CINCO

CINCO

Trabajo para una espía

Ulrika siguió a Gabriella y a los demás escalera abajo hasta la cocina subterránea de techo bajo de la casa, y se reunió con ellos en torno a una gran mesa de preparación que estaba situada a un lado de la sala. Sobre ella habían extendido un mantel, y sobre él yacía el cadáver de una mujer —la señora Alfina, supuso Ulrika—, que llevaba una capa y un vestido costosos, propios de la esposa de un comerciante acomodado, terriblemente desgarrados y ensangrentados. Hermione lanzó un grito ahogado al ver el cuerpo. Gabriella guardó silencio, pero apretó los puños y las mandíbulas.

Encogida al otro lado de la mesa había una mujer que llevaba un llamativo vestido escotado de color ciruela y se apoyaba con semblante apenado contra la pared. Tenía el pelo cubierto a medias por un largo chal que llevaba echado por encima de la cabeza. Ulrika dedujo que tenía que ser la señora Dagmar, quien dirigía el burdel lahmiano, aunque, de momento, parecía incapaz de manifestar ni remotamente la tradicional alegría obscena de una meretriz.

—Señora —gimoteó, al tiempo que tendía hacia Hermione unas manos temblorosas—. La… lamento haber abandonado el Lirio, pero… pero…

—Eso no importa, hermana —respondió Hermione con los labios apretados—. ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde la has encontrado?

Ulrika pensó que era bastante obvio lo que había sucedido. Contemplaba con morbosa fascinación el cadáver de la mujer vampiro muerta. «Ése será el aspecto que tendré cuando muera», pensó.

Vio que también Famke observaba el cadáver con inquietud, y se preguntó si estaría pensando algo parecido.

Puede que la difunta señora Alfina hubiera sido una mujer atractiva, pero resultaba difícil determinar eso a partir de los destrozados restos que yacían ante Ulrika. Sus colmillos y garras estaban extendidos igual que en el caso de los cadáveres hallados antes, según la descripción de Hermione, mientras que tenía las extremidades contraídas en una actitud de furioso ataque y la cara petrificada en una monstruosa mueca de furia.

Pero parecía que ni garras, ni colmillos ni furia habían bastado para protegerla. Sus bien cortadas ropas habían sido hechas jirones, al igual que la carne que cubrían, y le habían clavado una estaca de madera en el corazón, tan profundamente que le sobresalía por la espalda. Sin embargo, ninguna de estas cosas resultaba tan fascinante, y a la vez repugnante, como la calidad de su piel. Puede que Alfina pareciera joven en vida, de no más de treinta años, pero ahora su piel tenía aspecto de tener cien años. Estaba reseca y polvorienta como el lecho de un río seco, y se había encogido hasta quedar pegada a los huesos, como si la carne se hubiera marchitado y desaparecido debajo de ella. Podría llevar siglos muerta, cosa que, cuando Ulrika lo pensó, comprendió que muy probablemente era así.

La kislevita inhaló profundamente al llegarle una extraña mezcla de olores procedentes del cadáver. Por debajo del habitual aroma Lahmiano de almizcle, especias y polvorienta descomposición, del cadáver manaba otro leve olor pútrido, repugnante y terroso, como un campo de batalla lleno de cadáveres que hubiera pasado una semana bajo la lluvia.

—Ella… —comenzó la mujer pelirroja, que se estremeció y volvió a empezar—. Estaba colgada de la verja de hierro del exterior del burdel. Colgada de la estaca.

Famke hizo una mueca.

Hermione maldijo.

—¿La ha visto alguien? ¿Los cazadores de brujas?

La señora Dagmar negó con la cabeza.

—No lo creo. El portero Groff, la encontró cuando salía a buscar un carruaje para uno de nuestros caballeros. Él y los mozos de servicio la llevaron dentro tan pronto como pudieron. Pero… pero ¿quién puede haber hecho esto? ¡Señora, ya han muerto tres de las nuestras! ¡Tres!

Hermione sujetó a Dagmar y la zarandeó.

—¡Calla, maldita! ¡Responde a mis preguntas! ¿Nadie la ha visto antes de que Groff la llevara dentro? ¿Estás segura?

Dagmar se apartó de ella y se cubrió la cara con el chal.

—¡No lo sé! ¡No lo sé! ¡Nadie ha dicho nada! ¡Los cazadores de brujas no se presentaron!

Hermione dejó escapar un suspiro de alivio, y Ulrika vio que la sensación era compartida por Gabriella.

—En ese caso, al menos podremos encubrirlo —dijo Hermione—. Afortunadamente.

