ONCE
Detrás de la puerta negra
A la noche siguiente, Ulrika estaba poniéndose la ropa de montar para salir a buscar la dirección de la nota, cuando alguien llamó con los nudillos a la puerta de las dependencias de la condesa. La pequeña Imma, que por fin se había levantado, fue a abrir. Era el mayordomo.
—Informa a tu señora de que en el salón hay un tal señor von Waldenhof que quiere verla —dijo. Su impasible semblante no tenía un aspecto diferente del de siempre, pero a pesar de todo parecía manifestar desaprobación.
Gabriella, que estaba escribiendo, sentada ante el antiguo escritorio de Alfina, alzó la mirada con brusquedad. Se puso de pie y fue hasta la puerta al tiempo que le hacía a Imma un gesto para que se apartara.
—¿Está Herr Aldrich en casa? —preguntó.
—No, mi señora —replicó el mayordomo—. Ha salido por unos asuntos del gremio.
—En ese caso, decid al caballero que ahora bajaré —replicó.
El mayordomo frunció los labios al oír eso, pero se limitó a inclinar la cabeza.
—Sí, mi señora.
Gabriella esperó hasta que Imma hubo cerrado la puerta, antes de maldecir.
—¡Condenado idiota! ¿Qué se cree que está haciendo? —Se volvió a mirar a Ulrika—. Acaba de vestirte. Necesito una dama de compañía para mantener el decoro de la situación.
Ulrika vaciló.
—¿Debo cambiarme esto por un vestido?
Gabriella negó con la cabeza.
—No hay tiempo. Tengo que hacer que se marche lo antes posible. ¡Estúpido!
Ulrika se apresuró a ponerse el jubón y ceñirse el talle con el cinturón del sable mientras Gabriella se paseaba y murmuraba por lo bajo. Cuando estuvo lista, ella y Gabriella salieron de los aposentos y descendieron por la casa a oscuras.
Rodrik se levantó con piernas inseguras del sillón que ocupaba cuando Gabriella y Ulrika entraron en el salón, una aburrida habitación, con pesados artesonados de madera y severos retratos de adinerados maestros gremiales que miraban con ojos feroces desde las paredes.
—Señora —la saludó Rodrik, y le hizo una rígida reverencia. Ulrika percibió el olor a vino desde la puerta.
—Será mejor que esto sea de la máxima importancia, señor —dijo Gabriella al detenerse ante él—. Porque no se me ocurre ninguna otra razón para que vengáis a esta casa sin que se os haya llamado.
Rodrik se irguió y echó atrás su melena de rubio cabello.
—Es, en efecto, importante, señora —anunció—. He venido a solicitaros que os mudéis a otro alojamiento.
Los ojos de Gabriella se abrieron más aún.
—¿Eso? —exclamó—. ¿Habéis venido para decir sólo eso? ¿Ponéis en peligro mi posición aquí para plantearme la misma quejosa exigencia que habéis hecho demasiadas veces antes? ¡Cómo os atrevéis!
—¡Soy vuestro paladín, mi señora! —dijo Rodrik con los dientes apretados—. ¡He jurado protegeros! ¿Cómo voy a poder hacerlo si estamos separados? ¡Si sois incapaz de hallar la manera de hacerme entrar en esta casa, debéis encontrar otra situación que me permita estar a vuestro lado!
—¿Debo? —Le espetó Gabriella—. ¿Vos me decís a mí que «debo» hacer algo? ¿He jurado yo obedeceros, o me lo habéis jurado vos a mí? ¡Respondedme!
Rodrik se sonrojó al darse cuenta de que había ido demasiado lejos.
—Perdonadme, señora, es sólo un exceso de preocupación lo que me impulsa a decir estas cosas.
Gabriella lo miró con ferocidad durante un momento, y luego suspiró.
—Estáis perdonado, pero debéis marcharos, y pronto. Creo que he logrado convencerlo, pero si os descubre aquí antes de que le haya hablado de vos, nuestro anfitrión se echará atrás por pensar que conspiro a sus espaldas. Esperad sólo un poco más, y todo saldrá bien.
—¿Esta noche, entonces? —preguntó Rodrik, taciturno—. ¿Mañana?
Gabriella perdió la paciencia.
—¡Cuando yo lo diga! ¡Según mi voluntad y ni un momento antes! ¡Por la reina que comienzo a preguntarme si no es un exceso de celos lo que os hace actuar así! ¡Ahora, marchaos! ¡Dejadnos!
La cara de Rodrik se puso roja ante la reprimenda, pero se limitó a inclinarse.
—Soy vuestro servidor, señora —dijo.
Se encaminó hacia la puerta del salón, pero entonces Gabriella alzó la mirada y fue tras él.
