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En la sharashka era también la hora del desayuno y del té matinal.

Aquel día, que por la mañana no prometía nada especial, sólo fue notable al principio por el espíritu quisquilloso del teniente Shustermann: se disponía a entregar el turno de servicio y procuraba impedir que los presos durmieran después del toque de diana. También el paseo fue desagradable: después del deshielo del día anterior había helado por la noche y los senderos que se destinaban al paseo estaban llenos de escarcha. Muchos presos salieron a pasear, dieron una vuelta resbalando y se volvieron a la cárcel. Y en las celdas, los presos —sentados en las literas, quién abajo, quién arriba, dejando colgar los pies o recogiéndolos— no tenían prisa por levantarse, se rascaban el pecho, bostezaban, se burlaban, ya «a primera hora de la mañana», unos de otros o de su desafortunado destino, o se contaban los sueños, que es la ocupación predilecta de los presos.

Y aunque entre los sueños hubo también el discurrir de un turbio torrente por un pequeño puente, o el ponerse unas botas altas, no hubo, sin embargo, ningún sueño que predijera claramente un traslado de presos a modo de rebaño.

Sologdin fue por la mañana a partir leña como de costumbre. Por la noche había mantenido la ventana entornada, pero al salir hacia la leña, la había abierto aún más.

Rubin, que tenía su cabecera en esta ventana, no le dijo a Sologdin ni palabra. Por la noche había padecido de insomnio, se había acostado tarde, sentía la corriente fría de la ventana, pero no quiso intervenir en las acciones de su ofensor, se puso la gorra con las orejeras bajas, vistió la blusa acolchada, y de esta guisa se cubrió con la manta y yació como un saco sin levantarse a desayunar, despreciando las exortaciones de Shustermann y el ruido general de la sala en su intento de alargar las horas de sueño.

Potapov fue de los primeros en levantarse y en dar el paseo. Fue también de los primeros en desayunar. Había tomado su té, arreglado la litera en forma de duro paralelepípedo, y se había sentado a leer un periódico, pero su espíritu estaba impaciente por trabajar (hoy debía graduar un interesante aparato construido por él mismo).

Las gachas del desayuno eran de mijo, por eso muchos no acudieron a desayunar.

Guerásimovich, por el contrario, estuvo largo rato sentado en el comedor metiéndose lenta y cuidadosamente en la boca pequeños quantums de gachas. Habría sido imposible adivinar en él al teórico de la revolución palaciega.

Nerzhin lo estaba mirando desde el otro rincón del comedor medio vacío, y se preguntaba si le había respondido acertadamente la víspera. La duda es la honradez del conocimiento, ¿pero hasta qué límite hay que retroceder en una duda? Efectivamente, si en ninguna parte hubiera palabras libres, si el Times reprodujera sumisamente al Pravda, si los negros del Zambece compraran obligaciones del Estado, si los koljosianos del Loira sudaran por conseguir su salario, si los cerdos del partido descansaran tras diez cercados en los jardines californianos, ¿para qué valdría la pena vivir?

¿Hasta cuándo desentenderse de todo amparándose en el «no lo sé»?

Nerzhin desayunó sin ánimo y luego se encaramó a su litera superior para pasar allí los quince minutos libres que quedaban, se tendió y fijó la vista en la cúpula del techo.

En la sala continuaban opinando sobre lo acontecido con Ruska. No había venido a dormir, y era seguro que lo habían arrestado. En la Dirección de la cárcel había una pequeña y oscura jaula. Allí lo habían encerrado.

No hablaban abiertamente, no lo llamaban en voz alta «agente doble», pero lo daban a entender. Hablaban en el sentido de que ya no había donde «cargarle» otra condena, pero los muy canallas eran capaces de recalificar su condena de veinticinco años de ITL (reeducación por el trabajo) por veinticinco de reclusión incomunicada (aquel año se estaban construyendo nuevas cárceles con celdas individuales, y cada vez estaba más de moda el encierro incomunicado). Naturalmente, Shikin no presentaría el caso como la acción de un agente doble. Pero no era necesario acusar a un hombre de lo que era culpable: si era rubio se le podía acusar de ser moreno, e imponerle la misma pena que se impone a los rubios.

Gleb no sabía si Ruska y Clara habían llegado muy lejos en sus relaciones, ni si era preciso tranquilizarla, atreverse a tranquilizarla. ¿Y cómo?