—Pero aún nos deja con la pregunta de quién lo ha hecho —matizó Gabriella.

—Una bestia —declaró Famke.

—Sí —asintió Rodrik—. Una bestia salvaje.

—Las bestias no se dedican a blandir estacas de madera —intervino Ulrika—, ni cuelgan mujeres de las verjas.

Rodrik le dirigió una mirada colérica, pero Gabriella le acarició un brazo.

—Muy cierto —asintió—. No, esto no ha sido un ataque tan irreflexivo como parece. Es evidente que estaba destinado a matar dos pájaros de un tiro.

Hermione y los demás la miraron con curiosidad.

Gabriella alzó un dedo.

—Uno, debía revelar la naturaleza vampírica de la pobre Alfina, como antes se hizo con Rosamund y Karlotta. —Desplegó un segundo dedo—. Y dos, debía arrojar sospechas sobre el burdel de la señora Dagmar.

—¡Esa gente tiene intención de destruirnos! —gruñó Hermione.

—En efecto —asintió Gabriella—. «Quienes quiera que sean esa gente».

Otilia tosió cortésmente desde la escalera.

—Perdón, señora, ¿se me permite una sugerencia?

Hermione se volvió a mirarla.

—¿Sí, Otilia?

El ama de llaves se alisó el vestido con nerviosismo, y luego habló:

—¿Tal vez, podríamos ir hasta el burdel? Quizá allí puedan hallarse pistas dejadas por el asesino.

Gabriella asintió con aprobación.

—Muy bien, Otilia. Eres la más inteligente de todos nosotros.

El ama de llaves bajó la cabeza para ocultar el rubor que le había provocado el elogio.

—Iremos mis hombres y yo —declaró von Zechlin, al tiempo que daba un paso al frente—. Y mataremos al asesino, si aún merodea por la escena.

Rodrik soltó un bufido al oírlo.

—Yo también iré —dijo Gabriella—. Y lo antes posible. —Hizo un gesto a Ulrika y a Rodrik y se encaminó hacia la escalera—. Vamos. Haremos…

—No —la interrumpió Hermione—. Bertholt se ocupará de eso.

Gabriella se volvió a mirarla, al tiempo que se reprimía para no evidenciar su enojo.

—Hermana —dijo con dulzura—, se me convocó aquí con este propósito. Debo ir.

Hermione alzó el mentón.

—Se te convocó aquí para que me ayudaras. Y tengo otro trabajo para ti.

—¿Otro trabajo? —Preguntó Gabriella—. Debo ayudar en esta crisis. No…

—Y lo harás —afirmó Hermione—. El esposo de Alfina, el maestro gremial Aldrich, es un amante de sangre, pero no nos ama al resto de nosotras como la amaba a ella. Hará muchos aspavientos cuando se entere de que Alfina ha muerto. Podría ponerse a despotricar en público, o acudir a los cazadores de brujas. Hay que apaciguarlo. Ve y consuélalo. —Sonrió remilgadamente—. De hecho, lo mejor sería que establecieras tu residencia allí en lugar de aquí. Aún necesito tener oídos en los salones de los gremios. —Agito una mano para despedirla—. Otilia te dará la dirección.

Gabriella se puso rígida y pareció a punto de replicar, pero luego asintió con sequedad.

—Muy bien. Entiendo que esto es necesario. Lo haré, pero te visitaré con frecuencia. —Se volvió otra vez hacia la escalera—. Venid, queridos. Hay trabajo que hacer.

Cuando Ulrika y Rodrik la siguieron, Ulrika pasó junto a Famke, que le dedicó una compasiva mirada de despedida. Ulrika le respondió con un encogimiento de hombros y una sonrisa torcida. Era una pena que ella y la muchacha parecieran estar en los bandos opuestos de una amarga rivalidad.

—¡Maldita sea esa pequeña perra estaliana! —siseó Gabriella cuando ella, Ulrika, Rodrik y Lotte ya se encontraban a salvo dentro del carruaje y se alejaban de la casa—. ¡Quiere mantenerme fuera de todo el asunto!

Dio una palmada en el asiento con frustración.

—Ojalá hubiera muerto Hermione en lugar de cualquiera de las otras. Es la menos adecuada para dirigirlas a todas y estar tan preocupada por brillar a los ojos de la reina y asegurarse de que yo no lo haga, que lo echará todo a perder.

Ulrika no podía evitar estar de acuerdo con aquella valoración. La bonita muchachita esnob no parecía capaz de dirigir ni un coro, mucho menos una hermandad secreta, pero era lo bastante lista como para quitar de en medio a sus enemigos. Ulrika miró la dirección que el ama de llaves, Otilia, había anotado en el reverso de una tarjeta de visita. ¿Hacer de niñera de un maestro gremial? No habría emoción ninguna en eso.

