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A medida que enviaban a Dirección a los presos del traslado los iban cacheando, y a medida que los cacheaban, los metían en una sala vacía donde había un tosco banco y dos mesas sin nada encima. El comandante Mishin asistía al registro completo, y de vez en cuando entraba también el teniente coronel Klimentiev. Al congestionado y violáceo comandante no le habría sido fácil inclinarse sobre los sacos y maletas (ni era propio de su graduación), pero su presencia no podía por menos que estimular a los vigilantes. Deshacían con gran celo todos los trapos, hatillos y harapos de los presos, mostrándose especialmente quisquillosos con toda cosa escrita. Las instrucciones decían que cuantos salieran de la cárcel especial no tenían derecho a llevarse ni un pedazo de papel escrito, dibujado o impreso. Por ello, los presos habían quemado con antelación todas las cartas, habían destruido los cuadernos de notas relativas a su especialidad profesional y habían distribuido sus libros.

Uno de los presos, el ingeniero Romashov, al que quedaban seis meses para terminar la condena (había cumplido diecinueve años y medio de la misma), llevaba abiertamente una gruesa carpeta con recortes, notas y cálculos recogidos durante muchos años, referentes a la construcción de una central hidroeléctrica (esperaba dirigirse a la región de Krasnoyarsk y tenía grandes esperanzas de encontrar allí un trabajo de su profesión). Aunque el ingeniero coronel Yákonov había examinado personalmente la carpeta y había dado el visto bueno a la salida, y aunque el comandante Shikin la había enviado a su departamento y había puesto igualmente el visto bueno, la frenética insistencia y previsión de Romashov durante muchos meses resultó inútil: el comandante Mishin declaró que él no conocía nada de aquella carpeta, y mandó que se la quitaran. Se la quitaron y se la llevaron, y el ingeniero Romashov, acostumbrado a todo, miró con ojos fríos cómo desaparecía. En otro tiempo había soportado una pena de muerte, un traslado en vagones de ganado desde Moscú a Sovgavan, y en Kolyma había puesto el pie bajo la cuba de extracción de mineral para que esta le rompiera la tibia, y para recuperarse después en la enfermería y evitar así la muerte segura en los trabajos comunes del Círculo Polar Ártico. Ahora, al ver cómo se perdía el trabajo de diez años, no valía la pena ponerse a llorar.

Otro preso, el constructor Siomushkin, pequeño y calvo, que tanto se esforzara el domingo en zurcirse los calcetines, era por el contrario un novato, no hacía más de dos años que estaba preso, y siempre en la cárcel y en la sharashka, y ahora le asustaba extremadamente el campo de concentración. Sin embargo, pese al espanto y desesperación que le causaba el traslado, intentaba conservar un pequeño tomo de Lérmontov que él y su mujer consideraban un sagrado tesoro familiar. Suplicó al comandante Mishin que le devolviera el tomo, se retorció las manos como no suelen hacer los adultos, ofendiendo los sentimientos de los presos veteranos, intentó irrumpir en el despacho del teniente coronel (no se lo permitieron), y de pronto arrebató el Lérmontov de las manos del «compadre» (que retrocedió asustado hacia la puerta) y con una fuerza que no se le suponía arrancó las tapas verdes impresas, las arrojó a un lado y empezó a arrancar las hojas del libro a tiras llorando y gritando convulsivamente:

—¡Tome! ¡Cómaselas! ¡Trágueselas!

Continuó el registro.

Al salir, los presos apenas se reconocían unos a otros: a una orden, habían arrojado en un montón sus monos azules, en otro montón la ropa interior estampillada de la Administración, y en un tercero el abrigo, si aún no estaba maltrecho, y ahora se ponían su ropa de paisano, como si salieran de hacer un turno de trabajo. En los años de trabajo en la sharashka no se habían ganado una ropa nueva. Y no se trataba de malicia ni de avaricia de los jefes. La Dirección estaba sometida administrativamente al ojo estatal de la contabilidad.

