CUATRO

CUATRO

La dama Hermione

El resto del viaje transcurrió sin incidentes; de hecho, se produjeron tan pocos incidentes que Ulrika casi se volvió loca. Nunca había hecho un viaje como aquél. Entraron en el Territorio de la Asamblea camino de Eicheshatten, donde ella, Gabriella, Rodrik y Lotte subieron a bordo de un barco fluvial, el Reina del Ayer, mientras que el resto de los caballeros de Gabriella y los cocheros dieron media vuelta y regresaron a Nachthafen. Ulrika y la condesa permanecieron en el interior de su camarote durante seis días con sus noches mientras el barco bajaba por el río Ayer hasta Nuln. ¡Recorrieron una distancia de casi quinientos kilómetros y Ulrika no vio ni un detalle del paisaje!

En el exterior habrían podido estar sucediendo cosas; oía a otros viajeros que pasaban de largo constantemente, y a menudo oía el lejano aullido de los lobos y gritos extraños, pero desde dentro del carruaje, con las celosías cerradas durante el día, no había visto nada; y por la noche no había habido nada que mirar salvo nieve y árboles negros. El camarote del barco fluvial no tenía ninguna ventana, sólo cuatro paredes de paneles de madera. En más de una ocasión, Ulrika tuvo la fantasía de que estaban girando y girando en círculos, y que al salir del camarote estarían en el mismo sitio del que habían partido. Ciertamente, no había nada que le indicara lo contrario.

¿Cómo se podía viajar así? Atrapada dentro de una caja, sin viento que le acariciara la cara y sin tener ni la más remota idea de lo que sucedía en el mundo al otro lado de las paredes. Había crecido cabalgando por los vastos espacios abiertos del Oblast septentrional, y había sido una viajera desde entonces. Le gustaba ver cambiar el paisaje, y el tránsito de las nubes. Le gustaban los olores de la tierra, el aire y el agua. Le gustaban la lluvia y la nieve. Ocultarse de ellas de esa manera parecía casi una blasfemia.

Por tanto, se sintió aliviada cuando atracaron en los muelles de Nuln y desembarcaron sobre la deformada madera gris del embarcadero, mientras el sol desaparecía detrás de las negras chimeneas humeantes que se alzaban de las forjas imperiales situadas al sur del río.

Ulrika conocía la reputación de Nuln como corazón de hierro del Imperio, y en el pasado había tenido muchas razones para sentirse agradecida con los fabricantes de cañones y trabajadores de las forjas de la ciudad, cuando las magníficas piezas de artillería y arcabuces que manufacturaban habían contribuido a la defensa de las ciudades de Praag y Kislev, e incluso de los territorios de su propio padre, pero nunca antes había visitado la ciudad; y mientras estaba en el puerto, con Gabriella, esperando a que Rodrik alquilara una carreta y un carruaje —¡otro carruaje!— para llevarlas a su destino final, sus primeras impresiones fueron que se trataba de un lugar oscuro, feo y holliniento, que olía demasiado a hierro caliente, carbón encendido y campesinos desaseados. ¡Incluso la nieve era negra! No obstante, no se trataba del interior de un camarote, y por tanto lo agradeció, y volvió el rostro hacia la acre brisa húmeda que ascendía del ancho río mientras observaba con deleite las multitudes de estibadores, marineros y pescaderas que iban de un lado a otro por los muelles. No se había dado cuenta de cuánto echaba de menos el ajetreo y bullicio de la vida humana.

Cuando Rodrik regresó con la carreta y el carruaje alquilados y se pusieron en marcha a través de la ciudad, Ulrika no pudo evitar abrir su ventanilla para continuar deleitándose con el desfile del exterior. El olor de la sangre viva estaba por todas partes. El latir de un millar de pulsos sonaba como una sinfonía en sus oídos. Por todas partes donde miraba había carne fresca: soldados, sacerdotes y abogados, carniceros, cocheros y tenderos, todos dedicados a sus asuntos, con sus bufandas y capas, sin sospechar ni remotamente que entre ellos pasaba una depredadora.

De hecho, eso no era del todo cierto. Puede que las ovejas no sintieran que las miraba, ni reconocieran a Gabriella por lo que era con sólo mirarla, pero Ulrika olía miedo en el aire, junto con el resto del abrumador ramillete de aromas, y los vendedores de periódicos estaban gritando el nombre de ese miedo.

—¡Vampiro visto en Halbinsel! —proclamaba uno, que sostenía en alto una gaceta con el estridente grabado de un ser que tenía colmillos de treinta centímetros.

