SIETE

SIETE

Cazadores en la oscuridad

Ulrika retrocedió cautelosamente contra la pared. El hombre que la miraba con los ojos entrecerrados desde el otro lado del lago de inmundicia sujetaba una linterna en alto y la apuntaba con una pistola. Un estremecimiento de miedo ascendió por la espalda de Ulrika. ¡Un cazador de brujas! ¡Y sabía qué era ella!

—¡Quédate donde estás, monstruo!

Su primer impulso fue huir, porque no quería perder a la invisible presa, pero tampoco quería que le metieran una bala de plata en la espalda. El segundo impulso fue matarlo y echarlo de una patada al caldo de porquería, o mejor aún, desangrarlo, luego matarlo y echarlo de una patada dentro del caldo de porquería, ya que la emoción de la cacería le había despertado el hambre y ansiaba alimentarse.

Entonces recordó la admonición de la condesa Gabriella de que no matara a menos que se encontrara en peligro mortal y no se alimentara hasta haber vuelto a casa. Tampoco sería muy prudente desangrar y matar a un cazador de brujas cuando la ciudad estaba sumida en un pánico vampírico. Aun cuando no lo encontraran, lo echarían de menos y surgirían sospechas. No. No podía matarlo ni podía huir. Pero ¿qué otra alternativa le quedaba? Si él ya sabía que ella era un vampiro, no podía permitir que viviera.

Pero ¿lo sabía de verdad?

El hombre avanzaba con lentitud por los estrechos túneles arqueados que pasaban por encima de los canales en la entrada de cada túnel, con la linterna sujeta ante sí para ver dónde pisaba. Si apenas podía ver lo bastante como para caminar, ¿podía realmente haberla identificado como lo que era? Tal vez sólo estaba presuponiendo.

Con un esfuerzo, Ulrika reprimió sus instintos animales y retrajo garras y colmillos. Tal vez ésta era una ocasión en la que funcionaría mejor la táctica de seducción de la condesa Gabriella, donde podría intentar hacer las cosas de acuerdo con el método lahmiano. Hizo una mueca al imaginarse hablando con voz arrulladora y enseñando el canalillo como cualquier ramera. Nunca había conquistado así el amor de nadie. No era propio de su naturaleza. ¿Pues no había seducido a Félix con sus dotes de esgrimista y la franqueza de sus palabras?

El cazador de brujas cruzó el último puente y alzó la linterna para mirarla, sin dejar de apuntarla al corazón con la pistola.

—¡Una mujer! —exclamó, y luego la miró con feroz suspicacia—. O un demonio femenino. ¡Enséñame los dientes, desgraciada!

—Señor, os aseguro… —comenzó Ulrika, pero él la apuntó a la cabeza con la pistola.

—¡Los dientes!

Con un suspiro, Ulrika le dedicó la sonrisa más abierta posible, enseñándole los caninos retraídos.

—¿Sois… sois un cazador de vampiros, señor? —preguntó con los dientes apretados.

—¡Yo haré las preguntas! —le espetó él mientras se inclinaba para mirarle la boca con ojos miopes.

Al tenerlo cerca, Ulrika vio que era joven, apenas veintiuno o veintidós años a lo sumo, y apuesto dentro de un estilo duro y severo, con feroces ojos grises y una fuerte mandíbula cuadrada. Llevaba metidas en el ancho cinturón con hebilla de latón seis estacas de madera de serbal y un martillo, además de una pistola y una pesada espada con guarnición de lazo, mientras que sobre su ancho pecho se entrecruzaban bandoleras de las que colgaban frascos de vidrio llenos de quién sabe qué, y un martillo de Sigmar de plata pendía de una cadena ante su garganta.

—¿Qué haces aquí, en las cloacas? —preguntó—. ¿Y sin lámpara? ¿Ves en la oscuridad, entonces, demonio?

