba a matarlo.
—Lo mismo que vos, me parece —replicó—. Continuando con nuestra cacería de la otra noche.
Él seguía con el ceño fruncido.
—Otra vez os encuentro en la oscuridad y sin linterna —dijo—. Es de lo más extraño.
La mano de Ulrika apretó el sable.
—Yo… tenía una vela, pero la apagué cuando vi vuestra luz. Pensé que podríais ser un villano y no quería delatar mi presencia. —Sonrió—. Estaba… estaba a punto de saltaros encima.
—Mmmm —dijo él, aún rígido—. No acudisteis a la Armería. Os esperé.
Ulrika estuvo a punto de ponerse a reír. ¿Sospechaba algo o se sentía herido?
—Otras cosas me lo impidieron —replicó—. Asuntos de familia. Y me temo que aquella mañana perdí la pista. Parece que vos tuvisteis más suerte.
Holmann bajó la linterna mientras su expresión se suavizaba un poco, aunque aún era desconfiada, y negó con la cabeza.
—No encontré nada en las cloacas. Y después volví a casa a dormir. Mi turno con los cazadores de brujas es por la noche.
—Entonces, ¿cómo encontrasteis este lugar? —preguntó Ulrika.
Parecía mejor hacer que continuara hablando sobre sí mismo en lugar de formular preguntas incómodas sobre ella.
—Volví a este vecindario después de mi ronda de la noche siguiente, y hablé con los hombres de la guardia local —dijo Holmann—. Dijeron que varios ciudadanos declararon que habían oído una ruidosa pelea cerca de esta intersección, pero que la guardia no había encontrado nada. Quise interrogar a la gente de la zona, pero para entonces era demasiado tarde. Estaban todos en la cama.
Ulrika sonrió.
—¿Así que esta noche habéis esquivado vuestro deber para volver aquí a una hora más razonable?
Holmann pareció conmocionado.
—Desde luego que no. Le pedí a mi capitán autorización para investigar el incidente. Me la concedió.
Ulrika volvió la cabeza con nerviosismo, escuchando por si oía a otros hombres. ¿Podía haberlos pasado por alto?
—¿No estáis solo, esta vez?
Él asintió con la cabeza.
—Sí que lo estoy. No podían prescindir de nadie más. Todavía estamos interrogando a los conocidos de las mujeres que se descubrió que eran demonios.
—Ah —dijo Ulrika, aliviada—. Por supuesto.
—Esta noche he hablado con varias personas, cerca de aquí, que oyeron la pelea —continuó él—. Y he podido identificar el lugar con mayor precisión. —Abrió la mano que tenía libre para señalar a su alrededor—. Ésta es la única casa desocupada de las inmediaciones, y la única que la guardia no había comprobado.
—Y no me extraña —dijo Ulrika al tiempo que arrugaba la nariz—. Sois un hombre valiente, al entrar en una casa de plaga.
Holmann tocó el colgante del martillo que llevaba al cuello.
—Sigmar protege a sus servidores. También vos sois valiente.
—Ursun también protege —replicó ella—. ¿Habéis encontrado algo?
—Huellas —replicó él—. Hasta ahora, eso es todo.
Ulrika hizo un gesto hacia lo alto de la escalera.
—¿Continuamos, entonces?
Holmann posó sobre ella una mirada ceñuda.
—Un día, vuestra valentía será vuestra perdición —dijo—. Entiendo las razones por las que lleváis esta vida, Fräulein, pero aun así me parece impropio que una mujer esté en un sitio como éste con un sable, calzones y… —dejó morir las palabras, azorado.
Ulrika se sintió tentada de decirle que pensaba que estaba muchísimo mejor con calzones que él, y que probablemente también luchaba mejor con el sable, pero sabía que no era conveniente. En cambio, bajó la cabeza con humildad.
—Desearía que fuera de otro modo, templario —afirmó—. Pero hice el juramento de aniquilar a los demonios que corrompieron a mi hermana. Perdería el favor de Ursun si renunciara, y atraería la vergüenza sobre el nombre de mi familia.
Ése pareció ser el rumbo correcto, porque Holmann asintió con brusquedad y pareció que se había tragado un limón.
