DIEZ

DIEZ

La locura de Alfina

—¡Eh! —exclamó Mathilda, al tiempo que retrocedía—. ¡Espera!

—Hermione —dijo Gabriella—, escúchame…

—¡No! —gritó Hermione, y Ulrika vio en sus ojos el miedo detrás de la furia—. ¡Ya son tres de nosotras las muertas! ¿Vas a permitir que continúe la matanza? ¡Debemos acabar con esto, ya! ¡Matadla!

Mathilda gruñó mientras sus colmillos se extendían, y a esta señal se abrieron bruscamente puertas ocultas en todo el perímetro de la habitación y por ellas salió una muchedumbre de mercenarios y matones que los rodearon a todos, con las espadas y los garrotes preparados. Rodrik y von Zechlin sacaron sus armas de la vaina y se encararon con ellos, mientras Ulrika se ponía en guardia, con las garras extendidas. Junto a ella, Famke, Dagmar y Hermione hicieron otro tanto. Sólo la condesa Gabriella mantuvo las uñas ocultas.

—No —dijo en el tenso silencio—. Lo siento, Hermione. No te apoyare. Si deseas luchar, hazlo por tu cuenta.

Hermione se volvió hacia Gabriella, furiosa.

—¡Estás desobedeciendo las órdenes que te dio la reina! ¡Tenías que ayudarme!

Gabriella se irguió.

—Se me ordenó encontrar al asesino y poner fin a los asesinatos, no seguirte ciegamente. Y no estoy convencida de que Mathilda sea la culpable.

Hermione hizo una mueca de desprecio.

—No hasta que encuentres la manera de alzarte con el mérito, quieres decir. —Se volvió hada Famke y Dagmar—. ¡Hermanas, vosotras me obedeceréis! ¡Matad a la loba mientras yo someto a esta condesa traidora! ¡Vamos, luchamos por nuestra propia vida!

Famke formó obedientemente detrás de su señora, aunque Ulrika vio interrogantes en sus ojos, pero Dagmar se mordió el labio inferior con los colmillos extendidos y su mirada recorrió a los enemigos que formaban contra ella. Ulrika recordó lo que había dicho acerca de que no había estado en una pelea desde hacía siglos, y no le extrañó su vacilación.

—No actúes precipitadamente, hermana —advirtió Gabriella a Hermione—. ¿Estás preparada para enfrentare con el desagrado de la reina si te equivocas?

Eso pareció decidir a Dagmar. Se volvió hacia Hermione al tiempo que bajaba la cabeza.

—Lo siento, señora —dijo—. No quiero cometer un error.

—¡Vaca estúpida! —gruñó Hermione, y luego los miró a todos encolerizada—. ¡Todos conspiráis contra mí! ¡Es un motín! —Giró sobre sí y volvió a girar, como una rata acorralada, para luego soltar un bufido furioso y volverse hacia Mathilda—. ¡Déjame salir de este inmundo agujero! No me quedaré a ver cómo se falta el respeto a mi autoridad. —Y, diciendo esto, atravesó la habitación, con la nariz alzada, mientras Famke y von Zechlin la seguían con inquietud.

Mathilda alzó una ceja y rio entre dientes.

—¿Piensas que vas a salir sin más después de todo esto? —Preguntó a la espalda de Hermione—. No estaré a salvo si andas suelta por ahí. —Chasqueó los dedos y sus matones cerraron filas delante de la puerta principal.

La condesa Gabriella se acercó a Mathilda.

—Ten cuidado, hermana. La cólera de la reina caerá con el mismo rigor sobre ti si la matas sin que haya mediado provocación.

Mathilda rio.

—¡Os ha dicho que me matarais! ¿A eso no lo llamas provocación?

—No se ha asestado ningún golpe —dijo Gabriella, y posó la mano sobre un brazo de la mujer más corpulenta que ella—. Te prometo que, si eres inocente, no sufrirás ningún mal. Encontraremos al verdadero culpable y se acabará el asunto.

—¿De verdad? —preguntó Mathilda—. Ella parece decidida a hacer rodar mi cabeza, sin que importe quién es el asesino.