—¡Hijas de canciller puestas a prueba con ajo! —gritaba otro—. ¡Un pfenning para conocer la historia!

—¡Hermanas de Shallya encerradas en la Torre de Hierro! —bramaba un tercero—. ¡Desapariciones en las chabolas! ¡Toda una familia desaparecida!

Una mujer que estaba ante un tenderete improvisado vendía collares de cuero que cubrían todo el cuello hasta las orejas.

—¡No temáis a la noche, damas y caballeros! ¡Protegeos con un collar de cazador de brujas!

Junto a esta mujer, había otra que vendía colgantes de plata en forma de martillo cosidos a gargantillas hechas con cintas.

—¡Repeled a los demonios con el símbolo del poder y la gracia de Sigmar!

La gente que se desplazaba por las calles fangosas a causa de la nieve medio derretida lo hacía caminando apresuradamente, mirando por encima de los hombros antes de entrar en su casa, y observando con suspicacia los callejones oscuros.

La condesa suspiró al oír todo aquello.

—Es tan malo como me temía. Pánico en las calles y una cacería en toda regla. Hay que acabar con esto.

Ulrika asintió con la cabeza, pero continuó mirando por la ventanilla. Ahora habían entrado en una calle más tranquila y próspera, y el ruido de la muchedumbre se había desvanecido, pero las pocas personas que aún andaban por el exterior continuaban desplazándose con prisa de un sitio a otro, como conejos asustados. Tuvo que reprimir el pensamiento de saltar tras ellas como un galgo.

—Querida —dijo Gabriella.

Ulrika se encogió y se volvió. ¿Le habría leído la condesa los pensamientos? Pero, no, no parecía enojada. De hecho, parecía positivamente pensativa, con las manos unidas sobre el regazo y los labios fruncidos. ¿Qué la había puesto tan nerviosa?

—¿Si, señora? —preguntó.

—Siéntate junto a Lotte y deja que te ponga la peluca y te la peine —dijo, agitando una mano—. Es importante que tengamos el mejor aspecto posible.

—Sí, señora —asintió Ulrika, y se cambió al otro asiento mientras la doncella sacaba la peluca de largo pelo negro de la caja. A Ulrika no le gustaba. Le daba calor y le picaba, y la hacía sentir como una niña jugando a vestirse de señora; no obstante, comprendía que su pelo cortado con tijera no sería adecuado para la sociedad cortés.

Gabriella le dedicó una débil sonrisa cuando Lotte le puso la peluca sobre la cabeza y tironeó de ella para encajársela bien.

—Deseo… deseo recordarte que debes observar el mejor de los comportamientos en casa de la dama Hermione. Eres mi pupila, casi mi hija, y, como tal, lo que hagas y digas se reflejará en mí y hablará de lo bien o mal que te he enseñado. Me habría gustado disponer de un año más, por lo menos, antes de presentarte en sociedad, pero no ha podido ser. Así que te ordeno, no, te imploro, que no me hagas pasar vergüenza. En particular delante de Hermione, a quien, como ya he mencionado, no le gustó mucho y aprovechará cualquier excusa para humillarme.

Ulrika se puso rígida.

—Puede que sea nueva en vuestra hermandad, señora, pero no soy una palurda. Yo…

Gabriella la hizo callar con un gesto.

—Sí, sí, ya lo sé. Eres hija de un boyardo, además de ser una dama por nacimiento. Pero, como has demostrado en el pasado reciente, la diferencia entre ser una dama y actuar como tal puede ser realmente enorme.

Ulrika inclinó la cabeza, que ahora cubría la peluca, tan rígida como un estoque.

—Me esforzará por no decepcionaros, señora.

* * *

La dama Hermione vivía en una regia casa de tres pisos situada en el barrio de Aldig, el vecindario más rico de la ciudad, donde moraban los nobles que frecuentaban la corte de la condesa Emanuelle von Liebwitz. La vivienda era de estilo tileano, con la puerta flanqueada por columnas torneadas y todas las ventanas coronadas por adornos florales de escayola, ahora cubiertos de nieve. Un lacayo con librea salió a paso ligero para abrir la portezuela del carruaje a la condesa Gabriella y a Ulrika, y otro acudió a tomar las riendas de la carreta de manos de Rodrik. Ulrika reparó en que el carruaje de ellas no era el único que había en el curvo sendero de entrada. Cerca de la verja se encontraba detenido otro vehículo negro y sin adornos cuyo cochero las observaba atentamente.