—Los votos hechos a los propios dioses deben cumplirse —declaró—. Sois una mujer honorable. —Pasó delante de ella y alzó la linterna—. Vamos. Alumbraré el camino.
El primer piso era lo mismo que la planta baja: habitación tras habitación de cadáveres resecos tumbados en camastros, y nada más; no se veía ni rastro de una pelea, ni de que Alfina hubiera estado.
—Las autoridades debieron de haber traído a todos los afectados del vecindario a este lugar —dijo Ulrika cuando cruzaron la puerta de la última habitación y comenzaron a subir hacia el de arriba.
El cazador de brujas asintió con la cabeza.
—Estuve aquí durante esa época. Había casas como ésta por toda la ciudad. Fue la única manera de hacerlo.
—¿Pensáis que sirvió para algo? —preguntó Ulrika.
Holmann se encogió de hombros.
—Nuln aún está en pie.
La distribución del piso superior era diferente: tres grandes habitaciones en lugar de muchas pequeñas. En el interior de la primera en la que entraron encontraron, como en todas las otras, ordenadas hileras de cadáveres y camas. La segunda también contenía cadáveres, pero ya no estaban ordenados.
—Por el martillo de Sigmar —murmuró Holmann mientras observaba la destrucción—. ¿Qué batalla se ha librado aquí?
Ulrika lo supo al instante, pero no respondió. Al mirar en torno tuvo la certeza de que era el lugar en el que habían matado a la señora Alfina. Había sido una sala de enfermos, como todas las otras, pero la docena de cadáveres que la ocupaban habían sido lanzados de un lado a otro como briznas de paja en un huracán, y se encontraban dispersos por toda la habitación, con las extremidades torcidas o completamente arrancadas. Ulrika vio un cráneo con la piel como pergamino debajo de una cama volcada, y, cerca de él, un par de esqueletos que habían caído juntos como si estuvieran haciendo el amor.
Y se veían otros signos de violencia. Una ventana tapiada estaba rota, con las tablas rajadas y destrozadas, y en los muros y el suelo había profundas estrías que parecían haber sido abiertas por unas garras poderosas. Sangre negra había salpicado las tablas del suelo, donde los bordes de las manchas y franjas se habían desdibujado debido al polvo.
Y luego estaba el hedor, tan fuerte que incluso Holmann lo sintió.
—Por la sangre de Sigmar —dijo tosiendo—. Eso no sale de ningún antiguo cadáver de plaga. Huele como el cuerpo de un ahogado dejado al sol.
—Sí —asintió Ulrika. Y más que eso, era la misma fetidez que ella había olido por primera vez sobre el cadáver de Alfina y luego en el exterior del Lirio de Plata, aunque ahora era abrumadora, como si estuvieran enterrados en cadáveres putrefactos. Le erizó el vello de la nuca y le provocó ganas de vomitar, pero, al mismo tiempo, se deleitó con él. Era el olor del asesino, ya estaba segura de eso. Si lograba seguirlo hasta su origen encontraría lo que estaba atacando a las lahmianas, podría poner fin al terror, y esperaba que también a la enemistad entre Hermione y Mathilda. Pero ¿adónde había ido el asesino, y cómo?
—¿Qué ha hecho esto? —preguntó Holmann al examinar las estrías de una pared.
Ulrika volvió a salir al pasillo, sin hacerle caso, e inhaló profundamente. El olor no llegaba hasta allí. Se desvanecía con rapidez en la puerta de la habitación, y ciertamente no lo había percibido en ninguno de los otros pisos cuando subía. ¿Qué significaba eso? ¿Acaso aquello cambiaba de forma como Mathilda y sólo olía a cadáver cuando adoptaba una forma determinada? Tal vez, pero…
De repente lo entendió. Volvió a entrar en la habitación, pasó junto a Holmann y fue hasta la ventana destrozada. Sí. Marcas de garras en el alféizar y los costados, y el repugnante olor a cadáver putrefacto en todas las superficies, tan fuerte que le hizo dar un respingo.
—Entró por aquí —dijo—, y volvió a salir por el mismo sitio. Holmann se reunió con ella y se asomó a mirar hacia la noche.
