UNO
Caminar a la luz del sol
El aroma de la sangre le inundaba la nariz, sangre que aún no había sido derramada, sangre que todavía corría por las venas. Y también podía oírla fluir, el frenético, aterrado pulso que le latía en los oídos como el gemido de un amante. Sus ojos veían el mundo en rojo y negro, en enormes sombras y corazones ardientes como relumbrantes ascuas que le darían calor y alejarían al siempre acechante frío de la muerte.
El perfume se hizo más intenso, el palpitar más sonoro, enloqueciéndola, expulsando de ella todo pensamiento hasta que no le quedó nada dentro salvo el hambre, un rugiente vacío que exigía ser alimentado. Le decía que moriría si no lo saciaba, y que la muerte no la libraría del dolor, Le decía que solo alimentarse importaba, y nada más; ni la lealtad, ni el honor, ni la compasión. Lo único que importaba era aferrarse a la vida, incluso a la no vida, durante tanto tiempo como le fuera posible.
Ya podía oír los sollozos de la presa mientras brincaba, desnuda, por el bosque invernal. Oía los débiles lamentos con que suplicaba a sus indiferentes dioses. Su corazón latía tan aceleradamente como el de un conejo, y el hedor a miedo del sudor era lo bastante embriagador como para emborracharla Solo unos pocos pasos más y le clavaría los colmillos en el cuello para beber hasta hartarse y alimentar la negrura vacua, bañándose en el calor del fuego de aquel corazón.
El hombre salió bruscamente de entre los árboles y corrió por un nevado campo de cultivo iluminado por la luna hacia una miserable choza con techo de paja, como si esperara que aquellas endebles paredes lo protegieran. Por un momento, ella pensó dejar que llegara hasta su refugio sólo por jugar con él, por permitirle tener una última falsa esperanza antes de arrancar la puerta de los goznes, pero su necesidad era demasiado grande. No había tiempo para juegos. Su hambre no podía esperar.
Con un último salto ágil, lo golpeó en la parte superior de la espalda y lo derribó en medio de un revuelo de extremidades cuando los dos rodaron por la nieve en polvo. Él se debatió, chillando de miedo, e intentó alejarse gateando, pero estaba débil y ella era fuerte. Le sujetó las piernas usando las suyas, desnudas, como una tijera, y le aferro el mentón para echárselo atrás y dejar al descubierto el mugriento cuello que ocultaba una barba desaseada. La arteria carótida palpitaba bajo la piel como un ratón atrapado bajo una sábana. Bueno, pues ella lo dejaría en libertad.
Cuando su cabeza se lanzó hacia adelante, algo se hundió en el suelo, a su lado, con un golpe sordo, y levantó una nubecilla de nieve: una flecha de ballesta. Ella alzó la mirada, gruñendo, con los colmillos desnudos. ¿Quién se atrevía a interrumpirla mientras se alimentaba?
Galopando por la nieve que brillaba a la luz de la luna, a lomos de caballo, llegaban una mujer y un hombre, con gruesas capas invernales ondeando tras ellos. La mujer tenía el pelo negro como ala de cuervo y era fríamente hermosa, ataviada de terciopelo rojo sangre bajo las pieles; el hombre era un enorme y rubio epítome de fuerza caballeresca, ataviado con un peto de acero y botas altas. En su mano derecha brillaba una ballesta dorada que estaba tensando.
Les gritó con enojo, casi un ladrido, y devolvió la atención a la presa, desesperada por alimentarse antes de que la detuvieran. No obstante, cuando sus colmillos tocaron la garganta del hombre, la voz de la mujer atravesó el campo y la dejó petrificada antes de que llegara a morder.
—¡No, Ulrika! ¡No lo harás!
Ulrika soltó un gruñido profundo y volvió a inclinarse hacia adelante. Tenía la sangre tan cerca… No podía pensar en nada más. No podían mantenerla apartada de ella.
—¡En pie, niña! —Gritó la mujer—. ¡Obedéceme!
Ulrika luchó, pero las palabras eran como una cadena que le impedía llegar hasta la victima. No podía oponerse a ellas. Permaneció acuclillada sobre el campesino, temblando de frustración, y clavó una mirada furiosa en la mujer y el caballero de dorado cabello mientras se acercaban pesadamente, montados en sus caballos, y se detentan ante ella.