Ulrika tragó, pensando con rapidez. La falta de luz era, en efecto, condenatoria. ¿Qué historia podía contarle? Rememoró la seducción de Félix. Dotes de esgrimista y palabras francas. Valía la pena intentarlo.

—Creo que estamos aquí con un mismo propósito, señor —dijo, al tiempo que le enseñaba el sable desenvainado—. También yo persigo a un vampiro. De hecho, ahora mismo estaba forcejeando con él. ¿Visteis una brillante luz?

—Sí —respondió el cazador de brujas, cauteloso.

—Mi linterna. Cayó dentro del canal cuando luchábamos. Pensé que yo sería la siguiente en caer, pero vuestras palabras y vuestra linterna hicieron huir al monstruo. Os doy las gracias por ello. Es probable que me hayáis salvado la vida. —Miró hacia el interior del túnel por el que había desaparecido el hombrecillo—. Aún podríamos darle alcance si me ayudarais. —Comenzó a avanzar hacia el túnel, haciéndole un gesto para que la siguiera—. Venid. Aprisa.

—¡Quédate donde estás! —Bramó el cazador de brujas—. Vuélvete hacia mí.

Ulrika se quedó petrificada y se dio la vuelta con lentitud. El cazador de brujas se le acercó para examinarla de la cabeza a los pies, con los labios fruncidos.

—¿Una mujer cazadora de vampiros? —preguntó—. Nunca he oído hablar de nada semejante. ¿Por qué llevas ropa de hombre? ¿Cómo llegaste a adoptar esta profesión?

—Señor, nuestra presa se aleja —dijo Ulrika—. Tal vez podríamos hablar mientras vamos de camino.

—¡Responded a la pregunta!

Ulrika suspiró para ganar tiempo con el fin de inventar una réplica, y luego dijo.

—Llevo ropa de hombre porque es imposible cazar con faldas, y no escogí esta profesión, sino que ella me escogió a mí. Cazo porque… —Hizo una pausa como si se le cerrara la garganta, y, a decir verdad, la inundó una inesperada ola de emoción al imaginar una historia que casi era la suya propia, aunque no del todo—. Porque mi hermana fue seducida por un vampiro y se le impuso la maldición de la no vida contra su voluntad. Ese monstruo se la robó al hombre al que ella amaba, se la llevó del país que ella adoraba, se la arrebató a amigos y padre, luego la convirtió en un monstruo y la abandonó en un lugar frío y maléfico. —Alzó el mentón—. Desde entonces juré venganza contra todos los que son como él.

El rostro del cazador de brujas se distendió en parte al escuchar la historia, y su expresión se transformó en triste y fría.

—¿Y matasteis a vuestra hermana? —preguntó.

Ulrika tragó saliva al recordar a la condesa Gabriella señalando a través de la abierta ventana de su habitación de la torre hacia la brillante aurora del exterior, diciéndole que podía darse un paseo al sol cuando le apeteciera. Dejó caer la cabeza.

—Tuve la oportunidad, una vez. No fui capaz de aprovecharla. —Entonces enseñó los dientes—. Pero el vampiro que la convirtió está muerto.

El cazador de brujas vaciló, y luego bajó la pistola.

—Perdonar a vuestra hermana fue un acto de falsa misericordia. Ya estaba muerta, y su alma perdida hacía mucho tiempo. Sólo la habríais liberado de su desdicha.

—Si —replicó ella, y ocultó una mueca de dolor—, lo sé. —En ese momento, deseó haber contado una historia distinta, alguna que no le recordara su propia cobardía. Al menos a él parecía haberlo convencido. Había logrado una victoria lahmiana. Aunque no había sido ni la mitad de placentera que una pelea.

Alzó la mirada, intentando pensar en algún modo de despedirse de él y partir tras el hombrecillo, pero no se le ocurrió una manera de explicar cómo podía continuar cazando sin lámpara en la oscuridad.