—En ese caso, tiene que ser capaz de volar —apuntó.
Ulrika siguió su mirada. La ventana daba a la intersección. El edificio más cercano estaba al otro lado de la calle, tal vez a unos diez metros de distancia.
—O de saltar —replicó, al recordar su extático galope por los tejados, dos noches antes.
—Un salto prodigioso —comentó él.
—Sí —asintió Ulrika, que ya volvía a estar perdida en sus pensamientos. Si quería seguirle la pista hasta su madriguera iba a tener que ir al otro edificio y olfatear por los alrededores, para luego intentar seguir el recorrido del ser de un tejado a otro, adivinando la dirección durante todo el tiempo. Sería una tarea difícil, y si realmente podía volar, resultaría imposible.
Se volvió hacia el interior de la habitación. Tenía que haber otra manera de hacerlo, una más fácil. Frunció el ceño mirando al suelo. Allí había habido más gente aparte del asesino y la señora Alfina. Había huellas de pies por toda la habitación; tal vez podría seguirlas en lugar del rastro oloroso.
—Pero ¿contra qué ha luchado ese monstruo volador? —preguntó Holmann, mientras se movía por la habitación mirando las huellas—. Tiene que haber sido algo tan fuerte y feroz como él mismo, o esto habría sido una masacre, no una batalla.
Ulrika recordó la cara de la señora Alfina convertida en una máscara de cólera feroz, y las horribles heridas a las que había sobrevivido antes de que alguien le clavara una estaca en el corazón.
—Sí —asintió—. Algo fuerte y desesperado. —Apartó de una patada un trapo negro y se acuclilló ante lo que parecía un palimpsesto de huellas—. Hombres con botas —murmuró—. Hombres descalzos. Al menos cinco. ¿Serían cómplices? ¿Adónde fueron? ¿De dónde vivieron?
—Puede que seáis una gran rastreadora, Fräulein —dijo Holmann, detrás de ella—, pero debéis aprender a no pasar por alto lo obvio.
Ulrika se volvió. Holmann estaba recogiendo el trapo negro que ella había apartado con un pie.
Lo sacudió y lo sostuvo en el aire.
—El ropón de un sacerdote de Morr —afirmó—. O parte de él, en cualquier caso. —Le mostró la pechera de la prenda, donde habían bordado con hilo negro un cuadrado vacío con una rosa negra dentro—. ¿Veis el símbolo del portal de Morr? —Hizo una mueca y se miró la mano, que estaba pegajosa y enrojecida en la zona que había tocado la tela—. Sangre reciente.
Ulrika frunció el ceño, confundida, y volvió a recorrer la habitación con la mirada. La imagen mental de lo sucedido allí cambió y se volvió borrosa otra vez.
—¿Así que el monstruo ha luchado contra uno o más sacerdotes de Morr? —«Pero ¿y Alfina?».
—Es misión de ellos dar descanso a los muertos inquietos —dijo Holmann.
Nuevas posibilidades giraron como un remolino dentro de la cabeza de Ulrika, como hojas llevadas por el viento. ¿Era posible que fuera incorrecta su teoría de que un monstruo no muerto había matado a las lahmianas? ¿Los asesinos podrían ser monjes de Morr, en cambio? En su mente se formó la imagen de un templario de Morr imposiblemente fuerte que atravesaba la ventana y atacaba a la señora Alfina en medio de un sagrado frenesí. Pero ¿podía un héroe humano, por muy grandioso que fuera, efectuar un salto como aquél o dejar marcas de garras como ésas? ¿Y el olor a carne putrefacta? ¿Y el hombrecillo de las cloacas? ¿Acaso se había equivocado con respecto a él? ¿Podría ser que fuera un sacerdote en lugar de un nigromante? De repente, se sintió más pérdida que al empezar.
—Pero si los sacerdotes de Morr están dejando al descubierto a estos vampiros —dijo al fin—, ¿no lo dirían públicamente? —Se volvió a mirar a Holmann—. Vuestros compañeros cazadores de brujas no han mantenido la investigación en secreto, ciertamente.