Por eso, algunos se quedaban sin ropa interior gruesa pese a que el invierno estaba en su apogeo, y se ponían unos calzoncillos y unas camisetas de verano, ajados por guardarse durante muchos años en los sacos de intendencia, tan sucios como estaban el día que llegaron del campo de concentración. Otros se calzaban los incómodos zapatones del campo (al que le descubrían en el saco unos zapatos de esos, le quitaban los de modelo «libre» con chanclos), quiénes unas botas de piel artificial, y los más afortunados unas botas de fieltro.

¡Las botas de fieltro! El preso se encuentra indefenso ante los altibajos de la fortuna, con menos derechos que cualquier ser de esta tierra, menos prevenido cara al futuro que una rana, un topo o un ratón de campo. En su más profunda y cálida madriguera, el preso nunca puede estar seguro de que al llegar la noche se encuentre resguardado de los rigores del invierno, de que una bocamanga ribeteada de azul no lo agarre y lo arrastre hasta el Polo Norte. ¡Mal lo pasarán entonces las extremidades que no estén calzadas con botas de fieltro! Al bajar del camión en Kolyma depositará dos carámbanos congelados. Un preso sin botas de fieltro propias vive escondiéndose, miente, se vuelve hipócrita, soporta los agravios de personas insignificantes, o es él quien oprime a otros, todo con tal de evitar un traslado invernal. ¡Pero el preso que calza sus propias botas de fieltro es intrépido! Mira con insolencia a los ojos de sus jefes y recibe las órdenes de traslado con una sonrisa digna de Marco Aurelio.

Pese al deshielo que reinaba en el exterior, los que tenían botas de fieltro propias —entre ellos Jorobrov y Nerzhin— se las pusieron, en parte para pavonearse con ellas, pero sobre todo para sentir en las piernas aquel calor que les tranquilizaba y daba ánimos. Así pues, metieron los pies en las botas de fieltro y anduvieron orgullosamente por la estancia vacía. Eso, pese a que hoy sólo iban a la cárcel de Butyrki, que no era más fría que la sharashka. El impávido Guerásimovich era el único que no tenía nada suyo, y el almacenero le dio «a cambio» un impermeable largo de mangas, ancho para su talla, que no había modo de abrochar. El impermeable «desgastado», y unas botas chatas de cuero artificial también «desgastadas».

Semejante vestimenta parecía especialmente ridícula en su persona por los quevedos que llevaba.

Al someterse al registro, Nerzhin se sentía satisfecho. La víspera, durante el día, en previsión de un próximo traslado, se había preparado dos hojitas densamente escritas en lápiz e incomprensibles para los demás: ora omitiendo las vocales, ora usando letras griegas, ora mezclando palabras rusas con inglesas, alemanas y latinas, y además abreviadas. Para pasar el registro, Nerzhin desgarró cada una de ellas, las estrujó y ajó como suele hacerse con aquellas que se destinan a otro uso indirecto, y las puso en el bolsillo de sus pantalones de presidiario. Durante el registro, el vigilante vio las hojas, pero, comprendiendo equivocadamente su destino, las dejó. Si en Butyrki no se las llevaba a la celda, si las dejaba con sus cosas, podría conservarlas intactas en adelante.

En esas hojas había expuesto a modo de tesis algunos de los hechos e ideas que había quemado aquel día.

Terminó el registro, llevaron a los veinte presos a una sala de espera vacía junto con los efectos que se les permitía sacar, cerraron la puerta y pusieron un centinela ante ella a la espera del cuervo. Otro vigilante fue destinado a pasear bajo las ventanas, a resbalar sobre el hielo y a echar de allí a los que quisieran despedirse, caso de que se presentaran durante el descanso de la comida.

De este modo se había roto toda relación entre los veinte que partían y los doscientos sesenta y uno que se quedaban.

Los que partían estaban todavía allí, pero ya no estaban.

Al principio, todos ocuparon el primer lugar que les vino a mano, sobre sus efectos o en el banco, y guardaron silencio.

Cada uno seguía pensando en el registro, en lo que le habían quitado y en lo que había conseguido pasar.