—¿Me ayudaréis, ahora? No tengo luz, y el demonio escapa mientras hablamos.

El cazador de brujas se volvió hacia ella, pensativo.

—Me desagrada llevar a una mujer a una misión semejante.

—Pero si me lleváis de vuelta a la superficie, no volveréis a verlo.

—Es verdad —replicó él, y gruñó, descontento—. De acuerdo, pero quedaos atrás.

—Sí, señor —asintió Ulrika al tiempo que rechinaba los dientes. Señaló el túnel correcto—. Se marchó por allí.

El cazador de brujas asintió con la cabeza y se adentró por el túnel, con las espuelas de las pesadas botas de montar tintineando con sus fuertes pasos. Ulrika lo siguió, maldiciendo la torpe lentitud del hombre. Nunca lograrían atrapar al hombrecillo si continuaban así, pero tal vez podrían, al menos, seguirle la pista hasta su madriguera. Sus huellas se veían con bastante claridad en el fanguillo que recubría el reborde.

—¿Cómo os llamáis, Fräulein? —preguntó el cazador de brujas mientras avanzaban.

—Ulrika Straghov de Kislev —replicó ella sin pensar, y de inmediato se preguntó si no debería haber dado un nombre falso. Pero ya era demasiado tarde—. ¿Y vos, mein Herr?

—Soy el templario Friedrich Holmann —replicó él, al tiempo que inclinaba brevemente la cabeza—. Cazador de brujas de la Sagrada Orden de Sigmar.

—Me siento honrada —dijo Ulrika, aunque la palabra «aterrorizada» se acercaba más a la verdad. Parecía que, de momento, se había ganado su confianza, pero sabía que el más ligero desliz verbal o fallo en su mascarada harían que la naturaleza suspicaz del cazador de brujas volviera a aflorar. Cada instante que pasaba junto a él se sentía como si estuviera pisando huevos.

Continuaron a paso ligero y en silencio durante un momento, y luego Holmann tosió.

—Sé lo difícil que resulta ser fuerte ante la corrupción, Fräulein —dijo—. En especial cuando uno la descubre dentro de su propia familia, pero debe hacerse. Yo maté a mis propios padres cuando descubrí que eran mutantes.

Ulrika lo miró, espantada. Con una sola frase había demostrado que eran verdaderas todas las historias que ella había oído sobre los de su clase. Aquella gente caería, en efecto, a la profundidad que fuera necesario para demostrar su devoción religiosa.

Y sin embargo… Y sin embargo no veía la luz del fanatismo ardiendo en los ojos grises del joven. Ni tampoco oía el intimidatorio tono de arrogante probidad, sino sólo una grave, remota tristeza. No estaba orgulloso de lo que había hecho.

—Aún hoy me duele —continuó—. Pero hallo fuerza en Sigmar, y vos haréis sabiamente si obráis del mismo modo. De sus enseñanzas he aprendido que, haciéndolo, los alivié de sus sufrimientos.

—Ruego que estéis en lo cierto, mein Gerr —dijo Ulrika, y sonrió con tristeza para sí. A su manera severa y desmañada, el cazador de brujas intentaba consolarla, darle valentía para que llevara a cabo una tarea desagradable. Resultaba conmovedor.

Recordó a su padre dándole una charla similar cuando ella era una niña pequeña y no entendía por qué se había llevado a su hermano mayor a una partida de caza y no había vuelto con él. Había sido algo duro para que lo oyera una criatura pequeña, pero en las marcas septentrionales, tan cercanas a los desiertos del Caos que su resplandor podía verse cada noche, detrás de las montañas que se extendían por el norte, era una cosa que debía aprenderse y aceptarse a muy temprana edad, porque allí las mutaciones eran aterradoramente corrientes. Había habido muchas otras a lo largo de los años, de primos, tíos, tías, gran cantidad de campesinos, a algunos de los cuales había matado ella misma. Había formado parte de su deber como heredera superviviente del boyardo, una tarea difícil y penosa, pero ella se había convencido, como lo había hecho también el templario Holmann, de que estaba practicando la misericordia. Se preguntó si algún día tendría el valor de practicarla también consigo misma.

