Por más que las preocupaciones del traslado absorbieran a Nerzhin, se encendieron y agudizaron en él las ganas de «hacerle la Pascua» al comandante Shikin como despedida. Y cuando sonó la llamada al trabajo, a despecho de la orden de que los veinte permanecieran en el dormitorio y esperaran a los vigilantes, él, al igual que los restantes diecinueve, se lanzó a la puerta de comunicación. Subió volando al segundo piso y llamó a la puerta del despacho de Shikin. Le ordenaron que entrara.
Shikin estaba sentado tras su mesa, sombrío y lúgubre. Algo palpitaba en su interior desde la víspera. Había tenido un pie sobre el precipicio y sabía la sensación que producía no tener dónde apoyarlo.
¡Pero su odio por aquel muchacho no tenía una salida rápida ni directa! Lo máximo que podía hacer Shikin (y lo más seguro para sí mismo) era llevar a Doronin de calabozo en calabozo, difamarlo cordialmente en el informe personal y devolverlo a Vorkuta, donde con tales características iría a parar a la brigada de castigo y no tardaría en estirar la pata. El resultado sería el mismo que juzgarlo y fusilarlo.
Aquella mañana no había llamado a Doronin para interrogarlo porque esperaba diferentes protestas y obstrucciones por parte de los que iban a ser trasladados.
No se equivocó. Entró Nerzhin.
El comandante Shikin nunca había podido sufrir a aquel preso delgado y desagradable por su forma de comportarse, invariablemente firme, y su meticuloso conocimiento de las leyes. Hacía tiempo que Shikin intentaba convencer a Yákonov de que trasladara a Nerzhin, y ahora miró con maligna satisfacción la expresión hostil del visitante.
Nerzhin tenía un don innato para, sin pensárselo demasiado, componer una queja con pocas palabras demoledoras que pronunciaba de una sola tirada en el corto segundo que se abría el portillo de la celda para pasar la comida, o que acomodaba en el trozo de papel higiénico secante que se daba en las cárceles para las declaraciones escritas. En los cinco años de prisión había elaborado un procedimiento firme y especial para hablar con los mandos, lo que en el lenguaje de los presos se llama «hacer civilizadamente la Pascua». Empleaba palabras correctas, pero el tono era altivo e irónico, un tono al que no podían ponérsele peros, pues era el tono de conversación entre un superior y un inferior.
—¡Ciudadano comandante! —dijo desde el umbral—. He venido a recoger el libro que se me quitó ilegalmente. Tengo motivos para suponer que en las condiciones del transporte urbano de Moscú seis semanas son un plazo suficiente para convencerse de que el libro está permitido por la censura.
—¡El libro! —se impresionó Shikin (pues, tan rápidamente, no encontró nada más inteligente que decir)—. ¿Qué libro?
—Por lo menos —fue arrojándole Nerzhin—, supongo que sabrá de qué libro se trata. El de versos escogidos de Seguei Yesenin.
—¿De Ye-se-nin? —el comandante Shikin se recostó en el respaldo del sillón como si sólo ahora aquel nombre sedicioso acudiera a su memoria y lo impresionara. El cepillo cano de su cabeza expresaba indignación y repulsión—. ¿Cómo se atreve a pedirme un libro de Yesenin?
—¿Y por qué no? Ha sido editado aquí, en la Unión Soviética.
—¡Sólo faltaría!
—Además, fue publicado en 1940, es decir, no cae dentro del período de prohibición que va de 1917 a 1938.
Shikin frunció el ceño.
—¿De dónde ha sacado lo de ese período?
Nerzhin respondió de un modo tan tupido como si previamente hubiera estudiado de memoria todas las respuestas:
—El censor de un campo de concentración me dio amablemente estas explicaciones. En el registro previo a las fiestas me quitaron el Diccionario comentado de Dahl basándose en que había sido publicado en 1935 y por ello procedía someterlo a una revisión seria. Cuando le mostré al censor que el diccionario era una copia fotomecánica de una edición de 1881, el censor me devolvió de buen grado el libro y me explicó que nada tenían que objetar a las ediciones de antes de la revolución, pues entonces «los enemigos de la revolución no actuaban todavía». Y he aquí qué contrariedad para usted: el Yesenin está publicado en 1940.
Shikin guardó un grave silencio.
—Admitamos que sea así. Pero ¿ha leído usted ese libro? —preguntó con aire imponente—. ¿Lo ha leído todo? ¿Puede darme una confirmación por escrito?