—Arriba —ordenó la mujer—. Déjalo marchar.
—Tengo hambre —gimió Ulrika.
—Y te alimentarás —replicó la mujer, al tiempo que le tendía una mano adornada con anillos—. Pero no aquí. No de esta manera. No como una bestia. En pie.
El impulso de lanzarse contra su torturadora era abrumador, pero Ulrika sabía que no podía hacerlo, y que no sobreviviría si lo hacía. Con un gruñido petulante, se puso de pie, con las extremidades desnudas temblando de hambre y violencia reprimida, y alzó el mentón con gesto de desafío ante la mujer y el caballero mientras el campesino gimoteaba patéticamente a sus pies.
Los labios del caballero se fruncieron con asco al mirarla de arriba abajo. La cara de la mujer estaba tan serena y fría como la de una estatua.
—Debes aprender a controlarte, querida —dijo—. ¿Acaso no prometí a tus amigos que te enseñarla a no causar ningún daño?
Por la mente de Ulrika pasaron a gran velocidad imágenes de los rostros de sus antiguos compañeros el poeta, el hechicero, el enano. ¿Qué pensarían si pudieran verla en este momento, desnuda y salvaje, con garras y colmillos como los de un lobo? No le importaba, a fin de cuentas, sólo eran carne.
—Yo no prometí nada —gruño.
—Pero yo si —replico la mujer—. Y no rompo a la ligera una promesa. Así que vas a refrenarte, ¿me he expresado con claridad?
Ulrika continuó mirándola con ferocidad durante un largo momento, y luego bajó la cabeza.
—Si —dijo—. Me refrenaré.
La mujer sonrió con dulzura.
—Bien. Entonces, ven. Monta detrás de mí y regresaremos a Nachthafen.
Ulrika se apartó a regañadientes del acobardado campesino, y de un solo salto subió a la grupa del caballo de la mujer. Cuando giraban hacia el sendero de tierra que pasaba ante el campo nevado, Ulrika vio un grupo de figuras agrupadas que se encontraban de pie ante la entrada de la choza: un anciano, una mujer joven y dos niños, sucios, todos vestidos con miserables camisas de dormir. Se inclinaron profundamente ante la mujer cuando pasó de largo, y se tocaron con gesto respetuoso los mechones de pelo que les caían sobre la frente, para luego apresurarse a ayudar al campesino que aún yacía, gimoteando, donde lo había dejado Ulrika.
* * *
Ulrika había muerto dos semanas antes.
Adolphus Krieger, un vampiro ambicioso que había participado en el cerco de la ciudad de Praag en busca de una reliquia de grandioso poder, la había apresado allí como rehén con el fin de escapar a la muerte que le tenían reservada Max Schrieber, Félix Jaeger, Gotrek Gurnisson y Snorri Muerdenarices, amigos de la chica. Aunque inicialmente Krieger había tenido intención de acabar con ella en cuanto hubiera logrado alejarse de Praag, Ulrika había llegado a gustarle, y ese afecto había sellado el destino de la muchacha.
Mientras viajaba con el vampiro a lo largo de cientos de kilómetros en un carruaje que atravesaba a toda velocidad las nieves invernales de Sylvania, había luchado contra el carisma sobrenatural del vampiro, pero había acabado por sucumbir y permitido que bebiera su sangre. Después de eso, su voluntad dejó de pertenecerle, y cuando llegaron al castillo de Drakenhof, donde él tenía intención de reunir un invencible ejército de no muertos, no se había resistido cuando él le había dicho que la convertiría en su reina y le había dado el beso de sangre, el ritual que la había matado y revivido como vampiro.
Por desgracia para Krieger, los amigos de la muchacha no habían abandonado la persecución y habían llegado a Drakenhof poco después, acompañados por la condesa Gabriella, la mujer vampiro que había dado a Krieger el beso de sangre hacía mucho tiempo y que ahora estaba empeñada en frustrar sus ambiciones. Juntos, los dos hombres, los dos enanos y la mujer vampiro habían logrado matar a Krieger y dejado huérfana a Ulrika.
