TRES
Las costumbres lahmianas
Ulrika se clavó las garras extendidas en las palmas de las manos para reprimir, con dificultad, el impulso de saltar sobre el joven caballero en aquel mismísimo instante. No podía fracasar esta vez. ¡No debía hacerlo!
Cuando hubo recobrado un cierto control, le volvió la espalda y se acercó a la mesa sobre la que estaba el reloj de arena.
—Manteneos lejos de mí —dijo—. Tanto como podáis. Junto al fuego.
—Sí, señora —dijo el caballero.
—Y no habléis. No hagáis ni el más leve ruido. Quiero olvidar que estáis aquí.
—¿Puedo… puedo sentarme?
—Sí, sí —replicó Ulrika—. Simplemente guardad silencio.
Oyó que acercaba un taburete al fuego mientras ella ocupaba una silla de las que había junto a la mesa, vuelta de espaldas a él. Recogió un libro que le había dado Gabriella, La diáspora de los nehekharanos, libro de historia escrito por un vampiro sobre las épocas de Neferata y Nagash, que estaba abierto en el punto en que lo había dejado, e intentó leer.
No le sirvió de nada, claro está; los extraños nombres extranjeros —W’soran, Abhorash, Ushoran—, saltaban sin sentido dentro de su cabeza, y se encontró con que estaba leyendo la misma frase una y otra vez. Y en nada cambiaba las cosas lo silencioso que estuviera Quentin. Todavía podía olerlo, y oír el latido de su sangre dentro de las venas como el batir de las alas de un halcón. Sus ojos continuaban mirando ciegamente las páginas del libro, pero todos sus otros sentidos estaban concentrados en lo que había detrás de ella, reparando en cada cambio de la respiración del joven o del ritmo de su pulso.
¿Cómo iba a resistir? No se hacía ilusiones respecto a que la condesa pudiera no cumplir hasta el final con la amenaza de destruirla si fracasaba. Gabriella parecía sentir un cierto afecto por ella, pero también había parecido sentir algún afecto por Johannes, y lo había dejado con ella para que lo hiciera pedazos sin pensárselo dos veces. Ulrika estaba segura de que si la decepcionaba en aquel asunto, la condesa no tendría ningún escrúpulo en «ocuparse de los cabos sueltos». Incluso entendía la necesidad de que lo hiciera. Si todos los vástagos tenían el potencial para convertirse en un Krieger, abandonarlos a su suerte era una necedad. Había que controlarlos o matarlos.
Esto situaba a Ulrika muy cerca de la muerte. Si no lograba controlarse con Quentin, estaría acabada. Por supuesto, había otra opción. Las ventanas de la habitación no estaban cerradas con llave ni tenían barrotes. Podía volver a escaparse, y esta vez podría ocultarse, hallar refugio en los bosques y no tener que preocuparse nunca más por tener que controlarse a sí misma.
Sus ojos se desplazaron hacia la ventana. El pensamiento era aterradoramente atractivo. Qué sensación tan gloriosa la de dejarse ir sin más, rendirse por completo al animal de su interior y cazar como un lobo en la noche. Qué júbilo correr y aullar, derribar a la presa en una carrera veloz, y beber hasta la última gota de su sangre mientras se debatía debajo de ella.
Pero esa salvaje libertad tenía otra cara: los cazadores, los hombres con antorchas. Ulrika recordó una ocasión en su juventud, cuando su padre había despertado a sus lanceros y habían salido a buscar algo que había en los bosques, algo que había estado llevándose a los campesinos durante la noche. Entonces no había sabido qué era, y él nunca se lo había dicho, pero ahora sí que lo sabía. Eso era lo que ella podría esperar si viviera como un animal: morir como un animal, ser perseguida por cazadores a cada paso, vivir oculta, con hambre, sin conocer nunca la paz.