Holmann asintió con la cabeza sin dejar de mirar la tela.
—Cierto. Tal vez deberíamos hablar con un sacerdote.
Ulrika se encogió de hombros. Parecía más factible que intentar seguir el olor a carne putrefacta por los tejados de Nuln.
—Os sigo, mein Herr.
* * *
El templo de Morr más próximo se encontraba cerca de los muelles, en el límite sur de Las Chabolas, un pequeño santuario dedicado a los augurios más que al enterramiento, y Ulrika comenzó a tener recelos respecto a seguir el curso de acción escogido en cuanto vio la puerta de piedra abierta.
Durante su vida anterior al beso de Krieger había oído las mismas historias que contaba todo el mundo sobre que los vampiros eran repelidos por los símbolos de Sigmar, Ursun y los demás dioses, pero hasta ese momento no había notado la repulsión en su persona. En el viaje con la condesa Gabriella desde Sylvania a Nuln, el carruaje había pasado ante una gran cantidad de templos y santuarios, y se había encontrado cara a cara con sacerdotes y caballeros de diferentes órdenes en las posadas donde se habían alojado, y en su presencia no se había apoderado de ella ningún miedo sobrenatural, sino sólo la precaución natural de cualquier presa hacia su depredador.
Aun así, a lo que sintió cuando ella y Holmann se aproximaron a la puerta no podía llamarlo miedo, sino sólo profundo nerviosismo. Morr era el protector de los muertos, y sus sacerdotes, como había señalado el cazador de brujas, se dedicaban a dar descanso a los no muertos. ¿Podrían también, de alguna manera, percibirlos? Sintió que si se detenía en el umbral del templo todos los ojos se volverían instantáneamente hacia ella, y contra ella se alzarían todas las manos. Temía que atraería el escrutinio del mismísimo dios, y ése no era un riesgo que deseara correr. ¿Y si resultaba fulminada en el sitio?
Cuando Holmann comenzó a subir por los escalones de piedra negra, Ulrika se detuvo. Él se volvió a mirarla con una ceja alzada.
—Tal vez deberíais entrar solo —sugirió ella—. Yo no soy más que una mujer de Kislev. No cuento con ninguna sanción oficial para formular preguntas. Vos sois un templario, un servidor de Sigmar. A vos os darán respuestas.
Holmann sonrió con afectación.
—Mi autoridad no se verá mermada por vuestra presencia, Fräulein. Vamos. Una cazadora de vampiros no tiene nada que tener en este lugar.
Pero un vampiro cazador, tal vez sí, pensó Ulrika. Tragó saliva y pensó en huir, pero luego decidió que no podía hacerlo. El trozo de tela desgarrada era la única pista real que tenía. No quería volver con Gabriella y decirle que no la había seguido por falta de valentía.
—Muy bien —asintió—. Vamos.
Ulrika siguió a Holmann escalera arriba, y sus hombros se tensaron cuando pasó entre las dos columnas, una blanca y la otra negra, que flanqueaban la puerta abierta. Holmann entró en el templo sin dificultad, pero Ulrika sintió una presión en el umbral, como la tensión de una superficie de agua. La empujaba hacia atrás, intentando impedirle la entrada, y su mente se llenó de repente del miedo más abrumador hacia Morr y sus servidores, un pavor ante la capacidad de éstos para acabar con su no vida y apagar su tenue existencia.
Luchó para avanzar, tanto física como mentalmente. No era una cosa sin mente que hubiera escapado de la sepultura. Aún era Ulrika Magdova Straghov. Aún tenía las alegrías y tristezas de Ulrika, sus sueños y anhelos. Aún no se había rendido por completo a la noche.
La barrera se debilitaba más cuanto más pensaba ella en su humanidad, y con un último esfuerzo entró dando un traspié en el templo, sintiéndose débil y empequeñecida.
Él se volvió a mirarla.
—Lo siento —dijo ella—. He tropezado.
Él asintió con la cabeza, y luego se volvió en el momento en que, desde la oscuridad del sencillo interior de piedra del templo, surgía un sacerdote alto y flaco que llevaba largos ropones negros y la capucha echada hacia atrás sobre los hombros.