Gabriella le lanzó una mirada a Hermione, que estaba echando humo cerca de la puerta mientras Famke intentaba consolarla y von Zechlin daba vueltas en cautelosos círculos.

—Entrará en razón. Yo la calmaré.

Mathilda vaciló, y luego suspiró.

—Asegúrate de que así sea, entonces —dijo—. Yo no empezaré nada, pero si ella viene a por mí, lo acabaré.

—Me parece muy justo —replicó Gabriella, asintiendo con la cabeza—. Ahora, déjanos salir. Tenemos que atrapar a un asesino.

* * *

Hermione salió como una tromba por delante de los demás, con Famke y von Zechlin, y ya estaba dentro de su carruaje cuando el resto subió por los desvencijados escalones y salió al patio. Cuando atravesaban el fangoso espacio bajo los vigilantes ojos de los matones de Mathilda, Dagmar se aproximó con discreción a Gabriella.

—Condesa —susurró—, temo por mi puesto aquí, ahora que me he opuesto a la dama Hermione. ¿Le hablarás a la reina? ¿Le dirás que he hecho lo correcto?

Gabriella le dio unas palmaditas en una mano.

—Lo haré. Y no temas. Soy el primer objeto de la cólera de Hermione. Cuando el asesino sea atrapado y me marche otra vez, todo volverá a la normalidad.

—Así lo espero, hermana —dijo Dagmar—. Así lo espero. No me gustan los problemas.

—A ninguna de nosotras le gustan —replicó Gabriella, y le dedicó una sonrisa—. Ahora, márchate a casa y quédate allí. Ya tendrás noticias de Hermione cuando todo vuelva a estar en orden.

Dagmar hizo una genuflexión, para luego darse la vuelta y subir los escalones de su carruaje. Gabriella y Ulrika continuaron hacia el carruaje de Hermione, con Rodrik detrás de ellas guardándoles las espaldas.

—Las cosas serían mucho más fáciles —murmuró Gabriella—, sólo con que pudiera arrancarle la cabeza a Hermione.

Ulrika sonrió afectadamente mientras la condesa subía al carruaje. Ella había estado pensando lo mismo.

Ulrika y Famke permanecieron sentadas, en incómodo silencio, mientras los tres carruajes volvían a salir de los barrios bajos del Faulestadt y cruzaban el ancho puente en dirección al lado norte de la ciudad, escuchando cómo Gabriella y Hermione continuaban la discusión.

—Seis lahmianas eran las señoras de Nuln antes de que comenzara este horror —estaba diciendo Gabriella—. Ahora quedan tres. Tú, Dagmar y Mathilda. Si entabláis una guerra, quedarán dos o menos. ¿No te das cuenta? Con independencia de los resultados, luchar entre vosotras debilitará durante mucho tiempo el poder que las lahmianas tenemos en Nuln. No puedes permitir que suceda eso.

—Bueno, pero yo no lo empecé —contestó Hermione con los labios fruncidos—. Fue esa loba, por mucho que tú digas.

Gabriella suspiró.

—Si existe el más leve rastro de duda respecto a su culpabilidad, no puedes continuar. La reina hará rodar nuestras cabezas si es inocente.

—¿Y si no es inocente? Ahora sabe que sospechamos de ella. ¡Atacará mientras esperamos encontrar tu preciosa prueba!

—No puedes culparme de que te hayas precipitado a enseñar las cartas —replicó Gabriella.

Cuando llegaron al final del puente y las ruedas traquetearon al rodar por el empedrado del distrito Neuestadt, Ulrika creyó ver un destello negro pasar a gran velocidad por la periferia de su campo visual, y se volvió a mirar por la ventanilla, con la respiración contenida. La dejó escapar al ver que era sólo el carruaje de la señora Dagmar, que se separaba de ellos para marcharse al Lirio de Plata. Rio para sí. Una vampiresa que se asustaba de las sombras. ¡Qué vergüenza! Pero después de la visita a los dominios de Mathilda, tal vez no era una reacción del todo irrazonable.

