OCHO

OCHO

Consejo de guerra

—¡Ulrika!

Ulrika despertó con sobresalto al recibir un golpe en una mejilla. Parpadeó y se esforzó por levantarse, pero no pudo. Sentía las extremidades débiles y como paralizadas y la mente aturdida.

Otro golpe.

Siseó y se echó atrás, para luego alzar los ojos entrecerrados hacia su atacante. La condesa Gabriella se encontraba de pie ante ella, vestida para salir, y mirándola con ferocidad.

—Levántate, muchacha —le espetó—. ¿Dormirás también durante toda la noche?

Ulrika miró a su alrededor, con la cabeza palpitándole y la sensación de tener las extremidades de plomo. Se encontraba en la cama de Gabriella, aún vestida con ropa de montar, y la luz que se filtraba por los costados de las cortinas que cubrían las ventanas era del color del ocaso. Gimió. No se había sentido tan enferma desde… Tuvo un pensamiento horrible cuando la memoria volvió como un torrente doloroso a su mente. Volvió a mirar en torno.

—¡La doncella! Imma —exclamó—. ¿La…? —Dejó escapar un suspiro de alivio al ver que la muchacha yacía, inconsciente, en el diván que había al otro lado de la habitación, envuelta en mantas—. ¿Está viva, entonces?

La condesa le volvió la espalda mientras se ponía un par de guantes largos.

—No gracias a tu compasión, precisamente. —Suspiró y se acercó a la chica—. Si yo no hubiera estado presente tendrías otra alma sobre tu conciencia. —Acarició el pelo de la doncella—. Casi le arranco la garganta a la chica cuando intentaba apartarla de tus colmillos.

Ulrika cerró los ojos, avergonzada. El mundo giraba de tal modo tras sus párpados que le causaba mareo.

—Lo… lo lamento, señora —se disculpó, y bajó la cabeza—. Mi falta de control es inaceptable. Os prometo que no volveré a hacerlo, y…

Gabriella suspiró y se volvió hacia ella.

—Estabas herida, tenías la enfermedad del sol. Puedo hacer una concesión por eso… esta vez. Pero como ya te he dicho antes, no existe ningún momento en el que pueda perderse el control sin riesgos. Nuestras vidas son una interminable prueba de templanza, y es cuando fallamos esa prueba que morimos de verdad. Aun cuando sintamos un dolor abrumador, no debemos dejarnos llevar por la bestia.

—Lo entiendo, señora —asistió Ulrika—, y os agradezco que me perdonéis.

Gabriella agitó una mano.

—Olvídalo. Ahora, vístete. Nos ha convocado la dama Hermione. Dice haber descubierto quién es el asesino.

—¡¿Qué?! —Ulrika se desenredó trabajosamente de las sábanas y se levantó de la cama, con el cerebro lleno de sangre chapoteándole dentro del cráneo como una bolsa de gachas—. ¿Ha encontrado al hombrecillo, entonces?

Gabriella alzó una ceja.

—¿Qué hombrecillo?

Ulrika empezó a quitarse la ropa de montar.

—Vi a un hombrecillo que se ocultaba tras una capa con capucha y me observaba cuando fui a investigar al burdel. Lo perseguí, pero… —Hizo una pausa, ya que de repente no estaba segura de sí le convenía hablarle a Gabriella del joven cazador de brujas, Friedrich Holmann—. Pero hizo un hechizo, se desvaneció y no fui capaz de seguirlo.

—¿Un brujo? —Preguntó Gabriella—. ¿Crees que ha tenido algo que ver con la muerte de la señora Alfina? ¿Qué es el asesino?

Ulrika se quitó los calzones y avanzó, desnuda, hasta el lavabo.

—No lo creo. O, si es así, no lo hizo en solitario. —Vertió agua en la jofaina y comenzó a lavarse las manos que aún tenía mugrientas por haber trepado por tejados y muros manchados de hollín—. En el exterior del burdel encontré el mismo olor que percibí en el cadáver de la señora Alfina. Un olor rancio, de cadáver putrefacto. El hombrecillo no olía así. Olía a clavo. Y luego estaba el perro.

—¿El perro? —preguntó Gabriella.

—Encontré pelo negro en la escena —explicó Ulrika—. Y huellas de patas. Von Zechlin y sus hombres también las encontraron, y parecieron pensar que tenían importancia, pero yo no estoy tan segura. No percibí el olor del perro sobre el cadáver de Alfina, ni sobre la verja de la cual la colgaron.

—Cadáveres putrefactos, un brujo que huele a clavo y un perro —dijo Gabriella, pensativa—. Qué mezcolanza. Me pregunto si algo de eso tendrá que ver con los asesinatos.