Rubin arrojó la manta y se presentó en gorro y blusa acolchada provocando una carcajada general. Soportaba siempre sin ofenderse que se burlaran personalmente de él, lo que no toleraba era que se burlaran del socialismo. Se quitó el gorro pero no la blusa acolchada, ni tampoco bajó los pies al suelo para vestirse, pues esto no tenía ahora mucho sentido (se había perdido de todos modos la hora de pasear, de lavarse y de desayunar). Pidió que le sirvieran un vaso de té, y sentado en la cama, con la barba desgreñada, se fue metiendo insensiblemente en la boca el pan blanco con mantequilla regado con el ardiente líquido. Al mismo tiempo, sin acabar de abrir los ojos, se hundió en la lectura de la novela de Upton Sinclair, que sostenía con la misma mano que cogía el vaso. Su humor era de lo más lúgubre.

En la sharashka se hacía ya la ronda matinal. Entró el suboficial. Este contó las cabezas, pero las comunicaciones las dio Shustermann. Al entrar en la sala semicircular, Shustermann comunicó lo mismo que había comunicado en las salas precedentes:

—¡Atención! Se hace saber a los reclusos que después de la cena nadie bajará a la cocina en busca de agua caliente. ¡Y no se llamará ni se acudirá al oficial de servicio con este motivo!

—¿De quién es la orden? —bramó rabiosamente Prianchikov, saltando fuera de la cueva formada por las literas dobles.

—El director de la cárcel —respondió Shustermann autoritariamente.

—¿Cuándo la dio?

—Ayer.

Prianchikov sacudió sobre su cabeza los puños de sus flacos y finos brazos como poniendo por testigos al cielo y a la tierra.

—¡Esto no puede ser! —protestó—. ¡El sábado por la tarde el propio ministro Abakumov me prometió que habría agua caliente por las noches! ¡No entra en la lógica de las cosas! ¡Trabajamos hasta las doce de la noche!

El torrente de carcajadas fue la respuesta de los presos.

—Pues no trabajes hasta las doce, mari… —dijo con su voz grave Dvoyetiosov.

—No podemos mantener a un cocinero nocturno —explicó juiciosamente Shustermann.

Luego, cogiendo una lista de manos del suboficial, Shustermann anunció con una voz agobiante que hizo que todos se callaran inmediatamente:

—¡Atención! No saldrán para el trabajo, y se prepararán para el traslado… De vuestra sala: ¡Jorobrov! ¡Mijailov! ¡Nerzhin! ¡Siomushkin! ¡Dispónganse a entregar los objetos de la Administración!

Y los controladores salieron.

Pero los cuatro apellidos mencionados recorrieron toda la sala como un torbellino.

Los hombres abandonaron el té, abandonaron los bocadillos a medio comer y corrieron unos hacia los otros y hacia los que partían. Cuatro hombres de veinticinco era una siega de víctimas inusual, abundante. Empezaron a hablar todos a la vez, las voces animadas se mezclaban con las abatidas o desdeñosamente animadas. Algunos se pusieron de pie sobre las literas superiores agitando los brazos, otros se llevaban las manos a la cabeza, unos terceros intentaban apasionadamente demostrar algo golpeándose el pecho, otros, en fin, sacaban ya las almohadas de sus fundas. En general, toda la sala presentaba tal revoltijo de dolor, sumisión, irritación, decisión, queja y cálculo, y estaba todo esto tan amontonado en aquella estrechez de varios pisos, que Rubin se levantó de la cama tal como iba —con blusa acolchada pero en calzoncillos— y gritó penetrantemente:

—¡Es un día histórico para la sharashka! ¡La mañana de la ejecución de los streltsi[50]! —y abrió los brazos ante aquel cuadro.

Su aspecto animado no significaba en absoluto que le satisficiera el traslado. Del mismo modo se habría reído de su propio traslado. Si podía decir la palabra justa no había nada sagrado que lo detuviera.

El traslado es un hito en la vida del preso como pueda serlo una herida en la vida del soldado. Del mismo modo que la herida puede ser leve o grave, curable o mortal, el traslado puede ser cercano o lejano, una diversión o la muerte.

Cuando leemos la descripción dostoyevskiana de los pretendidos horrores del presidio quedamos impresionados: ¡con qué tranquilidad podían cumplir su condena! ¡Téngase en cuenta que durante los diez años de condena no sufrían ni un solo traslado!