—Y su manada de petimetres de alcoba no encontrará absolutamente nada en ese burdel —se burló Rodrik desde donde estaba, sentado junto a la doncella—. Estarán demasiado ocupados en mantener limpias sus botas. —Se inclinó hacia adelante—. Permitid que vaya yo, señora. La herida ya casi ha cicatrizado. Estoy en forma. Si hay algo que encontrar, lo encontraré.

Gabriella lo miró durante un momento y luego le dio unas palmaditas en un brazo.

—Es una buena idea, Rodrik. Alguien tiene que ir, pero tú no eres el más indicado para ese trabajo.

Rodrik pareció enfadarse.

—¿Por qué no? Soy vuestro paladín. ¿Quién hay mejor?

—El hecho de que seas mi paladín es el problema —dijo Gabriella—. Los hidalgos de Hermione podrían verte, y entonces sabrían que he desobedecido las órdenes de su señora. No necesito un caballero, sino un espía. Alguien a quien no conozcan.

El corazón de Ulrika dio un repentino salto de esperanza.

—Señora —dijo.

Gabriella se volvió a mirarla.

—¿Sí, niña?

Ulrika levantó una mano y se quitó la peluca de cabello negro, dejando al descubierto la mata de pelo color paja.

—Ellos conocen a tu protegida de largo cabello negro, pero no me conocen a mí.

Los ojos de Gabriella se abrieron más, y una sonrisa separó sus labios, aunque luego se desvaneció.

—No, no puedo —refusó—. Aún no estás preparada. Enfrentada con un peligro, podrías cometer una matanza peor que el asesino.

—Señora, os prometo… —imploró Ulrika.

—Ya habéis hecho promesas antes —intervino Rodrik—, y aun así habéis acabado empapada en sangre.

Gabriella le lanzó una mirada dura.

—Regañarla es mi derecho, señor, no el vuestro.

Rodrik bajó la cabeza avergonzado.

—Sí, señora.

Ulrika miró al caballero con ferocidad, pero no contestó. No quería estropear sus posibilidades enfadando más a Gabriella.

La condesa se quedó sentada durante un largo momento, mirando hacia la noche a través de la ventanilla. Finalmente, suspiró.

—Pero tengo que saber. No hay otro modo. —Se volvió a mirar a Ulrika—. Muy bien, irás.

Rodrik gruñó.

Ulrika reprimió una sonrisa de emoción.

—Gracias, señora. ¡No lo lamentaréis!

—Silencio, muchacha —le espetó Gabriella—. Irás, pero obedecerás mis normas al pie de la letra, ¿me has entendido? Te mantendrás oculta en todo momento. No lucharás. Contra nadie. Ni siquiera contra el asesino, si lo encontraras, a menos que corra peligro tu vida. No te alimentarás. No hablarás con nadie a menos que sea absolutamente inevitable, y cuando hayas visto lo que haya que ver, volverás junto a mí de inmediato. Esto no es una invitación para explorar Nuln ni para jugar al héroe. ¿Me he expresado con claridad?

Ulrika asintió con respeto.

—Sí, señora. Con total claridad. No os decepcionaré.

—Confío que no —dijo Gabriella, y luego una expresión de desánimo afloró a su rostro—. Pero, espera. Puede que esto no salga bien, después de todo. No puedes ir con ese vestido, y te perderías dentro de la ropa de Rodrik. ¿Con qué ropa voy a enviarte?

Ulrika sonrió.

—No os preocupéis, señora. He puesto en el equipaje mis viejas pertenencias.

* * *

Cuando se aproximaban a la casa del maestro gremial Eggert Aldrich, Gabriella le indicó al cochero que se detuviera, para luego volverse a mirar a Rodrik y a Lotte.

—Debéis dejarnos aquí. Llevaos el carro del equipaje y buscad una posada por las cercanías. Volveré a ponerme en contacto con vosotros mañana por la noche, cuando haya reconocido el terreno de esta nueva residencia.

—Pero, señora —protestó Rodrik—. Soy vuestro paladín. No debo apartarme de vuestro lado.

—¿Y quién os vestirá, mi señora? —preguntó Lotte.

—Lo siento, Rodrik —dijo Gabriella—. Mi misión es seducir a ese Aldrich y abrirme camino hasta su corazón y su hogar. Hasta que haya logrado eso, no es buena idea que parezca que tiene un rival. Y Ulrika hará las veces de doncella, al menos por ahora, Lotte. Porque, de momento, necesito una espía más que una doncella. Ahora marchaos, los dos. Pronto os haré llamar.