Gabriella no prestó la más mínima atención al otro carruaje y subió por los escalones semicirculares. En el momento en que Ulrika y Rodrik la siguieron, se abrió la tallada puerta delantera y una guapa mujer ataviada con un vestido negro de sirvienta les hizo una profunda genuflexión. Llevaba el cabello oscuro recogido en un apretado moño, y sus modales eran tan almidonados como su gorguera.

—Bienvenida, condesa —la saludó la mujer con tono reverente—. Hemos estado esperando vuestra llegada. Vuestras habitaciones están preparadas. Por favor, entrad.

—Gracias, Otilia —dijo Gabriella, mientras atravesaba la puerta y le entregaba la capa a una doncella de servicio—. Es agradable estar de vuelta en Nuln. ¿La dama Hermione tiene visita?

Otilia, que Ulrika dedujo que tenía que ser una especie de ama de llaves, frunció los labios y miró por encima de un hombro hacia las puertas del salón.

—Habéis llegado en un momento inconveniente, mi señora —dijo—. La dama Hermione está ahora mismo reunida con el capitán Meinhart Schenk, de los cazadores de brujas.

Gabriella se detuvo al oír eso y miró con inquietud las puertas del salón. Ulrika entendió el porqué, desde luego. Incluso en Kislev había oído historias sobre el demente fervor de los cazadores de brujas imperiales. Se decía que quemaban pueblos enteros para matar a una sola bruja, y que colgaban a hombres por la más ligera sospecha de comunión con los poderes oscuros. Eran una ley en sí mismos, y actuaban con impunidad. Por muy bárbaras que fueran sus medidas, nadie se atrevía a alzar la voz para protestar, por temor a ser los siguientes a los que acusaran de brujería. Si los cazadores de brujas estaban allí, la dama Hermione podría encontrarse en apuros muy serios. El murmullo de voces que llegaba desde el otro lado de la puerta parecía confirmarlo. No daba la impresión de ser una conversación agradable.

—Entiendo —asintió Gabriella—. Tal vez la salita de estar, entonces, hasta que acabe. Hay una puerta que conecta ambas habitaciones, ¿verdad?

—Sí, mi señora —respondió Otilia mientras recogía una vela—. Muy bien, mi señora. Por aquí.

La doncella recogió las capas de Ulrika y Rodrik y luego fue tras Gabriella, que era conducida por Otilia a través del vestíbulo de entrada hasta un par de puertas que estaban situadas más al fondo. Cuando Ulrika pasó ante las puertas del salón, las voces se oyeron fuertes y claras a través de ellas.

—¿Decís que no conocíais a la señora von Andress ni a la hermana Karlotta? —preguntó una voz de hombre.

—Estáis poniendo en mi boca palabras que no he dicho, capitán —replicó una voz femenina—. He dicho que las conocía tan bien como las conocía cualquier otra mujer noble de Nuln. Ambas eran íntimas amigas de la condesa von Liebwitz, al igual que lo soy yo. Me habría resultado imposible no conocerlas, pero ¿era particularmente amiga de ellas? No. Yo…

Las palabras se apagaron al continuar ellos corredor abajo, y luego volvieron a aumentar de volumen cuando Otilia los condujo al interior de una espaciosa y elegante habitación donde había un clavicémbalo en un rincón y grupos de delicados muebles bretonianos primorosamente dispuestos sobre una enorme alfombra árabe tejida en tonos azules, amarillos y blancos. Las paredes y el techo hacían juego con estos colores, con paneles de madera azul cielo enmarcados por molduras blancas y una araña de oro y cristal colgada del centro de la estancia. Escoger los colores del día le parecía a Ulrika una elección incongruente para la morada de un vampiro, pero tal vez era precisamente por eso. Quizá el motivo había sido escogido para despejar sospechas. De ser así, no parecía estar funcionando, a tenor de las airadas palabras que se filtraban a través de las puertas que comunicaban con la otra habitación.

El ama de llaves se acercó a las lámparas con la vela, pero Gabriella le hizo un gesto para que se apartara.

—Déjalas apagadas —susurró, y se acercó más a la doble puerta. Otilia hizo una genuflexión y se llevó la vela al retirarse. Ulrika se reunió con la condesa ante la puerta, mientras que Rodrik se quedó esperando a una distancia discreta. En la habitación contigua, las voces seguían subiendo a causa de la tensión.

—Vuestras negaciones me desconciertan, mi señora —estaba diciendo el hombre—. Otras mujeres de la corte me han dicho que vos y la dama Rosamund erais íntimas, y que visitabais su casa con regularidad. ¿Mienten esas mujeres?