Gotrek había querido matarla también a ella, diciendo que se había convertido en una irredimible criatura de la oscuridad, pero la condesa les prometió a él y a los otros que se ocuparía de la educación de Ulrika para enseñarle a no causar daño a nadie, y el Matador había cedido a regañadientes y permitido que Gabriella se la llevara.
Aquella primera noche, cuando había llevado a Ulrika al castillo de Nachthafen, Gabriella le había contado que hacía más de doscientos años que había allí una condesa von Nachthafen. A veces había sido la esposa del conde, otras su hija, otras su prima, o una sobrina perdida hacía mucho tiempo, pero, con independencia del nombre que tuviera en cada ocasión, y de si era morena o rubia, joven o vieja, severa o dulce, siempre había sido ella misma, una mujer cuyo nombre y lugar de nacimiento verdaderos se habían ocultado detrás de tantos disfraces y biografías falsos que casi los había olvidado, pues hacía muchísimo tiempo de ello.
En la encarnación de ese momento, se daba a sí misma el nombre de condesa Gabriella von Nachthafen, una mujer de alta sociedad muy viajada, criada y educada en Altdorf, que había heredado el castillo de su tía, trágicamente muerta en un accidente de caza diez años antes. En el castillo y el poblado que se extendía a sus pies y que llevaba el mismo nombre, la condesa era la señora absoluta, bondadosa y justa, pero que exigía obediencia incondicional de sus siervos y sirvientes, todos los cuales sabían con precisión quién y qué era ella, con independencia del nombre y el rostro que pudiera tener en cada época. El hecho de que la condesa pareciera pensar que también era la señora absoluta de Ulrika y exigiera de ella obediencia incondicional era algo que a Ulrika estaba costándole aceptar.
* * *
—¡No podéis darme órdenes! —gruñó, mientras se paseaba, desnuda, por la oscura habitación de la torre, ricamente amueblada, que le habla dado Gabriella—. ¡No soy una sirvienta! Soy la hija de un boyardo. ¡He mandado a cien kosares! ¡La historia de mi apellido se remonta a mil años atrás!
—Y yo puedo recordar lo sucedido hace mil años —replicó la condesa, con calma, desde la silla de caoba con respaldo alto en la que se sentaba, ataviada de terciopelo rojo—. ¿Crees que tu linaje significa algo para mí, que puedo remontar la historia de mi sangre hasta la realeza de Nehekhara? Tu gente no son más que niños bárbaros que apenas han salido a gatas de la cuna. Y tú eres un bebé; tenías algo más de veinte años cuando ese estúpido de Krieger te transformó, y hoy hace menos de dos semanas de tu muerte.
—¡Soy dueña de mí misma! —gritó Ulrika, dando un pisotón con un pie descalzo sobre la gruesa alfombra que cubría el suelo de piedra—. ¡Aún tengo libre albedrío!
—No lo tienes —replicó Gabriella, y a pesar de que no levantó la voz, de repente adoptó un aire dominante que hizo que Ulrika se tensara como si esperase recibir un golpe—. Si hubiera permitido vivir a Krieger, habría sido responsabilidad suya ocuparse de tu educación, pero dado que está muerto, esa responsabilidad recae ahora sobre mí. —Jugó con un reloj de arena hecho de oro y cristal que había sobre una mesa cubierta con un mantel de terciopelo que tenía a su lado. Con la misma facilidad podría haberte matado y haberme ahorrado un montón de molestias, pero dado que Krieger era vástago mío y tú lo eras de él, sentí que tenía una obligación familiar para contigo. Espero no tener que lamentarlo.
—Yo no necesito ninguna educación —gruñó Ulrika—. Sé cómo alimentarme.
Gabriella se echó a reír.
—¿Cómo esta noche? Niña, un bebé sabe cómo mamar, pero no puedes llevarlo a la mesa. —Se levantó y avanzó hacia Ulrika, que dejó de pasearse y retrocedió—. Todo vampiro tiene para con todos los otros vampiros la obligación de ser discreto, de alimentarse en secreto, de vivir con privacidad, porque cuando uno es descubierto, eso exaspera las ovejas y nos pone a todos en peligro. Si te dejara correr como una loca por el territorio, asesinando de manera indiscriminada, los cazadores de brujas no sólo irían a por ti. Empezarían a preguntarse quién más podría tener colmillos ocultos. Merodearían por los alrededores, formulando preguntas y entrando en las criptas con linternas y espadas bañadas de plata. Eso no puedo permitirlo, así que es necesario enseñarte. Debes aprender a no alimentarte. Tienes que aprender a controlar el hambre para que ésta no te controle y te exponga, y a mí contigo, a la cólera del ganado.
