NUEVE

NUEVE

La señora Matilda

Ulrika había esperado poder hablar más con Gabriella acerca de sus dudas sobre la teoría de la loba de Hermione, pero la condesa había insistido en que viajaran todos juntos en el mismo carruaje con el fin de seguir intentando que Hermione entrara en razón, así que a Ulrika se le negó la oportunidad de hablar a solas con su señora. En cambio, se sentó junto a Famke, mientras en el asiento de enfrente sus señoras discutían sobre lo que deberían hacer y decir una vez que llegaran a casa de Mathilda.

A Ulrika, la conclusión del asunto le parecía que estaba decidida de antemano, porque Hermione había armado a su grupo para la guerra. Justo al otro lado de las portezuelas, Rodrik y von Zechlin hacían guardia sobre los estribos, provistos de peto y con espadas y pistolas sujetas a la cintura, mientras que los otros carruajes las seguían, con la señora Dagmar y sus guardias en su propio vehículo y el resto de los hidalgos de Hermione, armados hasta los dientes, en el tercero.

Según la experiencia de Ulrika, si uno se encaminaba a una negociación con armas cargadas, era casi seguro que acabaran por dispararse. Hermione mataría a la mujer lobo, aunque era improbable que se tratara de la culpable, y luego Ulrika y la condesa se pondrían manos a la obra para hallar al verdadero asesino. No era justo ni correcto, pero no parecía haber ninguna manera de impedirlo, y, por tanto, a Ulrika la discusión entre Hermione y Gabriella le parecía carente de sentido e irritante, así que aparto los ojos de ellas y se puso a mirar por la ventanilla del carruaje para dedicar su atención a las vistas y sonidos de la ciudad.

Los vendedores de amuletos y vendedores de periódicos aún estaban por todas partes, gritando acerca de vampiros y desapariciones, y garantizando protección contra ellos. En una esquina había una mujer que vendía cascabeles provistos de una cuerdecilla.

—Ponédselos alrededor del cuello a los bebés —gritaba—, ¡y oiréis si los demonios intentan arrebatarlos de sus cunas!

En otra esquina, un tipo con un sombrero de ala ancha y una ropa que constituía un patético intento de parecerse al atuendo de un cazador de brujas, hacía el gran negocio sometiendo a las mujeres a una prueba de vampirismo en el sitio.

—Un pinchacito de mi cuchillo de plata, caballeros —gritaba—, y lo sabréis con seguridad. ¡Hacedle la prueba a vuestra esposa! ¡Hacedle la prueba a vuestra doncella! ¡Hacedle la prueba a vuestra hija! ¡Sólo un pfennig el pinchazo!

En el exterior de una taberna que había enfrente, dos tipos groseros les ofrecían a las damas que pasaban dos buenos pinchazos por un pfennig, aunque no tenían ningún cuchillo de plata.

Cuando el carruaje atravesó el Gran Puente sobre el río Reik, Ulrika volvió a maravillarse ante las industriosas forjas y fundiciones que había a lo largo de la orilla sur. ¿Acaso nunca se detenían? Hacía horas que se había puesto el sol y en el aire aún sonaban los golpes y se veía el anaranjado resplandor de los fuegos reflejado en la superficie del agua, como otros tantos parpadeantes ojos de demonio.

Cuando los carruajes salieron por el otro extremo del puente, pasaron entre un par de gigantescos talleres de manufactura de armas de fuego cuyas gigantescas chimeneas vomitaban humo negro que eclipsaba las estrellas. Parecían ceñudos centinelas que guardaran la entrada del vasto vecindario sórdido que se hallaba al otro lado: un miserable laberinto de fangosas calles sin pavimentar, casas de aspecto poco estable, tabernas de mala muerte, desvencijadas curtidurías y ruinosos mataderos llamado Faulestadt.