Y había otra cosa, tal vez más importante que todo lo demás. Un lobo tenía su manada. Un zorro tenía su pareja. ¿Habría otros como ella con quienes correr por los bosques? Ulrika nunca se había sentido del todo cómoda con la soledad. En casa había disfrutado de la compañía de los hombres de su padre y de la camaradería de las patrullas y los turnos de guardia. Incluso cuando se había marchado al sur como emisario de su padre, siempre había encontrado alguien con quien viajar; Félix, Max, y otros antes que ellos. Y ahora, en esta nueva existencia en la que nada le era familiar cuyas normas desconocía por completo, era aún más reacia a la soledad. Apenas conocía a la condesa Gabriella, que la había sacado de las embrujadas ruinas de Drakenhof hacía poco menos de dos semanas, pero la idea de dejarla, de quedarse sin su orientación y sabiduría, la paralizaba. Estaría perdida sin ella. Podría hacer su salvaje carrera en la noche, pero sería una carrera corta. Los cazadores irían tras ella muy pronto, y moriría sola, sola y condenada.
Quentin se removió en el taburete, detrás de ella. Ulrika miró el reloj de arena. El compartimento inferior estaba lleno en su cuarta parte. El corazón le dio un brinco. Estaba mejorando. Johannes ya había muerto a esas alturas. Aunque eso de mejorar con respecto a un completo fracaso no era algo de lo que jactarse.
Maldijo cuando la recorrió una nueva ola de hambre. Durante unos momentos se había distraído con sus pensamientos, pero ahora volvía el ansia, más fuerte que nunca. El perfume de la sangre del joven caballero inundaba la habitación, que palpitaba con él. Al inhalarlo, rojas visiones de carnicería pasaron a toda velocidad por la mente de Ulrika. Se vio a sí misma en medio de un salto, vio el taburete de Quentin que se hacía trizas, al joven estrellándose contra el suelo, sus garras rasgándole el jubón, sus colmillos hundiéndosele en el cuello.
Con un siseo debido al esfuerzo se obligó a permanecer en la silla, cerrando los ojos y apretando con las manos los reposabrazos hasta hacerlos crujir. Allí petrificada, tan tensa como un arco a punto de disparar, dejó que su mente acabara de representar la escena: el atracón, el desgarramiento de la carne, el hartazgo, el estómago hinchado, el palpitante dolor de cabeza, la náusea, el vómito, el temblor, tendida en el charco de vómito rojo y carne sin digerir; la vergüenza.
La vergüenza. Ésa era la parte mis dolorosa, peor que todo el sufrimiento físico. ¿Cómo había podido ella, hija de un boyardo, con toda la fuerza de un invierno de Kislev instilada en los mismísimos huesos, con la voluntad férrea de un guerrero de las marcas, cómo una mujer con semejante herencia se había permitido convenirse en una bestia inconsciente, un ser que se revolcaba en sus propios vómitos, un monstruo sin control ninguno sobre sus apetitos e impulsos? Era algo que estaba por debajo de ella. Estaba por debajo de su dignidad y herencia.
¿Acaso su padre y sus antepasados, guardianes de la marca todos dios, no se habían mantenido firmes en la frontera misma de los desiertos del Caos, aquella región de locura y mutación, sin que los afectara en lo más mínimo? ¿No habían conservado su cordura y humanidad cuando todo lo demás a su alrededor sucumbía al canto de sirena de la matanza y la corrupción? ¿Podía permitirse ella deshonrar su memoria? ¿Podía permitirse ceder al salvajismo y los impulsos asesinos cuando ellos no lo habían hecho?
Ulrika supo entonces que sería capaz de aguantar el resto de la hora, o dos horas si ese era el deseo de la condesa. Había hallado la clave que le daría la fuerza de voluntad necesaria para conservar el control, una clave más poderosa incluso que la amenaza de muerte de Gabriella en caso de que fracasara. Lo único que tenía que hacer era evocar la imagen de sí misma, desnuda y temblorosa, a cuatro patas, vomitando todo lo que tenía en el estómago, y sus venas se llenaban del hielo de la fría Kislev. No permitiría que eso volviera a suceder nunca más.
Cuando los últimos granos cayeron por el cuello del reloj de arena, Ulrika se levantó y se volvió hacia Quentin, perfectamente tranquila.
—Ya es hora —dijo.
—Sí, señora. Gracias, señora. —El caballero se levantó y se soltó los extremos del alto cuello, para luego desnudar la garganta que presentaba repetidas cicatrices, y ladeó la cabeza cuando ella avanzó. Ahora no manifestaba miedo, sólo excitación: la respiración acelerada y sudor sobre el labio superior. Resultaba evidente que había hecho eso muchas veces antes, y le gustaba. Le tendió los brazos, con las manos temblando—. Por favor, señora.