También pensaban en la sharashka: en los beneficios que habían perdido con ella, en la parte de la pena que habían vivido allí, y en la parte que todavía les quedaba por cumplir.

A los presos les gusta contar el tiempo: el que ya han perdido y el que están condenados a perder en adelante.

También pensaban en sus parientes, con los que tardarían en establecer contacto. Y en que de nuevo deberían pedirles ayuda, pues el Gulag es un país en el que un hombre adulto que trabaja doce horas al día es incapaz de ganarse el sustento.

Pensaban en los errores cometidos, o en las decisiones conscientes, que les habían conducido a este traslado.

Y también: ¿dónde los llevarían? ¿Qué les esperaba en el nuevo lugar? ¿Cómo instalarse allí?

En cada uno de ellos, los pensamientos discurrían a su manera, pero todos estaban tristes.

Todos deseaban consuelo y esperanza.

Por eso, cuando se reanudó la conversación sobre el tema de que quizá no los enviaran a un campo de concentración, sino a otra sharashka, incluso prestaron atención aquellos que no lo creían en absoluto.

Pues incluso Cristo en el huerto de Getsemaní, aunque sabía firmemente cuál era su amargo camino, todavía rezaba y esperaba.

Mientras reparaba el asa de su maleta, que se desprendía continuamente, Jorobrov renegaba en voz alta:

—¡Qué perros! ¡Qué canallas! ¡Ni una simple maleta saben hacer en nuestro país! Medio año preparando la guardia de honor del Primero de Mayo, medio año por la de Octubre, ¿cuándo van a trabajar sin frenesí? Aquí algún canalla introdujo una racionalización: un arco doblado por las dos puntas y metido en el asa. Aguanta mientras la maleta está vacía, pero ¿y con peso? Han desarrollado una industria pesada tan deprisa y corriendo que el último artesano de la época de Nicolás se habría ruborizado de vergüenza.

Y Jorobrov, irritado, iba metiendo los extremos del arco en el agujero del asa utilizando como martillo unos pedazos de ladrillo caídos de la estufa, construida con el mismo método apresurado.

Nerzhin comprendía muy bien a Jorobrov. Tropezando siempre con humillaciones, desprecios, burlas y pasotismos, Jorobrov se enfurecía. Pero ¿cómo razonar sobre ello tranquilamente? ¿Cómo expresar con palabras corteses el aullido de un herido? Precisamente ahora, al ponerse la ropa del campo de concentración y al hablar con él, Nerzhin experimentaba en su propia persona que estaba recuperando un importante elemento de la libertad masculina: la de colocar un taco cada cinco palabras.

Romashov explicaba a los novatos en voz baja por qué caminos trasladan habitualmente a los presos en Siberia, y al comparar la prisión de tránsito de Kuibyshev con las de Gorki y Kírov alababa muchísimo la primera.

Jorobrov dejó de dar golpes y arrojó irritado el ladrillo contra el suelo desmenuzándolo en migajas rojas.

—¡No soporto escuchar esto! —gritó a Romashov, y su cara flaca y dura expresaba dolor—. Gorki nunca estuvo en esa prisión de tránsito, y Kuibychev tampoco estuvo, de otro modo los habrían enterrado diez años antes. Habla como una persona: ¡prisión de Samara, de Nizhni-Novgorod, de Viatka! ¡Has cumplido ya una veintena de años, a qué lamerles el trasero!

La vivacidad de Jorobrov se contagió a Nerzhin. Se levantó, llamó a Nadelashin a través del centinela y declaró a media voz:

—¡Subteniente! Vemos por la ventana que se está sirviendo la comida desde hace media hora. ¿Por qué no nos traen a nosotros?

El suboficial se movió incómodo y respondió compasivo:

—Hoy, vosotros… estáis dados de baja en intendencia…

—¿Qué quiere decir que estamos dados de baja? —y oyendo a sus espaldas un rumor de contenido descontento, Nerzhin empezó a descargar mandobles—: Informe al director de la cárcel que no iremos a ninguna parte sin haber comido. ¡Y no dejaremos que nos embarquen por la fuerza!