La gente que iba a paso rápido por las calles tenía un aspecto tan desharrapado y mugriento como su mundo, trabajadores de la fundición con la cara sucia de hollín que acababan de terminar su turno, pescaderas de mejillas hundidas que tiraban de sus carretones, camino de casa, después de pasar todo el día ofreciendo sus mercancías al norte del río, niños roñosos acuclillados en los portales como gatos salvajes, chulos, rameras y carteristas que contemplaban con ojos calculadores al resto. Pero aunque sus vidas parecían poco prometedoras, en aquellos campesinos había una ruda vitalidad que Ulrika hallaba atractiva, una obstinada determinación de vivir que les confería una energía contagiosa. Cerró los ojos e inhaló. El aroma de su sangre, que entraba a ráfagas en el carruaje, tenía un olor tan fuerte y tosco como kvas barato, y sin duda sería igualmente vigorizante.

También percibió olor a miedo. La histeria vampírica que se había apoderado del resto de Nuln también había arraigado allí. Los vendedores de amuletos y predicadores callejeros hacían su agosto, e incluso los más pobres de los mendigos que se acurrucaban en la cuneta llevaban el símbolo del martillo de Sigmar o la cabeza de lobo de Ulrik como protección contra la noche, aunque sólo fuera pintada sobre la piel con fango. Gabriella tenía razón. Había que hacer que aquella ola de pánico retrocediera antes de que las ahogara a todas ellas.

—¿Cuánto hace que eres hermana? —susurró una voz en su oído.

Ulrika se sobresaltó y se volvió. Famke estaba sonriéndole, a apenas unos centímetros de la cara, con un brillo alegre en sus ojos verde pálido.

—¿Yo? —preguntó Ulrika, ligeramente enervada—. Eh… sólo unas semanas.

Los ojos de Famke se abrieron más.

—¿Unas semanas? ¡Eres un bebé! ¡Soy mayor que tú!

Ulrika soltó un bufido. ¿Cómo podía ser mayor que ella alguien tan joven y desgarbada?

—¿Qué edad tienes tú, entonces? —preguntó.

—La dama Hermione me creó en otoño del año pasado —dijo, y luego le dedicó una ancha sonrisa—. Tengo cinco meses más que tú.

Ulrika le devolvió la sonrisa. Resultaba imposible enfadarse con aquella jovencita.

—Eso sí que es ser antigua —bromeó—. Me siento honrada de que alguien tan sabia y mundana se digne hablar con un bebé tan inferior como yo.

Famke reprimió una risa con una mano de largas uñas y le lanzó una mirada a su señora, que aún discutía en el asiento de enfrente, antes de volver a inclinarse hacia Ulrika.

—Me parece muy justo. En ese caso, seremos bebés juntas. ¿Y quién eras tú antes de que la condesa te creara?

La sonrisa de Ulrika vaciló.

—Era la hija de un boyardo del norte de Kislev, pero la condesa no me creó —replicó en voz baja—. Soy… soy adoptada. Fui creada por un villano llamado Adolphus Krieger en contra de mi voluntad. La condesa fue lo bastante buena como para rescatarme de mí misma cuando lo mataron.

La cara de Famke se entristeció, y la jovencita tocó un brazo de Ulrika.

—Lo siento —dijo—. No lo sabía. Tiene que ser aterrador recibir el beso sin haber consentido.

Ulrika sólo pudo asentir con la cabeza, porque le habría temblado la voz si hubiera hablado.

—Así que —dijo, pasado un momento—, ¿tú consentiste en recibirlo?

—Ah, sí —respondió Famke—. Con todo mi corazón. Verás, la dama Hermione también me rescató a mí. Mi padre… —La muchacha hizo una pausa, y Ulrika se dio cuenta de que estaba dominando alguna emoción, igual que acababa de hacerlo ella—. Mi padre, aunque no era un vampiro, era un villano de todos modos. Vio… oportunidad en mi belleza. —Apreté los puños—. Igual que la había visto en la de mi madre.

Ulrika gruñó para sí. No le gustaba oír ese tipo de cosas. Cubrió una mano de Famke con una de las suyas.

—También yo lo siento.

Famke se encogió de hombros, como si se quitara de encima un peso, y le dedicó una deslumbrante sonrisa.

—No importa. La dama Hermione también vio oportunidad en mi belleza, pero me dijo que me convertiría en dueña de ella, en lugar de en su esclava. Me enseñaría cómo hacer que todos los hombres se arrastraran ante mí en lugar de encogerme yo ante ellos. Yo… yo no veía la hora de recibir su beso.