Ella se acercó para que la abrazara, y lo atrajo hacia sí al tiempo que bajaba la cabeza hacia el cuello de él para inhalar su olor. Entonces le tocó temblar a ella. ¡La sangre estaba tan cerca y tenía tanta hambre! No esperaría más. Con un bufido hizo salir los colmillos. Quentin dio un respingo, otra vez asustado. Ella gruñó y cerró con fuerza las manos en torno a los brazos del caballero, que la empujó para apartarse, con la fuerza que le otorgaba el pánico, y retrocedió con paso tambaleante.
—¡Por favor, señora!
Ella le saltó encima con un gruñido y lo derribó sobre la cama. Él se debatió bajo su peso.
—¡Por favor, señora, no me matéis!
Ulrika le apartó bruscamente la cabeza a un lado y abrió la boca, y luego quedó petrificada cuando el pensamiento dio finalmente alcance al instinto. Maldijo. Después de prometerse que no cedería a los instintos de la bestia, casi había vuelto a hacerlo ante la más leve provocación. Un solo respingo atemorizado había despertado al animal de su interior, y había estado a punto de arrancarle la garganta a Quentin.
Suspiró y aflojó la presa sobre él.
—Lo siento, Quentin. Mirad, lo haré como es debido. Simplemente quedaos tendido y quieto. Resulta difícil resistirse a hacer de gato si vos actuáis como un ratón.
El joven caballero asintió con la cabeza.
—Sí, señora. —Y se quedó tendido y quieto, con los brazos a los costados, rígido como un cadáver. Ella se tumbó junto a él, le rodeó con un brazo el agitado pecho, y se acurrucó contra su cuello.
El impulso de desgarrar y destrozar continuaba presente, pero lo reprimió y dejó salir los colmillos con lentitud, para luego besarle el cuello. El sudor del pánico sabía salado. Descubrió los dientes y mordió con suavidad, sin perforar aún la piel.
Quentin gimió y lo abandonó una parte de la tensión. Ella encontró la vena del cuello y mordió con más fuerza. Los colmillos, afilados como cuchillos, la perforaron, y Quentin profirió un grito ahogado, momento en que la rica sangre roja manó dentro de la boca de Ulrika. La recorrió un estremecimiento de placer, y con él otra ola de frenesí bestial. Tuvo que obligarse a no morder y tirar, a no clavarle las garras en el pecho. Lo único que hizo, en cambio, fue abrazarlo con más fuerza y beber más abundantemente, dejando que la calidez del fuego del corazón del muchacho bajara por su garganta y se propagara desde su estómago a través de las doloridas venas vacías. La sensación era deliciosa, embriagadora, más fuerte que la provocada por el kvas, más dulce que el coñac, más reconfortante que el caldo caliente en una fría noche de Kislev.
Quentin gimió, y ella lo acarició con gesto ausente mientras cerraba los ojos y se perdía en un salobre mar de sensaciones, un suave y palpitante susurro de extática satisfacción.
—Señora —murmuró Quentin—. Señora, deteneos.
Ella no entendió las palabras, apenas las oyó. Eran sólo débiles notas discordantes ocultas detrás de la roja melodía que iba en aumento.
—Señora…
Un sonido fuerte detrás de Ulrika le hizo alzar la cabeza con un gruñido. Se volvió a mirar a su espalda. La condesa Gabriella se encontraba de pie en la entrada, con Rodrik a su lado.
—Ya basta —dijo.
Ulrika reprimió un gruñido y bajó la mirada hacia Quentin. Estaba mortalmente pálido, salvo por una mancha roja que tenía en el cuello, y brillaba de sudor. Apenas tuvo fuerzas para abrir los ojos.
—Has reprimido bien tus instintos más salvajes —dijo la condesa mientras entraba en la habitación—. Y te aplaudo por ello. Ahora debes aprender moderación.
Rodrik avanzó hasta la cama y maldijo para sí al posar la mirada sobre el muchacho.
—¡Maldita sea, tardará días en recuperarse!
Gabriella no le hizo caso y le tendió una mano a Ulrika para levantarla de la cama.