—¡Muy bien, le informaré! —cedió inmediatamente el suboficial. Y, con aire culpable, se apresuró a ver a su jefe.

Nadie en la sala puso en duda que valía la pena. Esa desdeñosa nobleza de tres al cuarto, propia de los hombres libres acomodados, es absurda para los presos.

—¡Muy bien!

—¡Dales fuerte!

—¡Cómo nos oprimen esos canallas!

—¡Roñosos! ¡Después de tres años de servicio les duele una comida!

—¡No nos iremos! ¡Es muy sencillo! ¿Qué harán con nosotros?

Incluso los que a diario se mostraban pacíficos y sumisos con los jefes ahora se habían vuelto osados. El viento libre de las prisiones de tránsito golpeaba sus rostros. Esta última comida con carne representaba no sólo la última hartura antes de meses y años de bodrio líquido: esta última comida de carne representaba su dignidad humana. E incluso aquellos a quienes la excitación había secado la garganta, incluso aquellos que no estaban en condiciones de comer, olvidaban sus cuitas y esperaban y exigían aquella comida.

Por la ventana podía verse el sendero que unía Dirección con la cocina. Pudieron ver un camión que hacía marcha atrás para acercarse al aserradero de la leña. En la caja del camión yacía ampliamente un gran abeto echando las raíces y la copa por encima de los costados del vehículo. De la cabina saltó el jefe de intendencia de la cárcel; de la caja, un vigilante.

Sí, el teniente coronel había mantenido su palabra. Mañana o pasado colocarían el árbol de Navidad en la sala semicircular, los presos-padres, sin hijos, se convertirían ellos mismos en niños, lo llenarían de juguetes (no les sabría mal emplear el tiempo de la Administración en confeccionarlos), pondrían la cestita de Clara, una brillante luna en una jaula de cristal, formarían círculo, bigotudos, barbudos, y repitiendo el aullido lobuno de su destino, empezarían a dar vueltas con amarga risa:

Nació en el bosque un pequeño abeto…

En el bosque fue creciendo…

Pudo verse cómo el vigilante que patrullaba bajo las ventanas echaba a Prianchikov, que intentaba abrirse paso hasta las asediadas ventanas y gritaba algo levantando los brazos al cielo.

Pudo verse que el suboficial se dirigía con cara preocupada a la cocina, luego a Dirección, después de nuevo a la cocina, y de nuevo a Dirección.

También pudo verse que enviaban a Spiridón a descargar el abeto del camión, privándole de la comida. Spiridón se enjugaba los bigotes y se ceñía el cinturón en plena marcha.

Finalmente, el suboficial fue a la cocina casi corriendo, más que andando, y sacó de allí a dos cocineros que llevaban un bidón y un cucharón entre los dos. Un tercero, una mujer, llevaba una pila de platos hondos. La mujer se detuvo temiendo resbalar y romperlos. El suboficial volvió atrás y se hizo cargo de una parte de los platos.

Estalló en la sala la animación de la victoria.

La comida apareció en la puerta. Acto seguido empezaron a distribuir la sopa en un extremo de la mesa. Los presos tomaban los platos y se los llevaban a sus rincones, a sus maletas, a los alféizares de las ventanas. Algunos se las apañaban para comer de pie apoyando el pecho contra la mesa, que no estaba provista de bancos.

Salieron el suboficial y los repartidores. En la sala reinó ese auténtico silencio que siempre debe acompañar a la comida. Los pensamientos eran: el caldo es algo líquido pero con perceptible aroma de carne; esta cucharada, y esta, y esta otra, llenas de estrellitas de grasa y de fibras blancas cocidas, las meto dentro de mí; su cálida humedad pasará por el esófago para caer en el estómago, y mi sangre y mis músculos se alborozan por anticipado previendo una nueva fuerza y un nuevo complemento.

«Las mujeres se casan por la carne, los hombres por la sopa de coles», recordó Nerzhin el refrán. Comprendía el refrán en el sentido de que el marido conseguiría la carne, y la mujer haría con ella la sopa de coles. El pueblo no engaña en los refranes, ni manifiesta necesariamente grandes anhelos. En todo el acervo de sus refranes, el pueblo se muestra más sincero, al hablar de sí mismo, que incluso Tolstói y Dostoyevski en sus confesiones.