Ulrika miró a Famke, otra vez enervada. Debajo de la naturaleza dulce de la muchacha había una cólera que resultaba atemorizadora.

—Espero que encuentres lo que buscas —dijo al fin.

Famke le dedicó una ancha sonrisa con los ojos destellantes.

—Ya lo he encontrado. En cuanto fui capaz de levantarme después de que la dama Hermione me convirtiera, volví a la casa de mi padre.

Ulrika parpadeó cuando quedó claro qué quería decir la joven.

—Ah —dijo—. Entiendo.

—¿Mataste tú también a tu torturador? —preguntó Famke, como si hablara del tiempo.

Ulrika negó con la cabeza.

—No, todavía estaba inmersa en los dolores del nacimiento y no podía pensar. Lo mataron mis antiguos compañeros…, un par de enanos matatrolls y dos hombres amigos míos, un poeta y un mago. Buenos hombres y buenos amigos. Atravesaron todo Kislev y toda Sylvania para rescatarme.

La jovencita frunció los labios y apartó de ella la mirada, para desaparecer en su propio interior de modo tan brusco como había iniciado la conversación.

—No hay hombres buenos —dijo.

Ulrika miró durante un largo momento el hermoso perfil de Famke, que se había tornado tan duro y frío como el de una estatua, y deseó poder desenterrar e instilar vida al cadáver del padre de la muchacha, con el solo fin de poder volver a matarlo.

Los carruajes se detuvieron en el corazón mismo del Faulestadt. Una taberna baja y amplia, con el tejado combado hacia abajo, que parecía arrellanarse en una esquina de una manzana de edificios de viviendas miserables, con un farolillo rojo colgado de un gancho encima de la puerta. La luz encarnada iluminaba el cartel del local, una cabeza de lobo embalsamada montada sobre una placa, con zonas peladas y descolorida debido a la exposición a los elementos, y a la que faltaba uno de los ojos de vidrio.

Aunque no vio ningún guardia cuando se aproximaron a la taberna, a Ulrika le resultó obvio que los habían visto, porque un villano flaco que llevaba sobre un hombro un garrote revestido de hierro salió con andares fanfarrones y alzó una mano antes de que pudieran detenerse en el patio.

—Este no e sitio pa gente bien, señoría —dijo arrastrando las palabras mientras avanzaba hacia la ventanilla del carruaje de Hermione—. Ma vale que vayan a curiosea por otro lado.

—Hemos venido a ver a la señora Mathilda —declaró Hermione con aire altivo—. Somos sus «hermanas». —Pareció admitir esa última palabra con gran desagrado.

El villano se acercó más para mirar a Hermione, y luego a Gabriella y a Dagmar que estaban detrás de ella. Tragó saliva, nervioso, luego se tocó los rizos de la frente y adoptó una repentina actitud respetuosa.

—Lo siento, señora. No os he reconocio. —Señaló calle abajo—. Entra por el primer callejón y dar la vuelta hasta la parte de atrás. Ahí e como ma privao.

—Gracias, buen hombre —dijo Hermione, para luego retirarse al interior del carruaje y hacerle una señal al cochero con el fin de que continuara.

Cuando arrancaron, Ulrika oyó que el guardia fanfarrón lanzaba un agudo silbido detrás de ellos.

—¡Dirk! —gritó—. ¡Dile a su señoría que tiene visitas!

Gabriella miró por la ventanilla cuando el carruaje giró en el estrecho callejón y los muros oscuros se cerraron a ambos lados de ellos.

—¿Estamos metiendo la cabeza dentro de una trampa de la que será difícil salir? —preguntó.

Hermione agitó una mano.

—Los matones de Mathilda no son más que delincuentes de callejón. Bertholt podría abrirse camino fuera de este antro él solo.

Gabriella frunció el ceño pero no dijo nada. Ulrika sabía cómo se sentía. Si aquella tal Mathilda estaba detrás de los asesinatos de las otras lahmianas, y se llegaba a producir una pelea, no lo pasarían muy bien. Bajó los ojos hacia el hermoso vestido que llevaba y deseó que la condesa le hubiera permitido llevar la ropa de montar aquella noche.