La condesa se volvió de espaldas a Ulrika y dio palmas dos veces. Se abrió la puerta de la habitación circular y entró un joven apuesto vestido con jubón y calzones de paño rústico que efectuó una profunda reverencia y luego se quedó esperando, con la cabeza gacha y las manos unidas con nerviosismo a la altura de la cintura.
—Veamos —dijo Gabriella, al tiempo que se volvía hacia la mesa—. Este joven, Johannes, está ansioso por recibir tu beso. Pero es el más joven de mi rebaño y tienes que ser suave con él. También tienes que ser paciente. —Recogió el reloj de arena—. Para que aprendas templanza, te haré esperar hasta que se agote la arena del reloj antes de saborearlo, y cuando lo hagas, deberás hacerlo sin violencia ni pasión… y sin matarlo. —Le dio la vuelta al reloj y se encaminó hacia la puerta—. Volveré cuando hayas acabado. Hasta luego.
Ulrika apenas oyó cómo la puerta se cerraba tras la condesa. Sólo podía mirar fijamente los plateados granos que caían en el compartimento inferior vacío del reloj. Se deslizaban con gran lentitud, como copos de nieve que flotaran en el aire. Sus ojos se desviaron hacia Johannes, que permanecía cerca de la puerta, tembloroso. Su pulso sonaba en los oídos de la muchacha tan fuerte y ruidoso como un tambor de marcha cuando se inclinó hacia Ulrika. Percibía el olor a miedo del joven, así como su excitación. Los dos olores emanaban de él como la fragancia de una flor selvática, olores de carne rancia pero embriagadores. Los colmillos y garras de la vampiro se extendieron por su propia cuenta cuando inhaló aquel aroma. Los obligó a retraerse, cosa que requirió hasta la última pizca de su fuerza de voluntad.
—Señora… —comenzó él.
—¡Cállate! —Le espetó Ulrika—. No hables.
Maldijo y apartó de él la mirada. ¿Cómo iba a hacer eso? Se había alimentado correctamente antes, pero nunca después de una espera tan larga. En las primeras noches después de que la rescataran de manos de Krieger, la condesa le había permitido alimentarse casi cada hora, pero siempre bajo estrecha supervisión y de víctimas que no le merecían ninguna consideración: los últimos lamentables gorrones de Krieger que quedaban, perseguidos por todo el territorio de Sylvania. No obstante, desde que habían regresado a Nachthafen, Gabriella había ido aumentando cada vez más el tiempo transcurrido entre una y otra víctima, y sólo le había permitido tomar algunos sorbos cuando antes había bebido con glotonería. Ulrika no se había saciado ni una sola vez. El hambre nunca la abandonaba, y ahora estaba matándola al aumentar cada vez más.
Este último lapso había sido el más largo, y el peor. No se había alimentado desde hacía más de dos noches. Claro está que ella misma había hecho que la situación empeorara al escaparse. Sin duda la condesa le habría permitido alimentarse más temprano, esa noche, pero en su locura de sangre Ulrika había escapado de la habitación de la torre en cuanto el sol se había puesto detrás de los árboles y había corrido a través del bosque, desnuda, tras el olor de la sangre humana. Eso, sumado a su captura para luego llevarla de vuelta al castillo y sermonearla, había requerido tiempo, y ahora tenía más hambre de la que nunca antes había sentido.
Volvió a mirar el reloj de arena. ¡Por los dientes de Ursun! ¡La arena tendría que haberse acabado ya! Sin embargo, apenas una cantidad insignificante se había depositado en el fondo. Aquello era intolerable.