—Felicitaciones, niña. Vas por buen camino.
Ulrika osciló ligeramente, borracha de sangre, y luego hizo una genuflexión.
—Gracias, señora. Aunque temo que he estado a punto de volver a fracasar.
—Estás aprendiendo —afirmó Gabriella—. Estoy orgullosa de ti.
El pecho de Ulrika se hinchó. También ella estaba orgullosa de sí misma. Aunque la bestia de su interior era fuerte, ella la había vencido. Había demostrado que su voluntad era más fuerte que su naturaleza. Pero otra mirada que posó sobre Quentin le contrajo el estómago y la hizo sentir impura. ¿Era correcto enorgullecerse de hacerle eso a un hombre?
Los párpados del joven se alzaron, y tendió una mano para tomar la de ella con dedos débiles.
—Señora —susurró—. Soy vuestro, para siempre.
Ella le volvió la espalda, asqueada, y retiró la mano. Le resultaba ofensivo ver a un hombre fuerte tan debilitado y sometido; y era ella quien le había hecho eso. De repente, no sintió más que desprecio por él y por sí misma. O tal vez lo único que sucedía era que había bebido demasiada sangre.
—¿Y si ese mismo duque te echara mano al pecho? —preguntó la condesa Gabriella—. ¿O te pellizcara el trasero?
—Le daría una bofetada en la cara —dijo Ulrika—. Y si volviera a hacerlo, lo retaría a un duelo.
La condesa suspiró.
—No, querida mía, no harías eso. Como mucho, le golpearías la mano con el abanico, pero lo harías mientras sonríes y lo miras por debajo de las pestañas caídas.
—¡Por los dientes de Ursun, que me maldigan si hago eso! —protestó Ulrika—. Ni siquiera tengo abanico.
* * *
Ella y la condesa viajaban otra vez en el carruaje cerrado que corría por la campiña cubierta de nieve. Iban sentadas una junto a la otra en uno de los asientos mientras Lotte atendía al postrado Quentin, que ocupaba el de enfrente, y le daba una suculenta sopa.
Era la noche siguiente a la estancia diurna en la posada. Debían abandonar Sylvania y entrar en Stirland en algún momento después de que saliera la luna, para continuar camino de Eicheshatten y llegar al barco fluvial que los llevaría por el Ayer hasta Nuln.
—En ese caso, debes aprender a manejarlo —dijo la condesa—, y con tanta destreza como hayas manejado una espada. —Abrió el suyo con un gesto seco de muñeca como para ilustrar lo que decía, y lo agitó ante sí—. Puede que seas una mujer de la nobleza, pero los modales de la hija de un boyardo del Territorio Troll están muy lejos de los que son propios de una dama de la corte de la condesa Emanuelle von Liebwitz, la gobernante de Nuln. Debes aprender a coquetear y adular, a escuchar mientras mantienes conversaciones intrascendentes, a matar con un elogio, y a ganarte la confianza de los demás sin confiar en nadie. En pocas palabras, debes aprender a ser una mujer.
Ulrika hizo una mueca.
—Desprecio todas esas necedades.
—Es una desgracia, porque esas necedades conforman las costumbres lahmianas. Nuestra fuerza reside en aparentar debilidad. Logramos lo que queremos aparentando consentir, y obtenemos con una sonrisa lo que no puede obtenerse con una espada.
Ulrika suspiró y apartó la mirada.
—Entonces, tal vez yo no sea una lahmiana.
Al oír esto, la condesa permaneció en silencio durante un largo momento, y Ulrika temió haber dicho algo que la hubiera hecho enfadar, pero cuando alzó la mirada, tenía los ojos perdidos en la distancia.
—No lo eres —dijo al fin—. No del todo. Ninguna de nosotras lo es, en realidad, salvo las primeras de todas.
Ulrika frunció el ceño al oír aquello.
—No lo entiendo. El libro que me habéis dado explica que las cinco ramas del pueblo de los vampiros descendieron de la corte de Neferata y…
Gabriella le hizo un gesto con una mano para que callara.
