SEIS

SEIS

El hedor a muerte

El cochero de Herr Aldrich llevó a Ulrika a través de la puerta Altestadt al interior del distrito Universidad, donde se alzaban la Escuela Imperial de Artillería y el Colegio de Ingenieros, como dos melancólicos gigantes negros, por encima de los tejados de estructuras más pequeñas, y luego continuó hacia el sur para dirigirse al distrito comercial de clase media conocido como Handelbezirk. Allí era donde tenían lugar la mayor parte de las transacciones de Nuln, y los muros de los altos edificios de piedra medio recubiertos de madera tenían colgados carteles y placas de empresas comerciales, oficinas de cambio, asociaciones gremiales, procuradores y abogados.

A una hora tan avanzada de la noche, los vendedores de periódicos y de amuletos se habían marchado a casa, y la zona estaba tranquila, transitada sólo por alguna infrecuente figura furtiva que se apresuraba a desaparecer de la vista, o una patrulla de la guardia de la ciudad que hacía la ronda, chapoteando en el fango y la nieve medio fundida, armada con largos báculos y linternas. Y se volvió aún más tranquila cuando el coche de Ulrika giró para abandonar las calles principales. Allí los edificios eran viviendas privadas, no tan bonitas ni sólidas como las del distrito Kaufman, pero aun así respetables, con cristales en las ventanas y puertas bien pintadas. «Si éste es el vecindario del Lirio de Plata —pensó Ulrika—, tiene que tratarse de un establecimiento muy discreto y de clase alta».

Unas pocas calles más adelante, el cochero detuvo el carruaje.

—Está justo a la vuelta de la esquina, señora —dijo.

Sonriendo de emoción reprimida, Ulrika se levantó y abrió la portezuela, para luego observar prudentemente la calle en ambas direcciones. Reinaban la oscuridad y el silencio. Los burgueses y sus mujeres estaban en la cama y dormidos, a esa hora. Bajó del vehículo y echó a andar hacia la esquina.

—¿Debo esperaros, señora? —Susurró el cochero—. Os resultará difícil entrar en el Alkestadt si vais a pie.

Ulrika miró atrás, y se detuvo. Sería más prudente pedirle que se quedara, pero estaba harta de carruajes, al igual que estaba hasta las narices de vestidos, pelucas y genuflexiones. Sería mucho más emocionante hallar el camino de vuelta por su cuenta y riesgo.

—Podéis marcharos —dijo—. No sé cuánto voy a tardar.

—Como vos deseéis, señora —replicó él, y comenzó a hacer girar el carruaje.

La muchacha asomó la cabeza en torno a la esquina para mirar la calle a la que daba la puerta del Lirio de Plata, y luego se echó atrás con rapidez al ver hombres que daban vueltas por delante de una casa anodina que había a media manzana. No había ningún cartel encima de la puerta, ni lámparas rojas en las ventanas, y sin embargo Ulrika estaba segura de que se trataba del burdel. En primer lugar, porque todas las ventanas estaban brillantemente iluminadas, y en segundo, porque los hombres que daban vueltas por delante de la casa eran el señor von Zechlin y sus exquisitos hidalgos.

Se sorprendió de verlos aún en la escena del crimen, porque habían pasado casi dos horas desde que ella y la condesa habían salido de la casa de Hermione, pero allí estaban. De hecho, daba la impresión de que acababan de llegar.

Sonrió para sí mientras se acuclillaba en la esquina para observar. Los valientes héroes de Hermione parecían muy llenos de legítimo ardor cuando von Zechlin había prometido que investigarían el asesinato, pero, aparentemente, habían tenido que detenerse en algún abrevadero por el camino, y ahora estaban llenos de algo completamente distinto. De hecho, uno de ellos vomitaba, apoyado en la verja de hierro de delante del burdel, la misma verja de la cual habían colgado a la señora Alfina, de eso estaba segura Ulrika.