—Hacen una montaña de una nadería —fue la seca réplica—. Nuln no es tan grande como Altdorf, y tiene un círculo social reducido. Todos estamos siempre en casa de los demás. No visitaba a la dama Rosamund ni más ni menos que cualquiera de las otras.

—Ah, entonces sí que ibais a su casa, y a menudo, por lo que parece.

—Bueno…

—Habéis dicho «siempre», ¿no es cierto?

—Sí, pero…

Ulrika y la condesa Gabriella apretaron los puños.

—Pero ¿decís —continuó el hombre— que aun teniendo una amistad tan íntima, no reparasteis en que no tenía reflejo? ¿Ni en que no comía ni bebía nada? Vamos, eso me cuesta creerlo.

—¡No era una amistad íntima! ¿Acaso no acabo de negarlo?

—Lo negáis y desmentís al mismo tiempo, mi señora. Eso me confunde. También veo que no tenéis espejos aquí.

Se produjo un breve silencio, y luego volvió a oírse la voz de la mujer, fría como el hielo.

—No soy vana ni vulgar, capitán. No tengo necesidad de mirarme a cada momento. Tengo un espejo en mi tocador. Con eso basta.

—Ah. Tal vez podríais enseñármelo.

—¡¿Cómo os atrevéis, señor?! —gritó la mujer—. No estoy habituada a invitar a hombres desconocidos a mi dormitorio. Ya es bastante insulto tener que admitir a los de vuestra clase en mi salón. ¡Si tenéis alguna acusación que hacer, hacedla! En caso contrario, marchaos. ¡Ya he perdido la paciencia con vos!

Gabriella negó con la cabeza y gruñó para sí.

—Necia.

—No tengo acusación ninguna, mi señora —dijo el hombre—. Es sólo una solicitud. Si tenéis la amabilidad de miraros en este espejo que llevo, me marcharé…

—¡No lo haré! —le espetó la mujer—. No me someteré a vuestras exigentes y despreciables pruebas. No soy ninguna hereje campesina que tiemble ante vuestra autoridad. ¡Soy la viuda del señor von Aurbach, el héroe de Wissenburg! ¡Soy amiga de la condesa von Liebwitz!

Gabriella avanzó hacia la puerta y posó una mano sobre el picaporte con cara ceñuda.

—Ni siquiera la condesa está por encima de la justicia de Sigmar, mi señora —replicó el hombre.

—¡En ese caso, id a enseñarle a ella vuestro espejo! —replicó la mujer—. ¡Sí ella consiente en mirarse en él, entonces también yo lo haré, pero no antes!

—Lo lamento, mi señora —continuó el hombre con voz tranquila—. Pero me temo que debo insistir.

—¡No! ¡Me niego! ¡Yo…!

Con un siseo, la condesa Gabriella abrió bruscamente las puertas del salón y entró, sonriendo y con los brazos abiertos.

—¡Prima Hermione! —gritó, y avanzó con paso rápido y elegante para abrazar a una mujer joven y delgada—. ¡Qué delicioso es verte!

Por un momento, la mujer la miró con ojos alarmados, pero luego le siguió el juego.

—Prima Gabriella, no… no te esperaba tan pronto. Bienvenida.

Ulrika miró a la mujer de arriba abajo cuando siguió a la condesa al interior del salón. Por lo que Gabriella había dicho de ella, esperaba que Hermione tuviera aspecto de ser mayor. Se había hecho la imagen mental de una amargada señora con cara de pito y ojos suspicaces, pero nada podría haber estado más lejos de la verdad. La dama Hermione parecía joven —incluso más joven que Ulrika—, y tenía un rostro tan fresco y unos ojos tan grandes como una novia recién casada. Su cabello era de un intenso marrón chocolate, su piel tenía un saludable color rosado y su figura, bajo el bordado corpiño azul pálido, estaba bien formada aunque aún era juvenil.

La condesa Gabriella retrocedió un paso y la mantuvo a la distancia de los brazos extendidos.

—Declaro que estás más hermosa cada vez que te veo, querida mía, y… —Se interrumpió como si reparara por primera vez en los otros presentes en el salón—. ¡Ay! Te ruego que me perdones, prima. Otilia no me ha dicho que tuvieras visita. ¿Quiénes son estos apuestos hidalgos?

Ulrika desvió la atención hacia los hombres. Eran cuatro, y, al llamarlos apuestos, Gabriella estaba forzando la verdad hasta el punto de ruptura. Del jefe, un hombre de pelo gris que iba vestido con ropas sobrias aunque bien cortadas y cubiertas por un pesado abrigo de cuero, habría podido decirse caritativamente que tenía un rudo atractivo, con la frente que parecía tallada en piedra y la cuadrada mandíbula bien afeitada, pero los tres hombres que formaban detrás de él eran lisa y llanamente espantosos, hombres duros, de pelo lacio, y marcados por cicatrices, vestidos con armadura de cuero y a los que se les veían culatas de pistolas y empuñaduras de estoques sobresaliendo de debajo de la capa.