—Ese libro es útil como texto de historia, pero muchas de las cosas que dice sobre los linajes y lo que significan… Bueno, digamos sólo que el vampiro que lo escribió tenía sus propias razones para querer que el resto de nosotros creyera que su sangre era pura, y su derecho a gobernar irrecusable. La verdad es… más ambigua, como nuestra sangre.
—¿Qué queréis decir, señora?
Gabriella se reclinó contra el asiento acolchado y unió las manos sobre el regazo.
—Es un concepto común, incluso entre los de nuestra raza, que los fundadores de los cinco linajes dejaron, de alguna manera, su huella en su propia sangre, y que aquellos que la reciban compartirán sus personalidades y predilecciones. Los de la sangre de Abhorash se convertirán en guerreros poderosos, las hijas de Neferata serán seductoras, los descendientes de W’soran esgrimirán una potente magia, los vástagos de Ushoran serán bestias inconscientes y los hijos de Vashanesh arderán de desmedida ambición. Y, en cierta medida, eso es verdad. Pero, no resulta tan simple.
—¿Cómo es eso? —preguntó Ulrika.
—Los misterios de la sangre de nuestros ancestros y del elixir que confirió a esa sangre su cruel poder no pueden definirse como una fórmula de alquimista. No existe nada tan preciso como «si A es añadido a B, tendrá lugar C». La sangre afecta de modo diferente a todas las personas, y quiénes fueron en vida está tan relacionado con el tipo de no muerto en que se convierten como la identidad del ancestro cuya sangre heredan. —Alzó un dedo enguantado—. Además, hoy en día existen muy pocos vampiros cuya sangre proceda en su totalidad de un solo linaje.
Ulrika frunció el ceño. Aquello parecía contrario a todo lo que había leído en La diáspora de los nehekharanos.
—Pero ¿cómo es posible? Los vampiros no crían. Sus hijos no son resultado de dos progenitores, sino de uno solo. ¿Cómo puede mezclarse la sangre?
Gabriella sonrió.
—No criamos, es cierto —asintió—, pero a veces nos emparejamos. Y no siempre hallamos el amor dentro de nuestras propias familias. A veces, un hijo de Vashanesh se enamora de una hija de Neferata. Otras, una hija de Abhorash se pierde en el salvaje abrazo animal de un hijo de Ushoran. Y cuando eso sucede, se intercambia sangre, y se mezcla, y cualquier vástago que cree cualquiera de ellos podría tener las características de uno o de ambos. —Se dio unos golpecitos en el pecho—. Yo soy hija de sangre de una mujer que tenía en sus venas la sangre tanto de Vashanesh como de Neferata. Ésa fue una de las razones por las que se me pidió que fuera los ojos de mi reina en Sylvania, porque podía pasar por una von Carstein. También es la razón de que mi «hijo», tu padre de sangre, Adolphus Krieger, se uniera a la causa de Manfred y abrigara la esperanza de revivir la Edad de Oro. Lo llevaba en la sangre. Era tan hijo de Vashanesh como de Neferata; tal vez más del primero, al final, porque Manfred, sin duda, lo sangró en algún momento, aunque sólo fuera para garantizar su lealtad.
—Así… —dijo Ulrika con lentitud mientras intentaba entenderlo todo—. ¿Así que yo soy tanto una lahmiana como una von? —Gabriella se encogió de hombros.
—Y probablemente mucho más, aparte de eso. Pero, como he dicho antes, quien hayas sido en vida tiene mucho que ver con el tipo de no muerta en que te conviertas, como la identidad del ancestro cuya sangre hayas heredado. El aspecto de ti misma que permitas que domine es algo que depende de ti. —Alzó una mano y miró a Ulrika a los ojos—. Espero que escojas sabiamente.
Ulrika asintió con la cabeza, más que un poco abrumada. También ella lo esperaba.
Justo en ese momento se oyó una potente detonación y un grito en el exterior, y Ulrika y la condesa fueron lanzadas hacia adelante cuando el carruaje ralentizó con brusquedad, girando a izquierda y derecha. Lotte chilló y se aferró a Quentin. El carruaje se detuvo con una sacudida, entre el relincho de los caballos, las maldiciones de los cocheros y los coléricos gritos de Rodrik y sus caballeros. A continuación, una voz imperiosa se alzó por encima de todo el ruido.
—¡La bolsa o la vida, nobles señores!