Volvió a encararse con Johannes, cuyo pulso le resonaba en los oídos como si fuera el suyo propio. El muchacho se encogió contra la puerta de cuarterones, gimoteando, y Ulrika se dio cuenta de que había avanzado hacia él sin darse cuenta. Se obligó a retroceder otra vez, recogió la bata bordada que tenía sobre la cama con dosel y se la puso mientras alzaba la mirada hacia la ventana de arco cuyos cristales en forma de diamante había roto unas horas antes, esa misma noche, y de la que había arrancado los barrotes de hierro con las manos desnudas. Ahora tenía los postigos echados, en preparación de la mañana que se avecinaba, pero arrancar los postigos le costaría aún menos de lo que le había costado arrancar los barrotes. Podía volver a huir, pero sabía que volvería a llevarla de vuelta al castillo para regañarla otra vez.
La recorrió un estremecimiento de hambre y apretó las manos contra los costados para resistirlo. Tenía que ser fuerte. ¿Acaso no era la hija de un boyardo? ¿No había soportado despiadados inviernos y terribles dolores? ¿No había sobrevivido a la pérdida, la enfermedad y las privaciones? Tenía en su interior la voluntad de hierro de los kosares. Era una kislevita, nacida con hielo en las venas.
Pero eso había sido antes; antes de que Krieger la matara y la resucitara según su propia imagen, antes de que la hubiera convertido en un monstruo, antes de que le hubiera debilitado el espíritu con sus susurros corruptores y sangrientos labios. Después de que él le diera el beso, ella había renacido, esta segunda vez con las venas vacías. Ese vacío dolía más que el invierno, más que la muerte de los seres queridos o la pérdida del honor. Ese vacío necesitaba que lo llenaran.
Lanzó una mirada al reloj de arena. Ni siquiera había llegado a la cuarta parte. Sin necesidad de volverse, podía sentir la calidez de la sangre del joven Johannes que radiaba contra su espalda como el calor de un hogar. Quería acercarse más a él. Quería calentarse las manos en él. El frío del invierno ya no podía perjudicarla, pero el vacío de su corazón sin sangre dolía como si se lo hubieran sumergido en un lago helado.
—Señora, ¿qué estáis haciendo? Aún no ha pasado una hora.
Ulrika descubrió que estaba acercándose otra vez al muchacho, aunque no recordaba haberse vuelto hacia él. Intentó hablar para decir algo que lo tranquilizara, pero los colmillos se interpusieron en el camino de las palabras y las transformaron en un gruñido gutural. El olor a miedo del muchacho la enloqueció. Tendió hacia él las manos cuyas garras se estaban alargando.
Con un chillido, él dio media vuelta y abrió la puerta con torpeza. La mujer la cerró de una patada y le pilló la mano derecha con ella, para luego apartarlo de un tirón y lanzarlo contra la mesa, que cayó lanzando al suelo el reloj de arena. Los dedos del muchacho quedaron atrapados en la puerta.
Él chillaba, tendido en el suelo, con la mirada fija en los rojos muñones de la mano sin dedos. Lo aferró por la pechera y lo levantó del suelo dejándolo con los pies en el aire. Él continuó chillando.
—¡Cállate! —gritó Ulrika—. ¡Deja de hacer tanto ruido! No callaba.
Adelantó la cabeza con brusquedad y le arrancó la garganta con los colmillos.
Él guardó silencio al fin.
* * *
Ulrika estaba a cuatro patas, vomitando negros bocados de corazón, cuando la condesa abrió la puerta un rato más tarde. Negó la cabeza y suspiró mientras observaba la carnicería. Los restos del joven Johannes estaban dispersos por todo el suelo de piedra de la habitación de la torre, como espantosas islas en un mar rojo.
—Esto no puede ser —dijo—. Esto no puede ser en absoluto.
Ulrika alzó unos coléricos ojos hacia la condesa Gabriella al tiempo que abría la boca para maldecirla, pero la estremeció otra convulsión, y vomitó un chorro de trozos de órganos sin digerir sobre las losas de piedra. Nunca en su vida, ni en su muerte, había tenido el estómago tan revuelto. Estaba llena, con el vientre hinchado como un pellejo de vino a punto de reventar, y tenía tantas náuseas como si sufriera una resaca, peor que cualquiera de las que hubiera pasado después de beber kvas con los soldados de su padre.
Peor aún era lo enferma que sentía el alma. Estaba horrorizada por lo que había hecho, asqueada ante su propio salvajismo. En vida nunca la había acobardado el derramamiento de sangre, pero tampoco nunca había matado a un inocente. Nunca había hecho pedazos con las manos desnudas a un muchacho indefenso. Ocultó la cara entre los brazos y sollozó, aunque no pudo verter ni una sola lágrima.