Von Zechlin se encontraba ante la puerta del Lirio, hablando con un lacayo ataviado con librea que hacía gestos calle arriba y abajo, mientras los otros deambulaban por la adoquinada calzada bordeada de nieve como eruditos borrachos que buscaran un par de gafas perdidas. Ulrika gruñó, irritada, porque cualquier pista que el asesino hubiera podido dejar, ellos, sin duda, estaban reduciéndola a polvo y sepultándola en la nieve medio fundida con sus botas estalianas de tacón alto.

Entonces, uno de ellos lanzó un potente grito y estuvo a punto de caer. Von Zechlin y los otros no le hicieron caso, muy probablemente convencidos de que era debido a su torpeza de borracho, pero luego el hidalgo halló palabras para acompañar su emoción y los llamó a todos, al tiempo que señalaba el suelo con excitación.

Sus camaradas se reunieron en torno a él formando un oscilante círculo, todos parloteando a la vez hasta que von Zechlin se abrió paso entre ellos, apartándolos hacia los lados, y se acuclilló en el centro. Pasado un segundo pidió una linterna, y uno de sus hombres fue a buscarla al burdel y regresó.

Ulrika se preguntó qué habrían encontrado. Supuso que debería estar deseándoles éxito, ya que atrapar al asesino era la razón por la que ella y su señora habían acudido a Nuln, pero en realidad esperaba que no hubieran hallado nada de importancia para que ella tuviera la oportunidad de encontrar una verdadera pista que le otorgara la gloria a su señora. La dama Hermione y sus perfumados hidalgos no la habían impresionado en lo más mínimo, hasta el momento.

Un instante más tarde, Von Zechlin se puso de pie, con la linterna en la mano izquierda, mientras examinaba algo que tenía en la derecha y que Ulrika no pudo distinguir. Sonriendo con satisfacción, le pasó la linterna a uno de sus hombres, sacó un pañuelo para colocar en él el invisible objeto, y lo dobló.

—¡Volvemos a la casa! —anunció, y echó a andar calle abajo en dirección al Altestadt. Los demás lo siguieron desordenadamente, con paso arrogante, y se llevaron la linterna del burdel sin molestarse en dar las gracias o despedirse.

Ulrika esperó hasta verlos desaparecer en torno a la esquina, y hasta que el sirviente del Lirio de Plata hubo cerrado la puerta principal para luego avanzar rápidamente hasta el lugar en que los hombres se habían acuclillado. El sitio era un amplio bache de fango, formado al soltarse algunos adoquines, que estaba lleno del agua de la nieve fundida. Ulrika se arrodilló junto a él y miró dentro. Con su visión nocturna, no necesitó linterna para ver de inmediato lo que debían de haber estado mirando los hombres.

Un conjunto de huellas dejadas en el fango por un perro de tamaño considerable, o tal vez por un lobo, y además, mezclados con el lodo, grandes mechones de pelaje negro. Ulrika miró los adoquines circundantes y vio más pelo, como si hubiera sido arrancado durante una pelea. Tenía que haber sido uno de esos mechones lo que Zechlin había guardado en el pañuelo.

Ulrika se mordió el labio inferior. Encontrar aquellos restos de pelaje era extraño. Hasta ahora había estado segura de que el asesino no era una bestia, dado que usaba estacas. ¿Tal vez el asesino tenía un perro que mataba por él? Recogió un manojo de pelo, se lo acercó a la nariz e inhaló. Olía a animal, cosa que no resultaba sorprendente, pero también, y eso sí que era extraño, a clavo. Se fijó en la posición de las huellas y determinó que el perro podría haber salido de un callejón que había frente al burdel. Se dirigió allí muy encorvada, casi apoyándose en las manos y las rodillas, olfateando, pero, cosa extraña, el olor animal se desvanecía casi de inmediato. ¿Habría dado un salto el perro? ¿Habría volado? ¿Y por qué no había percibido su olor sobre el cuerpo de Alfina? Se detuvo y volvió la mirada hacia la verja de la que habían colgado a Alfina mediante la estaca que le atravesaba el torso. Tal vez hallaría el olor allí.