—A tenor del Artículo 95 del Código Penal de la República Rusa, usted no tiene fundamento legal para exigirme esa firma. Se lo confirmaré verbalmente: tengo la mala costumbre de leer los libros que son de mi propiedad y, viceversa, conservar únicamente los libros que leo.
Shikin abrió los brazos.
—¡Tanto peor para usted!
Quiso hacer una pausa significativa, pero Nerzhin lo cubrió de palabras:
—Así pues, repito resumida mi petición. De acuerdo con el séptimo punto del apartado B del reglamento penitenciario, devuélvame el libro que me quitó ilegalmente.
Shikin se levantó, moviendo convulsivamente el rostro bajo este torrente de palabras. Cuando estaba sentado tras la mesa, su gran cabeza no parecía pertenecer a un hombre pequeño, pero al levantarse resultaba ser más bajo, y sus brazos y sus piernas quedaban muy cortos. Con cara hosca se acercó al armario, lo abrió y sacó el tomo de Yesenin, de pequeño formato, sembrado de hojas de arce en la sobrecubierta.
Había puntos en diversos sitios. Sin invitar a Nerzhin a sentarse, como antes, se instaló cómodamente en su sillón y empezó a examinar los puntos sin apresurarse. Nerzhin se sentó también tranquilamente, apoyó los brazos en las rodillas y fue siguiendo los movimientos de Shikin con una mirada insistente y dura.
—Fíjese, por favor —suspiró el comandante, y leyó sin inspiración, mezclando el tejido poético como una pasta:
¡Manos ajenas inanimadas!
No daréis vida a estas canciones.
Sólo espigas y caballos
echarán de menos al antiguo amo.
¿De qué amo habla? ¿De qué manos?
El preso miró las manos regordetas y blancas del oper.
—Yesenin sufría las limitaciones de su clase, y había muchas cosas que «no acababa» de comprender —expresó con los labios apretados su condolencia—. Como Pushkin, como Gógol…
Había una nota en la voz de Nerzhin que hizo que Shikin lo mirara con prevención. A lo mejor de pronto se arrojaba sobre el comandante, ahora que nada tenía que perder. Por lo que pudiera ser, Shikin se levantó y dejó la puerta entreabierta.
—¿Y cómo hay que entender esto? —leyó Shikin volviendo a su sillón:
Una rosa blanca con un sapo negro
quise en este mundo casar…
y continúa… ¿A qué hace alusión?
La tensa garganta del preso se estremeció.
—Es muy sencillo —respondió—. ¡Que no hay que intentar conciliar la blanca rosa de la verdad con el negro sapo de la maldad!
El «compadre» de cara morena, cortos brazos y cabeza grande estaba sentado ante él como un sapo negro.
—Por lo demás, ciudadano comandante —Nerzhin pronunciaba palabras rápidas que encajaban unas sobre otras—, no tengo tiempo de entrar en discusiones literarias con usted. Me espera el traslado. Hace seis semanas me dijo que enviaría una petición a Censura. ¿La envió?
Shikin movió los hombros y cerró el librito amarillo.
—No tengo obligación de rendirle cuentas. No le voy a devolver el libro. De todos modos, no le permitirían llevárselo.
Nerzhin se levantó furioso sin apartar la vista del libro de Yesenin. Pensaba que un día aquel libro había estado en las misericordiosas manos de su esposa, que había escrito en él:
¡Y todo lo perdido volverá a ti!
Sin ningún esfuerzo, las palabras salían disparadas de sus labios:
—¡Ciudadano comandante! Espero que no habrá olvidado que durante dos años estuve reclamando ante el Ministerio de la Seguridad del Estado los zlotis polacos que me habían arrebatado irreparablemente y que, aunque veinte veces rebajados a cópeks, acabé por cobrar del Soviet Supremo. Espero que no habrá olvidado cuando exigí cinco gramos de harina de añadidura. ¡Se rieron de mí, pero los conseguí! ¡Y muchos otros ejemplos más! ¡Le prevengo que no le cederé este libro! ¡Iré a morir a Kolyma y desde allí se lo arrancaré! Entregaré quejas contra usted en todos los buzones del Comité Central y del Consejo de Ministros. ¡Entréguemelo por las buenas!