Rodrik le lanzó una mirada siniestra a Ulrika, y luego abrió de un empujón la portezuela del carruaje con más fuerza de la necesaria. Lotte bajó la cabeza con tristeza y lo siguió.

En la calle nevada, Rodrik hizo una fría reverencia a Gabriella.

—Rezaré por vuestra seguridad, señora. —A continuación cerró la puerta.

Gabriella rio y negó con la cabeza.

—Tan fiel como un perro e igual de estúpido. —Dio unos golpecitos en la pared del carruaje—. ¡Continuad!

El carruaje se detuvo ante una sólida casa de aspecto próspero del distrito de Kaufman, donde todas las casas eran sólidas y de aspecto próspero, y un poco anodinas. Cuando la condesa y Ulrika bajaron del carruaje en el sendero y se aproximaron a la puerta de cuarterones, Ulrika pensó que nunca había visto una calle más limpia ni mejor mantenida, ni con menos carácter.

Gabriella llamó con los nudillos, y unos momentos más tarde abrió la puerta un mayordomo de constitución gruesa, vestido de regio negro, y las miró con altivez.

—¿Sí?

—Herr Aldrich, por favor —dijo Gabriella—. Tiene que ver con su esposa.

—Iré a preguntar —respondió el mayordomo, que volvió a cerrar y echar llave a la puerta.

Tras otra corta espera, se oyó el sonido de pasos apresurados en el interior, y a continuación giraron los cerrojos y la puerta se abrió de golpe para dejar a la vista un jadeante hombre gordo de ojos desorbitados que las miró fijamente. Se había puesto los calzones con precipitación debajo de la camisa de dormir.

—¡¿Qué sabéis de mi esposa?! —gritó—. ¿Dónde está?

—No puedo decíroslo en la calle, Herr Aldrich —replicó Gabriella—. ¿Me invitaréis a entrar?

La cara de Aldrich se puso seria al mirar a Gabriella, y retrocedió con paso tambaleante.

—Vos… vos sois una de sus hermanas. Ay, Sigmar. Es una mala noticia, ¿verdad? Ha sucedido algo.

—Es mala —asintió Gabriella—. ¿Puedo entrar?

El maestro gremial sollozó y les hizo un gesto para que entraran, tras lo cual las condujo a un salón oscuro. Cuando el mayordomo hubo encendido las lámparas y se hubo retirado, el hombre se volvió a mirar a Gabriella con ojos implorantes.

—Contadme —pidió.

—Ha muerto, mein Herr —le anunció Gabriella—. Lo siento.

Aldrich cerró los ojos y se dejó caer en un robusto sillón de madera.

—Muerta. Lo sabía. De algún modo, lo sabía. —Alzó la cabeza—. Pero ¿cómo? ¿Qué ha sucedido?

—La cosa que mató a sus hermanas —dijo Gabriella— ha vuelto a atacar.

Entonces Aldrich se puso a llorar de verdad; los sollozos estremecían su corpulenta estructura mientras se secaba los ojos con las anchas mangas de la camisa de dormir. Gabriella se removió con impaciencia, luego se sentó en una silla que había junto a la de él y le posó una consoladora mano sobre un brazo.

—Mein Herr, realmente yo…

Aldrich le apartó de un empujón.

—¡No me toques, sanguijuela! ¡Todo esto es culpa tuya. Tuya y de tu inmundo aquelarre con sus inmundas intrigas! ¡Vosotros la matasteis, de forma tan definitiva como si hubierais empuñado el cuchillo vosotras mismas!

—Mein Herr, os aseguro… —comenzó Gabriella, pero Aldrich no había acabado.

—¡Alfina no era como vosotras! —gritó—. ¡No era una bruja de corazón negro! Era buena y pura, y sólo bebía sangre porque la habían engañado con un cruel truco para convertirla en algo que ella despreciaba. ¡No quería tener nada que ver con vuestras confabulaciones ni con vuestras puñaladas por la espalda, que ahora han acabado por matarla mientras vosotras continuáis vivas! ¡Os odio! ¡Dejadme en paz!

Ocultó la cara entre las manos, y Gabriella puso los ojos en blanco mirando a Ulrika; quien frunció el ceño al ver el desprecio de la condesa. El hombre era un necio, sin duda, por creer una historia semejante, pero a pesar de todo merecía compasión.

Gabriella volvió a intentarlo, esta vez posando una mano sobre el ancho cuello de Aldrich.