Llegaron a otra intersección de los túneles, y Holmann acercó la linterna al suelo para intentar determinar en qué dirección había ido el hombrecillo. Ulrika señaló unas huellas que atravesaban uno de los estrechos puentes.

—Por allí. Ha continuado en línea recta.

Holmann le echó una mirada.

—Tenéis una vista muy aguda.

Ulrika tragó saliva, al tiempo que echaba a andar otra vez. Tenía que ser más cuidadosa. Había olvidado lo mucho más agudos que eran sus sentidos inhumanos comparados con los de él.

—La heredé de mi padre —replicó.

Al continuar corriendo, su mente por fin se aquietó lo bastante como para que se preocupara por otras cosas, aparte de su propia supervivencia y de atrapar al hombrecillo. Se preguntó, por ejemplo, ¿por qué, para empezar, el templario Holmann andaba por las cloacas cazando vampiros? ¿Habría visto algo? ¿Acaso alguien había reparado en el cadáver de la señora Alfina, después de todo? ¿O el cazador de brujas había visto cómo la mataban?

—¿Qué os condujo aquí abajo, Herr templario? —preguntó al fin—. ¿Perseguimos al mismo vampiro?

Holmann se encogió de hombros.

—No lo sé —replicó—. Un hombre ha venido a vernos a mis camaradas y a mí mientras investigábamos una desaparición, hace un rato. Afirmaba que había visto un vampiro escalando una verja cerca del Lirio de Plata.

Ulrika se puso rígida y gimió. ¡Sí que habían visto a Alfina!

—Estaba borracho —continuó Holmann—, pero un templario de Sigmar debe investigar hasta el más improbable rumor de malignidad, así que el capitán nos ha designado a Jentz y a mí para que lo acompañáramos. No hemos encontrado nada en el burdel, y Jentz ha regañado al beodo por hacernos perder el tiempo.

Ulrika suspiro de alivio para sí. No habían visto a Alfina. Bien.

—Jentz quería volver con el capitán —prosiguió Holmann—, pero yo tenía una… —Se encogió de hombros—. Una sensación, supongo, y he querido investigar por los alrededores un poco más. Después de enviarlo de vuelta, me he puesto a explorar la zona. A unas pocas calles de distancia he encontrado abierta una rejilla de las cloacas y he bajado a investigar. —Volvió la mirada hacia Ulrika—. Acababa de renunciar a la búsqueda cuando he oído gritos y visto vuestra luz.

—Y gracias a Ursun que así ha sido —dijo Ulrika, aunque, en realidad, maldecía al dios por el accidente que había conducido a su encuentro—, o a estas alturas podría haberme ahogado ya en la inmundicia.

Bajó la mirada para asegurarse de que aún estaba allí el rastro del hombrecillo. Las huellas habían desaparecido. Se detuvo y volvió la mirada atrás. Acababan de pasar junto a una escalerilla.

—Esperad —dijo, y volvió atrás.

—¿Qué sucede? —preguntó Holmann.

Ulrika miró los peldaños de la escalerilla. Sí. Alguien había subido por ellos hacía poco, y en ellos percibió el característico olor a clavo del hombrecillo. Alzó la mirada hacia lo alto de la chimenea, hasta la rejilla. La había apartado a un lado, igual que la del agujero por el que ella había entrado antes. Estaba a punto de decirle al templario Holmann que su presa había vuelto a salir a la superficie cuando se dio cuenta de que el cielo que se veía a través del agujero tenía una suave tonalidad gris. Quedó petrificada de miedo. Se avecinaba la aurora. ¿Qué debía hacer?