—Esperad.
Él se volvió, con expresión patéticamente esperanzada.
—¿Señora?
—Ya que estáis aquí, tengo órdenes para vos.
—Mandadme lo que deseéis —respondió Rodrik con una reverencia.
—Me gratifica oírlo —dijo Gabriella—. En ese caso, id a casa de Hermione y decidle que hemos encontrado una prueba que demuestra que Mathilda no es quien está detrás de los asesinatos de nuestras hermanas. Se ha hallado una nota de chantaje amenazando con dejar al descubierto a Alfina como vampiro si no pagaba un rescate. Voy a enviar a Ulrika a la dirección de la nota para que vea qué puede encontrar. Decidle a Hermione que espero tener noticias antes del amanecer.
Rodrik se puso rígido.
—¿Me usáis como mensajero y enviáis a esta… chiquilla a hacer un trabajo de hombres? ¡Señora, soy vuestro caballero! ¡Debería ser yo quien buscara a ese asesino!
La mandíbula de Gabriella se contrajo.
—¿No acabáis de decir que puedo mandaros lo que desee? —preguntó ella.
—Sí, señora, pero…
—Pero ¿qué? —insistió la condesa—. O bien puedo, o bien no. ¿Cuál de las dos cosas es cierta?
Rodrik dejó caer la cabeza y clavó en el suelo una mirada colérica sin decir nada. Ulrika lo miró con aversión. A pesar de toda su pose de caballero, no era más que un niño petulante. Pero ¿era culpa suya? Eran los sangrados por parte de Gabriella los que lo habían hecho así. En nada se diferenciaba de Imma o de Quentin. El hecho de que un vampiro se alimentara de su sangre los convertía a todos en bebés dependientes.
Gabriella se acercó a Rodrik y le posó una mano sobre un brazo.
—Queridísimo Rodrik. Entiendo tu deseo de servirme, pero, como antes, el trabajo nocturno no es… trabajo para caballeros. Es un trabajo para exploradores, requiere seguir huellas como un cazador, olfatear rastros. Y para eso Ulrika es la mejor elección. —Lo tocó juguetonamente con un codo—. Tú no tienes su nariz, ¿no es cierto?
Rodrik continuó mirando al suelo, negándose a responder al sentido del humor de ella, pero al fin asintió con la cabeza.
—Yo… iré a casa de la dama Hermione, señora. Perdonadme.
Y, dicho esto, se encaminó hacia la puerta sin volverse a mirar atrás.
Gabriella lo observó marchar, pensativa, y se volvió hacia Ulrika.
—Toma esto como lección para cuando tengas enamorados propios —dijo—. Su amor se agria con rapidez si se les niega durante demasiado tiempo la oportunidad de demostrar su devoción. —Frunció el ceño—. Tendré que proporcionarle pronto una batalla a Rodrik para calmar su orgullo herido. —Hizo un gesto para indicar a Ulrika que la siguiera—. Ven. Es hora de que tú también te marches.
Ulrika la siguió a través de la casa hasta la puerta del patio de carruajes, y se detuvo cuando Gabriella la abrió para que saliera.
—Señora —dijo contrariada—, la nota de chantaje no demuestra la inocencia de Mathilda. Podría haberla escrito ella.
Gabriella sonrió y acarició una mejilla de Ulrika.
—Eso ya lo sé. Pero tengo que decirle a Hermione algo que mantenga sus garras enfundadas. Sólo espero que no sea tan inteligente como tú. —La empujó con suavidad hacia la puerta—. Ahora, márchate. Y tráeme alguna prueba real.
Ulrika inclinó la cabeza.
—Haré todo lo posible, señora.
* * *
La intersección que buscaba Ulrika estaba en algún sitio del vecindario que la gente del lugar llamaba Las Chabolas. De las historias que Félix le había contado, Ulrika recordaba que algunas partes de esa zona habían ardido hasta los cimientos durante la invasión skaven que él y Gotrek habían ayudado a rechazar hacía algunos años. Las cicatrices aún eran visibles. Mientras caminaba por las estrechas calles fangosas veía por todas partes a su alrededor casas y edificios de viviendas que aún presentaban elocuentes manchas negras encima de ventanas y puertas, mientras que otras viviendas eran una combinación de construcción vieja y nueva; capas de ladrillos debajo de capas de escayola debajo de tablones sin desbastar. Algunos edificios eran poco más que tiendas de campaña, lona que se agitaba, tensada, entre los tablones chamuscados de un muro delantero derrumbado para intentar aislar lo mejor posible el interior del cortante viento invernal, y otros no eran más que pilas de maderos ennegrecidos que se habían mantenido así desde el incendio.