Ante aquel preso condenado, sin derechos, enviado a una muerte lenta, el comandante de la Seguridad del Estado tuvo que ceder. Efectivamente, había consultado con Censura, y esta, con gran asombro suyo, había respondido que el libro no estaba formalmente prohibido. ¡Formalmente! Su fiel olfato le sugirió a Shikin que aquello era una negligencia, que había que prohibir aquel libro sin falta. Pero convenía también salvaguardar su nombre de la maledicencia de aquel intrigante incansable.
—Está bien —cedió el comandante—. Se lo devuelvo. Pero no dejaremos que lo saque de aquí.
Nerzhin salió triunfante a la escalera apretando contra sí el lustre amarillo de la sobrecubierta. Era un símbolo de éxito cuando todo se derrumbaba.
En el descansillo pasó junto a un grupo de presos que discutían sobre los últimos acontecimientos. Entre ellos peroraba (pero de modo que su voz no llegara a los jefes) Siromaja:
—¿Qué hacen? ¡Trasladar a unos muchachos como estos! ¿Por qué? ¿Y a Ruska Doronin? ¿Qué canalla lo habrá denunciado?
Nerzhin se apresuró a ir al laboratorio de acústica pensando de qué manera podría destruir todas sus notas ahora que aún no habían puesto un vigilante para custodiarlo. Se había dispuesto que los del traslado no anduvieran libremente por la sharashka. Sólo al gran número de estos, y quizá también a la debilidad del suboficial y a sus perpetuos fallos en el servicio, debía Nerzhin su última y breve libertad.
Abrió la puerta del laboratorio de acústica y vio ante sí las puertas abiertas del armario de hierro, y entre ellas a Símochka, de nuevo con su feo vestido a rayas y el pañuelo gris de angora sobre los hombros.
Ella no vio a Nerzhin, pero presintió su presencia, se turbó y se quedó inmóvil como si reflexionara qué cosa tenía que sacar del armario. Él, sin pensarlo ni sopesarlo, se metió en el callejón formado por las dos hojas de hierro de la puerta y dijo en un murmullo:
—¡Serafima Vitalievna! Después de lo de ayer es cruel que me dirija a usted. Pero mi trabajo de muchos años va a desaparecer. ¿Qué debo hacer, quemarlo? ¿Lo tomaría usted?
Ella ya estaba enterada de su partida. Levantó sus ojos tristes, de insomnio, y dijo:
—Démelo.
Entró alguien. Nerzhin se apartó precipitadamente, pasó a su mesa y se encontró con el comandante Reutmann.
La cara de Reutmann aparecía confusa. Con una sonrisa incómoda, dijo:
—¡Gleb Vikéntich! ¡Qué embarazoso es esto! La verdad es que no me previnieron… No tenía ni idea… Y hoy ya no es posible arreglar nada.
Nerzhin levantó una mirada fría y compasiva hacia aquel hombre que hasta el día de hoy había considerado sincero.
—Adam Veniamínovich, ya sabe que no es el primer día que estoy aquí. Estas cosas no se llevan a cabo sin la intervención del jefe del laboratorio.
Y empezó a vaciar los cajones de la mesa.
La cara de Reutmann expresó dolor:
—Créame, Gleb Vikéntich, no lo sabía, no me preguntaron, no me previnieron…
Lo decía en voz alta ante todo el laboratorio. En su frente aparecieron gotas de sudor. Inconscientemente, seguía con la vista los preparativos de Nerzhin.
En realidad, no le habían pedido consejo.
—Los materiales referentes a la articulación se los entrego a Serafima Vitalievna, ¿verdad? —preguntó despreocupadamente Nerzhin.
Reutmann salió lentamente de la sala sin responderle.
—Hágase cargo, Serafima Vitalievna —anunció Nerzhin, y empezó a llevar carpetas, papeles grapados y tablas a la mesa de la joven.
En una de las carpetas había metido su tesoro, sus tres blocs de notas. Pero cierto espíritu-consejero interior impulsó a Nerzhin a no hacerlo.
Aunque sus manos tendidas fueran cálidas, ¿duraría mucho la fidelidad femenina?
Trasladó los blocs a su bolsillo y llevó las carpetas a Símochka.
Ardió la biblioteca de Alejandría. Ardieron también, sin rendirse, las crónicas de los monasterios. Y el hollín de las chimeneas de la Lubianka, el hollín de papeles y más papeles quemados, cae sobre los presos sacados a pasear por la terraza, oculta tras el techo de la cárcel.