Minutos más tarde atravesaron la puerta de la muralla del Altestadt, y a continuación llegaron a la casa de Hermione. Al bajar por el sendero, Gabriella se volvió hacia ésta por última vez.

—No te pido que no hagas nada —dijo—. Si sospechas de Mathilda, espíala, síguela, soborna a sus amistades, reúne tantas pruebas como sea necesario. Simplemente, no la ataques. No hasta que pueda presentarle el caso a la reina. ¿Tengo tu palabra de que no atacarás?

Hermione parecía malhumorada, pero al fin asintió con la cabeza.

—Muy bien, hermana, pero estoy segura de que descubriremos que deberíamos haber actuado cuando yo lo dije.

—De ser así —respondió Gabriella—, imploraré humildemente tu perdón.

Cuando ella, Rodrik y Ulrika se volvían para subir a su propio carruaje, esta última se encontró con que Famke la miraba. La muchacha le dedicó una sonrisa triste, y luego dio media vuelta y siguió a su señora al interior de la casa.

Cuando se aproximaban a la casa del maestro gremial Aldrich, Gabriella volvió a golpear con los nudillos en el techo del carruaje para que el cochero se detuviera.

—Tienes que regresar a tu posada —dijo, al tiempo que se volvía hacia Rodrik.

El caballero no se movió.

—La situación se hace cada vez más peligrosa, mi señora. El asesino aún anda suelto, y os habéis ganado una enemiga en la dama Hermione. Tengo que permanecer a vuestro lado para protegeros.

—Ojalá pudieras, Rodrik, de verdad —repuso Gabriella—, pero aún no estoy lo bastante bien establecida en la casa de ese gordo estúpido. Apenas si me acepta a mí. Si le dijera que tú también vas a unirte a mi séquito, se rebelaría y acudiría a los cazadores de brujas. No temas. Pronto podrás, te lo prometo.

A pesar de todo, Rodrik no pareció abandonar su obstinación, aunque al final se levantó y se acercó a la portezuela.

—Espero que así sea, señora, porque un gordo estúpido no puede manteneros a salvo como yo. —Abrió la portezuela y salió, y luego se inclinó hacia Ulrika—. Ni tampoco una gata callejera.

Ulrika se levantó del asiento, gruñendo, pero Gabriella la hizo sentar otra vez de un tirón.

—¡Basta! —exclamó—. Ya es bastante malo que haya enemistades dentro de la hermandad. No permitiré que también mis hijos se lancen los unos a la garganta de los otros. Os disculparéis los dos.

Ulrika lanzó una mirada de ferocidad a Rodrik a través de la portezuela, y a continuación resopló e inclinó la cabeza.

—Perdonadme, caballero —dijo—. Lamento mi enojo.

Rodrik dio la impresión de que habría preferido escupirle encima, pero también él inclinó la cabeza.

—Perdonadme, Fräulein —dijo—. No debería haberos insultado. También lo lamento.

Aunque estaba claro que ninguno de los dos lo decía sinceramente, Gabriella decidió aceptar sus declaraciones de disculpa, y asintió con la cabeza.

—Muy bien. Espero que podáis continuar igual de civilizados en el futuro. Buenas noches, Rodrik. ¡Uwe! ¡Continúa!

Ulrika miró hacia atrás cuando el carruaje arrancó para alejarse. Rodrik lo siguió con ojos coléricos, antes de darse la vuelta y encaminarse hacia la posada.

* * *

La prueba de que Gabriella había tenido razón respecto al estado mental de Herr Aldrich quedó plasmada en cuanto el cochero las dejó en el patio de carruajes de la casa. El maestro gremial salió como una tromba por la puerta posterior, vestido con ropón, pantuflas y gorro de dormir; su redondo rostro se veía rojo a la luz del farol que llevaba.

—¿Dónde habéis estado? —vociferó—. ¿Adónde habéis llevado mi carruaje?

—Tenía que tratar asuntos con la hermandad, mein Herr —replicó Gabriella con frialdad—. No es asunto vuestro.