No podría seguir el rastro del hombrecillo por la ciudad durante el día. Ardería como una cerilla. Pero si permanecía por más tiempo dentro de las cloacas, tendría que esperar allí abajo durante todo un día antes de volver a la cara del maestro gremial Aldrich para reunirse con la condesa Gabriella. No podía esperar. Debía regresar de inmediato y contarle a la condesa lo que había descubierto. Pero ¿qué excusa iba a darle a Holmann para separarse de él sin despertar sospechas? No podía marcharse sin más en medio de la persecución tras haberle dicho que era una cazadora de vampiros. Por supuesto, podía matarlo. Pero había prometido no matar. Necesitaba una razón creíble para que tuvieran que separarse.

¡Ah! Ya la tenía.

—Parece que ha subido por esta escalerilla —dijo, al tiempo que se volvía hacia Holmann—. Pero creo que podría tratarse de un truco para despistarnos. Mirad aquí. —Pasó de largo junto a él y señaló el reborde, en un punto situado más adelante del túnel. Allí no había más huellas que lar de ellos, pero los ojos de Holmann no eran tan agudos como para darse cuenta de eso—. ¿Lo veis? Parece que también continúa túnel abajo.

Holmann asintió con la cabeza como si pudiera ver las huellas.

—Astuto. ¿Así que ha continuado por el túnel?

—No lo sé —replicó Ulrika. Se puso de pie junto a él y se estremeció. A tan poca distancia podía oler su sangre y oír el fuerte latido de su corazón, y el impulso de alimentarse aumentó dentro de ella como el fuego en una parva de heno. Lo reprimió con dificultad. Tenía que alejarse lo antes posible.

—Tendremos… tendremos que separarnos. Vos tenéis la linterna, así que seguid por el túnel. Yo saldré a mirar por la calle.

Holmann asintió con la cabeza.

—Muy bien. Pero ¿cómo volveremos a encontrarnos?

«Espero que no», pensó Ulrika. Podría no ser capaz de resistir otra vez la tentación.

—Decidme dónde —replicó ella—. Os esperaré allí.

El cazador de brujas se rascó el cuadrado mentón.

—La Armería, en el Halbinsel. Es una taberna. ¿La conocéis?

—La encontraré —afirmó Ulrika, y apoyó un pie sobre la escalerilla—. Buena cacería, templario Holmann.

Y dicho esto, ascendió por la escalerilla con rapidez y salió al primer resplandor gris perlado que anunciaba la proximidad de la aurora para huir del sol y de su propia hambre.

Ulrika se maldijo mientras corría por la ciudad que iba despertando. ¿Por qué habría despedido el carruaje de Aldrich? Con él no habría tenido ningún problema para volver a casa mientras el sol se levantaba. Ahora la cosa iba a ser una carrera, y una carrera que tendría para ella consecuencias mortales en caso de que la perdiera. No dejaba de vigilar el este para observar el avance de la aurora. Al principio no podían distinguirse las casas del cielo que tenían detrás, pero mientras serpenteaba por el Neuestadt y el Altestadt, el cielo había virado del gris al rosado.

No había tenido el más ligero problema para atravesar la muralla dentro del carruaje de un adinerado comerciante. Los guardias de la Puerta Alta habían saludado y no se habían molestado en mirar el interior. No obstante, tal y como le había advertido el cochero, volver a cruzarla en solitario, a primeras horas de la mañana, ataviada con equipo de montar y hablando con marcado acento kislevita, iba a resultar más difícil.

Ulrika se detuvo en la última intersección antes de la puerta y observó a los aburridos guardias que se paseaban de un lado a otro ante ella. Podría intentar invocar el nombre del maestro gremial Aldrich para que le franquearan la entrada, pero eso podría no servir de nada y, peor aún, podría atraer sospechas sobre su casa, algo que la condesa Gabriella desaprobaría definitivamente.