Posiblemente son más las grandes ideas que se han quemado que las que se han difundido… Si la cabeza continuaba entera, ¿no sería capaz de repetirlo?
Nerzhin sacudió las cerillas y salió corriendo.
Diez minutos después volvió pálido e indiferente.
Mientras, llegó Prianchikov al laboratorio.
—Pero ¿cómo es posible? —se enfureció—. ¡Nos hemos endurecido! ¡Ni siquiera nos indignamos! ¡Despachar un traslado! ¡Se puede despachar un equipaje, pero quién les ha dado derecho a despachar a las personas!
El ardiente discurso de Valentulia encontró eco en los corazones de los presos. Excitados por el traslado, los presos del laboratorio no trabajaban. Un traslado es siempre un momento alusivo, un instante de «a todos nos pasará lo mismo». Un traslado obliga a cada uno, incluso a aquellos a quienes no afecta, a pensar en la fragilidad de su destino, en la inmolación de su existencia bajo el hacha del Gulag. Incluso el preso que no había cometido la menor falta era sacado de la sharashka un par de años antes de terminar su condena, para que lo olvidara todo y quedara rezagado con respecto a todo aquello. Únicamente no había final de condena para los sentenciados a veinticinco años, por ello la sección operativa los prefería para la sharashka.
Los presos rodearon a Nerzhin en las posturas más desenvueltas, algunos en lugar de sentarse en las sillas lo hicieron en la mesa como subrayando lo sublime del momento. Su ánimo era melancólico y filosófico.
Lo mismo que en los entierros se recuerda todo lo bueno que hiciera el difunto, ahora recordaron en honor de Nerzhin lo amante que era este de «exprimir la ley», y cuántas veces había defendido los intereses generales de los presos. Salió a relucir también la célebre historia de la añadidura de harina, cuando Nerzhin inundó la administración penitenciaria, y el Ministerio del Interior, de quejas con motivo de la sisa diaria de cinco gramos de harina de su ración personal. (Según las reglas de la prisión, no podían presentarse quejas colectivas, ni quejas por algo que no hubiera sido entregado a otros o a todos. Aunque ideológicamente el preso debía corregirse orientándose hacia el socialismo, se le prohibía ser entusiasta de una causa común). En aquella época, los presos de la sharashka todavía no comían a satisfacción, y la lucha por los cinco gramos de harina les afectaba con mayor agudeza que los acontecimientos internacionales. La emocionante epopeya terminó con la victoria de Nerzhin: despidieron de su trabajo al «Capitán Calzoncillos», ayudante del director de la cárcel en la sección de intendencia, y con la harina sisada se cocinó dos veces por semana una sopa de tallarines complementaria para todos los habitantes de la sharashka. Recordaron también la lucha de Nerzhin por el aumento de los paseos domingueros, que sin embargo terminó en derrota.
Por su parte, Nerzhin casi no escuchaba estos epitafios. Para él había llegado el momento de la acción. Ahora ya se había producido lo peor, y lo mejor dependía sólo de él. Después de haber entregado a Símochka los materiales referentes a la articulación, de haber entregado al ayudante de Reutmann todos los documentos secretos, de haber destruido quemando o rasgando todo lo personal y haber formado varias pilas con el material perteneciente a la biblioteca, ahora estaba acabando de vaciar los cajones repartiendo entre los muchachos lo que encontraba. Ya se había decidido a quién le tocaría su silla giratoria amarilla, la mesa alemana de persianas colgantes, el tintero, el rollo de papel de colores y de papel mármol de la firma Lorenz. El difunto, con una sonrisa en la cara, estaba distribuyendo su herencia, y sus herederos le traían paquetes de cigarrillos, quién dos, quién tres (tal era la ley de la sharashka: en este mundo había cigarrillos en abundancia, en el otro los cigarrillos eran más caros que el pan).
De los del grupo supersecreto se presentó Rubin. Tenía la mirada triste, bolsas bajo los ojos. Pensando en los libros, Nerzhin le dijo:
—De haberte gustado Yesenin te lo habría regalado.
—¿Lo has recuperado?
—Pero no está lo suficientemente cerca del proletariado.
—No tienes brocha de afeitar —Rubin sacó de su bolsillo una brocha lujosa (al modo de ver de los presos) con el mango de plástico pulido—. De todos modos, he prometido no afeitarme hasta el día de mi rehabilitación, ¡de modo que tómala!