—Bienvenidos, hijos —murmuró, mirándolos con ojos de pesados párpados—. ¿Tenéis preguntas para el dios de los portales y los sueños? ¿Deseáis saber qué senda es la más propicia? —Por el tono de su voz, parecía estar hablando en sueños.
Ulrika se quedó atrás, observando al sacerdote con precaución. ¿La reconocería por lo que era? ¿Tendría el poder para matarla? Parecía un anciano sonámbulo tembloroso, pero nunca se sabía con los sacerdotes.
—Una pregunta más prosaica, padre —dijo Holmann, mientras avanzaba hacia él y sacaba el ensangrentado ropón negro de su cinturón—. Hemos encontrado esto durante la investigación de la amenaza vampírica. ¿Sabéis si alguno de vuestros hermanos ha luchado contra estos demonios, o si alguno ha sido herido mientras cumplía con sus cometidos?
Los ojos del sacerdote se abrieron como platos, y de repente pareció más despierto. Tendió una mano para recoger el trozo de tela y examinarlo más de cerca.
—Es muchísima sangre —dijo.
—Sí, padre —asintió Holmann con paciencia—. Y yo busco al demonio que la ha derramado. ¿Habéis oído algo al respecto? ¿Era de vuestro templo el infortunado que llevaba esto?
El sacerdote negó con la cabeza.
—No he tenido noticia de nada parecido. Y aquí no hemos perdido a ningún hermano. Pero éste… —Tocó con un dedo largo y flaco el bordado pectoral de la prenda desgarrada—. Éste no es nuestro símbolo. Nosotros somos un templo de augurio. Nuestro símbolo es el cuervo, ¿veis? —Señaló la pechera de su propio ropón, sobre el que estaba bordado el contorno de un ave negra—. Esta rosa… es el símbolo del jardín de Morr. La llevan los hermanos de nuestra orden que cuidan el cementerio.
El templario Holmann inclinó la cabeza.
—En ese caso, preguntaremos allí, padre —dijo—, y no os molestaremos más.
Recuperó el ropón y se volvió hacia la entrada. Ulrika lo siguió, y soltó un gran suspiro de alivio cuando atravesaron la puerta abierta una vez más y salieron al frío aire de la noche.
A Ulrika le resultó interesante caminar con un cazador de brujas. Puede que ella fuera una criatura de la noche y una enemiga de la humanidad, pero era a Holmann a quien temía la gente. Cuando atravesaban el Neuestadt camino del Jardín de Morr, los demagogos callejeros interrumpían sus acaloradas peroratas y desaparecían en los callejones. Los agitadores estudiantiles se dispersaban dentro de sus colegios. Rameras, mendigos y matones fanfarrones daban media vuelta a mitad de recorrido y recordaban que tenían asuntos que atender en otra parte. Inclusos los serios y respetables burgueses palidecían y tenían dificultades para saber adónde mirar cuando Holmann pasaba ante ellos.
Ulrika disimulaba la sonrisa ante cada nuevo temblor o tropiezo. No era de extrañar que los cazadores de brujas sospecharan de todo el mundo. Todo el mundo parecía sospechoso cuando se encontraba con ellos. Tampoco era de extrañar que tan a menudo fueran hombres solitarios. ¿Quién podía relajarse lo bastante en su presencia como para trabar amistad con ellos?
Sólo una vez los abordó alguien, una mujer de mediana edad con delantal y cofia, lamentándose, acongojada, con los brazos extendidos.
—¡Cazador de brujas! —gritó—. ¡Encontrad a mi hijo! ¡Los vampiros se lo han llevado! ¡Debéis salvarlo!
El corazón de Ulrika dio un salto de esperanza mientras Holmann calmaba a la mujer. ¿Habría atacado el monstruo? ¿Habrían Regado a tiempo de atraparlo? Eso sí que sería un golpe de suerte.
—¿Cuándo sucedió, mein Frau? —preguntó el templario—. ¿Visteis a los demonios?
—Sucedió anoche —gimoteó ella—. Jan salió y no regresó a casa. ¡Se lo han llevado, como a todos los otros! ¡Estoy segura!