El preso que vive siempre en el mismo lugar se acostumbra a sus camaradas, a su trabajo, a sus jefes. Por más que la codicia le sea ajena, adquiere inevitablemente muchas cosas: consigue una maleta, bien de fibra, enviada del exterior, bien de madera, fabricada en el campo de concentración. Consigue un marco donde poner la fotografía de la esposa o de la hija; unas zapatillas de trapo con las que deambula por el barracón después del trabajo y esconde de día por temor a un registro; es posible incluso que afane unos pantalones de algodón de repuesto o que no haya entregado sus viejos zapatos, y esconda todo esto de inventario en inventario. Posee incluso su propia aguja, lleva los botones bien cosidos y guarda encima dos más de recambio. En su petaca suele haber tabaco.

Y si es un «novato», conserva además polvos dentífricos y se lava de vez en cuando los dientes. Se le acumula un fajo de cartas de los parientes, se hace con un libro en propiedad y, cambiándolo, lee todos los libros del campo.

Pero el traslado cae sobre su insignificante vida como un rayo, siempre sin aviso previo, siempre organizado de manera que coja al preso desprevenido, en el último minuto posible. Y las cartas de los parientes se rasgan apresuradamente sobre el agujero del retrete. Y si el transporte ha de ser en vagones de ganado, se le arrancan al preso todos los botones, y se esparce al viento el polvo dentífrico y el tabaco, pues durante el camino se podría cegar con ellos al soldado de escolta. Y si el transporte ha de ser en vagones de pasajeros para presos, se pisotean frenéticamente las maletas que no entran en el estrecho portaequipajes del vagón, y al hacerlo se rompe el marco de la fotografía. En ambos casos se le quita el libro, que no está permitido llevar de viaje, y también la aguja, con la que se podría aserrar la reja o apuñalar a la escolta, se tiran como basura las zapatillas de trapo y se requisa, a beneficio del campo de concentración, el par de pantalones de más.

Y ya purificado del pecado de la propiedad, de la inclinación por la vida sedentaria, del deseo de un confort pequeñoburgués (denigrado muy justamente ya por Chéjov), liberado de los amigos y del pasado, el preso se pone las manos en la espalda y, en columna de a cuatro (¡paso a la derecha, paso a la izquierda, la escolta abrirá fuego sin previo aviso!), se dirige al vagón rodeado de perros y de soldados de escolta.

Todos habéis visto esta escena en nuestras estaciones de ferrocarril, pero os habéis apresurado a bajar tímidamente la cabeza, a volver la espalda lealmente, para que el teniente de la escolta no sospeche nada malo de vosotros y os arreste.

El preso entra en el vagón, y este se engancha al vagón postal. Compactamente enrejado por ambos lados, con el interior invisible desde los andenes, el vagón sigue el horario normal y transporta en su sofocante y cerrada estrechez centenares de recuerdos, de esperanzas y de temores.

¿Adónde los llevan? No se comunica. ¿Qué le espera al preso en el nuevo lugar? ¿Las minas de cobre? ¿La tala forestal? ¿O la tan acariciada misión agrícola en la que a veces se consigue cocer patatas a la brasa, o comer hasta reventar esos nabos destinados al ganado? ¿Sufrirá el preso por el escorbuto o la atrofia después de un mes de trabajos comunes? ¿O tendrá la suerte de encontrar a un conocido, y se enchufará de ordenanza, de sanitario o incluso de ayudante de almacenero? ¿Permitirán la correspondencia en el nuevo lugar? ¿O se interrumpirán las cartas durante muchos años y sus allegados lo considerarán muerto?

¿O quizá no llegue hasta el lugar de destino? ¿Morirá de disentería en el vagón de ganado porque han dejado sin pan a todo el convoy durante seis días? ¿Lo golpeará la escolta a martillazos con ocasión de la fuga de otro? ¿O, al final del viaje, sacarán como leños los cadáveres rígidos de los presos de aquel vagón sin calefacción?

Los trenes rojos tardan un mes en llegar a Sovgavan…

¡Acuérdate, Señor, de los que no pudieron llegar!

Y aunque despedían a los presos de la sharashka sin rigor, dejándoles incluso las navajas de afeitar hasta la primera prisión, todos estos interrogantes, con su fuerza eterna, cosquilleaban el corazón de los veinte presos que en la ronda matinal del martes habían sido llamados para el traslado.

Para ellos había terminado la despreocupada y semilibre vida de los presos de la sharashka.