DOS

DOS

Por orden de la reina

—¿Cómo me ama mi fermosa amante? —susurró Félix con Ulrika entre los brazos—. ¿Por ventura suspira por mí a la luz de la luna? ¿Por ventura entona tristes canciones por mi partida? ¿Por ventura…?

—¿Qué significa «fermosa»? —lo interrumpió Ulrika, riendo.

—Es una manera antigua de decir «hermosa» —replicó Félix—. Sin duda lo puedes entender por el contexto.

—Sí, pero ¿por qué usar esa expresión? ¿Es un poema antiguo?

—No, lo escribí yo mismo.

—Entonces ¿por qué escribirlo así? —insistió Ulrika—. Tú no dices «fermosa».

Félix se removió.

—Es que… es que quería evocar una época anterior a la nuestra, más romántica. Una época de grandes pasiones y…

Ulrika alzó una ceja.

—¿Estás diciendo que el romance y las grandes pasiones ya no existen? ¿Debería sentirme insultada?

—No, es que… —Félix calló, y luego suspiró, exasperado—. Eres una joven a la que resulta muy difícil recitarle un poema. ¿Quieres oír el resto?

—Por lo que más quieras —replicó Ulrika. Luego sonrió con picardía y le besó el pecho—. Es decir, a menos que prefiráis averiguar mejor cómo os ama vuestra fermosa amante. —Le besó una clavícula—. Tal vez podrías añadir algunas estrofas más al poema.

Félix gruñó con renovada lujuria y la atrajo hacia sí para darle un largo beso apasionado. Sus cuerpos se pegaron el uno al otro. Las manos de ella bajaron a lo largo de la firme espalda del hombre, mientras el deseo empezaba a arder con más fuerza en su interior, como las ascuas de un fuego que acabaran de atizar.

Cuando comenzaron a moverse juntos, el fuego se transformó en un rugiente incendio, y ella rodó hasta quedar encima de él; le mordisqueó un hombro mientras ambos se acariciaban entre jadeos. El cuerpo de él era tan cálido, fuerte y lleno de vida…

El ritmo se aceleró. Los labios de la muchacha se apretaron contra el cuello de Félix. Su contacto la inflamaba. Su olor la embriagaba. Su sabor la hacía sentir débil. Ya no podía contenerse más. Con un grito animal, Ulrika se lanzó contra él y le arrancó la garganta con los colmillos.

Despertó sobresaltada, jadeando, con el sabor de la sangre de Félix en los labios y el olor del sudor del joven en la piel. El sueño se desvaneció con lentitud mientras yacía de espaldas, con los ojos clavados en el techo, sin verlo. ¿Era eso lo que haría si volvía a ver a Félix? ¿O a Max? ¿Acaso su pasión acabaría como su congoja, transmutada en nada más que furia y violencia? ¿El derramamiento de sangre era el único alivio que le quedaba? Cerró los ojos y rezó una silenciosa plegaria a los dioses, que ya no la recibirían, para pedir que nunca más pudiera volver a ver a sus viejos amigos.

Al menos, no era probable que eso sucediera. Cuando ella y la condesa Gabriella se habían despedido de los cuatro aventureros, ellos se encaminaban de vuelta a Kislev para ayudar en la defensa de Praag contra las hordas del Caos que regresarían con la llegada de la primavera. Era dudoso que alguno de ellos pudiera sobrevivir a ese segundo asedio. Resultaba incluso improbable que la propia Praag sobreviviera a él, y conociendo a Félix, Max, Gotrek y Snorri como los conocía, estaba segura de que morirían luchando antes que permitir que la ciudad fuera tomada.

Se preguntó si estarían ya de vuelta en la taberna Jabalí Blanco, bebiendo, alborotando y esperando a que comenzaran las batallas de verdad. Probablemente, no. Habían pasado poco menos de dos semanas desde que se habían separado. Aún estarían en camino, riñendo por tonterías, bromeando y quejándose del clima.

De repente, a pesar de sus plegarias anteriores, deseó estar con ellos más que nada en el mundo, intercambiando pullas con Félix, escuchando a Max discurrir sobre lo divino y lo humano, sonreír ante la franca ignorancia de Snorri y la testaruda certidumbre de Gotrek. Sin embargo, era imposible; ellos le habían permitido vivir, pero permitirle viajar con ellos era una cosa por completo distinta. Ahora Ulrika era un monstruo. Ellos mataban monstruos. Y ella mataba humanos. Para sus amigos era imposible continuar siendo compañeros de Ulrika.