Volvió a mirar el cielo oriental. Ahora era de un rojo brillante que comenzaba a causarle dolor en los ojos. Daba la impresión de que iba a ser un día frío y brillante, sin una sola nube en el cielo. No había tiempo para vacilaciones, pero ¿qué hacer? Las cloacas tenían que pasar por debajo de las murallas, pero eran un laberinto. Podría no hallar nunca el camino. ¿Sería posible pasar por encima de ellas? Había oído hablar de vampiros que podían convertirse en murciélagos o en niebla, pero hasta el momento no había detectado ninguna de esas habilidades en sí misma.

Tal vez no las necesitaba. ¿Acaso no había dado saltos y brincos que habrían avergonzado a un grillo? ¿No había escapado de la torre del castillo Nachthafen y descendido hasta el suelo sin problema? Retrocedió para dar la vuelta a la esquina, fuera de la vista de la puerta, y serpenteó por el barrio hasta dar con la calle que corría en paralelo a la muralla. Miró arriba y abajo por ella. Los arquitectos de Nuln habían construido sin perder de vista la seguridad. No había edificios en el lado de la calle donde estaba la muralla, sólo la lisa cara de la propia fortificación, con espaciadas torres de vigilancia que la salpicaban en toda su extensión. Y fue en esto, cosa extraña, que ella vio su oportunidad.

En el sitio donde la torre se proyectaba hacia fuera de la muralla se formaba un ángulo recto, cosa que haría la escalada más fácil que una superficie plana. Corrió hasta la sombra de la más cercana y miró hacia lo alto. La muralla parecía ser cinco veces más alta que ella, y la obra de cantería estaba bien unida con mortero, sin dejar prácticamente ningún espacio vacío entre los bloques. Pero la piedra en sí estaba toscamente tallada, con muchísimos puntos a los que era fácil aferrarse para trepar, es decir, fácil para unas manos que podían descuartizar a un hombre miembro a miembro.

Comenzó el ascenso, usando el ángulo que formaban los muros para afianzarse, y trepó con facilidad. Al estar tan cerca quedaba oculta a los ojos de cualquier guardia que patrullara por el reborde saliente de las almenas situadas en lo alto de la muralla. Pero esa ventaja se transformó en problema cuando llegó hasta él. La parte inferior del reborde era de piedra lisa y no había nada a lo que pudiera sujetarse.

Se inclinó hacia atrás tanto como se atrevió a hacerlo, aferrada a la piedra con tanta fuerza que dejó arañazos blancos en ella. Al doblar el cuello para mirar hacia arriba, apenas pudo ver, más allá del borde del saliente, las piedras en forma de dientes que conformaban las almenas. Al principio no vio ningún asidero seguro, sólo lisos bloques de granito, pero luego reparó en que, espaciados a lo largo de la parte interior de las almenas, había pequeños agujeros rectangulares, agujeros de drenaje, sin duda utilizados también para verter aceite hirviendo sobre cualquier atacante que lograra adentrarse en la ciudad hasta ese punto. Había sólo unos pocos, y ninguno estaba situado directamente encima de ella, pero tendrían que bastar.

Volvió a meter la cabeza y se desplazó lateralmente por la muralla —cosa que era más difícil que trepar, porque ya no contaba con el ángulo de la otra pared para afianzarse— hasta que creyó encontrarse debajo de uno de los agujeros. Volvió a echar atrás la cabeza y sus garras se deslizaron de modo inquietante. ¡Sí! Había un agujero justo encima de ella. La única dificultad residía en que estaba demasiado alto como para alcanzarlo sin soltar ambas manos, y si hacía eso caería.

Miró hacia abajo entre las piernas muy abiertas. Con su fuerza y vitalidad nuevas era improbable que la caída pudiera matarla, pero podría dejarla herida de la suficiente gravedad como para impedirle encontrar un sitio en el que refugiarse del sol. No importaba. Tenía que arriesgarse. Ya no quedaba tiempo para intentar un plan nuevo.