—¡Atrás, perros! —gruñó la voz de Rodrik—. ¿Os atrevéis a atacar a una dama noble? ¡Perderéis la cabeza por esto!
—No antes de que vos perdáis la vuestra, señor caballero —replicó la voz imperiosa—. Tengo diez armas de fuego apuntándoos a vos y a vuestros hombres. Sería una lástima estropear toda esa coraza de hermosa filigrana para deteneros, pero lo haré si me obligáis.
La condesa Gabriella maldijo de un modo muy impropio de una dama mientras volvía a ocupar su asiento.
—Debemos de estar fuera de Sylvania —dijo—. Los bandidos de Sylvania son demasiado sabios como para detener un carruaje negro.
Se puso a hacer complicados gestos con las manos mientras murmuraba extrañas palabras extranjeras para sí. Ulrika se echó atrás con cautela cuando en torno a los dedos de la condesa comenzaron a formarse bucles de sombra que parecían gusanos negros.
—Disparad, pues —estaba gritando Rodrik—. Vuestras balas no me detendrán antes de que os arrolle.
Ulrika abrió la persiana de su ventanilla y miró hacia la noche. Incluso con la capacidad de ver en la oscuridad que le otorgaba el don de la sangre de Krieger, pudo ver muy poco. Había un brillante resplandor de la luz que se reflejaba en la nieve que cubría el suelo, pero el bosque de ambos lados del camino era demasiado espeso como para ver su interior. Podría no haber habido nadie entre los árboles. Y habría podido haber un ejército. Tuvo ganas de saltar al exterior y perseguirlos, por muchos que fueran.
—Refrénate —dijo Gabriella—. Rodrik y yo nos ocuparemos de la situación.
Ulrika se volvió a mirarla. Las manos de la condesa estaban ahora ocultas dentro de una bola de serpenteantes sombras.
—Pero dispararán contra él —dijo.
—No lo harán —replicó Gabriella, que entonces separó bruscamente los brazos. La esfera de oscuridad se rasgó en jirones negros que salieron serpenteando a gran velocidad por las rendijas de las portezuelas del carruaje y desaparecieron.
—¡Vos lo habéis querido! —amenazó la voz imperiosa—. ¡Muy bien, muchachos! ¿Preparados? ¡Fuego!
Un segundo más tarde la noche se inundó de siseos y suaves detonaciones, pero no se oyó ningún disparo.
—¡Fuego, he dicho! —gritó la voz imperiosa.
—Mi pólvora falla —dijo una segunda voz.
—A mi pistola le sucede algo —dijo una tercera.
La condesa sonrió.
—¡Son tan poco fiables estas armas modernas!
—¡Cargad! —rugió Rodrik, y Ulrika oyó, sujetándose con fuerza al asiento, el atronador sonido de los cascos, el choque del acero y los roncos gritos de combate.
Se volvió a mirar a la condesa, implorante.
—Por favor, señora. ¡Permitidme defenderos!
Gabriella rio entre dientes.
—Defenderme te importa un ardite. Lo único que quieres es mojarte las zarpas. —Negó con la cabeza—. No. He dicho que debes aprender las costumbres lahmianas, y luchar no forma parte de ellas. Somos damas. Dejamos que los hombres se ocupen del trabajo pesado.
—Pero…
—Es precisamente porque te atrae que debes luchar contra ello —la interrumpió Gabriella—. No tendrás éxito en nuestra sociedad si te entregas a la violencia.
Ulrika se echó bruscamente atrás contra el respaldo del asiento y cruzó los brazos con enojo.
—Soy una guerrera. Me criaron para luchar.
—Eras una guerrera —la corrigió la condesa.
Con enojo y sed de sangre crecientes, Ulrika escuchaba el estruendo del combate que rodeaba el carruaje. Las maldiciones, los gritos y el golpe sordo de las armas hendiendo la carne inundaban sus oídos, como los olores del miedo, la cólera y la sangre recién derramada le inundaban la nariz. Miraba con ferocidad a Gabriella, que permanecía remilgadamente sentada a su lado, con aparente indiferencia. ¿No sentía nada? ¿Acaso el canto de la batalla no la conmovía en absoluto? ¿O era su control tanto más grande que el de Ulrika?