Cuando la sopa tocaba a su fin y las cucharas de aluminio empezaban a rascar los platos, alguien pronunció de un modo vago, alargando la expresión:

—Sí-í-i.

Respondieron desde un rincón:

—¡Ahora viene el ayuno, hermanos!

Intervino un criticón:

—La sacaron del fondo, pero no era espesa. Seguramente pescaron la carne para ellos.

Hubo también quien exclamó abatido:

—¿Cuándo volveremos a comer así?

Jorobrov golpeó con la cuchara su plato consumido y pronunció claramente, con un creciente tono de protesta en la garganta:

—¡Sí, amigos! ¡Es mejor pan y agua que pastel y desgracia!

No le respondieron.

Nerzhin empezó a golpear la puerta pidiendo el segundo plato.

Apareció inmediatamente el suboficial.

—¿Qué, ya habéis comido? —miró con sonrisa amable a los que debían partir. Convencido de que en los rostros había aparecido el aire bondadoso que provoca la hartura, declaró algo que su experiencia penitenciaria le había sugerido no descubrir antes—: No queda segundo plato. Están ya lavando la caldera. Disculpad.

Nerzhin echó una mirada a los presos calculando si debía armar jaleo. Pero estos, poco rencorosos como todos los rusos, ya se habían enfriado.

—¿Y qué había de segundo? —dijo alguien con voz grave.

—Guisado —sonrió tímidamente el suboficial.

Suspiraron.

Nadie pareció recordar el tercer plato.

Se oyó el resoplido de un motor de automóvil al otro lado de la pared. Llamaron al suboficial, y con ello lo sacaron de apuros. La voz severa del teniente coronel Klimentiev sonó en el pasillo.

Empezaron a sacarlos de uno en uno.

No hubo llamada por nombres, pues la escolta de la sharashka debía acompañar a los presos hasta Butyrki y hacer allí la entrega. Pero los contaron. Contaron a cada uno que realizó ese paso tan conocido, y siempre fatal, que va de la tierra al alto estribo del furgón celular, un paso que se da bajando considerablemente la cabeza para no golpearse contra el techo de hierro, retorciéndose bajo el peso de los efectos personales, golpeando torpemente con ellos las paredes laterales de la boca de acceso.

No había nadie para despedirlos: el descanso de la comida ya había terminado, y ya habían llevado a los presos del patio de paseos al interior del edificio.

Acercaron la parte trasera del cuervo al umbral mismo de Dirección. Al subir al vehículo, aunque no había el estridente ladrido de los mastines, reinaban las apreturas, la compacidad y el tenso apresuramiento de la escolta, que no beneficia a nadie más que a la escolta, pero que involuntariamente se contagia también a los presos impidiéndoles mirar a su alrededor y reflexionar sobre su situación.

Así subieron dieciocho de ellos, y ni uno solo levantó la cabeza para despedirse de los altos y elegantes tilos que les habían dado sombra durante largos años en momentos de penas y alegrías.

Pero los dos que se las ingeniaron para mirar —Jorobrov y Nerzhin— no miraron los tilos, sino los costados del vehículo, y los miraron con el propósito especial de averiguar de qué color estaban pintados.

Resultó lo que esperaban.

Había pasado la época en que por las calles de la ciudad corrían furgones negros y gris plomo infundiendo horror a los ciudadanos. Hubo un tiempo en que así debía ser. Pero había llegado ya la época de la floración, y los cuervos debían también poner de manifiesto este rasgo agradable de la época. La idea surgió en alguna cabeza genial: construir los furgones igual que las camionetas comerciales, pintarlos por fuera con las mismas franjas azulanaranjadas, y escribir en cuatro idiomas:

Pan

Pain

Brot

Bread

o bien

Carne

Viande

Fleisch

Meat

y ahora, al subir al furgón, Nerzhin buscó la oportunidad de ladearse y leer:

Meat

Luego, se metió a su vez por la estrecha primera puerta, y por la todavía más estrecha segunda, pisó los pies de alguien, arrastró la maleta y el saco por las rodillas de otro, y se sentó.