—¿No lo es? —Gritó Aldrich escupiendo saliva—. ¿No lo es? ¿No tengo vecinos? ¿Qué pensarán cuando vean que mi carruaje va y viene a todas horas de la noche?

—Pues pensarán que tenéis una amante —replicó Gabriella sonriendo mientras avanzaba hacia él—. Como todo respetable príncipe comerciante.

Aldrich no era tan fácil de desarmar.

—Tenéis que ser más discreta —dijo—. Alfina no iba y venía de esta manera. Sólo cuando era absolutamente necesario, y siempre después de informarme.

Gabriella intentó rodearlo para encaminarse hacia la puerta, pero él se interpuso en su camino. Ulrika vio que estaba temblando y que le sudaba la frente.

—Os he permitido quedaros aquí —dijo, rascándose el cuello—. Pero no voy a permitir que me paséis por encima sin pedir permiso siquiera.

Gabriella alzó una ceja.

—Pensaba que queríais verme lo menos posible —repuso—. Pensaba que queríais que os dejara en paz para llorar a vuestra querida Alfina.

—Y así es —replicó él—. Pero… pero no podéis dejarme a oscuras. No podéis hacer de mi casa una… estación de paso sin… sin… —Volvió a rascarse el cuello mientras buscaba las palabras.

Gabriella sonrió con dulzura mientras extendía un brazo y le apartaba la mano del cuello, donde tenía viejas costras.

—Pienso que lo entiendo, mein Herr. Y no es nada vergonzoso buscar solaz en el momento de más profunda congoja.

El hombre alzó los ojos hacia Gabriella, y la vergüenza que había en ellos hizo que Ulrika apartara la mirada.

—No es que la haya olvidado —dijo—. No es que…

—Por supuesto que no —asintió Gabriella—. ¿Quién podría, después de haberla mirado una vez a los ojos? —Lo tomó de la mano y lo condujo hacia la casa—. Ahora venid, permitid que os consuele. Os llevaré a la cama y os arroparé.

Cuando llegaron a la puerta, Gabriella se volvió hacia Ulrika y le hizo una mueca de exasperación, para luego rodear los caídos hombros de Aldrich con un brazo y conducirlo al interior.

Ulrika se estremeció, inundada por una ola de asco, aunque no sabía muy bien si era debido a Aldrich, a Gabriella o a sí misma. Los siguió al interior.

* * *

Mientras se quitaba la peluca y se soltaba los lazos del corpiño en las dependencias de Gabriella, Ulrika rememoró los acontecimientos de la velada y le maravilló que la condesa hubiera impedido con éxito que Hermione y Mathilda se mataran la una a la otra. Ulrika se había resignado al hecho de que la reunión acabara en derramamiento de sangre y asesinato, pero al conservar la calma y mantenerse firme, la condesa había desactivado la situación y ganado un poco de tiempo.

Al crecer junto a su padre, Ulrika siempre había admirado la destreza militar y las buenas dotes de mando de un general: ¿acaso no se había enamorado de Félix por su diestra espada y mente rápida? Pero nunca había pensado en el lenguaje y la argumentación como un arte marcial. Los eruditos y políticos que se detenían en minucias y hablaban para oír sus propias voces la aburrían y asqueaban, pero el despliegue de diplomacia que había hecho Gabriella esa noche había sido magistral. Tras haber caído en una emboscada, superada en número, acorralada contra la pared y con sus aliados amotinados, había conseguido resolver la situación sin pérdida de vidas, y todo con palabras, sin levantar una sola mano con violencia.

Ulrika sabía que ella no habría podido hacer lo mismo. Era una luchadora, lo suyo no era la elocuencia; si hubiera sabido hablar mejor, probablemente no habría perdido a Félix. Pero reconocía la maestría cuando la tenía delante, y Gabriella la tenía. Esperaba poder hacerlo la mitad de bien que ella, algún día.