La dama Hermione inspiró al presentarlos.

—Éste es el capitán Meinhart Schenk, prima —dijo—. Y parece que ha venido a arrestarme.

La risa de Gabriella sonó como un glisando de campanillas de plata.

—¿Arrestarte? ¡Ay, querida! ¿Has estado flirteando donde no debías? ¡Qué vergüenza, qué vergüenza! —Hizo una genuflexión ante Schenk—. Capitán, me siento honrada de conoceros.

Schenk parecía un enfadado sapo embalsamado, pero se inclinó cortésmente.

—El placer es mío, mi señora.

—¿Y de verdad quiere arrestar a mi querida prima? ¿Puede ser usted tan cruel?

—Sólo deseo que se mire en un espejo, mi señora —afirmó Schenk con severidad.

Gabriella rio otra vez y se volvió hacia Hermione.

—¿Qué te mires en un espejo, prima? Sin duda eso no es para ti algo novedoso, ¿verdad? Lo haces cada hora, ¿no?

—Él cree que soy un vampiro, prima —dijo Hermione con los labios apretados.

Gabriella reprimió otra risa y pasó la mirada de Schenk a Hermione con los ojos muy abiertos.

—¿Tú, prima? ¿Con esa complexión? Yo te creería una nodriza, o una pastora de gansos, pero ¿un vampiro? —Se volvió a mirar a Schenk—. Sin duda bromeáis, señor.

—No es ninguna broma, mi señora —declaró el cazador de brujas al tiempo que inclinaba la cabeza—. En las pasadas semanas se ha descubierto que dos damas nobles eran vampiros, y se nos ha ordenado hablar con cualquiera que las conociera bien, con independencia de su rango.

Gabriella puso los ojos en blanco.

—Ridículo, pero si tenéis que hacerlo… Dadme. —Tendió una mano—. Dejadme ver ese espejo vuestro. Sin duda, mi prima no se negará si yo se lo pido.

El capitán Schenk vaciló, luego sacó un pequeño espejo rectangular de entre las páginas de un libro encuadernado en cuero, y se lo tendió.

—Gracias, capitán —dijo Gabriella, y luego tomó al hombre del brazo—. Vamos, veamos qué monstruos acechan en el azogue, ¿os parece?

La dama Hermione retrocedió un paso, precavida, cuando la condesa hizo avanzar al capitán. Gabriella le sonrió.

—No temas, prima, el capitán verá sólo tu belleza doblada. Vamos a ver…

Ladeó el pequeño espejo de modo que ella y Schenk pudieran ver dónde estaba Hermione. Schenk miró con atención y luego parpadeó.

Gabriella profirió una exclamación ahogada que hizo dar un salto a Ulrika.

—¡Ay! —gritó—. ¡Prima, tienes un grano! —Luego se relajó—. No, no, es sólo una migaja. Mira, ya la tengo. —Pasó una mano por una mejilla de Hermione como si fuera su madre y luego se volvió hacia Schenk—. Ahí lo tenéis, capitán. ¿Estáis satisfecho?

—Eh… —respondió el capitán—. Al parecer…

—¿Queréis ponerme también a mí a prueba? —preguntó Gabriella, y, sin soltarle el brazo, giró el espejo hacia ambos—. ¿No somos una imagen agradable de contemplar?

Ulrika se quedó mirando fijamente, porque aunque ella se encontraba en el ángulo correcto, sólo podía ver a Schenk en el espejo, aunque estaba claro que el cazador de brujas veía algo más. ¿Gabriella había hechizado el espejo, o los ojos del hombre?

—No es necesario, mi señora —replicó el capitán, apartándose de ella y haciendo una brusca reverencia—. Habéis demostrado que tenéis razón. Parece que yo estaba equivocado. Fue sólo la negativa de la dama lo que me hizo…

—No hay necesidad de disculparse —lo interrumpió Gabriella mientras lo conducía hacia la puerta con una mano delicada y bajaba la voz para hablarle al oído mientras los hombres lo seguían pesadamente—. A veces, las damas de noble cuna son muy nerviosas, y no están habituadas a que las interroguen. Mi prima es sólo un poco más nerviosa que la mayoría.

—Entiendo —asintió Schenk—. Gracias por interceder.