El interior de este cuervo de tres toneladas no estaba boxeado, es decir, dividido en diez compartimentos de hierro donde introducir sendos presos. No, este cuervo era de tipo «común», o sea, destinado a transportar condenados y no detenidos, lo que aumentaba enormemente su capacidad de carga viva. En su parte trasera, entre las dos puertas de hierro con pequeñas rejillas-respiraderos, el furgón disponía de un estrecho espacio donde, cerrando las puertas exterior e interior por dentro, y comunicándose con el chófer y con el jefe de la escolta a través de un tubo acústico especial tendido a lo largo de la caja del vehículo, cabían con dificultad dos guardias de escolta a condición de que recogieran las piernas. A cargo de este espacio posterior se había practicado un pequeño box de reserva destinado a un posible alborotador. El resto del vehículo, encerrado en una caja metálica de bajo techo, era la ratonera común en la que la normativa autorizaba a cargar precisamente veinte hombres. (Si se cerraba la puerta de hierro apoyando en ella cuatro botas, se conseguía embutir aún a más hombres).

A lo largo de tres paredes de esta ratonera común se extendían unos bancos dejando poco espacio en el centro. Los que podían se sentaban, pero no eran los más afortunados: cuando atiborraban el cuervo, objetos y personas iban a parar sobre sus rodillas trabadas y sobre sus pies torcidos y entumecidos, y en medio de aquel revoltijo no tenía sentido ofenderse ni excusarse, y durante una hora resultaba imposible moverse o cambiar de posición. Los vigilantes hacían presión sobre la puerta y, una vez introducido el último preso, hicieron chirriar el cerrojo.

Pero no cerraron la puerta exterior. Otra persona subió al peldaño posterior, una nueva sombra cubrió la rejilla-respiradero.

—¡Amigos! —sonó la voz de Ruska—. ¡Voy a Butyrki, a la instrucción del sumario! ¿Quién hay aquí? ¿A quién se llevan?

Sonó al instante una explosión de voces: gritaban los veinte presos respondiendo y los dos vigilantes diciéndole a Ruska que se callara, y desde el umbral de Dirección gritaba Klimentiev indicando a los vigilantes que no se distrajeran y no permitieran que los presos hablaran entre sí.

—¡Cállate tú…! —le envió una palabrota uno del cuervo.

Reinó el silencio, y pudo oírse cómo los vigilantes se afanaban en su pequeño espacio, recogiendo las piernas, para embutir cuanto antes a Ruska en el box.

—¿Quién te ha vendido, Ruska? —gritó Nerzhin.

—¡Siromaja!

—¡Ca-na-lla! —zumbaron varias voces a la vez.

—¿Cuántos sois? —gritó Ruska.

—Veinte.

—¿Quiénes?

Pero lo empujaron al interior del box y lo encerraron.

—¡No te apures, Ruska! —le gritaron—. ¡Nos encontraremos en el campo de concentración!

Mientras la puerta exterior permaneció abierta caía aún un poco de luz en el interior del cuervo, pero se cerró esta, y las cabezas de los guardias de escolta taparon el último e inseguro flujo de luz que llegaba por las rejillas de las dos puertas. Repiqueteó el motor, tembló el vehículo, se puso en marcha, y ahora, con las sacudidas, sólo centelleantes reflejos recorrían a veces las caras de los presos.

Este breve intercambio de llamadas de celda a celda, esta ardiente chispa que a veces salta entre piedras y hierros, siempre excita extraordinariamente a los presos.

—¿Y qué debe hacer la élite en un campo de concentración? —trompeteó Nerzhin directamente al oído de Guerásimovich de modo que sólo él pudo oírlo.

—¡Lo mismo, pero aplicando un esfuerzo doble! —trompeteó Guerásimovich como respuesta.

Recorrida cierta distancia, el cuervo se detuvo. Evidentemente, se trataba del puesto de guardia.