Todo esto la hizo pensar en las otras lahmianas que había conocido hasta el momento, y rio para sí. Ciertamente, había tenido una suerte tremenda en lo que a protectora respectaba, ¿no? Mathilda era bastante cordial dentro de su estilo tosco —al menos cuando no la amenazaban—, pero su entorno de chulos, ladrones y chantajistas, y su voluntad de revolcarse en la porquería y vivir explorando la degradación de otros, no le resultaban atractivas. Dagmar era una temblorosa mujer sin carácter, una prosélita, no una jefa, y Hermione era un simple horror, una arpía de malos modales que no distinguía amigos de enemigos y que mordía las manos que se tendían para intentar ayudarla.

Sí, Ulrika había tenido suerte. Gabriella era una mujer digna de admiración, una mujer de honor y recursos que hacía todo lo que podía por su reina y sus hermanas, y dedicaba poco a pensar en su gloria personal. Ulrika no habría podido escoger mejor, y estaba orgullosa de servir a sus órdenes. De repente, sintió lástima por la pobre Famke, unida a una mala protectora y sometida a sus cóleras y febriles caprichos. ¿Cómo iba a hacerse sabía si aprendía de semejante bruja regañona, estúpida y asustada?

Ulrika se puso un ropón de seda bordada de Catai y fue a calentarse junto al fuego. Al principio, Gabriella le había dicho que, como vampiro, ya no tenía necesidad de calor para vivir, pero continuaban sintiendo el frío. En realidad, desde que se había alzado del lecho de muerte, nunca había dejado de sentir frío salvo cuando estaba alimentándose.

Se acurrucó en un sillón de cuero con respaldo alto que había junto al hogar mientras sus pensamientos continuaban ocupados con el conflicto existente entre sus nuevas «hermanas». A ella le parecía inevitable que, si se las dejaba libradas a su suerte, Hermione y Mathilda no tardarían en entrar en guerra, y moriría una de ellas o ambas, mientras el verdadero asesino de las lahmianas continuaba suelto. Personalmente, a Ulrika le importaba poco que sucediera cualquiera de las dos cosas. Era demasiado nueva en aquella extraña sociedad de medianoche como para haber desarrollado algún tipo de lealtad para con la reina Neferata ni ningún sentido de pertenencia a la hermandad. Aquella no era su gente. Todavía no, en cualquier caso.

Gabriella, sin embargo, era otra cuestión, y si quería mantener a sus hermanas vivas y encontrar al asesino, entonces también Ulrika lo quería, y haría lo que pudiera por ayudar. La pregunta era ¿qué? Ciertamente, no podía hacer más de lo que ya había hecho Gabriella para poner paz entre las dos mujeres. En realidad, la única manera de arreglar las cosas sería encontrando al verdadero asesino. Pero ¿cómo iba a hacerlo? Podría volver a la rejilla de las cloacas por la que había salido el hombrecillo y olfatear por los alrededores, pero tanto sus huellas como su olor sin duda habrían sido borrados por el tráfico de todo un día, así que, con toda probabilidad, no podría seguirlo. ¿Qué otras pistas tenían ella y Gabriella? ¿Iban a tener que esperar hasta que el asesino volviera a atacar? Eso sólo empeoraría las cosas entre las hermanas.

Entonces se le ocurrió otra idea, y se volvió hacia el diván donde dormía Imma, recuperándose aún del severo sangrado al que la había sometido Ulrika la mañana anterior. Era reacia a despertarla. Sin duda, la pobre muchacha sentiría terror ante ella, pero era la única que conocía algún detalle de las actividades de Alfina durante los últimos días. Por supuesto, Gabriella ya la había interrogado, pero tal vez había pasado algo por alto.

Ulrika se levantó y fue con paso vacilante hasta el diván, en cuyo borde se sentó. Tendió una mano y sacudió a la doncella con suavidad.

—Imma, despierta —susurró—. Tengo que hablar contigo.

La muchacha gimió y murmuró, pero sin despertar.

Ulrika volvió a sacudirla.

—Imma.

Con lentitud, la doncella abrió los ojos, y luego miró en torno, parpadeando como una estúpida, hasta que descubrió a Ulrika inclinada sobre ella. Ahogó una exclamación y abrió más los ojos.