Ulrika se enjabonó las manos y comenzó a lavarse la cara, y entonces se detuvo para explorarse las mejillas y la frente. No palpó ninguna ampolla ni grieta. Por hábito adquirido, alzó los ojos hacia el espejo que había en la pared, pero, por supuesto, no vio nada. Se volvió hacia Gabriella.

—Señora —dijo—. Mi cara, ¿está…?

Gabriella sonrió.

—Estás intacta —afirmó—. La sangre nos cura, a menos que la herida sea muy grande. —Agitó una mano con impaciencia—. Vamos, date prisa. Tal vez Hermione nos ha resuelto el misterio y podremos regresar a casa, a la paz y la tranquilidad.

* * *

Ulrika se alzó las faldas y evitó un charco al bajar del carruaje de la condesa ante la posada en la que Rodrik había establecido su residencia, un establecimiento de aspecto respetable llamado La Oreja de la Cerda. La nieve de la noche anterior se había fundido durante el día, y ahora las calles eran fangosos ríos de agua de deshielo. Se detuvo para alisarse la negra peluca, y luego entró por la puerta de bajo dintel de una cervecería elegante, un lugar acogedor con un cálido fuego donde había gordos comerciantes prósperos que murmuraban quedamente entre sí en los rincones. Ulrika estaba a punto de acercarse al posadero para pedirle que enviara a alguien a la habitación de Rodrik cuando lo vio. Se encontraba sentado en una silla de alto respaldo, cerca del fuego, con las piernas estiradas de tal modo que los tacones de sus botas de montar altas hasta la rodilla estaban casi dentro del hogar.

Ulrika cruzó la habitación serpenteando entre las mesas, intentando no hacer caso de las apreciativas miradas fijas de los hombres ante los que pasaba. Cuando llevaba sus atuendos habituales recibía una buena cantidad de miradas, pero no eran las lascivas y persistentes que le dedicaban en ese momento. Y todas esas molestias por un vestido y una peluca. ¿Acaso los hombres siempre se fijaban en el envoltorio y no veían nunca lo que había dentro?

Rodrik alzó la leonina cabeza rubia y la miró con expresión ceñuda al verla acercarse. Vio que tenía una copa de vino en una mano y una botella casi vacía en la mesa que había a su lado.

—Vaya, si es la niña expósito —dijo—. ¿Qué queréis?

Ulrika hizo caso omiso del desaire.

—Se nos ha convocado en casa de la dama Hermione —dijo—. La condesa os espera fuera.

Él soltó un bufido y dejó la copa con exagerado cuidado.

—¿Así que le ha fallado el espionaje y vuelve a necesitar un caballero?

—Un dirigente sabio utiliza tanto la mano izquierda como la derecha —replicó Ulrika, cortés. Después de su vergonzoso comportamiento con Imma, no iba a meterse en más problemas enemistándose con el favorito de Gabriella.

Rodrik hizo una mueca de desprecio al tiempo que se levantaba de la silla y la señalaba con un dedo vacilante.

—No utilices palabras almibaradas conmigo, gata callejera. No eres lo bastante lahmiana como para hacerlo debidamente.

Ulrika miró en torno para ver si alguien lo había oído. Por suerte, parecía que no había sido así.

—¿Es así como protege un caballero a su dama? —le susurró—. ¿Difundiendo sus secretos en público?

Rodrik se irguió, y luego pasó ante ella a grandes zancadas sin decir una sola palabra. Ulrika lo siguió, mirando su espalda con ferocidad. Un solo salto y un tajo de través en la garganta y no la molestaría más, pero no debía hacerlo. Templanza en todas las cosas, ése era el estilo lahmiano.

Rodrik se inclinó para pasar por la puerta, luego subió al carruaje y se inclinó profundamente sobre la mano de la condesa.

—Mi señora, me embarga la alegría por haber sido llamado otra vez a vuestro lado —dijo, y luego se dejó caer pesadamente en, el asiento.

Gabriella hizo una mueca.

—Rodrik, estás borracho —le recriminó mientras Ulrika ocupaba su asiento junto a la condesa y cerraba la portezuela.

—Perdonadme, condesa —se disculpó el caballero, con falsa contrición—. Dado que nos habíamos separado, no sabía cuándo ibais a requerir mi presencia.

El carruaje arrancó y el hombre osciló en el asiento.

—Ah —dijo Gabriella—. Entonces, es culpa mía.

Rodrik negó con la cabeza y desvió la mirada hacia Ulrika.

—En absoluto, señora, en absoluto.

Ulrika apartó de él la mirada con asco. ¡Qué seres tan mezquinos y lastimosos eran los hombres, llenos de celos, lujuria y cólera! Casi hacían que se alegrara de no ser ya humana.