—Mein Herr, comprendo vuestro enojo, y tenéis razón. Alguna intriga ha matado a Alfina. He venido a Nuln para acabar con los asesinatos, y lamento desde el fondo de mi corazón no haber llegado a tiempo para salvarla.

—¿Tenéis corazón? —se burló Aldrich.

—Vos sabéis que Alfina lo tenía —replicó Gabriella.

Aldrich se puso a sollozar otra vez.

—Lo tenía. Lo tenía.

Gabriella le hizo levantar la cabeza para poder mirarlo a los ojos.

—Seré sincera con vos, mein Herr. La dama Hermione me ha enviado para apaciguaros. Para que os sedujera con el fin de que no corrierais precipitadamente a hablar con los cazadores de brujas, o con la guardia.

Aldrich parpadeó, atónito, y quedó boquiabierto.

Gabriella sonrió con tristeza.

—Ya veis. Os hablo con sinceridad. Pero yo no soy tan cínica como mis hermanas. Sé que jamás podría reemplazar a Alfina en vuestro corazón. Reconozco el amor verdadero cuando lo veo. No voy a engañaros. Por el contrario, respetaré vuestro dolor si me devolvéis el favor y respetáis nuestros secretos.

—No… no os entiendo —dijo el maestro gremial.

Gabriella pareció incómoda.

—Debo quedarme aquí y fingir que os seduzco, porque no puedo desobedecer las órdenes de la dama Hermione, pero os dejaré en paz para que lloréis a vuestra querida Alfina si me prometéis que mantendréis en secreto la naturaleza de su muerte y que no nos denunciaréis a las autoridades.

—¡Pero es que yo no os quiero aquí! —Gimió Aldrich—. Quiero a Alfina.

—Os aseguro que yo tampoco quiero estar aquí —dijo Gabriella—, pero como ninguno de los dos tenemos elección alguna en el asunto, haré que nuestra forzada cohabitación sea lo menos dolorosa posible. —Desplazó la mano hasta el hombro de él—. Mirad, os haré una promesa: me veréis tan raramente como yo veo el sol. ¿Y ahora, me lo prometéis?

Aldrich afirmó con la cabeza con gesto triste.

—Parece que tengo que hacerlo. Os lo prometo. Pero… pero ¿qué voy a decir sobre Alfina? ¿Y sobre vuestra presencia aquí?

Gabriella soltó un casi inaudible suspiro de alivio.

—Ya decidiremos eso por la mañana. Ahora, si hacéis que vuestros sirvientes lleven mis cosas a las habitaciones de Alfina, os dejaré a solas con vuestro dolor.

Había más llantos en el piso superior, porque Alfina había dejado una doncella, además de un marido, pero Gabriella silenció a la muchacha, cuyo nombre era Imma. No había tiempo que perder en palabras dulces como las que había dedicado a convencer a Herr Aldrich.

—No llores, niña —dijo Gabriella, dándole palmaditas en una mano mientras Ulrika se cambiaba con rapidez el vestido por la ropa de montar, al otro lado de la habitación—. Te sangraremos igual de bien que lo hacía tu señora. No tengas miedo. Pero ahora debes decirme por qué Alfina salió de la casa cuando Hermione le había ordenado no hacerlo. ¿Vino a verla alguien? ¿Le dejaron una nota?

—No… no lo sé, señora. Yo no vi ninguna.

—¿Y no dijo nada antes de marcharse?

La doncella negó con la cabeza.

—Esta noche se alimentó en abundancia de mí, y he despertado hace muy poco rato. No sabía que… que se hubiera marchado. —La muchacha volvió a estallar en lágrimas.

Gabriella le apretó el brazo con tanta fuerza que la hizo gritar.

—Basta de llantos. Escúchame. ¿Sabes dónde está el burdel de la señora Dagmar? ¿Puedes explicarle a Ulrika cómo llegar hasta allí?

La muchacha sorbió por la nariz, que luego se limpió con un pañuelo.

—Yo no lo sé, pero Uwe, el cochero de Herr Aldrich, era también amante de sangre de mi señora. Él la llevaba a todas partes.

—Muy bien —dijo Gabriella—. Entonces, lo despertaremos. —Se volvió a mirar a Ulrika, que estaba sujetándose al cuerpo el viejo sable de caballería—. No me falles en esto, querida —le advirtió—. Y no pierdas el control. Porque si te atrapan, no podré protegerte. Aquí no tengo la misma influencia que en casa.

Ulrika se inclinó como un kosar, brusca y marcial.

—No os fallaré.

Al seguir a Imma escalera abajo otra vez para encaminarse a los establos, apenas pudo evitar ponerse a dar gritos de emoción. ¡Acción y libertad al fin!