Ulrika suspiró, decepcionada. A ella no le parecía que fuera una desaparición.
Aparentemente, Holmann pensó lo mismo, ya que su cara se endureció.
—¿Qué edad tiene vuestro hijo? —preguntó—. ¿De qué trabaja?
La mujer parpadeó, sorprendida por las preguntas.
—Tiene diecinueve, es estudiante de la universidad —dijo—. Él…
—Un estudiante que desaparece durante un día no ha sido secuestrado por los vampiros —la interrumpió Holmann con voz ronca—. Está borracho en algún burdel, durmiendo la mona.
—¡Ay, no! —Exclamó la mujer con voz ahogada—. ¡No mi Jan! Es un muchacho piadoso. Él…
—Si continúa perdido dentro de cuatro días —volvió a interrumpirla Holmann—, informad de su desaparición en la Torre de Hierro, y la investigaremos. Hasta entonces, esperad y rezad a Sigmar para pedirle que regrese sano y salvo. Ahora disculpadme, pero tengo asuntos más urgentes que atender.
Y dicho esto, pasó ante la mujer y la dejó llorando a su espalda.
—Estúpida —gruñó para sí mientras Ulrika le daba alcance—. Siempre es lo mismo. Por cada verdadera desaparición hay diez denuncias. Nuestro trabajo ya es lo bastante duro sin necesidad de que amas de casa ignorantes nos hagan perder el tiempo.
Ulrika asintió con la cabeza mientras pensaba en otra cosa.
—Sí, pero ¿pensáis que ella tiene razón? ¿Las desapariciones están relacionadas con lo que buscamos?
Holmann se encogió de hombros.
—Siempre se producen desapariciones. La gente sólo se percata de ellas cuando despierta sus miedos alguna otra cosa como los vampiros, los seguidores de los Poderes Malignos, los mutantes, pero las desapariciones nunca cesan.
Después de eso caminaron en silencio durante un rato, cada uno sumido en sus pensamientos, hasta que Holmann levantó la cabeza para mirarla.
—Nunca me habéis contado cómo acabasteis persiguiendo al vampiro por las cloacas —dijo.
Ulrika tosió, al pillarla con la guardia baja. Eso era, precisamente, lo que había querido decir respecto a la dificultad de ser amigo de un cazador de brujas; un paseo de compañerismo, una conversación intrascendente, y luego, como salidas de la nada, preguntas peligrosas. Rememoró con rapidez la conversación anterior, esforzándose por recordar qué mentiras le había contado, con el fin de no contradecirse ahora.
—Había… había estado persiguiendo a mi hermana desde aquel momento en que no fui capaz de llegar hasta el final y matarla —dijo al fin—. Me había dado cuenta de que, como vos dijisteis, perdonarla era una falsa misericordia, y había decidido rectificar mi error.
Holmann asintió con gesto de aprobación.
—Acudí a Nuln —continuó ella—, pensando que podría tener algo que ver con esas mujeres que se ha descubierto que eran vampiros.
—¿Creéis que ella está propagando su corrupción? —preguntó el templario.
Ulrika se encogió de hombros.
—No lo sé. —Hizo una pausa y luego continuó—: Aquella noche andaba de cacería cuando oí hablar, igual que vos, de que había sido visto un monstruo en el exterior del Lirio de Plata. Tampoco yo encontré nada, pero vi un hombre, o lo que creí que era un hombre, que me observaba desde las sombras del otro lado de la calle. Huyó cuando me acerqué a él, y lo perseguí hasta el interior de las cloacas. El resto ya lo sabéis.
Holmann volvió a asentir con la cabeza, y continuaron en silencio. Ulrika esperaba que hubiera acabado con las preguntas. Cuanto menos hablara en presencia de él de las lahmianas muertas, mucho mejor. No quería que se le escapara nada inconveniente, ni añadir nada a lo que él ya sabía. Pero cuando el cazador de brujas habló a continuación, no fue para formular preguntas.
—Sois… sois una mujer de lo más singular, Fräulein —dijo, y la miró de soslayo.
«No lo sabes tú bien», pensó Ulrika.
—¿En qué sentido? —fue, en cambio, lo único que dijo. Él soltó una sonora carcajada.