Cuando Otilia condujo a Gabriella, Ulrika y Rodrik a la salita de estar, la dama Hermione se paseaba con impaciencia de un lado a otro, y alzó la mirada bruscamente cuando entraron.

—¡Ya era hora! —dijo—. Ciertamente, os habéis tomado vuestro tiempo. —Esta vez iba vestida de amarillo.

—Hemos venido en cuanto se ha puesto el sol, hermana —replicó Gabriella, y luego hizo un cortés gesto de asentimiento a los otros reunidos en la habitación: la señora Dagmar del Lirio de Plata, Famke, Von Zechlin y sus hombres—. Y estamos ansiosos por oírlas noticias que tienes.

Ulrika intercambió una sonrisa con Famke cuando Hermione los llamó para que se reunieran en torno al clavicémbalo, y luego miró a los demás. La señora Dagmar, ataviada con un recatado vestido de cuello alto color borgoña que a pesar de todo lograba realzar su figura abundante, presentaba un aspecto más compuesto del que le había visto en la cocina de Hermione, aunque aún estaba un poco pálida; y von Zechlin y sus hombres eran los habituales nobles impecables, al parecer sin que les hubiera hecho mella la borrachera de la noche anterior.

—Mira, entonces —dijo Hermione—, y verás lo innecesario que era que vinieras a «ayudarnos». —Se sacó de una manga un pañuelo doblado y lo dejó sobre la amplia superficie del clavicémbalo—. Mi querido Bertholt encontró esto anoche, delante del Lirio de Plata. ¡Prueba indiscutible de la identidad del asesino!

Hermione desdobló el pañuelo para dejar a la vista lo que Ulrika esperaba ver, unos pocos mechones de negro pelaje. Todos se quedaron mirándolos fijamente. Gabriella alzó una ceja, aparentemente poco impresionada.

—¿Qué es? —preguntó Dagmar.

—¿Tu querido Bertholt se ha arrancado el cabello? —inquirió Gabriella.

Hermione las miró con furiosa exasperación.

—¡Es el pelo de un lobo! —exclamó—. Y Bertholt encontró también huellas de patas en la escena.

Gabriella frunció el ceño, como si fuera la primera noticia que tenía de aquello, aunque Ulrika se lo había contado antes.

—¿Estás sugiriendo que la señora Alfina fue atacada por un lobo? —preguntó—. ¿En medio de la ciudad?

Von Zechlin soltó un bufido al oír esto, y Hermione puso los ojos en blanco.

—Mi querida condesa —dijo—. Está claro que no tienes tantos conocimientos de tus hermanas de Nuln como deberías. ¿Te he mencionado antes a la vulgar zorra de Mathilda?

—¿La que controla los barrios bajos del sur del río? —Preguntó Gabriella—. Sí, lo recuerdo.

—Bueno —continuó Hermione—, Mathilda está tan perdida en su naturaleza animal que es capaz de convertirse en una gran loba negra cuando se pone violenta, una gran loba con la fuerza de un vampiro, lo bastante poderosa como para destrozarnos con facilidad a cualquiera de nosotras.

Dagmar reprimió una exclamación.

—Hermana, ¿quieres decir…?

Hermione asintió con la cabeza y señaló el mechón de pelo.

—No puede ser nadie más. Mathilda ha asesinado a Rosamund, Karlotta y Alfina. Está intentando apoderarse de Nuln. Debemos detenerla antes de que concluya el golpe. Tenemos que matarla antes de que sean nuestras gargantas las que desgarre.

Ulrika estaba prácticamente reventando por hablar; quería mencionar al hombrecillo brujo que había huido de la escena, y el hecho de que el olor del lobo estaba ausente del cuerpo de la señora Alfina; que, de hecho, no lo había percibido en ningún otro sitio salvo el fango donde se habían encontrado las huellas de patas, pero no se atrevía a abrir la boca. Hacerlo revelaría que Gabriella la había enviado a investigar el crimen, en contra de las órdenes directas de Hermione.

La frente de Gabriella se frunció aún más.

—Ésta es una acusación temeraria, hermana —insinuó—. ¿Estás completamente segura de que fue ella? En el mundo hay otros que cambian de piel.

—Pero ¿con un resentimiento contra nosotras? —preguntó Hermione, cuyos ojos centellearon—. No, los piel de lobo y piel de oso se quedan en los bosques con sus primos. No son nada para nosotras. Mathilda, sin embargo, tiene abundantes razones para codiciar lo que tienen sus más agraciadas hermanas. Tenemos belleza y educación, mientras que ella no tiene ninguna de las dos cosas. Vivimos en casas bonitas, mientras que ella lo hace en una inmunda choza. Nos mezclamos con la flor y nata de la sociedad, mientras que ella se alimenta de escoria. —Su bonito rostro se contorsionó con odio—. ¡Es ella, lo sé!