Después de meditar un rato más sobre su antigua vida y su nueva existencia, se levantó de la cama y se puso un ropón de seda. Empezaba a anochecer y se oían sonidos de actividad en el castillo. Los ruidos se hicieron más fuertes cuando descendió por la estrecha escalera de piedra que bajaba en espiral por el interior de la torre, y en el momento en que salió al oscuro corredor superior, fue casi derribada por dos sirvientes que pasaban apresuradamente con un grandioso baúl reforzado con bandas de latón. Otro criado, cargado con una pila de cajas de sombreros, hizo una finta para esquivarla.

En el vasto vestíbulo de piedra de la entrada, las gárgolas de lo alto contemplaban la confusión reinante. Junto a la puerta delantera estaban amontonando baúles y roperos, mientras que doncellas y lacayos cubrían con sábanas blancas las armaduras ornamentales y los pesados muebles tallados. Cerca de las puertas de la sala de música, la condesa Gabriella, con corpiño y vestido verde bosque, conversaba con la dama Grau, su sobria gobernanta, mientras hacía una marca junto a cada una de las anotaciones de un gigantesco libro que el caballero Rodrik, de dorados cabellos, paladín de Gabriella, mantenía abierto ante ellas.

Ulrika, descalza, bajó por la magnífica escalera de piedra y se les acercó.

—Señora —dijo—. ¿Qué sucede?

Gabriella alzó la mirada, distraída.

—Debo marchar hacia Nuln. Esta noche. —Devolvió la atención al libro y dio unos golpecitos con un dedo sobre una de las anotaciones—. No. No habrá necesidad de camareros mientras esté fuera. Rodrik, escoge a dos para que viajen con nosotros y despide al resto.

—Como deseéis, mi señora —respondió el caballero.

Un estremecimiento de ansiedad recorrió a Ulrika. ¿La condesa iba a dejarla sola? ¿Podría sobrevivir sin ella? ¿Podría controlarse?

—¿Durante… durante cuánto tiempo permaneceréis fuera?

Los ojos de Gabriella volvieron a subir rápidamente hacia ella.

—¡No lo sé! Ahora tengo un buen montón de detalles de los que debo ocuparme antes de partir y… —Hizo una pausa y frunció la frente—. Y ni eres uno de ellos, ¿verdad?

Gabriella le quitó el libro a Rodrik y se lo entregó a la dama Grau.

—Podéis acabar vos misma con las disposiciones. Ya sabéis qué quiero. La mínima expresión de personal para que mantenga la casa en orden hasta que yo vuelva.

La dama Grau hizo una genuflexión.

—Sí, condesa.

Al retirarse, Gabriella hizo un gesto a Rodrik y a Ulrika para que la siguieran al interior de la sala de música, y, una vez dentro, cerró la puerta para aislarse del ruido del vestíbulo.

—Ha habido problemas entre mis hermanas de Nuln —dijo, mirando a Ulrika—. Y he recibido orden de mi reina, nuestra reina, la Dama de la Montaña de Plata, de ir allí y ayudarlas en esta crisis. Por supuesto, debo obedecer, pero la orden llega en un momento inconveniente, al menos por lo que concierne a ti.

—No deseáis dejarme sola —dijo Ulrika.

—No me atrevo a hacerlo —replicó la condesa. Sin embargo, llevarte a Nuln…

—Mi señora, no podéis —intervino Rodrik, asustado—. He visto lo que dejó del muchacho. No está preparada.

—Pero dejarla equivale a condenarla —dijo Gabriella—. Sin orientación, se convertirá en el animal que ella cree ser ahora.

—¿No tengo voz en este asunto? —preguntó Ulrika, poniéndose rígida. Hablaban de ella como lo harían de un perro.

—Ninguna en absoluto —replicó la condesa, que luego se encogió de hombros y se volvió hacia Rodrik—. Nos acompañará. Haz que recojan sus cosas. No, espera. Primero se los enseñaré. Vete.

A Rodrik no pareció gustarle aquello, pero se limitó a hacer una reverenda.

—Como vos deseéis, mi señora.

Mientras daba media vuelta y salía al vestíbulo, Gabriella sonrió a Ulrika, tan cordial como fría se había mostrado un momento antes.

—Tengo una sorpresa para ti. Ven.