Rubin nunca decía «el día de mi liberación», pues esto habría podido significar el fin natural de la condena, siempre decía «el día de mi rehabilitación», ¡que pese a todo debía conseguir!
—Gracias, hombre, pero estás tan «pasmado» que has olvidado los reglamentos de los campos de concentración. ¿Quién me permitirá, en el campo, afeitarme por mí mismo? ¿Me ayudas a entregar los libros?
Y ambos se pusieron a recoger y apilar libros y revistas. Los que los rodeaban se dispersaron.
—¿Qué tal tu pupilo? —preguntó Gleb en voz baja.
—Dicen que los arrestaron anoche. A los dos principales.
—¿Por qué a dos?
—Dos sospechosos. La historia exige víctimas.
—¿Se habrá librado, quizás, el verdadero?
—Creo que lo han cogido. Han prometido que a la hora de comer traerían las cintas magnetofónicas de los interrogatorios. Las compararemos.
Nerzhin dejó la pila amontonada y se enderezó.
—Escucha, ¿y para qué necesita la Unión Soviética la bomba atómica? El razonamiento de este joven no era tan estúpido.
—Es un petimetre de Moscú, un pez pequeño, créeme.
Salieron del laboratorio cargados con muchos tomos y subieron por la escalera principal. Junto a la hornacina del pasillo superior se detuvieron a ordenar las descompuestas pilas y a descansar.
Los ojos de Nerzhin, que brillaran como el fuego de una excitación malsana durante los preparativos, ahora se habían apagado y tenían poca movilidad.
—¿Sabes, amigo? —alargó las palabras—, no hará ni tres años que vivimos juntos, siempre hemos estado discutiendo, cada uno burlándose de las convicciones del otro, y ahora, cuando voy a perderte seguramente para siempre, advierto con mucha claridad que eres para mí uno de los más…
Su voz se rompió.
Los grandes ojos castaños de Rubin, que muchos recordaban chispeando de ira, tenían un débil resplandor de bondad y de timidez.
—Las cosas han ido así —asintió con la cabeza—. Besémonos, animalote.
Y acogió a Nerzhin en su negra barba de pirata.
Acto seguido, apenas entraron en la biblioteca, los alcanzó Sologdin. Tenía cara de preocupación. Sin darse cuenta había empujado demasiado la puerta de cristales, con lo que esta tintineó y la bibliotecaria levantó la vista con descontento.
—¡Ya ves, Glebchik! ¡Ya ves! —dijo Sologdin—. Ya está hecho. Te vas.
Sologdin miraba sólo a Nerzhin sin poner ninguna atención en el «fanático bíblico» que había a su lado.
Tampoco Rubin encontró sentimientos conciliadores para el «chinchoso hidalgo», y apartó los ojos.
—Sí, te vas. Qué lástima. Una gran lástima.
¡Cuánto habían charlado los dos partiendo leña, cuánto habían discutido durante los paseos! Y ahora estaban fuera de lugar y de tiempo las normas de razonamiento y de vida que Sologdin quiso inculcar a Gleb y no tuvo tiempo para ello.
La bibliotecaria desapareció tras los estantes. Sologdin dijo con voz poco sonora:
—De todos modos, abandona tu escepticismo. Es solamente un procedimiento cómodo para no luchar.
Con la misma voz débil respondió también Nerzhin:
—Pero lo que dijiste ayer… sobre tu país perdido y satisfecho… es aún más cómodo. No comprendo nada.
Sologdin mostró un brillo celeste incluso en los dientes.
—Hemos hablado poco tú y yo, te estás rezagando en tu evolución. Pero, escucha, el tiempo es oro. Aún no es tarde. Acepta quedarte aquí de calculador y quizá consiga que te dejen. En un grupo nuevo. —Rubin lanzó una mirada de sorpresa a Sologdin—. Pero habrá que trabajar de firme, te lo prevengo honradamente.
Nerzhin suspiró.
—Gracias, Mitiai. Ya tuve esta posibilidad. Pero si hay que trabajar de firme, ¿cuándo podré desarrollar mi espíritu? En cierto modo yo mismo me he sometido a un experimento. Dice el refrán: «No es el mar lo que nos ahoga, sino el charco». Quiero intentar echarme al mar.
—¿Sí? Está bien, pero cuidado, cuidado. Qué lástima, qué gran lástima, Glebchik.
Sologdin ponía cara de preocupación, tenía prisa pero se obligaba a sí mismo a no apresurarse.