Se acuclilló tan cerca del muro como pudo, encontró los apoyos más firmes y profundos para los pies, se tensó como una araña preparada para atacar, y luego saltó hacia arriba y hacia afuera.

Salió volando de debajo de la sombra de las almenas en una trayectoria arqueada, buscando con los ojos el estrecho agujero de drenaje. Allí estaba. Levantó un brazo a gran velocidad y se sujetó a él. El borde estaba recubierto de musgo y agua de deshielo. Le resbalaron los dedos, pero clavó las garras y logró sostenerse, mientras su cuerpo quedaba meciéndose ligeramente de un lado a otro, colgando debajo de las almenas, sin nada más que aire por debajo.

Allí, colgando de una sola mano, se maravilló una vez más ante las nuevas capacidades que le había otorgado el beso de Krieger. Sentía, sin duda, cómo su peso tiraba de los músculos, pero sus brazos y garras no estaban ni remotamente cerca del límite de su resistencia, y no tenía el más mínimo miedo de caer. Estaba casi tan cómoda como lo habría estado en el suelo.

Dirigió la atención hacia lo alto por si oía a algún guardia. Le llegaron voces y pasos desde bastante distancia, a la derecha, pero no oyó nada por encima, ni percibió pulso o fuego de corazón cercanos. Ése era el momento.

Se izó con una sola mano y tendió la que le quedaba libre con el fin de aferrarse a la profunda almena que había más arriba, para balancearse y subir con facilidad, pasar por encima de la muralla y caer sobre el adarve. Allí se acuclilló, inmóvil, mirando y escuchando. Las voces de la derecha se aproximaban, y vio a dos hombres ataviados con el negro uniforme de la guarnición de Nuln que avanzaban lentamente hacia ella a lo largo del circuito de la muralla.

Se desplazó con cautela hasta el borde interior de la muralla, y vio que las medidas defensivas del exterior no estaban desplegadas por dentro. Los edificios del distrito Kaufman —todos los abovedados bancos y arcadas con columnas de mármol—, se apoyaban casi directamente contra la muralla, separados de ésta por el más estrecho de los callejones, y los tejados cubiertos de nieve se alzaban hasta más de media altura de la muralla.

Ulrika sonrió. Para ella era suficiente. Impulsándose con las piernas como si fuera una rana, saltó del adarve hacia un edificio alto, donde cayó con tanta ligereza como pudo sobre los nevados tablones inclinados del tejado.

A pesar de todo hizo bastante ruido, y las voces de los guardias se alzaron por encima de ella.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó uno.

—¿Un gato? —sugirió el otro.

Ulrika trepó a cuatro patas por la resbaladiza pendiente y rodó tras una gruesa chimenea de ladrillo, donde se quedó inmóvil mientras los pesados pasos se acercaban.

—Nunca ha habido un gato tan grande —dijo el primer guardia—. ¿Has oído el ruido que ha hecho? ¡Y mira la nieve del tejado! Algo ha trepado por ahí.

—Sí, pero ¿adónde ha ido, entonces? —preguntó el segundo—. Yo no lo veo.

—Yo tampoco, pero será mejor que vayamos a informar —dijo el primero—. Me sentiré como un estúpido si no es nada, pero me sentiré como un estúpido aún peor si lo es.

—Sí —asintió el segundo—. Vamos, entonces.

Se alejaron a toda prisa, y Ulrika dejó escapar el aliento para luego sonreír.

—Un estúpido en ambos casos, entonces —dijo, y a continuación salió de un brinco de su escondrijo para saltar al tejado siguiente.