Gabriella gritó hacia el pie de la escalera de la torre para que subieran sirvientes a limpiar todo aquello; y luego se levantó las faldas largas hasta el suelo y pasó remilgadamente entre el laberinto de trozos de Johannes, para sentarse otra vez en la silla que había junto a la mesa, que ahora estaba destrozada. Recogió el rajado reloj de arena de entre los restos. La parte inferior contenía menos de una cuarta parte de la arena.
—Te pido disculpas, Ulrika —dijo—. Te he puesto a prueba con demasiada severidad. He olvidado lo difícil que es al principio.
Ulrika golpeó con los puños las losas de piedra del suelo, salpicándose de sangre.
—¿Por qué no me matasteis, simplemente? —chilló—. ¡No quiero esto! ¡Me he convertido en un animal!
—No siempre será así, niña —le aseguró Gabriella—. Llegará la templanza. Debes tener paciencia.
—¡No quiero templanza! ¡Quiero morir!
Gabriella la miró con serenidad durante un momento, y luego se levantó y fue hasta la ventana. Abrió los postigos, con cuidado de evitar el haz de luz matutina fino como el filo de un cuchillo que penetraba en la estancia e iluminaba la mesa y los salpicones de sangre que manchaban sus patas.
Se volvió hacia Ulrika e hizo un gesto con una mano, como un mayordomo que invitara a un visitante a entrar en una casa distinguida.
—Puedes salir a caminar a la luz del sol cuando te apetezca, querida.
Ulrika miró con desesperada añoranza la rosada aurora que relumbraba por encima de las lejanas colinas coronadas de nieve. Lo único que tenía que hacer era saltar, un brinco hacia la ventana y luego precipitarse hacia el olvido mientras el sol le arrancaba la carne de los huesos y liberaba su alma de la jaula de magia negra que la retenía. Si saltaba, nada más que un vacío esqueleto ennegrecido impactaría contra las rocas que había en la base de la muralla del castillo. Intentó obligar a sus piernas a moverse, a renunciar a su egoísta deseo de existir y acabar el trabajo comenzado por Krieger.
Permaneció acuclillada allí, temblando de tensión durante un minuto entero, pero no pudo hacerlo. Era débil. Su deseo de vivir era más fuerte que el aborrecimiento que le inspiraba el ser en que se había convertido.
Bajó la cabeza hacia las ensangrentadas losas del suelo y cerró los ojos.
—Cerradla —dijo—. No quiero verlo.
Después de que los sirvientes hubieron recogido los restos de Johannes, limpiado la sangre con fregonas y quitado la alfombra para lavarla, Ulrika se retiró a su cama durante el resto del día. Permaneció largo rato despierta, tumbada en el lecho, ya que le costaba entrar en el estado de trance que los vampiros llamaban dormir. Sus pensamientos no se aquietaban. Continuaba sintiendo asco de sí misma, y aún más porque había demostrado, otra vez, que era una cobarde, además de un animal.
Le habría gustado poder llorar para aliviarse, pero era algo que los vampiros no podían hacer. No derramaban lágrimas. Tal vez por eso su congoja se expresaba en forma de furia y violencia, dado que no tenía ninguna otra válvula de escape. Ojalá pudiera hablar con Max Schrieber, el hechicero con quien había viajado durante las aventuras vividas en Kislev y las montañas del Fin del Mundo, y a quien había llegado a amar después de que él la salvara de la terrible enfermedad que había estado a punto de matarla en Praag. Max era sabio. Él le diría qué era lo mejor que podía hacer. La consolaría. Tal vez incluso podría curarla.
También anhelaba ver a su antiguo amante, Félix Jaeger. Ella y el poeta se habían separado, pero él nunca le había vuelto la espalda en los momentos importantes. Era un hombre bueno, por muy exasperante que pudiera resultar a veces, y yacer entre sus brazos siempre le había proporcionado a Ulrika un gran bienestar. Al fin se durmió, deseando poder acurrucarse otra vez entre esos brazos y oír cómo él le susurraba tontas rimas al oído mientras ambos yacían en la cama.