Pero luego la condesa reaccionó. Un gruñido y una maldición grave que parecían lanzados por Rodrik llegaron hasta ellas, y Gabriella alzó la mirada.
Se oyó la voz de otro caballero.
—Señor, ¿estáis herido? —Y luego—: ¡Defendedlo!
La condesa maldijo en un idioma que pareció bretoniano. Ulrika se volvió hacia ella otra vez.
—Señora, por favor, permitidme ayudarlo. ¡Por favor!
Gabriella se mordió el labio inferior durante un momento mientras los gritos de los caballeros se volvían más desesperados, y luego asintió rígidamente con la cabeza.
—Muy bien.
Ulrika lanzó un alarido de alivio y se volvió con rapidez hacia la puerta.
—Pero debes matar sin pasión —gritó la condesa detrás de ella—. ¡Y no te alimentes!
—Sí, señora —asintió Ulrika, y a continuación abrió la portezuela y saltó hacia la noche.
En el exterior reinaba la matanza. El aroma de la sangre golpeó a Ulrika como una ola de calor de forja. La nieve estaba sembrada de cadáveres flacos vestidos con ajados justillos de cuero, y uno de los ponis del carro del equipaje estaba muerto, igual que el conductor. Los caballeros, montados sobre sus corceles, se encontraban apiñados delante del carruaje de Gabriella, protegiendo a una figura caída, y los bandidos muertos formaban un círculo a su alrededor. No se enfrentaban a ningún oponente vivo, pero todos tenían el escudo levantado y acribillado con saetas de ballesta y flechas de arco.
La voz imperiosa gritó desde el bosque:
—Deponed las armas, hidalgos, o lo siguiente que haremos será disparar contra los caballos.
Ulrika aún no podía ver a los bandidos a través de la espesura del bosque que los ocultaba, pero los olía y oía sus movimientos. Corrió a toda velocidad hacía los árboles y se lanzó de cabeza dentro del sotobosque, y a continuación maldijo cuando el hermoso vestido se enganchó en ramas y arbustos. No era de extrañar que las damas no lucharan. Las estorbaban demasiado las ropas que llevaban.
Recogió la falda en torno a ella lo mejor que pudo y serpenteó entre los árboles, que crecían muy apretados, hacia el lugar del que manaban el olor y los sonidos de los bandidos ocultos.
—Contaré hasta tres para que depongáis las armas, hidalgos —dijo la misma voz—. Luego tendréis que ir andando hasta la ciudad, y además arrastrando el carruaje.
—¡Aunque os lo dejaremos más ligero! —gritó, entre risas, otra voz.
Ulrika dio un rodeo en torno a una espesa mata de zarzas y se agachó para pasar por debajo de una rama. Ya veía a uno de ellos, un ballestero desastrado que estaba acuclillado tras un grupo de arbustos. Avanzó sigilosamente hacia su espalda.
—¡Uno! —gritó la voz imperiosa.
Ulrika sujetó al hombre por debajo del mentón con una mano y lo degolló con las garras de la otra. Al dejar caer al ballestero, atisbó a un arquero que se ocultaba detrás de un árbol, a su izquierda.
—¡Dos!
Ulrika arrebató el arco de las manos del arquero y lo estranguló con la cuerda de éste antes de que pudiera dar la alarma. El resto permanecían al otro lado de un árbol caído, ocultos tras las ramas.
—¡Tres!
Ulrika saltó por encima del árbol muerto y cayó entre ellos justo cuando estaban a punto de disparar. Quedaban cinco asaltantes: un hombre alto con un báculo y un sombrero de tres picos y con cuatro arqueros andrajosos. Primero atacó a los arqueros, a los que derribó y arrancó los arcos de las manos.
Los hombres bramaron de sorpresa y desenvainaron cuchillos y espadas herrumbrosas al recobrarse. Ella saltó hacia el primero en el momento en que la espada salía de la vaina, le inmovilizó el brazo y le destrozó la garganta para luego arrojarlo contra los demás, que intentaron esquivarlo. La espada cayó a los pies de la muchacha, que la recogió.