La condesa tomó a Ulrika de la mano y la condujo a través del castillo hasta la biblioteca, una sala de alto techo abovedado, recubierta de libros, que ella utilizaba a la vez como estudio y oficina. Cuando Gabriella abrió las puertas y la llevó al interior, Ulrika quedó petrificada por un momento, porque, al principio, le pareció que había cinco damas nobles sin cabeza que aguardaban en posición de firmes en el centro de la estancia. Luego vio que eran maniquíes de modista que tenían puestos hermosos trajes y vestidos largos hasta el suelo, y quedó igualmente desconcertada.

—¿Qué es esto? —preguntó, con la mirada fija en los maniquíes.

Gabriella rio y danzó entre ellos, con las manos extendidas a los lados.

—¡Pues, son para ti! —dijo—. Ese payaso de Krieger te trajo de Kislev a Sylvania con una sola muda de ropa de montar, y no te proporcionó ropa de recambio cuando llegaste aquí. He hecho adaptar éstos, que eran míos; con lo alta que eres no te habrían quedado bien antes, pero creo que el resultado es bueno, ¿no te parece? Fíjate, mira.

Hizo avanzar a Ulrika y fue pasando con rapidez de un vestido a otro, como si fuera una muchacha de dieciocho en lugar de una aristócrata no muerta de mil años de edad.

—Este negro es para los acontecimientos formales, como reuniones con dignatarios y cosas por el estilo. Éste es más sencillo, para el día a día. —Rio—. O para el noche a noche, debería decir. Y este rojo con puntillas es para los grandes bailes y fiestas. ¿No son adorables?

—Sí —asintió Ulrika, mientras acariciaba los terciopelos y satenes con dedos distraídos—. Adorables.

—Y mira esto —continuó Gabriella, al tiempo que se volvía hacia una peluca de largo cabello negro que había en un soporte, sobre la mesa—. Una peluca hecha con pelo de vírgenes de Catai, para cubrir esa especie de ingobernable tejado de paja color maíz que llevas sobre la cabeza.

Ulrika apenas la escuchaba. Los vestidos eran, en efecto, adorables, más hermosos que cualquiera que hubiera tenido en la fría y dura Kislev, y aunque estaba más habituada a los calzones que a las faldas, aquellos vestidos despertaron en ella una casi olvidada vena de coquetería femenina. Al mismo tiempo, estaba intentando imaginar a la criatura que había sido la noche anterior —el monstruo de ojos rojos y enrojecidos colmillos que había descuartizado al muchacho y luego vomitado sus órganos—, ataviada con uno de aquellos exquisitos vestidos. No lo logró. Y había algo más.

Se volvió para hacerle una respetuosa reverencia a Gabriella.

—Gracias. Son… son más hermosos de lo que merezco, y los llevaré con orgullo, pero…

Gabriella arqueó una ceja y en sus ojos apareció un destello peligroso.

—¿Pero?

Ulrika hizo otra reverencia.

—Perdonadme, pero ¿con qué voy a luchar?

Gabriella se irguió, rígida.

—Tú no lucharás —dijo—. Luchar no es la costumbre de las lahmianas. —Echó a andar hacia la puerta de la biblioteca, desaparecido todo su anterior entusiasmo, y luego se detuvo y la miró por encima de un hombro—. Y aprenderás a hacer genuflexiones, no reverencias. Sólo los hombres hacen reverencias.

El azoramiento causó escozor en la piel de Ulrika. No sabía hacer genuflexiones. Nunca en su vida las había hecho.

* * *

Partieron de Nachthafen pocas horas antes del amanecer, en un lujoso carruaje cerrado, con ventanas provistas de persianas graduables y gruesas cortinas, en el que viajaban la condesa, Ulrika y Lotte, la regordeta doncella de arrebolado rostro de la condesa. Las seguía un carro tirado por ponis para transportar el equipaje, una escolta de seis caballeros encabezada por Rodrik, dos mozos, dos conductores, y ocho caballos de refresco. El plan era viajar durante toda la mañana hasta mediodía, pasar la tarde en una posada con cocheras y continuar en cuanto se pusiera el sol. Viajarían por tierra durante ocho noches, hasta llegar a Eicheshatten, donde subirían a bordo de un barco fluvial que los llevaría corriente abajo por el río Ayer, hasta Nuln, en otros seis días. A la condesa no le gustaba viajar por río, pero la situación en Nuln era aparentemente desesperada, así que la rapidez tenía una importancia esencial.

—Sólo espero que lleguemos lo bastante pronto —comentó con un suspiro mientras se quitaba el sombrero y el velo y los dejaba junto a sí, sobre el asiento tapizado de cuero.

—¿Qué problema tienen? —Preguntó Ulrika—. Antes no lo habéis dicho.

Gabriella frunció los labios.