El carruaje se detuvo con brusquedad y se oyó la voz del cochero procedente del pescante.

—Esto es un callejón sin salida, señora —dijo—. No sé…

Un traqueteo metálico acompañado de rechinos ahogó la voz del hombre, cosa que hizo que Ulrika y las demás se pusieran en guardia. ¿Era un ataque? Ulrika se asomó a mirar por la ventanilla. Lo que había parecido ser un sólido muro estaba retrocediendo para dejar a la vista un cuadrado patio fangoso rodeado por la parte trasera de un círculo de edificios de viviendas. Al parecer, los dominios de Mathilda eran algo más que simplemente la taberna de la esquina de la calle. El pensamiento no la tranquilizó.

—Adelante, señorías —gritó una áspera voz femenina.

Los carruajes volvieron a arrancar, y una vez que hubieron atravesado la puerta secreta, ésta se cerró detrás de ellos con el mismo traqueteo metálico acompañado de rechinos.

—Los dientes se cierran —murmuró Gabriella.

Cuando los carruajes se detuvieron en el centro del patio, Ulrika vio desaliñados mercenarios con armas largas y ballestas que los observaban desde las ventanas de los edificios de viviendas, y una docena más que salían por la puerta posterior de la taberna, cuyos empinados tejados se alzaban en el otro extremo del patio. Estos hombres rodearon los carruajes con las armas desenvainadas. Ulrika intentó imaginarse a von Zechlin abriéndose paso a través de ellos a punta de espada con sus botas de tacón alto, y se encontró con que no podía. Tal vez tenía virtudes ocultas.

Hermione miró el círculo de mercenarios cuando von Zechlin le abrió la portezuela desde el exterior, y vaciló. Gabriella sonrió, sin humor, detrás de ella.

—¿Estás cambiando de idea respecto a venir a atormentar a la loba en su propio cubil? —preguntó.

Hermione hizo una mueca despectiva.

—¡Bah! —dijo—. No son nada. Una vez que Mathilda esté muerta, se pelearán por besarnos el ruedo del vestido. —Echó atrás los hombros y descendió al fangoso suelo como si fuera la dueña del lugar. Gabriella la siguió, y Ulrika y Famke salieron tras ella, mientras Rodrik y von Zechlin les tendían la mano a una tras otra y Dagmar y el resto de los guardias de Hermione salían de sus carruajes para reunirse con ellas.

Salió a recibirlos una mujer joven y flaca, con el pelo teñido con alheña y terribles granos en la cara. Llevaba un vestido rojo, y un gancho de marinero metido dentro del cinturón de cuero que le ceñía el talle.

—Eh —dijo a modo de saludo—. ¿A qué debe mi señora este placer?

Hermione miró a la mujer con aire de superioridad.

—Ése es un asunto privado entre la señora Mathilda y yo.

La mujer de pelo rojizo sonrió al resto del grupo y dejó a la vista unos dientes prominentes y amarillentos.

—Si fuera un asunto privado, ¿por qué ibais a traer a tanta gente?

Los mercenarios del patio se rieron, y Ulrika vio que los hombres de las ventanas los apuntaban con sus armas.

—Y que lo digas, Roja —dijo uno.

—Basta de impertinencias, ramera —le espetó Hermione—. Ve a buscar a tu señora.

—Ya os está esperando —dijo la mujer—. Pero no os recibirá a todos. Sólo a las damas. Los perros guardianes tendréis que esperar aquí.

Hermione miró ansiosamente a Gabriella.

La condesa se encogió de hombros.

—¿Qué esperabas? —murmuró.

Hermione estaba que echaba humo. Se volvió a mirar a la mujer de rojo.

—No entraré en este lugar sin llevar al menos un escolta. El resto puede esperar.

—También yo llevaré un guardia —dijo Gabriella.

Roja frunció el ceño, luego se volvió a mirar a un hombre enorme que llevaba un mandil de cuero y esperaba en la puerta posterior de la taberna. Él respondió con un asentimiento de cabeza casi imperceptible, y la mujer se volvió hacia ellas.

—Sólo dos matones, entonces —dijo—. Pero ni uno más. Acompañadme.