—Puede que así sea —replicó Gabriella con calma—. Pero aún me resulta difícil de creer. Como ya he dicho antes, ninguna lahmiana dejaría al descubierto a otras lahmianas, por miedo a que la caza de brujas que siguiera acabara por descubrirla también a ella.

—Sí, Hermione —asistió Dagmar, con timidez—. Creo que ni siquiera Mathilda se atrevería a tanto.

—¡Los cazadores de brujas no buscan entre los pobres! —gritó Hermione—. ¡Al menos no cuando nos buscan a nosotras! ¿Es que no veis con qué astucia está obrando? Mathilda mata a Rosamund y a Karlotta, y los cazadores de brujas le hacen el resto del trabajo. Dentro de poco, todas sus adineradas hermanas del norte del río quedarán al descubierto, con una estaca clavada, y ella será la última lahmiana de Nuln. ¡A la reina no le quedará más alternativa que nombrarla dirigente en la ciudad! —Se estremeció de asco—. ¡Se mudará a mi casa! ¡Se revolcarán en mis sábanas! ¡Ensuciará mi hermosa ropa!

Una leve sonrisa danzó en torno a los labios de la condesa Gabriella.

—Qué horror —murmuró.

Hermione dobló el pañuelo con los mechones de pelo dentro y volvió a metérselo en la manga.

—No voy a esperar a que ataque otra vez —declaró, al tiempo que alzaba el mentón—. Debemos golpear primero. Iremos esta noche, todas nosotras, y la mataremos en su cubil… A ella y a su bárbaro rebaño.

Dagmar la miró fijamente y se apartó del clavicémbalo.

—¿Quieres que luchemos? ¿Qué matemos?

Hermione le dedicó una mueca de desprecio.

—¿Es que no te defenderás, hermana? Ya has luchado antes.

—La última vez fue hace siglos —replicó Dagmar—. No lo he hecho desde que renací. Siempre he usado… otras armas para ganar mis batallas.

Hermione sonrió afectadamente mientras miraba de arriba abajo la figura de reloj de arena de Dagmar.

—Ésas no resultarían efectivas contra Mathilda. No, pienso que no —afirmó—. Tendrás que afilarte las garras. —Se volvió a mirar a su ama de llaves, que aguardaba discretamente junto a la puerta—. Otilia, haz traer los carruajes hasta aquí. Nos marchamos de inmediato.

—Hermione, por favor —intervino Gabriella cuando Otilia se hubo marchado tras hacer una genuflexión—. No nos precipitemos. A la reina no le gustará esto. Su ley ha sido siempre que no nos hagamos la guerra las unas a las otras.

—¡Y Mathilda ha quebrantado la ley! —gruñó Hermione.

—Pero ¿no deberíamos primero enviar un mensaje a la reina? —Sugirió Gabriella—. Yo me sentiría mucho más cómoda si este asesinato contara con su bendición.

—¿Y que caiga otra de nosotras mientras esperamos su respuesta? —Replicó Hermione—. No, me niego a arriesgar la vida de mis hermanas de un modo tan innecesario. Nos marchamos. Vamos. —Giró sobre los talones y echó a andar hacia la puerta.

Ulrika vio que Gabriella apretaba los puños para reprimir un arranque de genio y luego la seguía con toda tranquilidad.

—En ese caso, hermana, ¿puedo al menos solicitar un juicio antes de la ejecución? ¿No podemos oír lo que esa Mathilda tiene que decir en su defensa, antes de condenarla?

—¿Ah, sí? —preguntó Hermione sin detenerse—. ¿Por qué razón? No hará más que mentir.

—Para poder decirle a la reina que lo hemos hecho —apuntó Gabriella—. Sabes tan bien como yo que por muy justificada que pueda estar esta ejecución se nos interrogará desde la montaña. Yo, al menos, quiero estar tan preparada como sea posible para lo que se avecina.

Esto hizo que Hermione pensara en ello. Se detuvo al llegar a la puerta y se volvió a mirar a Gabriella con ojos repentinamente inseguros.

—No había pensado en eso. Habrá que rendir cuentas.

La condesa asintió con la cabeza.

—Ya lo creo que sí. Y deberíamos cubrirnos las espaldas lo mejor posible, ¿no crees?

Hermione se mordió el labio inferior.

—Muy bien —aceptó, al fin—. La dejaremos hablar. Eso le dará la oportunidad de condenarse ella misma.