Primero encontró Messingstrasse, y siguió su serpenteante curso hacia el interior del mugriento vecindario. Era una calle que más parecía una fangosa pista de carrera de obstáculos, con montones de basura y plagado de ratas, flanqueado a ambos lados por tiendas de aspecto poco respetable y sórdidas tabernas de las que salían risas y canciones vulgares junto con el triste hedor de la humanidad empobrecida. Unas pocas calles más adelante, le sorprendió encontrarse con que reconocía algunos de los edificios, aunque habría jurado que nunca antes había estado allí. Entonces recordó: la precipitada huida por la ciudad la mañana en que había corrido una carrera contra el sol para volver a la casa de Aldrich había comenzado cerca de allí. ¡La rejilla de cloaca abierta estaba por las inmediaciones!
Un estremecimiento de emoción le recorrió la espalda. ¿La rejilla de las cloacas y la dirección del chantajista en el mismo vecindario? Las piezas empezaban a encajar.
Sólo dos calles más adelante, Messingstrasse se cruzaba con Hoff en una intersección que tenía un pozo lleno de fango que llegaba hasta las rodillas, y entonces ralentizó el paso. Edificios de viviendas de cuatro y cinco pisos se apiñaban hombro con hombro por encima de la calle, como mirones que se apretujaran en torno a un accidente. Por debajo de ellos reinaba la oscuridad, aunque ambas lunas estaban en el cielo, porque eran tan altos que la luz no llegaba al suelo.
Ulrika agradeció la oscuridad. Evitaría que la vieran ojos curiosos mientras recorría sigilosamente la zona en busca del edificio de puerta negra; a menos, claro está, que fueran ojos como los suyos, lo cual no resultaba imposible. A pesar de las protestas de Mathilda, la loba aún podía ser la asesina, o podría haber enviado a algún sirviente no muerto a hacerle el trabajo sucio. Podría, por supuesto, ser incluso la señora Dagmar, que ocultara una naturaleza salvaje y tortuosa bajo su exterior comedido y deferente, aunque, de algún modo, lo dudaba.
Ulrika inclinó la cabeza hacia una puerta para intentar determinar si era negra, gris o rojo oscuro. Aunque veía perfectamente bien en la oscuridad, en la noche los colores seguían apareciendo tan empastados como cuando estaba viva. Suspiró y se volvió a mirar hacia el otro lado de la calle. ¡Allí estaba! La puerta del edificio que estaba dos casas más allá de la intersección, en Hoff, era incuestionablemente negra, varios tonos más oscura que cualquiera de las que tenía cerca. También tenía una X blanca pintada encima.
Plaga. La X era el signo de la plaga. Ulrika retrocedió instintivamente, pero luego se detuvo. ¿Qué tenía que temer de una enfermedad humana? Ya estaba muerta. Echó a andar y volvió a detenerse. La plaga debía de ser el menor de los peligros de aquel sitio. Sería mejor echar una mirada en torno en lugar de entrar directamente por la puerta delantera. Cambió de rumbo y bajó por Messingstrasse hasta llegar al callejón que pasaba por detrás de las casas que miraban a Hoff. Todas ellas eran edificios de viviendas y no tenían patio, por lo que el callejón era una simple zanja, con muros de cuatro pisos de altura a ambos lados, y aún más oscuro que la intersección de delante.
Ulrika entró en él y lo recorrió con tanto sigilo como pudo, con los ojos bien abiertos y el oído atento. Oía voces y percibía corazones que latían a su alrededor, y olía a comida rancia y cuerpos con suciedad más rancia aún. Era una hora temprana de la noche, y la gente del interior de los edificios aún estaba despierta, cantando, peleando, llorando y haciendo el amor. Pero al llegar a la parte posterior del edificio de la puerta negra, los sonidos y olores humanos se desvanecieron en la distancia.
Miró la puerta posterior, que también estaba pintada de negro con una X blanca encima, y las ventanas que había sobre ella estaban tapiadas con tablones. Pudo oler la enfermedad que una vez había habido allí dentro, el hedor de cuerpos muertos hacía ya mucho tiempo, así como el de las alimañas que se habían alimentado de ellos, pero nada más. El lugar estaba desolado; había sido abandonado a la enfermedad y no había vuelto a ser ocupado nunca más. Se acercó a la puerta y apoyó una oreja sobre ella, y entonces se quedó inmóvil. No estaba desolado del todo. Desde algún lugar del interior le llegaban sonidos de movimientos cautelosos, y de los latidos de un solo corazón.