Así estuvieron los tres esperando que la bibliotecaria, de cabellos teñidos y labios vivamente pintados —teniente del MGB—, comprobara perezosamente el formulario de Nerzhin.
Y Gleb, que sufría con la enemistad de sus amigos, dijo quedamente, en medio del silencio total de la biblioteca:
—¡Amigos! ¡Debéis hacer las paces!
Ni Sologdin ni Rubin movieron la cabeza.
—¡Mitia! —insistió Gleb.
Sologdin levantó la llama fría y azul de su mirada.
—¿Por qué te diriges a mí? —se admiró.
—¡Liovka! —repitió Gleb.
Rubin lo miró con aire aburrido.
—¿Sabes por qué los caballos viven tanto? —Y después de una pausa, explicó—: Porque nunca ponen en claro las relaciones entre ellos.
Agotados los bienes que debía devolver a la Administración, y los asuntos en curso, y apremiado por los vigilantes para que se dirigiera a la cárcel a hacer sus preparativos, Nerzhin, con un montón de paquetes de cigarrillos en las manos, encontró en el pasillo a Potapov, que iba con prisas llevando un cajón bajo el brazo. En el trabajo, Potapov caminaba de un modo muy diferente a cuando paseaba: pese a su cojera, avanzaba rápidamente, mantenía el cuello tensamente arqueado, primero hacia adelante, luego hacia atrás, entornaba los ojos y no miraba a sus pies sino a un punto indefinido de la lejanía, como si se apresurara para adelantar con su cabeza y su mirada a un cuerpo que ya no era joven. Potapov debía necesariamente despedirse de Nerzhin y de otros que partían, pero en cuanto entró por la mañana en el laboratorio se apoderó de él la lógica interna del trabajo ahogando todos los demás sentimientos y pensamientos. Esta capacidad para entregarse por entero al trabajo, olvidándose de la vida, había sido la base de sus éxitos profesionales cuando estaba en libertad, lo había convertido en un insustituible robot de los planes quinquenales, y en la cárcel le ayudaba a soportar las adversidades.
—Se terminó, Andréich —lo detuvo Nerzhin. El difunto estaba alegre y sonreía.
Potapov hizo un esfuerzo. Con la mano que no llevaba el cajón se tocó la nuca como si quisiera rascársela.
—Cu-cú…
—Le regalaría el Yesenin, Andréich, pero a usted todos le dan lo mismo excepto Pushkin…
—También nosotros iremos a parar allí —dijo afligido Potapov.
Nerzhin suspiró.
—¿Dónde volveremos a encontrarnos? ¿En la prisión de tránsito de Kotlas? ¿En las minas de Indiguir? No creo que podamos encontrarnos en una acera de la ciudad moviendo independientemente las piernas. ¿Eh?
Entornando el rabillo del ojo, Potapov recitó:
Cerré los párpados a los fan-tas-mas.
Sólo lejanas esperanzas
inquietan a ve-ces mi corazón.
La cabeza entusiasta de Markushev asomó por la puerta del Número 7.
—¡Pero, Andréich!, ¿dónde están los filtros? ¡El trabajo está paralizado! —gritó con voz irritada.
Los coautores de La sonrisa de Buda se abrazaron torpemente. Los paquetes de Belomor se esparcieron por el suelo.
—Compréndalo —dijo Potapov—. Estamos en período de desove, siempre tenemos prisa.
Potapov llamaba «desovar» a este estilo de trabajo agitado, ruidoso, incoherentemente apresurado, que reinaba en el Instituto de Marfino, y en toda la economía del país, a un estilo que los periódicos llamaban también involuntariamente «de ataque» e «inestable».
—¡Escríbanos! —añadió Potapov, y ambos se echaron a reír. Era la cosa más natural que podía decirse en una despedida, pero en una cárcel este deseo sonaba a burla. Entre las islas del Gulag no había correspondencia.
Y con el cajón de los filtros de nuevo bajo el sobaco, la cabeza hacia arriba y hacia atrás, Potapov se precipitó por el pasillo sin que pareciera cojear.
También se apresuró Nerzhin hacia la sala semicircular, donde empezó a recoger sus cosas, previendo sagazmente los súbitos y hostiles registros que le esperaban, primero en Marfino y después en Butyrki.