—¡En qué sentido! —Agitó hacia ella una mano enguantada—. Vuestras ropas, cabello y modales masculinos van en contra de todas las convenciones y el decoro, y sin embargo… y sin embargo, en vuestro caso, todo parece normal.
Ulrika sonrió.
—Crecí en el remoto norte de Kislev —dijo—. Soy hija de un guardián de la marca del Territorio Troll. Allí, estos atuendos son normales y correctos, porque es un lugar tan peligroso que incluso las mujeres deben aprender a luchar y montar.
Holmann asintió con la cabeza.
—Si. Una tierra dura cría gente dura —dijo—. Yo soy de Ostermark. También es un territorio duro. Pero… —Hizo una pausa y luego continuó—: Pero en vos hay más que eso. Ya he conocido antes marimachos temerarias, mujeres que eran grandes bebedoras y grandes luchadoras. No tienen vuestra gravedad, ni vuestro sentido del propósito. Y he conocido antes mujeres piadosas, consagradas a su dios ya la destrucción de los Poderes Malignos. No tienen vuestro…
Calló, aparentemente sin palabras, y Ulrika oyó que la sangre se aceleraba de repente dentro de las venas del joven. El calor del fuego de su corazón fue de repente como una hoguera deslumbrante. El calor que manaba de él hizo que se mareara. Alzó la mirada hacia el templario parpadeando de sorpresa. ¿Qué era eso? Él apartó los ojos, ruborizado, y apretó el pomo de la espada.
Ulrika reprimió una sonrisa e hizo todo lo posible para que no se manifestara en su voz. El severo templario la encontraba atractiva.
—Os doy las gracias, señor —dijo—. Lo tomo como un gran elogio, por proceder de un hombre de vuestra virtud.
Holmann se encogió de hombros como si el cuello de la chaqueta le irritara la piel.
—Es sólo que… que nunca antes he conocido a una mujer que… que hubiera perdido lo que perdí yo y se enfrentara con lo que yo me enfrenté, y haya salido fortalecida por ello. —Su semblante se ensombreció como por causa de un recuerdo y sus ojos adoptaron una expresión remota.
A Ulrika se le borró la sonrisa. Había estado dispuesta a reírse de él por ser un necio que era incapaz de admitir la simple lujuria y tenía que revestirla con palabras altisonantes, que intentaba convencerse de que lo que sentía tenía alguna base noble, pero el dolor del sufrimiento y la soledad que afloró con sus últimas palabras no resultaba gracioso en lo más mínimo. ¿Dónde podía encontrar compañerismo un hombre con un impulso vital semejante? ¿Dónde podía un templario encontrar una mujer que entendiera con qué se enfrentaba él cada día? Eran pocas y difíciles de hallar, y las que no sólo eran capaces de entender, sino también de compartir la misma suerte que él en toda su crudeza y horror, aún eran más raras. Tenía que sentirse muy solo.
Lo miró con el rabillo del ojo mientras continuaban caminando. Nunca le habían interesado en lo más mínimo los fanáticos de rostro severo, tan seguros de su propia probidad que estaban dispuestos a sentenciar a sus congéneres, y al principio había tomado al templario Holmann por uno de ellos. Pero aunque era claramente un hombre religioso, y celoso en la ejecución de su deber, aún quedaba humanidad en sus ojos y su corazón. No era el cazador de brujas de corazón de pedernal de la leyenda popular. Ciertamente se esforzaba por llegar a ese ideal, pero aún era joven y no lo había alcanzado… de momento.
Recordó la historia de que había matado a sus padres, y se dio cuenta de que había llegado a su profesión casi por el mismo camino que ella había llegado a su estado de inhumanidad. A él lo habían obligado. Si Krieger no la hubiera tomado, Ulrika jamás habría escogido la vida de un vampiro. Si la mutación no se hubiera apoderado de los padres de Holmann, él jamás habría escogido la vida del cazador de brujas. Ambos eran hijos del infortunio.