Ulrika posó una mano sobre un hombro de la joven.

—No tengas miedo, Imma —dijo—. No te haré daño.

La doncella cubrió la mano de Ulrika con una de las suyas, y luego se la llevó a los labios.

—¡Ay, señora! —Exclamó, mientras le besaba los dedos—. ¿¡Ay!, señora, deseáis volver a alimentaros? Por favor, decid que sí.

Ulrika apartó la mano, espantada.

—Pero… pero si casi te mato.

—No me importa —replicó la doncella, alzó la mirada hacia los ojos de Ulrika, implorante—. Moriría cien veces por volver a ser vuestra, señora. ¡Sois tan fuerte! ¡Tan…! —Su voz se apagó, y ella volvió la cabeza para dejar a la vista el cuello. La herida que le había hecho Ulrika aún estaba en carne viva.

Ulrika se puso de pie con brusquedad, luchando para ocultar la náusea y el desprecio que sentía. Era la misma reacción que había tenido el joven caballero Quentin, y le repugnaba. Había atacado a la muchacha, casi la había matado, y la pequeña estúpida la amaba por eso. ¿Acaso no tenían respeto por sí mismos? ¿Eran todos tan débiles? ¿O quizá los debilitaba el hecho de que se alimentaran de ellos?

Su mente se retrotrajo al tiempo que había pasado con Krieger, cuando viajaban desde Kislev a Sylvania. También ella se había debilitado. También ella le había permitido alimentarse. También ella había llegado a desearlo, a derretirse en el éxtasis de la indefensión. Por desgracia, el recordatorio de que también ella había sido débil no hizo que sintiera menos desprecio hacia la doncella, sino más hacia sí misma.

—No, Imma —dijo al fin—. Es demasiado pronto. Primero tienes que recuperar fuerzas. Necesito otra cosa de ti.

—Decid qué señora —dijo la doncella—. Es vuestra.

Ulrika rechinó los dientes y volvió a sentarse, fuera del alcance de la muchacha.

—Sólo quiero que pienses. Eso es todo. La condesa Gabriella te preguntó antes si la señora Alfina había recibido alguna carta o visita antes de que la mataran, y tú dijiste que no. Quiero que vuelvas a pensarlo. ¿Estás segura de eso? ¿Se comportó de manera peculiar, durante ese último día? ¿Hizo algo poco habitual?

La doncella pareció decepcionada por el hecho de que la conversación se apartara de temas más íntimos, pero concentró obedientemente su mente en el asunto, entrelazó las manos sobre el pecho y se tendió de espaldas para mirar al techo.

Al final, negó con la cabeza.

—No recuerdo ninguna visita ni carta, señora, aunque podría haberlas recibido sin mi conocimiento. Yo solía subirle la correspondencia al anochecer, cuando despertaba, pero, a veces, cuando yo estaba haciendo algún recado o lavándole la ropa, era el mayordomo quien le subía las cosas. —Se encogió de hombros—. Y como ya he dicho antes, se alimentó en abundancia de mí aquella última noche, tanto que no me di cuenta de que se había marchado hasta que desperté más tarde. Supongo que eso fue poco habitual. Por lo general me sangraba muy ligeramente, porque había tenido una vida muy larga y no necesitaba mucho. —Suspiró y volvió a mirar a Ulrika con ojos de carnero—. A veces pasaba una verdadera eternidad entre una vez y la siguiente.

Ulrika tosió.

—¿Crees que te sangró con tanta abundancia para que no supieras que había salido?

Imma frunció el ceño al oír eso.

—Podría ser, señora. Si con el hecho de salir estaba desobedeciendo las órdenes de la dama Hermione, tal vez no quería que yo lo supiera. Jamás la habría traicionado contándoselo, pero a veces las señoras son desconfiadas, y no les gusta correr riesgos con los secretos.

Ulrika asintió con la cabeza, perdida en sus pensamientos. Así que Alfina salió por su cuenta y riesgo e intentó no dejar pistas. ¿Por qué? ¿Qué la había hecho salir? Tenía que haber recibido algún mensaje o verse obligada a ello. ¿Acaso tenía un amante secreto? ¿Acaso las había traicionado con alguna otra casa vampírica?