¿Qué problema tienen, señora?, deberías decir, niña. Soy tu señora, y debes aprender a dirigirte a mí como tal.

Ulrika alzó el mentón.

—Una condesa no es superior a una boyarda —dijo.

Gabriella rio entre dientes.

—Los títulos que mostramos ante el mundo exterior no significan nada dentro de nuestra hermandad, querida Ulrika. Yo no nací condesa, y tú ya no eres una boyarda. El único rango que tiene algún sentido para ti, ahora, es tu rango dentro de nuestra sociedad, y en este momento estás en el peldaño más bajo. De hecho, estás más abajo que eso, dado que no naciste de una hermana. Eres una huérfana adoptada, y deberás demostrar tu utilidad y lealtad antes de ser plenamente aceptada en nuestra hermandad de mujeres.

Ulrika se enardeció al oír esto, y apretó los puños.

La condesa reparó en ello y sonrió con tristeza.

—No tengo ninguna intención de ofenderte, querida mía. Sólo te digo la verdad. Veo un gran potencial en ti, y podrías ascender muy arriba entre nosotras, pero comienzas con desventaja, y debes saberlo desde el principio.

Ulrika asintió con brusquedad.

—¿Y en qué peldaño estáis vos?

Gabriella posó en ella una mirada penetrante, y Ulrika bajó la cabeza y clavó los ojos furiosos en el suelo.

—¿En qué peldaño estáis vos, señora? —repitió, con los dientes apretados, poniendo énfasis en la última palabra.

—Mucho mejor —asintió Gabriella—. Estoy un poco más arriba de media altura. Durante los últimos doscientos años he tenido el deber de vigilar Sylvania para mi reina. Con el fin de garantizar que los lunáticos como Krieger y otros de su calaña no intentaran devolvernos a la época de von Carstein. Pero durante ese tiempo he sido trasladada temporalmente a otros lugares, como ahora, cuando las situaciones lo han requerido.

—¿Y cuál es la situación de Nuln? —preguntó Ulrika, y entonces se corrigió—. Señora.

—Muy bien —asintió Gabriella, que luego se volvió para mirar hacia la noche invernal a través de las persianas graduables—. Nuln es inquietante. Tenemos allí a seis hermanas. Dos de ellas han sido asesinadas en las últimas dos semanas, hechas pedazos por un atacante desconocido. Peor aún, fueron dejadas públicamente en evidencia como vampiros; abandonaron sus cadáveres para que los viera el ganado, con los colmillos y las garras extendidos. Esto, por supuesto, ha hecho que cunda el pánico por las calles. Las dos hermanas eran figuras prominentes de la sociedad de Nuln. Una era la dama Rosamund von Andress, amante de un destacado general. La otra era Karlotta Herzog, que fingía ser una abadesa de Shallya. También eran las lahmianas más veteranas de Nuln, cosa que hace que sus muertes resulten doblemente sospechosas.

—¿Sospecháis de un golpe de Estado? —preguntó Ulrika. Su experiencia con la política kislevita era suficiente como para saber qué aspecto tenía una purga.

—No por parte de otra lahmiana —replicó Gabriella—. Al quedar en evidencia Rosamund y Karlotta, los cazadores de brujas habrán comenzado a sospechar que todas las mujeres poderosas de Nuln podrían ser vampiros. Ninguna lahmiana atraería sobre sí misma esa calamidad. —Negó con la cabeza—. La reina me ha ordenado que ayude a nuestras hermanas a descubrir al asesino, acabe con él suavice la situación de algún modo, con el fin de que d ganado vuelva a olvidarse de que existimos.

—¿Tenéis alguna idea de cómo vais a hacer eso, señora? —preguntó Ulrika.

Gabriella cerró los ojos.

—No. No será fácil, aun en el caso de que pudiera esperar coma y cordial cooperación por parte de mis hermanas de la ciudad, pero dudo de que eso suceda.

—¿Por qué no?

Gabriella suspiró.

—Al haber muerto la dama Rosamund y Karlotta, la lahmiana veterana de Nuln es la dama Hermione von Auerbach. Ella y tenemos… una historia.

Ulrika esperó a que la condesa continuara, pero no lo hizo.

—¿Una historia, señora?

Gabriella abrió los ojos y en sus labios apareció una sonrisa.