Les hizo una señal para que cruzaran el patio y atravesaran la puerta de la taberna. Rodrik y von Zechlin entraron en primer lugar, como los paladines que eran, pero Gabriella atrajo a Ulrika hacia sí para tenerla más cerca.

—Tú eres mi arma secreta en este caso, por si algo se tuerce —susurró—. Mi daga de corpiño, ¿me entiendes?

—Sí, señora —replicó Ulrika, y un escalofrío le recorrió la columna. Una parte de ella esperaba que su señora no tuviera que enfrentarse con ningún peligro, y otra parte rogaba que sí.

Y, a primera vista, parecía que sus ruegos habían sido oídos. Cuando entraron en la taberna esperaba que los hubieran llevado a la cocina o cuarto trasero, pero en el momento en que Roja los condujo a través de una puerta baja ante la mirada del hombretón de mandil de cuero, se encontraron en un corredor oscuro, casi demasiado estrecho como para volverse y demasiado angosto como para luchar en él. Ulrika observó con desconfianza las paredes y el techo. En ellos había extrañas aberturas que le recordaron vivamente las saeteras que podían encontrarse en las entradas de los castillos.

Al adentrarse más, Ulrika oyó sonidos de escandalosa diversión y percibió el hedor de la cerveza rancia, el vómito y los cuerpos sucios que se filtraba a través de los muros. Por encima oía sonidos de diversión de otro tipo, y olía un miasma de perfumes vulgares.

—Un verdadero emporio del vicio —murmuró Gabriella.

Roja la oyó y sonrió.

—Una isla de placer en un océano de miserias, como dice su señoría —apuntó, al tiempo que abarcaba el entorno con un gesto—. Chicas arriba, y también chicos, si es lo que se pide, bebida y baile en la taberna; cartas y dados abajo, amapola y hierba para fumar aún más abajo. Algo para cada uno.

—Parece… provechoso —comentó Gabriella, cortés.

—Nos las apañamos —replicó la mujer.

Giraron para descender por una escalera cerrada de caracol hacia las entrañas del edificio, y con cada tramo que bajaban Ulrika oía y olía cosas que confirmaban lo dicho por la mujer: repicar de dados y gritos de consternación en el primer nivel del sótano, el nauseabundo y dulce hedor del humo narcótico en el segundo. Pero la escalera no acababa allí. Al continuar descendiendo y pasar por un tercer nivel, oyó lastimeros gemidos y cansadas súplicas.

Gabriella le lanzó otra mirada a la guía.

Roja volvió a sonreír.

—El hotel negro —dijo—. Un pequeño servicio que proporcionamos a las, mmm… clases profesionales. Un lugar para que se oculten los fugitivos de la justicia y para esconder a los objetivos secuestrados mientras negocian el rescate.

—Apuesto a que ese negocio produce pingües beneficios —apuntó Gabriella.

—Así es —respondió la mujer, y luego continuó.

Descendieron otros tres tramos de escalera, y con cada escalón Ulrika sentía sobre sí la presión del peso de todos los niveles superiores.

—Ilusión por todas partes —le murmuró Gabriella al oído—. Nos hemos desviado por tres escaleras secundarias a medida que descendíamos por este infierno, aunque parece que hayamos permanecido en una sola. Quien no tenga visión de bruja, jamás logrará volver a salir de aquí.

Ulrika tragó y miró en torno. No se había dado cuenta de nada. Se concentró con ahínco, intentando ver con la mente y no con los ojos y durante un breve segundo creyó ver puertas y otras escaleras que se desviaban de la que ellos seguían, pero la visión volvió a desvanecerse.

—En ese caso, permaneceré a vuestro lado, señora —dijo. Gabriella le dio unas palmaditas en un brazo.

—Ya hemos llegado —anunció Roja, para luego pasar más allá de Rodrik y von Zechlin cuando la escalera acabó en una pequeña habitación cuadrada que parecía no tener puerta alguna, pero que también estaba cribada de pequeños agujeros en muros, techo y suelo. Avanzó hasta la pared opuesta y llamó con los nudillos mientras los otros se reunían, precavidos, en el centro de aquella caja mortal.

—Visitante para la señora —anunció.