—En absoluto. —Gabriella abrió la puerta y chasqueó los dedos—. Otilia, acompaña a los caballeros hasta la puerta.

Y tras otro breve intercambio de frases, el capitán y sus tenientes de ceñudo rostro siguieron a Otilia por el pasillo, mientras Gabriella cerraba la puerta tras ellos con un profundo suspiro de alivio. Ulrika también se relajó. Había permanecido preparada para la lucha desde que entraron en la casa.

La dama Hermione, sin embargo, no parecía compartir el estado anímico general. Se volvió hacia Gabriella con un gruñido.

—¡Cómo te atreves a fingir que me salvas!

Gabriella alzó una ceja.

—¿Fingir?

—Tenía la situación bien controlada —gritó Hermione—. Me habría mirado en su espejo y hecho tu miserable truquillo, pero no habría actuado como una noble de verdad si no hubiera protestado antes contra la impertinencia de los plebeyos.

—Ah, por supuesto —dijo Gabriella—. Ahora lo veo todo claro. Te pido disculpas, hermana. La próxima vez me abstendré de ayudarte.

Hermione inspiró profundamente, al parecer sin dejarse apaciguar.

—No comienzas bien tu visita, Gabriella. Te ruego que me sirvas mejor a partir de ahora.

—He venido para servir a nuestra reina, hermana —replicó Gabriella—. Si servirte a ti la sirve a ella, lo haré lo mejor que pueda.

Antes de que Hermione pudiera responder, Otilia volvió a entrar por la puerta, procedente del vestíbulo.

—El carruaje se ha marchado, mi señora —informó, al tiempo que hacía una genuflexión—. He pedido a Gustaf que se asegure de que no hayan dejado ningún espía.

—Gracias, Otilia —dijo Hermione—. Has hecho bien.

Otilia comenzó a retirarse, pero luego frunció los labios y se detuvo.

—Mi señora, ¿estáis segura de no querer considerar la posibilidad de retiraros al campo hasta que pase todo esto? En Mondthaus estaríamos mucho más a salvo de ojos curiosos.

Hermione suspiró.

—Por mucho que me gustara hacerlo, Otilia, no puedo —replicó—. La reina lo vería como un abandono del deber. Pero gracias por tu preocupación.

—Claro, mi señora —asintió el ama de llaves.

Retrocedió otra vez, pero antes de que hubiera acabado de cerrar las puertas, un grupo de exquisitos dandis volvieron a abrirlas y la dejaron atrás a grandes zancadas. Eran todos elegantes hombres jóvenes, vestidos según la última moda de la corte, y todos llevaban barbas y bigotes perfectamente recortados. El cabecilla era moreno como un tileano, pero tenía unos penetrantes ojos azules.

—No habrían salido vivos de esta casa si os hubieran descubierto, mi señora —dijo, mientras llevaba una mano a la empuñadura del enjoyado estoque.

Ulrika oyó que Rodrik soltaba un bufido en el interior de la salita de estar.

—Perros falderos —murmuró.

Se abrió una tercera puerta —un panel astutamente disimulado en la pared de la izquierda—, y una tímida cabeza con cabello dorado asomó por ella.

—¿Se han ido?

—¡Querida mía! —La tensa expresión de Hermione se dulcificó cuando avanzó hacia la puerta e hizo salir a la muchacha más hermosa que Ulrika hubiera visto jamás. No se trataba de una exuberante belleza morena como la condesa Gabriella, ni de una seductora de dulce carita caprichosa como la dama Hermione. Era alta y delgada, de piel blanca y lacio cabello dorado que caía hasta las amplias faldas de su traje verde oscuro, y con la belleza majestuosa de una reina. No fue hasta que Hermione la llevó hasta el centro de la habitación que se rompió esta ilusión regia, porque la muchacha avanzó con, los ojos bajos, con una torpeza desenfadada que hizo que Ulrika se preguntara qué edad tendría.

Hermione se volvió hacia Gabriella con expresión presumida.

—Bueno, ya que estás aquí, supongo que debo presentarte al personal de mi casa. —Señaló con un gesto al bravucón dandi y a sus hombres—. El señor Bertholt von Zechlin, mi paladín, y sus hombres, las mejores espadas del Imperio.

—Vuestro servidor, mi señora —dijo von Zechlin, que hizo una profunda reverencia con una pierna echada hacia atrás.

Rodrik refunfuñó algo acerca de «no ser las mejores espadas de la habitación», pero Ulrika no creyó que los hombres los hubieran oído.

Hermione se volvió luego hacia el ama de llaves.