Ella también entendía la soledad del cazador. Se sentía atrapada entre dos mundos, sin pertenecer del todo a ninguno de los dos. El mundo humano se había cerrado para ella, y el mundo de los vampiros le resultaba ajeno y extraño, pero no se atrevía a confiarle a nadie, ni siquiera a Gabriella, su miríada de temores y confusiones por miedo a parecer débil o necia.
¿A quién tenía el templario Holmann para hacer confidencias? ¿Ante quién podía admitir debilidad o duda? ¿Los inflexibles demagogos que tenía por compañeros? ¿Su sacerdote? Lo expulsarían por hereje y cobarde. Incluso podrían quemarlo. Tampoco podría contárselo a una esposa que no entendiera los horrores con que él se enfrentaba cada día. Podría consolarlo, pero jamás ofrecerle empatía.
Un súbito cariño hacia Holmann le contrajo el pecho. Un cazador de brujas y un vampiro deberían ser enemigos naturales, pero le gustaba el templario. Era un buen hombre, y de repente deseó poder ser la mujer que él pensaba que era, una camarada y confidente que lucharía junto a el en la batalla y lo consolaría en cuerpo y alma después. Pero los pensamientos de intimidad provocaron agitaciones de otro tipo. La sangre continuaba siendo bombeada con fuerza dentro de las venas del joven, y su olor era embriagador. El hecho de entrar en el templo de Morr y penetrar sus defensas la había agotado y dejado hambrienta. Descubrió que no podía pensar en Holmann sin pensar en beber de él. Maldijo para sí. Eso la ponía furiosa. ¿Acaso el deseo físico y la sed de sangre irían siempre emparejadas dentro de su mente? ¿Acaso el simple pasear con un ser humano iba a ser un placer prohibido?
Si su hambre aumentaba, iba a tener que separarse de él, o podría tener dificultades para controlarse. No quería atacarlo, no en esta cita tan tardía. Podía imaginar la expresión de la cara de él al sentirse traicionado. El pensamiento hizo que se encogiera. Por estúpido que fuese, quería continuar gustándole. La complacía haberse ganado el respeto del joven, y no quería perder eso para cambiarlo por revulsión y cólera.
Por supuesto, si se alimentaba del templario la cólera de él se desvanecería, ¿verdad? Se volvería como los otros amantes de sangre. La amaría demasiado como para denunciarla a sus fanáticos compañeros. El corazón de Ulrika dio un salto ante la idea. ¿Por qué no? Ya no tendría que ocultarle su secreto. Él ya no tendría por qué estar solo. Podrían ser camaradas, deambular a medianoche en busca de los enemigos comunes de los vampiros y la humanidad, y pasar los días en umbrío abrazo.
La imagen de Quentin mirándola con ojos de carnero degollado mientras la sangre le corría cuello abajo pasó por su mente, y la ensoñación reventó como una pompa de jabón. Una relación así con Holmann no sería como ella ansiaba que fuera. No serían amigos. No serían camaradas. Serían señora y sirviente. Una vez que un vampiro se alimentaba de un amante de sangre, éste perdía su voluntad y su identidad, y se convertía en esclavo devoto de la mujer vampiro que había bebido de él. Lo había visto en Quentin, y en Imma; aquella repugnante adoración perruna que le había dado asco. No quería que Holmann se volviera así. Le gustaba por su dureza, por sus profundas creencias, por su honor y su humor macabro.
Todo eso se perdería si lo sangraba. Por muy marcial que pareciera después, estaría vacío por dentro, sería un ser débil y necesitado como Rodrik, consumido por celos e inseguridades, un perrillo faldero que fingía ser un mastín. Podría poseer la concha de la ostra, pero perdería la perla del interior. Se dio cuenta de que era esto, más que ningún otro aspecto de su nueva vida, lo que despreciaba. Era capaz de disfrutar de la cacería y el frenesí sanguinario. La emocionaban. Incluso tenía pocos problemas con matar a una víctima, siempre que fuera la correcta. Pero despojar a alguien de su voluntad, eso la repugnaba. Allí, en ese preciso momento, supo que jamás bebería la sangre de alguien a quien respetara, porque hacerlo destruiría lo que había ganado su admiración, precisamente. No quería esclavos. Quería amigos. Se preguntó si alguna vez eso sería posible.