Cuando Roja retrocedió, apareció una puerta en la pared. Ulrika parpadeó, porque no apareció de repente como algo producto de un truco de magia, sino que simplemente estaba allí, como si ella no se hubiera percatado antes de su existencia, como si no hubiera mirado ese lugar exacto.

Roja la abrió e hizo una genuflexión exagerada.

—Entrad, señorías.

Hermione rehízo su altiva dignidad, que se había desmoronado un poco durante el enervante descenso, y entró a paso majestuoso en la habitación, el mentón en alto, con el mismo aspecto que un galeón en miniatura con todo el trapo desplegado. Von Zechlin la siguió de cerca, y luego entraron Famke, Rodrik, Gabriella y Ulrika.

La habitación del otro lado de la puerta oculta era como el harén de un califa árabe, si bien decorado por un trapero demente. A primera vista parecía una habitación obscenamente opulenta, una rutilante cueva de tesoros que lanzaban destellos rojos, dorados y púrpuras a la luz de cien velones. Divanes de terciopelo y mesas doradas rodeaban un hogar tallado, y el suelo era un collage multicapas de alfombras orientales sobre el que había una confusión de ornamentadas lámparas, jarrones y estatuas. Pero al examinarlo desde más cerca se veía que los muebles tenían arañazos y zonas peladas, a las alfombras se les veía la trama, y todos los objetos de decoración habían sido rescatados de la basura. Lo que destellaba era vidrio, y el oro era latón, que, además, tenía abolladuras.

En medio de aquel deslucido exceso, un curioso cuadro vivo apareció ante los ojos de las lahmianas. En el diván más cercano al fuego yacía, boca abajo, una mujer de pelo negro con enaguas rojas aferrada a una almohada; sobre ella se inclinaba una regordeta muchacha sudorosa vestida con un andrajoso uniforme de doncella, que le apoyaba una rodilla sobre la cintura al tiempo que tiraba con todas sus fuerzas de las cintas de un corsé de ballenas.

—¡Más fuerte, zorra! —gritaba la mujer—. No me he arrancado las costillas inferiores para nada. ¡Quiero poder rodearme la cintura con las manos cuando acabes!

—Sí, señora —dijo la muchacha, y volvió a tirar.

La mujer del diván alzó la mirada hacia las visitantes con una sonrisa burlona.

—Sólo un momento, cariños —dijo—. Me habéis pillado a medio arreglar. Poneos cómodas.

Ni Hermione, ni Gabriella ni Dagmar aceptaron la oferta, sino que se quedaron de pie, inquietas, en el centro de la estancia, mientras la doncella bufaba y resollaba al apretar las últimas cintas.

Mientras esperaban, Ulrika examinó a la mujer que supuso que tenía que ser la señora Mathilda. No habría podido imaginar una criatura menos parecida al resto de las hermanas lahmianas. De rasgos toscos y labios gruesos, con una melena ingobernable de pelo negro como el azabache que le caía por la espalda y sobre el rostro, no era hermosa, ciertamente, pero a pesar de eso y de la profunda cicatriz que tiraba hacia arriba de la comisura izquierda de la boca en una permanente mueca despectiva, era turbadoramente atractiva. De sus ojos de ónice radiaba un crudo magnetismo que prometía deleites rudos y groseros. Su cuerpo, cuando la doncella por fin acabó su monumental tarea y Mathilda se puso de pie para recibir a las visitas, prometía lo mismo, y en abundancia. Tenía curvas que rivalizaban con las de una galera tileana, y unos sensuales andares lentos que sabían cómo realzarlas. Avergonzaba a la prodigiosa señora Dagmar.

—Bueno, hermanas —dijo mientras la doncella la ayudaba a ponerse el corpiño y las mangas—. Esto es muy amable por vuestra parte. No creo que hayamos disfrutado antes del placer de vuestra compañía al sur del río. Ni que hayamos conocido a vuestros amigos.

—Deja el jabón para tus clientes, Mathilda —le espetó Hermione—. Sabes muy bien por qué hemos venido.

Mathilda abrió mucho los ojos.

—Yo no, mi dama. Me he quedado todo el tiempo en casa como ordenaste. Hace días que no abandono esta habitación.