—A mi gobernanta, Otilia Krohner, ya la conoces, y… —Acercó una mano a un codo de la muchacha rubia y la hizo avanzar—. Y ésta es Fräulein Famke Leibrandt, mi… protegida.

La muchacha sonrió con timidez a Gabriella y a Ulrika, y luego, alzándose las faldas, hizo una genuflexión.

—Estoy a vuestro servicio, señoras —dijo—. Bienvenidas a nuestro humilde hogar.

Ulrika frunció el ceño. La dama Hermione estaba exhibiendo a la muchacha como si fuera una ternera campeona de competición. ¿Acaso sería una amante de sangre favorita? No. La había llamado protegida. ¡Era un vampiro! Era a Hermione lo que Ulrika era a Gabriella. Pero ¿por qué tanta presunción? ¿Tenía Hermione intención de insinuar que había escogido mejor que Gabriella a su aprendiza? El pensamiento hizo que Ulrika gruñera por lo bajo.

Gabriella correspondió a la genuflexión y se volvió hacia Rodrik y Ulrika.

—Permíteme que te presente a Rodrik von Waldenhof, heredero de Waldenschlosse, mi paladín, caballero sin par, y a la boyarda Ulrika Magdova Straghov de Kislev, mi protegida.

Rodrik ejecutó una elegante reverencia al tiempo que hacía entrechocar los tacones al estilo marcial, y Ulrika, desconcertada por el pensamiento de que, de algún modo, la estaban exhibiendo, y confusa por tanta reverencia y genuflexión, probó primero con una y luego con la otra, y fracasó en ambos casos al tropezar torpemente con las enaguas.

Cuando se recuperó, vio que la sonrisa de Hermione se había transformado en una mueca de burla, y estuvo a punto de devolvérsela, pero entonces captó la mirada feroz de Gabriella y bajó la cabeza respetuosamente para que las largas trenzas de la peluca ocultaran su enojo.

—Es obvio que tus amigos están cansados del viaje —observó Hermione con serenidad—. Vayamos a refrescarnos a la salita de estar, donde podrán descansar con comodidad mientras nosotras hablamos.

Gabriella no dio la más mínima muestra de haber reparado en el sutil sarcasmo.

—Por supuesto, hermana. Después de ti.

Cuando los demás se ponían en marcha para seguir a su señora a la habitación contigua, Ulrika sorprendió a Famke mirándola. La muchacha intentaba reprimir una ancha sonrisa y estaba fracasando miserablemente, porque en sus ojos destellaba una risa silenciosa. Ulrika habría querido sentirse indignada por el hecho de que la muchacha se riera de ella, pero no pudo. Se encontró con que también ella sonreía, y entraron en la salita de estar hombro con hombro, amigas en un simple instante.

Cuando se hubieron encendido las lámparas y el fuego, la condesa Gabriella y la dama Hermione se sentaron en delicadas sillas doradas cerca del hogar de mármol tallado, mientras Ulrika y Famke aguardaban detrás de ellas para servirlas y Rodrik y los hidalgos de Hermione se observaban con aspecto hosco desde extremos opuestos de la habitación.

—Vamos a ver —dijo Gabriella—. Cuéntamelo todo. ¿Cómo empezó? ¿Y en qué situación estáis ahora?

—Estamos en situación de enfrentarnos a las dificultades por nuestra cuenta —replicó Hermione con frialdad.

Gabriella suspiró.

—Hermana, yo no habría venido si no me lo hubieran ordenado. Cumplo con la voluntad de la reina. Nada más. Te prometo que me marcharé cuando este asunto acabe. No tengo ninguna ambición depositada aquí. Y ahora, por favor. Cuando antes empecemos, antes podré marcharme.

Hermione se quedó mirando al fuego durante un momento, y luego asintió con la cabeza.

—Muy bien. Te lo contaré. Todo empezó hace un mes. La dama Rosamund fue al teatro con su amante, un amante de sangre llamado general Steffan von Odintaal, que es uno de los consejeros de la condesa von Liebwitz en asuntos militares y, a través de Rosamund, consejero nuestro. Se despidieron al acabar la representación, cuando él se marchó a su club y ella a su casa. —Hermione unió las manos con gesto convulsivo—. Camino de casa, ella fue atacada; no sé qué lo hizo, y sólo puedo decir que era algo lo bastante fuerte como para derrotarla y desgarrar horriblemente su cuerpo.

—¿No hubo ningún testigo? —preguntó Gabriella.

—No se ha encontrado ninguno —replicó Hermione—. Aunque los cazadores de brujas han registrado la ciudad de arriba abajo. —Se estremeció—. Se volvió todo tan insoportable que me retiré a mi casa de campo, Mondthaus, y me fingí enferma.