—¡Ruska! —gritó uno de los presos—. ¿Pegan?

La respuesta, sorda, tardó un poco en llegar:

—Ya lo creo…

—¡Un buen palo en la frente deberían dar a esos Shishkin-Mishkin! —gritó Nerzhin—. ¡No te rindas, Ruska!

Gritaron de nuevo varias voces y todo se mezcló.

Otra vez se pusieron en marcha, atravesaron el puesto de guardia y luego se sintieron todos bruscamente balanceados hacia la derecha: significaba que habían torcido a la izquierda, hacia la carretera. El giro comprimió estrechamente los hombros de Nerzhin y Guerásimovich. Se miraron intentando distinguirse en la penumbra. Los unía algo todavía mayor que la estrechez del cuervo.

En medio de la oscuridad y la estrechez, Iliá Jorobrov dijo con leve acento del Volga:

—Es igual, amigos, no siento haberme marchado. ¿Era vida la de la sharashka? Ibas por un pasillo y te tropezabas con Siromaja. Uno de cada cinco era chivato. Antes de que pudieras emitir un sonido en el retrete, el «compadre» ya lo sabía. Hacía dos años que no había domingos, los muy canallas. ¡Un día laboral de doce horas! Había que entregarles los cerebros de todos por veinte gramos de mantequilla. Prohibieron la correspondencia con la familia, así les den de palos. ¿Y encima trabajar? ¡Pero qué infierno!

Jorobrov guardó silencio rebosante de indignación.

En el silencio reinante, bajo el zumbido del motor que funcionaba acompasadamente por el asfalto, sonó la respuesta de Nerzhin:

—No, Iliá Teréntich, no era un infierno. El infierno es donde vamos ahora. Volvemos al infierno. La sharashka es el primer círculo del infierno, el más elevado, el mejor. Es casi el paraíso.

No continuó hablando al presentir que no era necesario. En realidad, todos sabían que les esperaba algo incomparablemente peor que la sharashka. Todos sabían que cuando estuvieran en el campo de concentración recordarían la sharashka como un sueño dorado. Pero ahora, para animarse y tener conciencia de su razón, era preciso denigrar la sharashka, para que nadie se lamentara, para que nadie se reprochara a sí mismo el paso imprudente que había dado.

Guerásimovich encontró un argumento que Jorobrov no había llevado hasta el final:

—Cuando empiece la guerra, a los presos de la sharashka, que saben demasiado, los envenenarán con el pan, como hacían los hitlerianos.

—Es lo que yo digo —intervino Jorobrov—, ¡es mejor pan y agua que pastel y desgracia!

Los presos callaban con el oído atento a la marcha del vehículo.

Sí, les esperaba la taiga y la tundra, el polo frío de Oi-Miakon y las minas de cobre de Dzhezkazgan. Les esperaba de nuevo el pico y la carretilla, la parca ración de pan húmedo, la enfermería, la muerte. Les esperaba únicamente lo peor.

Pero sus almas estaban en paz consigo mismas.

Les dominaba la intrepidez de las personas que lo han perdido todo, hasta lo último, una intrepidez que se consigue con dificultad pero que se consolida en uno mismo.

Sacudiendo su carga de cuerpos apretujados en su interior, la alegre camioneta azul y naranja iba ya por las calles de la ciudad. Dejó atrás una de las estaciones de ferrocarril y se detuvo en un cruce. En este mismo cruce, los semáforos detuvieron el coche rojo oscuro de un corresponsal del periódico Libération que iba al estadio Dinamo a presenciar un partido de hockey. El corresponsal leyó en la camioneta-furgón:

Carne

Viande

Fleisch

Meat

Su memoria le indicó que había visto más de una furgoneta como aquella en diferentes puntos de Moscú. Sacó el bloc de notas y anotó con una pluma de color granate:

«Por las calles de Moscú se encuentran una y otra vez camionetas de productos alimenticios muy limpias e higiénicamente irreprochables. No hay más remedio que reconocer que el abastecimiento de la capital es insuperable».