Se detuvo. Poco tenía que temer de un solo hombre vivo, pero a pesar de todo debía ser cautelosa. Cabía la posibilidad de que se tratará otra vez del pequeño brujo gordo. Podría desaparecer antes de que lograra atraparlo, o lanzarle un hechizo. Examinó la puerta con atención. Le habían arrancado la cerradura recientemente. La madera rota en torno al agujero aún estaba limpia. La empujó, y al abrirse rechinaron los goznes. La detuvo, se deslizó a través del espacio que quedaba libre, y volvió a cerrarla con cuidado detrás de sí.
Su pie tocó algo cuando se volvió a mirar atrás, y se encontró con que estaba en medio de una desordenada pila de cadáveres resecos, todos apiñados en torno a la puerta, como si hubieran muerto intentado salir. Los pobres mendigos, pensó. Los habían encerrado y dejado morir.
Se encontraba en un estrecho pasillo que corría en línea recta hasta la parte delantera del edificio. Tenía varias puertas a ambos lados, y una escalera a media distancia, a la izquierda. En el otro extremo, en torno a la puerta delantera, vio otro apiñamiento de cadáveres de gente que no había tenido más éxito en su intento de escapar que sus compañeros de la parte posterior. También vio huellas recientes en la capa de polvo de años de grosor que lo cubría todo. Había varios pares. Algunas eran de botas, otros de pies descalzos, y un par de ellas, que hicieron que un escalofrío recorriera la espalda de Ulrika, eran huellas de una mujer, claras y pequeñas, que calzaba zapatos puntiagudos.
Un rumor que le llegó desde arriba le recordó que uno de aquellos juegos de huellas era realmente muy reciente. Quienquiera que las hubiese dejado estaba un piso más arriba y se movía con cautela. Ulrika escuchó con más atención. Los pasos, aunque sigilosos, eran pesados y su sonido correspondía al golpe sordo propio de las botas. Un hombre, entonces, y no era pequeño. Desenvainó el sable y avanzó con todo el sigilo del que era capaz. A pesar de todo, las tablas rechinaron, pero muy suavemente. El sonido del corazón que latía en el piso de arriba no dio muestras de alarma.
Las puertas ante las que pasó cuando iba hacia la escalera estaban abiertas y dejaban ver el propósito final de la casa. En cada habitación había hileras de camas, y en cada una de ellas, envuelto en sábanas sucias, yacía un cuerpo que era ya más esqueleto que cadáver. Entre las camas, y desplomados sobre ellas, había otros cuerpos que llevaban el hábito blanco de las hermanas de Shallya; al parecer, habían sucumbido a la plaga cuando aún desempeñaban sus funciones. Ulrika se preguntó si se habrían ofrecido como voluntarias para que las encerraran con sus pacientes o si habrían caído enfermas mientras los trataban y abandonadas junto con el resto. No lo sabía, pero se sintió conmovida por la nobleza de unas mujeres capaces de continuar ayudando a otros después de haber sido condenadas a la misma muerte que ellos.
Entró en la escalera y alzó la mirada hacia el primer piso. Una luz amarilla y unas sombras que se movían sobre las paredes le indicaron que la persona de arriba tenía un farol. A continuación, la luz desapareció de repente y los pasos se amortiguaron. La persona había entrado en una habitación. Perfecto.
Ulrika subió sigilosa y rápidamente por la escalera, manteniéndose pegada a la pared, donde los escalones crujirían menos, y llegó al rellano. Una puerta daba acceso al corredor del primer piso, mientras que la escalera continuaba zigzagueando hacia los pisos supervisores. Se acuclilló ante la puerta del corredor y escuchó.
Los pasos volvían a hacerse más sonoros y la luz más brillante. La presa estaba saliendo de la habitación en la que había entrado. Volvió a deslizarse hacia la oscuridad de la escalera para esperar a que entrara en otra habitación, pero no lo hizo. La luz se aproximó. Se acercaba por el corredor.
Ella se apartó más y subió los primeros escalones del tramo que ascendía al piso siguiente al tiempo que aferraba el sable con fuerza, preparada para saltar.
La luz y los pasos se detuvieron justo más allá de la escalera, y Ulrika oyó que el hombre se volvía hacia uno y otro lado, como si sopesara las opciones. Inhaló cuando le llegó su olor, y entonces quedó inmóvil al reconocerlo. ¡Era el templario cazador de brujas! ¡El de las cloacas!
Dio un involuntario paso atrás. ¿Qué debía hacer? ¿Huir? ¿Matarlo? ¿Debía interrogarlo?
El cazador de brujas entró en la escalera al tiempo que alzaba el farol para ascender al piso siguiente, y entonces se detuvo en seco y se quedó mirando fijamente a Ulrika, que estaba acuclillada sobre los escalones.
—Vos —dijo.
Ulrika tragó saliva.
—Templario Holmann —respondió—. Nos volvemos a encontrar.