—Desde luego —replicó Hermione con los labios fruncidos—. Pero apuesto a que las noches son otra cosa.

Gabriella avanzó e hizo una respetuosa genuflexión antes de que Mathilda pudiera responder.

—Soy la condesa Gabriella von Nachthafen —se presentó—, enviada por nuestra reina para ayudar a la dama Hermione a acabar con los asesinatos de nuestras hermanas. Era sobre eso que deseábamos hablar contigo.

La señora Mathilda correspondió a la genuflexión de Gabriella con un asentimiento de cabeza y una mirada más apreciativa.

—Que tengas suerte, entonces —dijo—. Su señoría, ciertamente, no está consiguiendo mucho.

—¡Lamento discrepar! —protestó Hermione con rigidez—. ¡De hecho, con la ayuda de mi paladín aquí presente, el señor von Zechlin, he descubierto al culpable!

—¿Ah, sí? —Mathilda alzó una ceja pintada—. ¿Quién es, entonces?

Hermione señaló a la mujer con un dedo adornado por un anillo.

—Tú.

Mathilda volvió a abrir mucho los ojos, y esta vez Ulrika pensó que la reacción podría ser genuina.

—¿Yo? —Mathilda soltó una risa explosiva y luego se tendió en el diván, exhibiendo sus curvas de la mejor manera posible—. ¿Y por qué iba a matar a Rosamund y a Karlotta, que nunca me hicieron ningún daño?

—Estás olvidando a la señora Alfina, loba —intervino von Zechlin.

Mathilda pasó la mirada de él a Hermione.

—¿Alfina también está muerta? ¡Por la reina, eso sí que es mala cosa! ¿De la misma manera?

Hermione hizo una mueca de desprecio.

—Tu sorpresa está casi tan bien orquestada como tus ilusiones, hermana. Y es igual de falsa. —Se sacó el pañuelo de la manga y lo arrojó sobre la mesa—. Mira eso —dijo—. ¡Ábrelo!

Mathilda le lanzó una mirada furiosa, se levantó y fue hasta la mesa a paso lento para desdoblar el pañuelo y dejar a la vista el negro bucle que contenía. Alzó la mirada hacia Hermione con el ceño fruncido.

—¿Lo sacaste de tu cepillo para el pelo? —le preguntó.

—¡De tu pelaje! —Le espetó Hermione—. Pelo de lobo. Bertholt lo encontró en la escena del asesinato de Alfina, junto a un rastro de huellas de patas.

Mathilda la miró con ojos desorbitados durante un momento y luego soltó una estruendosa carcajada.

—¿Ésta es la prueba que tienes? ¿Unos pocos mechones de pelo?

—De la bestia que asesinó a nuestra hermana —dijo Hermione—. Es suficiente. ¿Quién más, entre nosotras, puede convertirse en lobo? ¿Quién más puede descuartizar a un vampiro miembro a miembro?

—Pero ¿por qué iba a querer yo hacer eso? —preguntó Mathilda al tiempo que avanzaba, enojada—. Ya te lo he dicho. A mí no me hicieron nada malo.

Al avanzar, la acompañó su perfume, un hedor barato a rosas. Ulrika inhaló, buscando lo que ocultaba. Debajo encontró tierra y moho, y el habitual almizcle seco de las lahmianas, pero no los olores que esperaba encontrar.

—Ah, pero sí que te lo hicieron —gruñó Hermione a la madama—. Ellas vivían bien, cosa que debía herirte en lo más profundo, atrapada en esta choza plagada de pulgas. ¡Tienes intención de matarnos a todas y ocupar nuestros sitios! Para robar lo que no tienes derecho a tomar.

Mathilda soltó una ruidosa carcajada.

—¿Piensas que quiero eso? —preguntó—. ¿Tener que andar por ahí con ademanes amanerados y dándome aires todo el tiempo? ¿Tener que vigilar lo que hago a cada segundo del día? ¡No, gracias! Éste es mi sitio. Aquí gobierno más completamente de lo que tú gobiernas el vecindario en el que te ocultas, y ésa es la verdad.