—¿Informaste a la reina?

—Karlotta lo hizo —replicó Hermione, que a Ulrika ya no le parecía tanto la gran dama, sino más bien una simple mujer asustada, aunque continuara siendo una beldad—. Después de lo cual convocó una reunión en el Litio de Plata, el burdel de la señora Dagmar, para que las hermanas restantes pudiéramos confirmarla como nuestra nueva jefa y hablar de lo que debía hacerse.

Gabriella alzó una mano.

—¿Quiénes son esas hermanas restantes?

A Hermione pareció irritarla que interrumpieran su relato, pero luego se encogió de hombros.

—Además de yo misma, están la señora Alfina, casada con un maestro gremial, un amante de sangre que es nuestros oídos en los gremios; la señora Dagmar, que dirige el Lirio de Plata, un instrumento de gran valor para recoger rumores y chantajear, y, por último… —Hizo una mueca—. La señora Mathilda, el vulgar marimacho que dirige una taberna en los tugurios situados al sur del río y reúne información entre las clases bajas.

Gabriella asintió con la cabeza.

—Sangre nueva, entonces. No conozco a ninguna de ellas. Por favor, continúa. Estabas diciendo que la señora Karlotta convocó una reunión.

—Sí —dijo Hermione—. Fue una reunión lúgubre. Ninguna de nosotras tenía la más mínima idea de por qué habían matado a Rosamund ni de quién… o qué… lo había hecho. ¿Había sido por azar? ¿Había sido un asesinato por encargo? ¿Las desapariciones estaban relacionadas? Cuando la reconocimos como nuestra nueva jefa, Karlotta nos ordenó enviar a nuestros rebaños a peinar la ciudad en busca de testigos o información, pero… —Hizo una pausa y se pasó la lengua por los labios—. Pero poco después murió la propia Karlotta. La encontraron asesinada con una estaca sobre el altar de Shallya del convento donde hacía de abadesa, también ella con los colmillos y las garras descubiertos, y también horriblemente desgarrada y mutilada.

Gabriella hizo una mueca, y Famke se estremeció.

—El pánico aumentó aún más después de eso —continuó Hermione con voz inexpresiva—. Arrestaron a todo el convento, han quemado montones de mujeres en las calles, y los cazadores de brujas comenzaron a interrogar a todas las damas de la alta sociedad y a la clerecía. Ha sido algo como para destrozar los nervios de cualquiera.

—No lo dudo —asintió Gabriella.

Hermione bajó la cabeza.

—Al morir Karlotta, quedó claro que no se trataba de ataques fortuitos. Karlotta había sido la segunda al mando de Rosamund, y fue la segunda en morir. Quienquiera que esté detrás de esto sabe quiénes son nuestras dirigentes, y…

Gabriella acabó el pensamiento de Hermione.

—Y tú eres ahora la que estás al mando.

Hermione asintió con la cabeza y tragó saliva.

—Sí, y la siguiente en la lista de muertas. —Se levantó y comenzó a pasearse—. Volví de mi casa de campo para dedicar toda mi atención al asunto, y he ordenado a nuestras restantes hermanas de Nuln que permanezcan dentro de sus casas y doblen la guardia, como he hecho yo. Continuaran así hasta que se haya encontrado al asesino. ¡No habrá más asesinatos! ¡No decepcionaré a mi reina!

Las puertas del pasillo se abrieron y todos alzaron la mirada. Otilia, el ama de llaves, apareció entre ellas, con la cara tan pálida como la luz de la luna.

—Mi señora —anunció, al tiempo que hacía una genuflexión—. La señora Dagmar está en el piso de abajo. Ha pedido veros.

—¡¿Qué?! —gritó Hermione, colérica—. ¿No le dije que se quedara en su casa? ¿Qué está haciendo aquí?

Otilia vaciló, con su estoico rostro contraído por la emoción, y luego habló.

—Se ha producido otro asesinato. La señora Alfina ha muerto.

La dama Hermione y Famke lanzaron exclamaciones ahogadas.

Gabriella maldijo. Von Zechlin y sus hombres se pusieron en pie de un salto, igual que Rodrik.

Hermione se levantó de la silla con los brazos temblorosos.

—¿De la… de la misma manera?

—Sí, señora —respondió Otilia.

—¿Alfina ha sido descubierta? —Preguntó Hermione—. ¿Lo saben los cazadores de brujas?

—No lo sé, señora —replicó Otilia—. Pero no tienen su cuerpo. Está en la cocina.