Ulrika volvió a mirar a Imma.

—¿Dónde guardaba la señora Alfina su correspondencia privada? Las cosas que no quería que ni tú ni Herr Aldrich leyerais.

La doncella vaciló y se mordió el labio inferior.

—Está muerta, Imma —dijo Ulrika con impaciencia—. Ya no necesita secretismos.

Imma asintió con la cabeza y señaló un ornamentado armario que había cerca de la cama de Alfina.

—Tiene un fondo falso. El cierre está hechizado de modo que sólo la señora Alfina pudiera abrirlo. —Se sonrojó—. Aunque yo nunca lo he intentado.

Ulrika sonrió y se puso de pie.

—Por supuesto que no.

Fue hasta el armario y lo abrió. Estaba atestado de hermosos vestidos, abrigos y capas, con el fondo cubierto por montones de delicados zapatos. Ulrika los apartó para mirar el panel de madera de debajo. No se veía juntura ni aldaba. Parecía totalmente sólido. Lo golpeó con los nudillos. Incluso así parecía sólido. Intentó ejercer sus nuevos sentidos y buscar la ilusión que encubría la cerradura, pero sólo logró ver unas pocas zonas negras ondulantes que se desvanecieron en cuanto las miró. No tenía el suficiente control sobre su visión mágica como para ver a través de cosas como ésa.

Suspiró y miró hacia la puerta. Podía esperar a que la condesa volviera de «consolar» a Herr Aldrich, pero sentía demasiada impaciencia. Quería saber ahora.

Con un gruñido, alzó una mano y descargó un golpe seco sobre el panel, que se rajá en dos a lo largo. Retiró los trozos y miró debajo. Dentro de un cajón poco profundo había una pila de cartas, diarios y joyas. Ulrika iba a revisarlos cuando vio, justo encima, un pequeño trozo de vitela doblado sobre el que se veía escrito «Frau Alfina Aldrich» con una letra pulcra y clara. Lo cogió y lo desdobló. En el interior, con la misma letra, habían escrito una nota corta:

Quinientas coronas de oro en la casa de puerta negra cercana a la esquina de Meissengstrassey Hoff a medianoche de mañana, o se as dejará al descubierto igual que a vuestras hermanas.

Ulrika se quedó mirando la nota. ¿Quién podía ser lo bastante estúpido como para intentar chantajear a un vampiro? La respuesta le llegó con rapidez. Alguien que tuviera el poder para descuartizarlo miembro a miembro si se negaba a pagar. Siguió otra pregunta. ¿Por qué? ¿Por qué alguien que tuviera un poder semejante se rebajaría al simple chantaje?

Justo entonces Ulrika oyó pasos en el pasillo. Se levantó y cerró el armario. Se abrió la puerta y entró Gabriella, que cerró tras de sí y se quedó allí de pie, durante un momento, con los ojos cerrados.

—¿Estáis bien, señora? —preguntó Ulrika.

Gabriella se estremeció y luego sonrió débilmente.

—Al menos puedo agradecer que ha sido breve, y creo que nuestra posición aquí ha quedado consolidada. —Irguió los hombros y avanzó hacia el interior de la habitación mientras se soltaba los lazos—. ¿Y tú, querida? ¿Te has recuperado de las emociones de esta velada?

—Estoy bien, gracias —replicó Ulrika—. Pero mirad, he encontrado algo. —Avanzó ansiosamente hasta Gabriella y le tendió la nota—. Estaba en el armario.

Gabriella la leyó, y luego frunció los labios.

—¿Chantaje? No lo habría creído probable. Aun así, nos proporciona algo sobre lo que trabajar. —Alzó la mirada hacia Ulrika y sonrió—. Has hecho bien. Mañana irás a esta dirección, a ver qué puedes encontrar. Pero por ahora… —suspiró y se apartó de ella para continuar desvistiéndose—, si fueras tan amable de traer un poco de agua caliente, tengo una necesidad desesperada de bañarme.