—Hay una cantidad limitada de altas posiciones dentro de la jerarquía de la hermandad lahmiana, querida, y sólo un número limitado de nosotras puede vivir en una ciudad sin correr el riesgo de que nos detecten. La dama Hermione y yo fuimos creadas más o menos en la misma época, y a lo largo de nuestra no vida hemos competido por muchos de los mejores destinos: Altdorf, Nuln, Miragliano, Couronne. A veces gané yo, y otras lo hizo ella; pero, a diferencia de mí, ella nunca lo ha considerado como un juego amistoso. —La sonrisa de la condesa se hizo más amplia—. Fue ella quien recordó a la reina que Krieger era mi vástago, e hizo que me destinaran a ese atrasado Nachthafen de la lúgubre Sylvania para que lo vigilara.

Se encogió de hombros y su sonrisa se desvaneció.

—Por eso no le guardo resentimiento. Krieger era, efectivamente mi responsabilidad, y acepté el castigo. Y el puesto era importante. Durante el tiempo que he pasado allí, he impedido que otros, aparte de Krieger, lograran sus demenciales metas. Pero Hermione ve a todo el mundo reflejado en el espejo de su propia mente celosa, así que no le gustará nada yerme. Pensará que he manipulado a la reina de alguna manera para lograr que me envíe a Nuln. Pensará que he vuelto para vengarme. Pensará que quiero su puesto, o que tengo intención de destruirla de un modo u otro.

—¿Y es así, señora?

La condesa bajó los párpados y miró con indiferencia a través de la oscura ventana.

—No, a menos que ella intente destruirme primero.

* * *

La condesa no le permitió alimentarse ese día; dijo que había pasado demasiado poco tiempo desde Johannes, pero a la mañana siguiente, cuando se detuvieron en una segunda posada con cochera, llevó a Quentin, el más joven y apuesto de sus caballeros, a la habitación de Ulrika. También llevó un reloj de arena.

—Volveremos a intentarlo —dijo a la joven, que se encontraba de pie ante ella, ataviada con uno de sus vestidos nuevos—. También esta vez debes esperar hasta que deje de caer la arena del reloj, y luego alimentarte con templanza y delicadeza. ¿Me has comprendido?

—Sí, señora —asintió Ulrika, e intentó hacer una genuflexión. Pero no estaba ni remotamente segura de que importara si había comprendido a no. Tenía un hambre tremenda. Aunque había dejado seco a Johannes dos noches antes, había vomitado la mayor parte de su sangre junto con la carne que se había comido y no era capaz de digerir, y el último día transcurrido había sido una dolorosa ansia de necesidad. En ese momento estaba temblando de hambre, y apenas podía mantener los ojos apartados del cuello de Quentin, que palpitaba rápidamente por encima del intenso color azul de sus ropajes.

Rodrik, que merodeaba por los alrededores de la puerta, también estaba inquieto.

—¿Es prudente esto, mi señora? —preguntó—. Quentin es un hombre diestro, no un simple mozo de servicio. Entregadle uno de los camareros.

—Los camareros no han sido sangrados —replicó Gabriella—. Quentin sabe qué esperar.

—Pero estamos en una posada, mi señora —insistió Rodrik, probando con otro argumento—. Si hace una repetición de…

—¡No lo hará! —espetó la condesa—. Conseguirá controlar sus propios impulsos, o tal vez llegará el momento de que nos separemos. No quiero que me avergüence en Nuln.

Ulrika abrió más los ojos al oír esto.

—¿Me dejaríais atrás, señora?

Gabriella le dirigió una mirada dura, y pasó un momento antes de que respondiera.

—No —dijo al fin—. No lo haré. Cometí ese error con Krieger. Lo expulsé de mi lado cuando me disgustó, y ya ves lo que ocurrió. Esta vez no dejaré ningún cabo suelto.

El miedo contrajo el pecho de Ulrika. ¿Quería decir la condesa que la mataría en lugar de abandonarla? ¿Dependía su vida de cómo se controlara con Quentin?

Antes de que pudiera plantear la pregunta, Gabriella dio la vuelta al reloj de arena y lo dejó con brusquedad sobre la mesa que había a un lado de la cama, para luego dar media vuelta y salir por la puerta con paso majestuoso sin echar una sola mirada atrás. Rodrik se apartó a un lado para dejarla pasar, luego volvió la vista hacia el interior y le dedicó a Ulrika una mirada ceñuda. Ella respondió con una mirada feroz, malhumorada, pero él desplazó la vista hacia Quentin, que permanecía firme en el centro de la estancia.

—Valor, muchacho —dijo.

—Gracias, señor —replicó Quentin con voz temblorosa. Rodrik cerró la puerta. Ulrika olía el miedo del joven. No era nada comparado con el que sentía ella.