Ulrika volvió a inhalar, esta vez más profundamente. Había, en efecto, un olor animal presente, como si ni siquiera en su forma humana la madama pudiera ocultar del todo su naturaleza, pero no era el mismo olor que el del pelo que había encontrado en el fango. Se trataba de uno más salvaje, más de lobo que de perro, y del hedor de cadáver de campo de batalla no halló ni el más leve rastro. Se desplazó disimuladamente hasta Gabriella mientras Hermione y Mathilda continuaban gritándose la una a la otra.

—Señora —murmuró—, no encuentro en la señora Mathilda el mismo olor que hallé en el cadáver de la señora Alfina y en el exterior del Lirio de Plata.

Gabriella le lanzó una penetrante mirada con el rabillo del ojo.

—¿No fue ella, entonces?

Ulrika se encogió de hombros.

—Podría estar ocultando el olor, pero tampoco los mechones de pelo huelen como ella. Y su olor no estaba por ninguna parte en la escena del crimen.

Gabriella asintió con la cabeza y luego lanzó una torva mirada a Hermione.

—Gracias.

—¡Es mentira! —estaba diciendo Hermione—. ¿Quién podría querer vivir aquí? Es imposible que tú…

Gabriella inspiró profundamente y dio un paso al frente.

—Dama Hermione, espera. Temo que hayamos venido aquí por error.

Hermione se volvió, con los ojos echando chispas.

—¿Qué dices?

—Has seguido la pista del lobo equivocado —afirmó Gabriella—. El pelo que recogió el señor von Zechlin no pertenece a la señora Mathilda, ya que su olor no es el de ella, y el olor de ella no estaba presente ni en el exterior del Lirio de Plata ni sobre el cadáver de Alfina.

Mathilda sonrió enseñando los dientes.

—Ahí lo tienes. ¿Ves?

Hermione miró fijamente a Gabriella.

—¿Qué tontería es ésta? ¿Estás intentando engañarme?

—No es ningún engaño, hermana —insistió Gabriella—. Sin duda recuerdas que todos rodeamos el cadáver de Alfina en la cocina de tu casa. ¿Captaste el olor de Mathilda sobre ella? Yo no.

—Yo no ando por ahí olfateando cadáveres —replicó Hermione—. Es repugnante. Y… —De repente frunció el ceño y luego entrecerró los ojos—. ¿Y cómo sabes tú que su olor no estaba presente en el exterior del Lirio de Plata? ¿Es que no te prohibí ir allí? ¿Me desobedeciste?

Gabriella vaciló durante un brevísimo instante antes de hablar.

—Yo no fui allí, hermana. Hice lo que me ordenaste y me establecí en casa del maestro gremial Aldrich, pero no diste ninguna orden parecida a mi protegida.

Ulrika ocultó una sonrisa cuando Hermione resopló entre los dientes.

—¡Intrigante! —gritó—. ¡La orden era para ti y para tu personal!

—Te pido disculpas, hermana —dijo Gabriella—. Debo de haberte malinterpretado. En cualquier caso, Ulrika fue el único vampiro que examinó la escena, y percibió cosas que el señor von Zechlin, sólo humano a pesar de toda su astucia, fue incapaz de detectar. Y ella me asegura que el olor de la señora Mathilda no estaba allí.

—¡Entonces es que ella lo disimuló! —Insistió Hermione—. ¡O lo ha cambiado ahora! ¡Ha encubierto su rastro!

Gabriella asintió con la cabeza.

—Eso es posible, en efecto, pero no seguro, y para acusar a una hermana de matar a otra hermana tienes que estar segura. La reina no aceptará menos que eso. Tenemos que hallar más pruebas.

Hermione los miró a todos, y luego sus delicados puños se cerraron en un gesto de frustración.

—¡Esto es una locura! ¡Yo no recuerdo ningún olor! ¡Y sólo tengo tu palabra de que lo había! —Una luz afloró a sus ojos—. ¡Ya sé qué es esto! ¡Quieres ser tú quien encuentre la prueba! ¡Quieres ser tú quien se gane el favor de la reina, así que finges que mi prueba no tiene valor! ¡Bueno, pues no caeré en tu trampa! —Señaló a Mathilda con un dedo—. Como jefa de las lahmianas de Nuln, os ordeno que ejecutéis a esta puta loba asesina.