El vigilante había entrado ya dos veces a meterle prisa. Otros de los convocados se habían marchado ya o habían sido conducidos a la Dirección de la cárcel. Al término mismo de sus preparativos entró Spiridón con su negro chubasquero ceñido exhalando el frescor del patio. Se quitó la gorra parda de grandes orejeras, dobló por la esquina la ropa de una cama cercana a Nerzhin, envuelta en blanca funda, y se sentó con sus sucios pantalones acolchados sobre el somier de acero.
—¡Spiridón Danílych! ¡Mira! —dijo Nerzhin inclinándose hacia él con un libro—. ¡Yesenin está aquí!
—¿Te lo devolvió esa víbora? —un rayito de luz recorrió el rostro sombrío, especialmente arrugado hoy, de Spiridón.
—No me importaba tanto el libro, Danílych —se extendió Nerzhin en sus explicaciones—, como que no nos la dieran en las narices.
—Eso —asintió Spiridón.
—¡Toma, tómalo! Como recuerdo.
—¿No te lo vas a llevar? —preguntó Spiridón con aire distraído.
—Espera —Nerzhin le cogió el libro, lo abrió y empezó a buscar cierta página—. Enseguida te la encuentro, y en ella podrás leer…
—Está bien, Gleb, en marcha —lo despidió sin alegría Spiridón—. Ya sabes cómo vivir en un campo de concentración: el alma quiere trabajar, pero los pies te llevan a la enfermería.
—Ahora ya no soy un novato, no tengo miedo, Danílych. Quiero intentar un buen trabajo. Ya sabes lo que dicen: «No es el mar el que ahoga sino el charco».
Y sólo en este momento, al fijarse en él, Nerzhin advirtió que Spiridón se sentía muy incómodo, más incómodo de lo que podría estar por separarse de un amigo. Y entonces recordó que el día anterior, con las nuevas medidas opresoras de la Dirección de la cárcel, con los chivatos desenmascarados, con el arresto de Ruska, con las explicaciones habidas con Símochka y con Guerásimovich, había olvidado por completo que Spiridón debía recibir una carta de su casa.
—¿Y la carta? ¿Recibiste la carta, Danílych?
Spiridón tenía la mano en el bolsillo con la carta. La sacó: el sobre, doblado por la mitad, aparecía ya desgastado en la doblez.
—Aquí está… Pero no tienes tiempo… —temblaron los labios de Spiridón.
¡Aquel sobre se había doblado y desdoblado muchas veces desde el día anterior! La dirección estaba escrita con la caligrafía gruesa, redonda e ingenua de la hija de Spiridón, la que conservaba de quinto curso, pues a partir de este Vera no pudo continuar sus estudios.
Siguiendo la costumbre establecida entre Spiridón y él, Nerzhin empezó a leer la carta en voz alta:
«¡Papaíto querido!
»No me atrevo, no ya a escribirle a usted, sino a continuar viviendo. Hay en este mundo gente muy mala que habla y engaña…».
La voz de Nerzhin decayó. Echó una mirada a Spiridón y encontró sus ojos abiertos, casi ciegos, inmóviles bajo las espesas cejas pelirrojas. Pero no tuvo ni un segundo para pensar, no tuvo tiempo para buscar una palabra sincera de consuelo, pues se abrió la puerta e irrumpió Nadelashin furioso:
—¡Nerzhin! —gritó—. ¿Por qué abusa cuando se le trata bien? ¡Todos están reunidos, usted es el último!
Los vigilantes tenían prisa por llevarse a Dirección a los del traslado antes del descanso de mediodía, para que los demás reclusos no volvieran a encontrarse con ellos.
Nerzhin abrazó con un solo brazo el cuello de Spiridón, de pelo denso no recortado.
—¡Venga! ¡Venga! ¡Ni un minuto más! —le apremió el suboficial.
—Danílych, Danílych —dijo Nerzhin abrazando al pelirrojo portero.
Spiridón emitió un sonido ronco en su pecho y agitó la mano.
—Adiós, Gleba.
—¡Adiós para siempre, Spiridón Danílych!
Se besaron. Nerzhin tomó sus cosas y se fue precipitadamente, acompañado por el suboficial de guardia.
Con sus manos inlavables, de suciedad incrustada durante muchos años, Spiridón sacó de la cama un libro abierto con la sobrecubierta llena de hojas de arce, puso como punto la carta de su hija y se marchó a su habitación.
No advirtió que había derribado con la rodilla su gorra de pieles y que esta había quedado abandonada en el suelo.