Se metió el mechón de pelaje dentro del bolsillo del cinturón y fue hasta la verja. Unas pocas astillas de madera que había en el suelo eran la única evidencia visual que quedaba de que aquella noche había sucedido allí algo desagradable. El personal del burdel había limpiado todo lo demás. La sangre en las verjas era indudablemente mala para el negocio. Pero aún perduraban algunos olores. El más fuerte procedía del charco de vómito dejado por el hombre de von Zechlin, pero bajo ese hedor acre había otros. Percibía varios olores corporales humanos, y el característico almizcle lahmiano de la señora Alfina; y, una vez más, el putrefacto aroma terroso que también desprendía el cuerpo, pero no percibió el olor del perro. Con cada inhalación cambiaba su imagen mental de lo sucedido, como un dibujo del que el artista borrara y rehiciera diferentes elementos; un hombre con un perro, luego un hombre solo, luego el hombre borrado y reemplazado por algo inhumano, posiblemente un no muerto, o al menos algo que recientemente había yacido entre cadáveres. Pero, entonces, ¿qué pasaba con el perro?

Negó con la cabeza. No podía formarse una sola imagen mental. No lograba verla. Había demasiados elementos. Se volvió hacia el callejón del otro lado de la calle, pensando que tal vez allí pudiera percibir algún otro olor. Algo retrocedió hacia las sombras y luego giró en la esquina. A Ulrika se le erizó el vello de la nuca. ¡Alguien estaba vigilándola!

Echó a andar con rapidez, al tiempo que desenvainaba el sable. Su visión nocturna le había permitido ver un rostro, aunque irreconocible, dentro de una capucha muy amplia. No había podido verlo bien. Al entrar en el callejón, oyó pasos rápidos que se alejaban de ella. La presa huía. Despertó en ella el instinto de cazadora heredado con la sangre, y se lanzó al interior del callejón para girar en la esquina, resbalando en la nieve y esquivando montones de basura mientras las garras y los colmillos se le extendían sin que se diera cuenta.

Treinta pasos más adelante había otra intersección de callejones, pero el hombre ya había desaparecido de la vista. Corrió hacia el cruce, sin ralentizar para preguntarse hacia dónde habría girado el fugitivo. Lo sabía. Había dejado huellas en la nieve medio fundida y una estela de hedor como la cola de un cometa, no el olor putrefacto y terroso —aunque también ése estaba presente—, sino una fetidez humana corriente; una mezcla de sudor, comida y miedo… ¡y también clavo!

Giró en la esquina, saltó por encima de un mendigo dormido, y lo vio: un hombrecillo que resollaba, corriendo con torpeza, provisto de una barriga demasiado voluminosa como para correr de aquel modo. Continuó corriendo cómodamente tras él, y sus largas piernas e inhumana fuerza fueron reduciendo con facilidad la distancia que los separaba.

Él giró en otra esquina, esta vez para salir a una calle. Ulrika rio y continuó la carrera. Pobre ratoncillo. Sus intentos de huir resultaban patéticos.

Al girar para entrar en la calle, derrapó hasta detenerse. El ratón había desaparecido, desvanecido como si nunca hubiera existido. Entonces vio una rejilla de las cloacas que habían apartado a un lado para dejar al descubierto una negra abertura cuadrada que descendía al subsuelo. El ratón había encontrado un agujero.

Avanzó a la carrera y se detuvo junto al borde. ¿Era una trampa? Estaba segura de que el hombrecillo no habría podido levantar la rejilla él solo. Tenía que tener cómplices. Inhaló. Allí, el hedor de la muerte era fuerte, tanto que se imponía al hedor de sudor y clavo del hombrecillo. ¿Acaso la rejilla la había retirado un monstruo no muerto? ¿Estaría aún ahí abajo?

Miró al interior del agujero. No veía nada más que obra de ladrillo, una escalerilla de hierro y el grasiento brillo del agua de cloaca que se desplazaba por el canal de abajo. Podía haber atacantes furtivos que se ocultaran justo fuera de la vista. Si bajaba, podría caer en una emboscada.

Hizo una mueca burlona. ¡Qué bien! Se le había encendido la sangre. Después de estar tanto tiempo sentada y hablando, tenía ganas de pelea. Y cuando hubiera acabado, llevaría al ratón a rastras hasta Gabriella y dejaría que jugara con él.