Volar a través del aire le causaba una sensación tan placentera que rio de deleite, y saltó hacia otro tejado, y luego otro, levantando nubes de nieve con cada impacto. ¡Qué sensación! Nunca en su vida había sentido nada semejante. En realidad, en vida no habría podido hacerlo. Era su fuerza de no muerta lo que le permitía aquella gracia y agilidad imposibles. De repente, deseó poder correr, saltar y danzar por los tejados para siempre. Qué júbilo sentía al poder usar su fuerza de esta manera. Qué júbilo saltar y brincar como un gato, correr por el perfil de la ciudad como en un sueño ingrávido, mirar a los pobres mortales atados al suelo que pasaban por abajo y saber que era más fuerte, veloz y mortífera que cualquiera de ellos, saber que podía bajar como una afilada sombra y arrebatarles la vida sin que ellos supieran siquiera que estaba allí. ¿Era así como se sentían las diosas? Se lamió los labios al imaginar que se dejaba caer sobre un estúpido banquero desprevenido. La diosa tenía hambre. ¿Quién podría negarse a saciarla?

El más fino haz de luz solar asomó por encima del borde del tejado del palacio de la condesa von Liebwitz, y le alcanzó la cara. Ella siseó y se estrelló contra las tablas de un tejado empinado al levantársele ampollas en una mejilla y en la frente y ascender vapor de la piel burbujeante. El dolor era increíble, y gateó a toda velocidad, medio ciega, hacia una zona de sombra. Halló una depresión profunda en forma de V entre dos vertientes, y rodó hacia su interior, jadeando y temblando en el fresco refugio oculto.

«Estúpida —pensó, apoyando la cabeza en los brazos—. ¡Soñar con la divinidad cuando ni siquiera puedes exponerte al sol!»

Gateó hasta el borde del tejado y luego descendió por balcones, saledizos y barrotes hasta la calle, aún a oscuras; luego corrió de una sombra a otra como una rata furtiva, con la chaqueta de montar sobre la abrasada cabeza, hasta llegar a la casa del maestro gremial Aldrich.

* * *

La condesa Gabriella se puso de pie cuando Ulrika entró dando traspiés por la puerta de sus habitaciones privadas.

—¡Niña! —gritó, aferrándose al ropón que llevaba puesto—. ¡Has vuelto! Pensaba que te habían atrapado. O algo peor.

Ulrika se desplomó en una silla y alzó la cabeza, apenas capaz de ver con los ojos casi cerrados a causa de la hinchazón.

—Me ha atrapad… —murmuró— el sol.

La condesa profirió una exclamación ahogada y fue hacia ella para abrazarla.

—¡Ay, tu cara! ¡Tú pobre cara! No debería haber permitido que fueras. —Se volvió y chasqueó los dedos—. ¡Imma, pronto! Descúbrete el cuello. La señora Ulrika debe alimentarse de inmediato.

La doncella hizo una genuflexión y avanzó al tiempo que se aflojaba el cuello alto del uniforme.

—Sí, señora.

Ulrika gimoteó, temblando y aferrándose al ropón de Gabriella.

—Sí —murmuró—. Hambre. Hambre.

Imma se arrodilló junto a la silla de Ulrika, y apartó la puntilla de su cuello para dejar al descubierto las costras que tenía cerca de la garganta. El olor y el sonido de la sangre corriendo a toda velocidad por sus venas llamaban a Ulrika como un amante. Ya no podía esperar más. Sus colmillos se extendieron con brusquedad. Aferró a la muchacha y la atrajo bruscamente a su regazo. Imma gritó de sorpresa. Ulrika no le hizo caso. Clavó los colmillos en la tierna carne blanca y bebió en abundancia, momento en que la dulce sangre de la muchacha corrió por sus venas como un bálsamo calmante que mitigara todos los dolores.

—¡Ulrika! —dijo una voz lejana—. ¡Debes ser delicada! ¡Ulrika!

Las palabras no significaban nada para ella. Succionó con más fuerza, desmayándose de éxtasis cuando un rojo océano de calidez y consuelo la rodeó con un suave abrazo envolvente.

—¡Ulrika!