Dos de ellos cargaron contra Ulrika profiriendo bramidos. Ella les arrebató la espada de la mano con dos veloces golpes y luego atravesó al primero mientras los otros retrocedían. La sensación que le causaba estar luchando otra vez era gloriosa. Era tan rápida, tan fuerte, con una velocidad y una percepción de su entorno mucho mayores que nunca antes en vida. De repente había llegado al grado de destreza que siempre había soñado alcanzar. Podía percibir cada intención en los ojos del oponente, al parecer antes incluso de que el propio enemigo supiera qué quería hacer, y reaccionaba con tal rapidez contra esas intenciones que los contrincantes parecían estar inmóviles. El arma que blandía, aunque era un objeto herrumbroso y de mala calidad, se deslizaba con facilidad en torno a las de ellos y hendía vientres, gargantas y entrepiernas antes de que se dieran cuenta siquiera de que los había acometido. Le cercenó un brazo a uno cuando caía, luego decapitó a otro, mientras el olor de la sangre teñía el mundo de rojo en torno a ella. Sentía deseos de bañarse en ella.
Algo duro le golpeó la espalda. Se volvió. Era el último hombre, el jefe, que retrocedía hacia los arbustos con el báculo de mando sujeto ante sí, el aire de mando perdido en un terror que lo hacía temblar y lloriquear.
—Que Ranald me salve —gimoteó—. ¿Qué sois? ¡Dejadnos en paz!
Ulrika rio y le arrancó el báculo de las manos, para luego aferrarlo por el cuello y alzarlo del suelo cubierto de nieve con una sola mano, aunque pesaba el doble que ella.
Sacó los colmillos.
—Voy a dejarte seco.
—¡Ulrika! —dijo una voz detrás de ella.
Ulrika se quedó petrificada, se encogió y miró por encima de un hombro.
La condesa Gabriella se encontraba justo fuera de la línea de los árboles y la miraba con frialdad.
—¿Qué te he dicho?
Ulrika se acobardó ante el disgusto de la condesa y miró el suelo a su alrededor, momento en que se encogió de azoramiento ante lo que vio. Los bandidos estaban hechos pedazos. No había matado sin pasión. Los había descuartizado, y había estado a punto de alimentarse del hombre al que sujetaba en el aire.
Inclinó la cabeza.
—Lo… lo siento, señora —murmuró, para luego bajar al jefe al suelo y partirle el cuello. Regresó con pasos torpes hacia la condesa mientras el hombre caía entre sus camaradas, detrás de ella—. Me he dejado llevar. —Se miró el vestido. Estaba desgarrado y enfangado, además de empapado en sangre—. Y he estropeado vuestro adorable vestido.
—El vestido es la última de mis preocupaciones —declaró la condesa con un suspiro—. ¿Ves ahora por qué temía traerte conmigo? Una cosa es conservar la templanza en circunstancias controladas, y otra muy distinta es conservarla cuando se sale al mundo. Debes ser discreta incluso cuando me defiendas. Si esta matanza hubiera tenido lugar en la ciudad, no habría pasado inadvertida. Vamos a resolver una crisis, no a provocarla, ¿lo entiendes?
—Sí, señora —replicó Ulrika, con los ojos fijos en el suelo. Quería enfadarse con la condesa por regañarla, pero no podía negarse que había perdido el control, y lo había hecho después de haberse prometido a sí misma que no lo haría—. Os pido disculpas. No volverá a suceder.
—Asegúrate de que así sea.
Rodrik se abrió paso entre sus caballeros. Miraba a Ulrika con ferocidad y se sujetaba el brazo derecho. De la armadura le sobresalía una saeta de ballesta, justo por encima del codo.
—Debería haberse quedado en el carruaje, señora. No necesitábamos su ayuda.
Gabriella echó un vistazo a la herida.
—Para mí estaba claro que sí la necesitabais.
—Bueno —gruñó—, no la habríamos necesitado si ella no hubiera sangrado al pobre Quentin hasta casi matarlo. Con todos los efectivos los habríamos vencido.
—Por supuesto que lo habríais hecho, Rodrik —dijo Gabriella, al tiempo que le acariciaba una mejilla al pasar—. Mi paladín nunca me falla.
Rodrik pareció resentido ante el comentario, y le lanzó a Ulrika una mirada venenosa cuando ella siguió a la condesa al interior del carruaje.