Saltó dentro del agujero con un gruñido; sus manos y pies apenas tocaban los peldaños de la escalerilla al bajar a toda velocidad, y aterrizó, en guardia, sobre el estrecho reborde resbaladizo que flanqueaba el canal de aguas negras. No había ninguna emboscada. Estaba sola, y la abrumadora fetidez de las cloacas ocultaba el sutil olor del hombre. Miró a derecha e izquierda. La curva del arqueado túnel de ladrillo no dejaba ver más allá, pero oyó el resonante pataleo de unos pies planos que le llegaba de la izquierda, alejándose. Giró y corrió silenciosamente tras él.

Al girar en la curva, su visión nocturna distinguió la figura barriguda del hombrecillo que huía hacia la oscuridad subterránea. Ahora cojeaba, como si tuviera una punzada en un costado, y oyó que resollaba como un fuelle. Sonrió, dejando al descubierto los colmillos. «Ratoncito —pensó—, sólo has logrado quedar atrapado en un laberinto más pequeño».

El fugitivo cruzó un estrecho puente que pasaba por encima de la inmunda corriente y siguió corriendo con paso tambaleante hacia la intersección de seis túneles, un gran hexágono abovedado que rodeaba un enorme cuenco de agua sucia de más de veinte pasos de diámetro. Ulrika corrió tras él. El hombrecillo miró atrás, y entonces comenzó a mover las manos y los brazos en el aire mientras continuaba avanzando con paso tambaleante. Ulrika se preguntó si estaría sufriendo alguna clase de ataque, y aceleró la carrera deseando que no muriera o, peor aún, cayera al lago de porquería. Quería interrogarlo, y no quería tener que sacarlo de aquella repugnante sopa para hacerlo.

Llegó dando traspiés a la confluencia, sólo diez pasos por delante de ella, pero entonces, en lugar de girar a otra esquina en un vano intento de eludirla, se detuvo, inspiró agitada y profundamente, y gritó una frase extraña.

Ulrika se protegió los ojos cuando una explosión de cegadora luz roja surgió en torno al hombre. Derrapó hasta detenerse al borde mismo del cuenco, y se puso en guardia, temerosa de que se tratara de alguna clase de ataque, pero no sucedió nada. No sintió ninguna punzada mágica, nada que le desgarrara la mente ni el alma.

Parpadeó, con los ojos entrecerrados, al desvanecerse la luz, y miró en torno para luego maldecir. El ratón se había marchado. Pero ¿adónde? Estiró las flexionadas piernas y miró el lago de inmundicia, preguntándose si se habría zambullido en él, pero no vio burbujas ni ondulaciones. Avanzó con cautela hasta la intersección, husmeando el aire y escuchando.

Una vez más, el hedor de las cloacas disimulaba el del hombre, pero creyó oír pasos furtivos dentro del primer túnel que tenía a la izquierda. Avanzó hasta la entrada para mirar y escuchar. Había acertado, porque oyó con claridad los pasos de alguien que se alejaba cojeando, aunque no vio al hombre. Se detuvo. No era debido a la oscuridad, porque veía cien metros del interior del túnel, y parecía vacío, aunque los pasos parecían estar más cerca que eso. ¿Se había vuelto invisible el hombrecillo? No parecía haber ninguna otra explicación. Gruñó por lo bajo. Así que iba a ponérselo difícil. No importaba. Aún tenía los oídos. Y oían mejor que los de cualquier humano.

Un sonido que se produjo detrás de ella le hizo girar la cabeza: el roce de un zapato de cuero sobre ladrillo. Se veía luz de una linterna dentro de otro túnel, situado en el lado opuesto de la intersección. En la entrada apareció silueteada una figura que vestía abrigo largo y sombrero de ala ancha, tan alta y erguida como encorvado y achaparrado era el hombrecillo. Sujetaba una antorcha y una pistola con las manos embutidas en guanteletes.

—¡Alto, chupasangre! —gritó con voz estentórea—. ¡Mis balas están recubiertas de plata!